Admito que no volví muy entusiasmada de Rumanía. Entre la sensación casi continua de que nos estaban timando, el poco tiempo libre que tuvimos y lo lejos que estábamos del centro de Constanza, los días de la reunión no fueron espectaculares (excepto por el ratito que pasamos junto al Casino, que me entusiasmó). Bucarest fue ligeramente diferente, estábamos cerca del centro y descubrimos una vida nocturna la mar de animada. Al llegar en autobús el viernes por la tarde, me pareció una ciudad inmensa y casi inabarcable en un paseo, así que el sábado, decidí subirme en un bus turístico y recorrer la ciudad como una guiri cualquiera.
El paseo valió la pena. Paré en un parque enorme en el que me perdí un par de veces. Yo sólo quería encontrar el lago. Lo encontré, pero di tantas vueltas que pensé que acabaría perdiendo el avión. Exagero. El paseo fue la mar de agradable (y frustrante, pero sólo hasta que conseguí encontrar el lago).
Mi siguiente parada ya fue el centro, que ya conocía y donde comí en el mismo sitio que cenamos la noche anterior (y sobre el que ya escribiré otro día).Y de vuelta al hotel, con una parada en un pequeño (pero interesante) mercadillo artesanal y en una librería muy bonita en la que me sentí friki total, como ya conté aquí.
Bucarest estuvo bien. Es una ciudad de grandes avenidas, edificios magnánimos (mención especial al Palacio del Parlamento Rumano: para su construcción se derribaron barrios enteros, incluyendo iglesias, sinagogas, monasterios y restos arqueológicos. Una exageración, vaya) y muchos árboles. No está en mi Top Five de ciudades favoritas o de lugares a los que volvería siempre, pero es una ciudad curiosa, interesante y animada. Muy ciudad, muy grande. Me siento muy de pueblo en este tipo de ciudades.