Hoy nuestra lección magistral va de cocina.
Porque, ¿a quién no le ha pasado que se ha puesto a hacer un bizcocho y se ha quedado sin leche?
Bueno, no sé si es algo habitual en los demás, a mí me pasa siempre. Básicamente porque no tomo leche, así que nunca tengo leche en casa.
Hay varias maneras de solucionar este inconveniente. Una es comprar leche, cosa absurda si no bebes leche. Otra es irte con el medidor de líquidos a casa de amigos/padres/vecinos y robarles 200 cc de leche. Ésta ha sido mi solución más habitual. Pero no podemos depender siempre de la caridad de amigos/padres/vecinos. La tercera (y magistral) solución es sustituir la leche por un yogur, convenientemente diluido en agua, y utilizar la cantidad de esta leche-yogur que pone la receta. Tan sencillo (o complejo) como esto. El más difícil todavía es si en casa sólo tienes yogures de soja (me he pasado a los yogures de soja, caseros, para más señas). No pasa nada, se puede actuar exactamente igual. Y queda muy rico. Y bonito, ved sino la foto.
Otra cosa sería si no tienes yogures en casa… Pero eso ya escapa a esta lección magistral. Cuando se me ocurra algo, volveré con más lecciones magistrales culinarias.
domingo, 11 de agosto de 2013
sábado, 10 de agosto de 2013
24 h
En estas horas, ha habido muchos y buenos momentos. Good times. Entre ellos, podríamos destacar:
Daiquiri time.
Snorkelling time.
Aperol Spritz time.
Y para compensar lo mal que hace las fotos mi móvil (creo que el alguna caída se debió fastidiar la cámara), ahí van dos hechas con la cámara compacta. Podríamos llamarlas, simplemente, Summer time.
viernes, 9 de agosto de 2013
Cementerio monumental de Milán
No me compré una guía de Milán: había leído que no había tantísimas cosas que ver en la ciudad y las que ojeé no me aportaron nada que no hubiera leído ya por internet, así que pasé de guía. Leí algo, como secundario, sobre su cementerio monumental e incluso el recepcionista del hotel nos dijo que “sí, bueno, no está del todo mal…” en tono bastante despectivo. Y, como ya comenté el otro día, a mí me encantó. No soy fan de cementerios, ni mucho menos, sólo recuerdo haber visitado otro que me impresionó, el antiguo cementerio de Aberdeen, muy diferente a éste, la verdad.
Fue curioso, porque el cementerio ya lo habíamos visto desde fuera yendo en autobús del aeropuerto al hotel y nos llamó la atención aunque no teníamos ni idea de qué podría ser aquello. Me había puesto al día con todo lo importante que se podía ver en la ciudad, pero nunca pensé que aquello fuera el cementerio. Y, sinceramente, no creí que fuéramos a visitarlo.
El cementerio es enorme: enorme en extensión y enorme el edificio principal. Casi no encontramos la entrada, pero un franciscano (con más pluma que una gallina) nos indicó gentilmente (muy gentil el muchacho) el camino. El edificio principal es impresionante, con unos techos preciosos. En él hay muchas tumbas, algunos de gente muy famosa (como Verdi y muchos otros que he descubierto después y que no vi) y otros de gente que probablemente sea importante a nivel nacional o local, pero que yo ni conocía. Y detrás, una gran extensión de árboles y jardines, de tumbas y mausoleos. Aunque suene tétrico, es un gusto pasear por allí, contemplar las esculturas que se han erigido en honor de los que ya no están. También es curioso cómo algunos necesitan expresar su superioridad económica o moral con tumbas suntuosas o cómo algunas piezas mucho más sencillas expresan mucho más.
Hay tumbas y mausoleos de todo tipo: modernos, antiguos, fastuosos, discretos, tétricos, oscuros, alegres, sencillos, horteras, preciosos, horribles, tradicionales, originales y hasta esotéricos. También el crematorio vale una visita, impresiona sobremanera.
Me faltó tiempo para visitarlo mejor. Me hubiera pasado allí tranquilamente varias horas. Si alguna vez vuelvo a Milán, sin duda repetiré visita.
martes, 6 de agosto de 2013
Aplicaciones
En los últimos tiempos, el número de aplicaciones que uso en mi día a día ha aumentado de manera sorprendente. No me refiero a las aplicaciones de los móviles, que también uso (pero con cierta prudencia porque mi móvil es muy Smartphone, pero es un Smartphone de los menos guays, así que siempre se me bloquea), sino de esas que facilitan la vida laboral.
Sí, sí.
Mortifican la vida laboral, quería decir.
A mí me molan los ordenadores, las modernidades y todo esto de la tecnología pero… pero creo que esto se nos está yendo de las manos.
Ahora, en el trabajo, ficho con el dedo. Todo muy moderno eso de la identificación de la huella dactilar. Así que desde mi ordenador puedo entrar a una aplicación de marcaje horario desde la que puedo comprobar a la hora exacta a la que ficho cada día, tanto al entrar como al salir. Pensaréis que no necesito usarla mucho, pero sí. Porque tengo otra aplicación de gestión de horas en la que tengo que entrar cada cierto tiempo y apuntar en qué invierto mis horas de trabajo cada día, por lo que necesito saber cuántas horas he trabajado cada día, para poderlo meter. Además, en la aplicación de marcaje horario, sale en colorines los días que me he cogido libre, si son vacaciones, días de recuperación, asuntos propios o si he estado fuera de la oficina por motivos de trabajo. Y claro, también hay una aplicación de solicitud de permisos, que hemos estrenado hace unas semanas: así puedo pedir los días de vacaciones o de asuntos propios, pero también los días de recuperación que son lo más divertido porque no sólo tienes que decir “quiero un día de recuperación” sino “quiero un día de recuperación que lo generé en tal fecha cuando estuve fuera de la oficina en fin de semana o festivo trabajando en tal o cual cosa”. Y no sólo eso: hay que solicitar los días libres con al menos 7 días de antelación y, si lo haces con menos tiempo, la aplicación no sólo te riñe, sino que le tienes que explicar el por qué…
Existen otras aplicaciones más mundanas: por ejemplo, la aplicación nómina web que sirve precisamente para eso, para descargarte la nómina. Hay otra muy guay que es la de solicitud de ayudas de acción social, pero como ahora somos un país pobre pues yo ya no tengo derecho a estas ayudas, en castigo por tener un contrato temporal. Y ya entrando en temas laborales “de verdad” hay una súper aplicación de solicitud de proyectos en la que, si tienes ladesgracia suerte de ser investigador principal de alguno, tienes que introducir infinidad de datos, cifras, previsiones de gastos y personal para los próximos años. Esta aplicación es multiusos, porque en ella debes meter una vez al año todas las actividades que has hecho en ese período: campañas científicas, reuniones, publicaciones, comunicaciones a congresos, tutorías de alumnos y cualquier otra cosa que sea susceptible a ser interesante. Ah, también hay una aplicación de gastos a la que he entrado una vez, pero que no entiendo y que aún soy incapaz de manejar, aunque igual debería (creo). Y finalmente, la primera, la única, la niña de todas las aplicaciones, la base de datos. Es una base de datos nacional y mágica, con nombre de ser mitológico al que le han cambiado el sexo y que incluye multitud de datos e información, donde está todo nuestro trabajo y de mucha gente más, a la que todo el mundo mete mano y en la que gracias a mí (estoy muy orgullosa) el signo decimal es un punto y no una coma (y si no entendéis la transcendencia de esto, intentad de informatizar cientos de datos con decimales, utilizando como signo decimal la coma –que está junto a la “M”- y no el punto –que está junto a los número del teclado numérico de la derecha-).
Y con esto y un bizcocho, hoy ha sido mi último día de trabajo antes de 12 días (laborales) de vacaciones. De momento estaré por aquí, tengo muchas cosas pendientes que contar. Luego desapareceré unos días.
En la foto, pompas de jabón, el otro día. Eso sí que es alta tecnología. Y lo demás son cuentos.
Sí, sí.
Mortifican la vida laboral, quería decir.
A mí me molan los ordenadores, las modernidades y todo esto de la tecnología pero… pero creo que esto se nos está yendo de las manos.
Ahora, en el trabajo, ficho con el dedo. Todo muy moderno eso de la identificación de la huella dactilar. Así que desde mi ordenador puedo entrar a una aplicación de marcaje horario desde la que puedo comprobar a la hora exacta a la que ficho cada día, tanto al entrar como al salir. Pensaréis que no necesito usarla mucho, pero sí. Porque tengo otra aplicación de gestión de horas en la que tengo que entrar cada cierto tiempo y apuntar en qué invierto mis horas de trabajo cada día, por lo que necesito saber cuántas horas he trabajado cada día, para poderlo meter. Además, en la aplicación de marcaje horario, sale en colorines los días que me he cogido libre, si son vacaciones, días de recuperación, asuntos propios o si he estado fuera de la oficina por motivos de trabajo. Y claro, también hay una aplicación de solicitud de permisos, que hemos estrenado hace unas semanas: así puedo pedir los días de vacaciones o de asuntos propios, pero también los días de recuperación que son lo más divertido porque no sólo tienes que decir “quiero un día de recuperación” sino “quiero un día de recuperación que lo generé en tal fecha cuando estuve fuera de la oficina en fin de semana o festivo trabajando en tal o cual cosa”. Y no sólo eso: hay que solicitar los días libres con al menos 7 días de antelación y, si lo haces con menos tiempo, la aplicación no sólo te riñe, sino que le tienes que explicar el por qué…
Existen otras aplicaciones más mundanas: por ejemplo, la aplicación nómina web que sirve precisamente para eso, para descargarte la nómina. Hay otra muy guay que es la de solicitud de ayudas de acción social, pero como ahora somos un país pobre pues yo ya no tengo derecho a estas ayudas, en castigo por tener un contrato temporal. Y ya entrando en temas laborales “de verdad” hay una súper aplicación de solicitud de proyectos en la que, si tienes la
Y con esto y un bizcocho, hoy ha sido mi último día de trabajo antes de 12 días (laborales) de vacaciones. De momento estaré por aquí, tengo muchas cosas pendientes que contar. Luego desapareceré unos días.
En la foto, pompas de jabón, el otro día. Eso sí que es alta tecnología. Y lo demás son cuentos.
lunes, 5 de agosto de 2013
Venecia
Durante el fin de semana que estuvimos en Milán, aprovechamos para hacer una escapada de un día a una ciudad que merece la pena visitar una y mil veces: Venecia.
Estuve por primera vez en Venecia en Octubre de 2009. Iba allí a una reunión y decidí aprovechar para pasar el fin de semana anterior visitando la ciudad. Mi jefa (o colega, porque no le gusta que le llame jefa), que también participaba en esa reunión, se apuntó. Recuerdo la llegada a la plaza de San Marcos, por la noche, después de bajar del vaporetto que venía del aeropuerto una parada antes de lo previsto: de repente estábamos allí, en mitad de una plaza de San Marcos iluminada, exuberante, preciosa. Fueron dos días maravillosos, paseando sin rumbo por las calles de la ciudad, entrando en tiendas preciosas, descubriendo el Aperol Spritz y disfrutando de la comida en pequeños restaurantes apartados del bullicio de los turistas. También recuerdo la reunión infernal de los días después, llena de discusiones y mal rollo, y con frío, mucho frío, porque entró una ola de frío ártico y no íbamos preparadas para eso. Pero también recuerdo que pasábamos dos veces al día por la plaza de San Marcos, al ir y venir de la reunión, alucinando en cada paseo con su belleza. Y que descubrimos una vinoteca donde acabábamos muchas tardes después del trabajo. Recuerdo los amagos de acqua alta que hubo algunos días y las pasarelas de madera que colocaron en San Marcos el último día, cuando me dirigía a coger el vaporetto para ir al aeropuerto. Y, por supuesto, recuerdo la última noche que pasé en Venecia, la tarde de paseo en la que me acabé comprando un abrigo rojo que adoro (aunque ya está algo viejo) y la cena con colegas malteses, italianos y chipriotas, después de tomarnos una copa de vino en un puente sobre un canal, esperando que hubiera sitio en el restaurante. Esos días, además, un colega italiano y una colega chipriota se comprometieron y descubrieron que iban a ser papás. Menos de dos años después, fui a su boda. Y hace unos meses nació su segunda hija. Pero eso ya es otra historia.
La cuestión es que tenía recuerdos muy claros y precisos de Venecia y que no me importó nada, nada volver. De hecho, creo que la propuesta de ir fue mía. Esta vez no pasé frío, sino mucho calor. Esta vez la visita fue mucho más corta, rápida, agobiante por el calor y la cantidad de turistas. Pero valió la pena, claro que sí, mucho. Valió la pena volver a pasear por sus calles, cruzar sus puentes, disfrutar de sus canales. Volví a sentir la piel de gallina al entrar en la plaza de San Marcos. Volví a flipar de la cantidad de gente que hay siempre sobre el puente del Rialto. Disfruté por primera vez de pasear en góndola. Y volví a tomar la bebida que descubrí hace 3 años y medio y que he seguido tomando cada vez que voy por el norte del Adriático, el Aperol Spritz. Aluciné al encontrar, de casualidad, el restaurante junto al puente en el que tomamos vino blanco aquella última noche y el hotel en el que dormí en mi anterior visita (con su callejón oscuro para entrar en nuestra habitación-apartamento). Y recorrí el Gran Canal en vaporetto.
Me flipa Venecia. Me flipa su belleza decadente, su extraña relación con el mar que le rodea, sus calles intrincadas. Pero también me flipa observar a sus habitantes habituales, cómo resuelven la problemática de vivir rodeados de canales: la señoras que van a hacer la compra con su carrito, los electricistas cargando sus pertenencias en carretillas, los bomberos, ambulancias, distribuidores trabajando en barcos. Me encanta verlos actuar con naturalidad algo que para nosotros es objeto de fotos continuas y de sorpresa (al menos para mí, al menos al principio).
Creo que con Venecia me pasa como con Creta: debería volver cada ciertos años.
Lo necesito.
Estuve por primera vez en Venecia en Octubre de 2009. Iba allí a una reunión y decidí aprovechar para pasar el fin de semana anterior visitando la ciudad. Mi jefa (o colega, porque no le gusta que le llame jefa), que también participaba en esa reunión, se apuntó. Recuerdo la llegada a la plaza de San Marcos, por la noche, después de bajar del vaporetto que venía del aeropuerto una parada antes de lo previsto: de repente estábamos allí, en mitad de una plaza de San Marcos iluminada, exuberante, preciosa. Fueron dos días maravillosos, paseando sin rumbo por las calles de la ciudad, entrando en tiendas preciosas, descubriendo el Aperol Spritz y disfrutando de la comida en pequeños restaurantes apartados del bullicio de los turistas. También recuerdo la reunión infernal de los días después, llena de discusiones y mal rollo, y con frío, mucho frío, porque entró una ola de frío ártico y no íbamos preparadas para eso. Pero también recuerdo que pasábamos dos veces al día por la plaza de San Marcos, al ir y venir de la reunión, alucinando en cada paseo con su belleza. Y que descubrimos una vinoteca donde acabábamos muchas tardes después del trabajo. Recuerdo los amagos de acqua alta que hubo algunos días y las pasarelas de madera que colocaron en San Marcos el último día, cuando me dirigía a coger el vaporetto para ir al aeropuerto. Y, por supuesto, recuerdo la última noche que pasé en Venecia, la tarde de paseo en la que me acabé comprando un abrigo rojo que adoro (aunque ya está algo viejo) y la cena con colegas malteses, italianos y chipriotas, después de tomarnos una copa de vino en un puente sobre un canal, esperando que hubiera sitio en el restaurante. Esos días, además, un colega italiano y una colega chipriota se comprometieron y descubrieron que iban a ser papás. Menos de dos años después, fui a su boda. Y hace unos meses nació su segunda hija. Pero eso ya es otra historia.
La cuestión es que tenía recuerdos muy claros y precisos de Venecia y que no me importó nada, nada volver. De hecho, creo que la propuesta de ir fue mía. Esta vez no pasé frío, sino mucho calor. Esta vez la visita fue mucho más corta, rápida, agobiante por el calor y la cantidad de turistas. Pero valió la pena, claro que sí, mucho. Valió la pena volver a pasear por sus calles, cruzar sus puentes, disfrutar de sus canales. Volví a sentir la piel de gallina al entrar en la plaza de San Marcos. Volví a flipar de la cantidad de gente que hay siempre sobre el puente del Rialto. Disfruté por primera vez de pasear en góndola. Y volví a tomar la bebida que descubrí hace 3 años y medio y que he seguido tomando cada vez que voy por el norte del Adriático, el Aperol Spritz. Aluciné al encontrar, de casualidad, el restaurante junto al puente en el que tomamos vino blanco aquella última noche y el hotel en el que dormí en mi anterior visita (con su callejón oscuro para entrar en nuestra habitación-apartamento). Y recorrí el Gran Canal en vaporetto.
Me flipa Venecia. Me flipa su belleza decadente, su extraña relación con el mar que le rodea, sus calles intrincadas. Pero también me flipa observar a sus habitantes habituales, cómo resuelven la problemática de vivir rodeados de canales: la señoras que van a hacer la compra con su carrito, los electricistas cargando sus pertenencias en carretillas, los bomberos, ambulancias, distribuidores trabajando en barcos. Me encanta verlos actuar con naturalidad algo que para nosotros es objeto de fotos continuas y de sorpresa (al menos para mí, al menos al principio).
Creo que con Venecia me pasa como con Creta: debería volver cada ciertos años.
Lo necesito.
domingo, 4 de agosto de 2013
Fin de semana
Viernes atardecer. Necrópolis de Son Real. Oscurece. Espectáculo de luces, sombras, música e historia.
Viernes noche. Campos. ArtNit. Noche de arte, gente paseando, pulseras verde fosforito y gin mojito.
Sábado. Playa de Son Real. Sol, arena, viento, mar y un libro.
Sábado noche. K.O.
Domingo. Playa de Alcúdia-Muro. Sol, arena, mar, dos medusas y un libro.
Domingo tarde. Siesta.
Domingo atardecer. Experimentando con la yogurtera. ¿Yogures de soja? Mañana veremos.
Domingo noche. K.O.
Me encanta el verano.
Viernes noche. Campos. ArtNit. Noche de arte, gente paseando, pulseras verde fosforito y gin mojito.
Sábado. Playa de Son Real. Sol, arena, viento, mar y un libro.
Sábado noche. K.O.
Domingo. Playa de Alcúdia-Muro. Sol, arena, mar, dos medusas y un libro.
Domingo tarde. Siesta.
Domingo atardecer. Experimentando con la yogurtera. ¿Yogures de soja? Mañana veremos.
Domingo noche. K.O.
Me encanta el verano.
viernes, 2 de agosto de 2013
Crisis vegetal
Me encantan las plantas, lo sabéis. Me encanta verlas crecer, entretenerme con ellas, disfrutar de ese ratito de desconexión diario en el que me dedico a regarlas y quitar las hojas viejas. Me gusta hacerles fotos y compartirlas por aquí, fotos de sus flores y, sobre todo, de sus frutos. Las plantas molan, las plantas son nuestras amigas, las plantas son maravillosas.
¡Ja!
¡Ja! ¡Ja! Y ¡ja!
Yo, lo confieso, sufro crisis vegetales. Momentos en los que cogería todas las plantas y las tiraría a la basura. Momentos en los que me juro que, cuando coja el último tomate, limpiaré el balcón y le daré otros usos. Momentos en los que me pregunto por qué diablos pierdo tanto el tiempo con ellas, pudiendo hacer cosas más provechosas… como por ejemplo dormir.
Mis crisis vegetales son esporádicas, puntuales y escasas. Menos mal. A veces son fruto del cansancio pero la mayoría de las veces son porque las plantas se mueren a pesar de mis cuidados o porque encuentro bichitos paseándose por ellas.
Odio los malditos bichitos.
No debería odiarlos. Soy bióloga e incluso hice una asignatura chachi piruli sobre Agricultura Ecológica (y saqué una notaza, todo hay que decirlo). Pero odio los malditos bichitos.
En general, no me caen muy bien los invertebrados terrestres (los marinos me chiflan). Bueno, algunos me caen bien, pero no negaré que le tengo bastante tirria a ciertos bichitos. Y a los que molestan a mis plantas, pues aún más.
Hace casi un mes, tuve una importante crisis vegetal: algunas plantas parecían ser incapaces de sobrevivir a mis cuidados y otras estaban llenas de bichos. Me agobié mucho, mucho. Pensé en tirarlas (casi) todas y librarme de esos monstruitos y de esas preocupaciones. Había bichos negros en la albahaca, bichos blancos en el pimiento, bichos blancos y verdes en la berenjena (que no daba berenjenas) y un (asqueroso) gusano dormitando en el envés de una hoja de fresera. Las freseras no daban más que abortos de fresas momificadas o las hojas de algunas plantas se secaban directamente y hasta alguno de los cactus de mi súper-cactus-ave-nodriza se secó. Todo muy terrorífico.
Pero al final me resistí. “Que yo saqué una notaza en Agricultura Ecológica”, pensé para mí. Tenía que superarlo. Así que me armé de valor e hice una limpieza en profundidad: eliminé la hoja con el gusano, eliminé la berenjena (total, no daba berenjenas…), tiré hojas viejas, barrí, fregué y fumigué todas las plantas afectadas con una mezcla que me recomendó alguien: agua, vinagre y ajo.
Y la cosa mejoró. Poco a poco, pero mejoró.
Y ahora vuelvo a mirar sonriente mis pimientos madurando, tengo en la nevera multitud de tomates diminutos, se empiezan a asomar algunas zanahorias, la orquídea ha dado muchas flores y el ginkgo sigue feliz, inmune a cualquier tipo de plaga. Vale, este año fresas he cogido pocas y al final he acabado tirando también la albahaca a la basura, pero en general, no pierdo la esperanza. Hasta una nueva crisis vegetal, claro.
¡Ja!
¡Ja! ¡Ja! Y ¡ja!
Yo, lo confieso, sufro crisis vegetales. Momentos en los que cogería todas las plantas y las tiraría a la basura. Momentos en los que me juro que, cuando coja el último tomate, limpiaré el balcón y le daré otros usos. Momentos en los que me pregunto por qué diablos pierdo tanto el tiempo con ellas, pudiendo hacer cosas más provechosas… como por ejemplo dormir.
Mis crisis vegetales son esporádicas, puntuales y escasas. Menos mal. A veces son fruto del cansancio pero la mayoría de las veces son porque las plantas se mueren a pesar de mis cuidados o porque encuentro bichitos paseándose por ellas.
Odio los malditos bichitos.
No debería odiarlos. Soy bióloga e incluso hice una asignatura chachi piruli sobre Agricultura Ecológica (y saqué una notaza, todo hay que decirlo). Pero odio los malditos bichitos.
En general, no me caen muy bien los invertebrados terrestres (los marinos me chiflan). Bueno, algunos me caen bien, pero no negaré que le tengo bastante tirria a ciertos bichitos. Y a los que molestan a mis plantas, pues aún más.
Hace casi un mes, tuve una importante crisis vegetal: algunas plantas parecían ser incapaces de sobrevivir a mis cuidados y otras estaban llenas de bichos. Me agobié mucho, mucho. Pensé en tirarlas (casi) todas y librarme de esos monstruitos y de esas preocupaciones. Había bichos negros en la albahaca, bichos blancos en el pimiento, bichos blancos y verdes en la berenjena (que no daba berenjenas) y un (asqueroso) gusano dormitando en el envés de una hoja de fresera. Las freseras no daban más que abortos de fresas momificadas o las hojas de algunas plantas se secaban directamente y hasta alguno de los cactus de mi súper-cactus-ave-nodriza se secó. Todo muy terrorífico.
Pero al final me resistí. “Que yo saqué una notaza en Agricultura Ecológica”, pensé para mí. Tenía que superarlo. Así que me armé de valor e hice una limpieza en profundidad: eliminé la hoja con el gusano, eliminé la berenjena (total, no daba berenjenas…), tiré hojas viejas, barrí, fregué y fumigué todas las plantas afectadas con una mezcla que me recomendó alguien: agua, vinagre y ajo.
Y la cosa mejoró. Poco a poco, pero mejoró.
Y ahora vuelvo a mirar sonriente mis pimientos madurando, tengo en la nevera multitud de tomates diminutos, se empiezan a asomar algunas zanahorias, la orquídea ha dado muchas flores y el ginkgo sigue feliz, inmune a cualquier tipo de plaga. Vale, este año fresas he cogido pocas y al final he acabado tirando también la albahaca a la basura, pero en general, no pierdo la esperanza. Hasta una nueva crisis vegetal, claro.
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