Tengo
una pequeña mancha azul en el pie izquierdo, en la cara interna, justo al lado
del (excesivo en mi caso) puente y no muy lejos de mi lunar del talón. Es una
mancha de pintura. Hace ya varios días que la tengo y no se acaba de borrar.
Debo admitir que no he puesto mucho empeño en eliminarla. Es pequeñita, casi medio
centímetro de largo y un par de milímetros de ancho, pero no tengo ganas de que
desaparezca. Es uno de los pocos recuerdos físicos que conservo de los últimos
días de mar. Otro es una anilla metálica que era circular y, por un golpe mal
dado, se volvió elíptica. Y el tercero es una pegatina de un local que alguien
pegó bajo un asiento de mi coche en una última noche de copas (y botellón, ¡a
mi edad!) en tierra.
En
el mar, todo se degrada por el salitre y, de vez en cuando, hay que picar la
pintura de los barcos y volver a pintar. En nuestros días de mar, hubo tiempo
también para eso. Algunas gotas de pintura azul cayeron dispersas por el
exterior de la cubierta del puente. Yo, que tenía que salir fuera a ponerme mis
zapatos de seguridad de suela en desintegración, me debí manchar con esas gotas
en algún momento. Fueron manchas diminutas, casi sutiles: una en uno de mis
calcetines, una en el pie.
Mi
mancha en el pie me recuerda que, no hace tantos días, yo estaba en el mar. Con
todo lo que eso significa.
Volver
a tierra fue toda una vorágine, no sólo de sentimientos, sino también de
eventos. No todos agradables. Los escasos días en casa, antes de volver a coger
un avión, fueron mucho más frenéticos de lo esperado, con algún susto
hospitalario familiar incluido. Así que, casi sin tener tiempo de pensarlo,
pasé del barco a casa, de casa al hospital y del hospital al avión. Sin tiempo
para digerir como se merece los días de mar, engullida por una nueva vorágine
viajera, con sus propias complicaciones digamos que personales de las que tal
vez, sólo tal vez, algún día hablaré.
Por
eso, esta mancha azul me ayuda a recordar el mar, las cosas buenas del mar. Es
un vínculo sutil y extraño, no es bueno añorar cosas que sólo han pasado unos
días antes, pero tampoco quiero desprenderme de esta conexión tan bruscamente.
Los días de mar deben desaparecer sutilmente, no a golpe de un nuevo viaje que
elimine lo anterior, sino diluirse poco a poco, como los restos de pintura azul
en mi pie izquierdo. Y así, un día, cuando desaparezca la pintura, desaparecerá
también ese vínculo invisible, esa conexión que aún perdura.
Pero
la anilla y la pegatina seguirán ahí.
En
la foto, mis zapatos de seguridad, con sus suelas desintegrándose y algunas
gotas de pintura azul rodeándolas.
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