Madrid me fascina. Lo digo desde la perspectiva de alguien que nunca ha vivido en Madrid; lo digo desde mi punto de vista de viajera ocasional y turista esporádica.
En Madrid tengo la sensación de que puede pasar cualquier cosa. En cualquier sitio. En cualquier momento. Todo parece posible en Madrid. Tengo la sensación de que la ciudad guarda miles de historias fascinantes, simultáneas y, estando allí, yo misma podría pasar a formar parte de alguna de ellas en cualquier momento. Yo, estando en Madrid, veo historias en todas partes. En el metro. En el autobús. En un restaurante. En el teatro. En sus parques. Incluso mirando por la ventana de cualquier hotel en el que me he alojado. Por algún extraño motivo, Madrid fomenta mi creatividad, mi mente se vuelve loca y no para de imaginar cuál es la historia de ese señor que pasea un perro por un parque o de ese músico que toca en los vagones del metro. Igual es la altitud. Igual es eso, sí. Yo vivo a nivel del mar y estar a 600 y pico metros me debe trastornar. Yo qué sé.
He estado en otras ciudades grandes y he sentido cosas interesantes también, desde el amor desmesurado (Roma) hasta la tristeza (Bruselas), pero son sensaciones diferentes. Lo de Madrid es fascinación. Simplemente.
Madrid es, además, una referencia de mi infancia, de mi vida. Películas, series, hasta el telediario se emite desde Madrid. Es el centro de todo. En Madrid ves cosas que salen en la tele. En Madrid se representa la misma noche El rey león, Billy Elliot y un montón de obras de teatro más. Hay innumerables restaurantes sirviendo desayunos, comidas y cenas a la vez. Hay tiendas de todo tipo. Cualquier cosa que necesitas, la puedes encontrar allí. Y no en un único sitio. Jolín, si hasta hay un montón de ginkgos repartidos por sus parques y calles, incluyendo el más espectacular de todos, el de la Quinta de la Fuente del Berro, cuyas hojas ya deben estar volviéndose doradas.
Me fascina y aún así le veo un montón de defectos. Muchísimos. Se me reseca la nariz. Hace frío. No tiene mar. Es muy grande. Hay mucha gente. Hay mucha contaminación. Pero hay algo que está por encima de todo eso, hay algo que me hace sentir cómoda cuando estoy allí, hay algo que me provoca un subidón extraño, inexplicable y difícilmente superable. Y más ahora, que ya me empiezo a orientar un poco, que ya sé dónde están algunas cosas, que por algunas zonas me siendo cómoda yendo de un sitio a otro sin necesidad de consultar google maps.
A veces, en Madrid, no me siento invisible. Eso os sonará a chorrada, pero yo estoy acostumbrada a ir por la calle y que nadie me mire. Ni yo mirar a nadie. Y en Madrid me di cuenta de que había gente que me miraba. Gente con la que te cruzas y te mira a los ojos. Un chaval con el que te cruzas mientras va corriendo haciendo deporte. Otro en el metro. O simplemente cruzando un semáforo. La gente te mira a la cara, lo que parece extraño en un lugar tan grande y con tanta gente yendo y viniendo sin parar.
He tenido la suerte de viajar bastante a Madrid en los últimos tres años. Qué digo bastante, un montón. Si en dos meses, he ido tres veces. Han sido viajes de todo tipo: para ir a reuniones, para ir a exámenes y escapadas con amigos. Aunque no siempre he podido, he intentado aprovechar esos viajes, aunque fueran de trabajo, para hacer cosas que me gustan (cine, teatro, libros, visitas guiadas, ginkgos, tiendas, bares y restaurantes que me gustan) o para ver a amigos que viven allí (¡Hola!) o incluso que pasaban por allí, como yo. Y, a pesar de haber ido tanto últimamente, siempre me gusta ir, siempre hay algo nuevo que ver o siempre tengo la sensación (igual es sólo eso, una sensación) de que algo emocionante va a pasar. Y tengo una curiosa impresión, igual absurda, de que la vida me cunde más cuando estoy en Madrid.
Luego flipáis con que al afamado pianista le chifle Madrid. Si es que es normal que le chifle. Pero, a diferencia de él, yo no creo que pudiera ser feliz viviendo en Madrid. Pero yendo de vez en cuando, viajando allí de tanto en tanto, sí que lo soy.
En la foto, unas hojas cualquiera, en Madrid, hace sólo unos días.
domingo, 3 de noviembre de 2019
jueves, 3 de octubre de 2019
sábado, 31 de agosto de 2019
lunes, 26 de agosto de 2019
El semáforo
De camino al trabajo, paso cada día por una calle de cuatro carriles que tiene un semáforo que siempre pillo en rojo. Inevitablemente. Y es inevitable porque vengo de otro semáforo que si pillo en verde (raramente), cuando llego al otro, ya está en rojo. Si lo pillo en rojo, cuando llego al otro, también está en rojo. Así, solo lo pillo en verde si el anterior lo pillo en rojo, yo estoy la primera en el carril y acelero lo suficiente (un poco mucho) para pasarme el semáforo en verde tirando a naranja. Sino, lo pillo en rojo.
Es decir, que paso cada día por una calle de cuatro carriles que tiene un semáforo que, si conduzco con normalidad y no acelero como un piloto de carreras, siempre pillo en rojo.
La peculiaridad de ese semáforo que regula cuatro carriles es que el carril de la derecha es para girar a la derecha y los otros tres para seguir recto. Yo sigo recto. La peculiaridad no es esa, es que el semáforo del carril que gira a la derecha se pone en verde antes que el de los que van recto. Y esta simpleza provoca innumerables situaciones curiosas y, frecuentemente, peligrosas. Porque la gente que va recto, ve una luz verde y acelera, sin darse cuenta de que el verde es sólo para los que giran a la derecha. Y cuando se pone ese verde, se pone también verde el de los que vienen de esa derecha y atraviesan por delante de los que esperan (o deberían esperar) a ir recto. Y claro, se arma un poco de lío.
He visto de todo. Gente que acelera y, cuando ve coches venir por la derecha, frena en seco y pone (supongo) cara de susto. Gente que acelera y pasa del resto del mundo, sigue recto como si nada y el que tiene que frenar en seco es el que viene de la derecha. Gente que acelera, frena, vuelve a acelerar, frena, da marcha atrás sin entender nada y, al mirar de nuevo el semáforo, comprende su fallo. Un día vi tres coches acelerando simultáneamente y tirando recto, mientras que los que venían de la derecha los contemplaban anonadados.
Yo, como igual habéis supuesto ya, tengo un máster en ese semáforo. Me lo conozco tan bien que, cuando se pone en verde para girar a la derecha, sé el tiempo exacto que falta para que se ponga en verde recto. Pero lo sé no en segundos, sino en instantes. Es decir, en una unidad inexistente e imaginaria, pero sé en qué momento exacto puedo poner el pie sobre el acelerador para que el coche arranque cuando el semáforo se acaba de poner en verde. En el instante preciso.
Aunque igual todo lo que acabo de escribir debería ponerlo en pasado. Porque las cosas han cambiado. Supongo que alguien descubrió el peligro que ese semáforo representaba. O mejor dicho, el peligro de la gente, incapaz de interpretar correctamente un semáforo que, por otro lado, es correctísimo. O igual ha habido algún accidente del que no me he enterado. Así que a alguien se le ocurrió una solución que, para mí, es brillante. Brillante, porque nunca se me hubiera ocurrido. Brillante por su simplicidad: Tan simple como convertir la luz verde de girar a la derecha en una luz naranja intermitente. Tachán.
Así, ahora, la primera luz que se enciende es naranja, para girar a la derecha. Si giras a la derecha, vas con cuidado, atientes para ver por qué esa luz no es verde, pero sigues tu camino (supongo que con cierta sorpresa, ya que no hay nada objetivamente peligroso). Si vas recto, te llama la atención y te fijas más en el semáforo, supongo, y así puedes detectar que tu semáforo, en realidad, sigue en rojo.
Desde que el semáforo funciona así, no he vuelto a ver a nadie acelerando en el semáforo antes de tiempo. Y, la verdad, que la solución haya sido tan simple me fascina.
Es decir, que paso cada día por una calle de cuatro carriles que tiene un semáforo que, si conduzco con normalidad y no acelero como un piloto de carreras, siempre pillo en rojo.
La peculiaridad de ese semáforo que regula cuatro carriles es que el carril de la derecha es para girar a la derecha y los otros tres para seguir recto. Yo sigo recto. La peculiaridad no es esa, es que el semáforo del carril que gira a la derecha se pone en verde antes que el de los que van recto. Y esta simpleza provoca innumerables situaciones curiosas y, frecuentemente, peligrosas. Porque la gente que va recto, ve una luz verde y acelera, sin darse cuenta de que el verde es sólo para los que giran a la derecha. Y cuando se pone ese verde, se pone también verde el de los que vienen de esa derecha y atraviesan por delante de los que esperan (o deberían esperar) a ir recto. Y claro, se arma un poco de lío.
He visto de todo. Gente que acelera y, cuando ve coches venir por la derecha, frena en seco y pone (supongo) cara de susto. Gente que acelera y pasa del resto del mundo, sigue recto como si nada y el que tiene que frenar en seco es el que viene de la derecha. Gente que acelera, frena, vuelve a acelerar, frena, da marcha atrás sin entender nada y, al mirar de nuevo el semáforo, comprende su fallo. Un día vi tres coches acelerando simultáneamente y tirando recto, mientras que los que venían de la derecha los contemplaban anonadados.
Yo, como igual habéis supuesto ya, tengo un máster en ese semáforo. Me lo conozco tan bien que, cuando se pone en verde para girar a la derecha, sé el tiempo exacto que falta para que se ponga en verde recto. Pero lo sé no en segundos, sino en instantes. Es decir, en una unidad inexistente e imaginaria, pero sé en qué momento exacto puedo poner el pie sobre el acelerador para que el coche arranque cuando el semáforo se acaba de poner en verde. En el instante preciso.
Aunque igual todo lo que acabo de escribir debería ponerlo en pasado. Porque las cosas han cambiado. Supongo que alguien descubrió el peligro que ese semáforo representaba. O mejor dicho, el peligro de la gente, incapaz de interpretar correctamente un semáforo que, por otro lado, es correctísimo. O igual ha habido algún accidente del que no me he enterado. Así que a alguien se le ocurrió una solución que, para mí, es brillante. Brillante, porque nunca se me hubiera ocurrido. Brillante por su simplicidad: Tan simple como convertir la luz verde de girar a la derecha en una luz naranja intermitente. Tachán.
Así, ahora, la primera luz que se enciende es naranja, para girar a la derecha. Si giras a la derecha, vas con cuidado, atientes para ver por qué esa luz no es verde, pero sigues tu camino (supongo que con cierta sorpresa, ya que no hay nada objetivamente peligroso). Si vas recto, te llama la atención y te fijas más en el semáforo, supongo, y así puedes detectar que tu semáforo, en realidad, sigue en rojo.
Desde que el semáforo funciona así, no he vuelto a ver a nadie acelerando en el semáforo antes de tiempo. Y, la verdad, que la solución haya sido tan simple me fascina.
lunes, 22 de julio de 2019
2008
Fue el verano que más morena he estado en mi vida.
Llegué a Creta a mitad de julio, con el pelo muy corto y gafas rojas que apenas un año antes estrenaba para contrarrestar mi miopía. Era todo nuevo y excitante: iba a vivir sola, en un país extranjero del que desconocía el idioma y tenía cuatro meses por delante para trabajar exclusivamente en mi tesis doctoral. En una isla mediterránea.
La vida allí fue tan simple como maravillosa.
Vivía en un diminuto apartamento, de una única habitación que hacía las veces de cocina, comedor, salón y dormitorio, con un diminuto baño y un balcón muy decente, con vistas al mar y a la isla de Dia. El apartamento estaba en mitad de campos de olivos, llenos de cigarras, que únicamente dejaban de cantar cuando se hacía de noche.
Entre semana, me levantaba pronto y me iba a trabajar en un instituto de investigación marina situado en mitad de una antigua base militar americana abandonada. Era fascinante. Y un poco terrorífico. Tardaba unos quince o veinte minutos yendo a pie, algo menos con la bicicleta que me agencié a los pocos días. No la usaba mucho: ir era fácil, pero la vuelta implicaba una cuesta muy empinada, que creo que solo fui capaz de subir sobre la bici una vez. También tenía que hacer un tramo por una carretera nacional, con mucho tráfico. Ni a pie ni en bici era muy seguro pero, como me di cuenta al poco de llegar allí, bah, aquello era Creta, y no pasaba nada.
Los días laborales los dedicaba a trabajar. Compartía mi oficina con tres colegas griegos. Allí cada uno hacía el horario que quería y, así, nunca sabía quiénes íbamos a estar en la oficina, ni cuánto tiempo. Era un despacho de la planta baja, del ala este del edificio en forma de L, con ventanas alargadas que siempre estaban sucias. Escuchaba mucho la radio, emisoras españolas, por internet. Sabía que solo iba a estar allí cuatro meses y no quería volver totalmente desconectaba de la realidad. La escuchaba mañana y tarde. Escuché en directo toda la tragedia del avión de Spanair. Me harté de oír hablar de la crisis que llegaba cuando, allí, en Creta, ya se vivía en crisis. Viví varias huelgas generales griegas.
Me llevaba al trabajo una fiambrera con comida que preparaba en la diminuta cocina eléctrica que tenía en mi apartamento. Planear las comidas me divertía. Cocinaba los domingos, martes y jueves, siempre dos platos diferentes y dos raciones por plato, asegurándome las comidas y las cenas de dos días. Los lunes por la tarde, después del trabajo, limpiaba. El resto de tardes o iba a alguna de las playas cercanas, o cocinaba, o curraba un rato más en casa, o leía, o veía películas, o navegaba por internet, gracias a un usb con conexión que contraté. Pasaba las noches en el balcón, leyendo o escribiendo o mirando internet o bebiendo cervezas con mi vecino portugués, balcón con balcón, mirando las estrellas, arreglando el mundo y planeando nuestras vidas futuras cuando dejáramos aquella isla.
Los fines de semana, hacía turismo. A veces cogía el autobús para ir a la capital, Heraklio, a hacer algunas compras, visitar lugares turísticos o museos o, simplemente, a pasear por sus calles. O me desplazaba a algún otro lugar de la isla que estuviera a una distancia razonable para ir y volver en el día en autobús. Rethymnon, Agios Nikolaos. Algunos fines de semana, alquilaba un coche, siempre un diminuto Toyota Yaris amarillo, y me aventuraba por las carreteras de la isla. Iba al este. O al oeste. O al sur. Visitaba pueblos, ciudades, ruinas, palacios y playas. Visité Chania y su península vecina con sus monasterios y la playa en la que se grabó una famosa escena de Zorba el griego. Paleochora. Frangokastello. Matala. Lasithi. Ierapetra. Fui en barco a la pequeña isla de Spinalonga, última colonia leprosa, en la que se desarrolla gran parte de la historia de “La isla” de Victoria Hislop. También a Chrissi, una isla de arenas blancas y aguas transparentes, situada al sudeste.
Aún recuerdo muchos nombres. Otros se me han olvidado ya. Si el destino estaba lejos, metía ropa para dos días en el maletero, agua, algo de comida, la toalla y un par de bikinis y me iba el sábado por la mañana y volvía el domingo por la tarde. Había playas casi desiertas, de aguas cristalinas, en pleno domingo de agosto. “¿Dónde estuviste anoche?”, me dijo un domingo por la noche mi vecino portugués, “¡Estaba preocupado por ti!”. De vez en cuando, nos íbamos a tomar cervezas a un garito que llevaban unos holandeses, entre semana o en fin de semana, daba igual. Empecé a beber cervezas en Creta. Vivimos algunas noches memorables allí. Una de las últimas, después de cerrar el bar, el dueño nos llevó a un garito en el pueblo cercano a tomar algo, que, o mucho me equivoco, o era un puticlub. También pasamos una noche absolutamente loca y guiri en Hersonissos. Un miércoles. Y el jueves, solo un par de horas después de volver de aquella salida nocturna, a trabajar.
Luego llegó el otoño y se acabó la playa. Y luego empezó a soplar viento sur, y volvió la playa. Pero luego acabó del todo, pasamos al horario de invierno y se hacía de noche antes de las cinco de la tarde. Era horrible salir de la oficina de noche, porque las farolas de la antigua base militar abandonada no funcionaban y no era nada agradable pasear por allí. Por no hablar de los grupos de perros salvajes que corrían detrás de la gente. O de la gente que ocupaba algunos de los edificios abandonados que, más que ocupar, los utilizaban de almacén o de yo qué sé qué. Así que alquilé un coche las últimas semanas. Se había acabado el verano, las hordas de turistas habían desaparecido y el precio era más razonable. Era un coche rojo. “¡Siempre he querido tener un coche rojo!”, le dije al tipo del rent-a-car que me había alquilado coches amarillos todo el verano. “Haberlo dicho antes y te hubiera dado uno rojo en vez del amarillo”, contestó él. Fue mi primer coche rojo, mucho antes que CocheCapricho.
Todo el mundo me decía que los griegos eran guapísimos, pero yo no vi griegos guapos por ninguna parte. Un día lo hablé con una vecina búlgara, que era guía turística. “Pero, ¿tú has visto griegos guapos por aquí?”, me preguntó. No recuerdo si le dije que uno o dos. Creo que fueron dos, pero solo recuerdo a uno: un revisor del autobús que cubría la línea con la capital. Del otro, ni me acuerdo.
Fue también una época muy creativa, muy prolífica en el blog que tenía entonces. A veces, escribía hasta dos entradas en un día. Tenía mucho que contar. Vivir allí era fascinante. Simple, pero fascinante. E hice muchas fotos, muchísimas. Tenía una pequeña cámara compacta que era una maravilla. Los móviles, entonces, no tenían cámara. Al menos no los que yo tenía: el que me había llevado de España y uno que me compré allí. Tuve un número de teléfono griego. Tuve una cuenta bancaria griega.
Y luego tocó volver. Como tenía que ser. Todo estaba siendo perfecto, casi demasiado, todo era maravilloso y simple, así que era el momento adecuado para volver.
Creta me cambió. Me convirtió en una persona más tranquila y relajada, me enseñó a disfrutar más del día a día, de las pequeñas cosas. Allí era consciente de que mi tiempo en la isla era limitado, así que lo trataba de disfrutar todo al máximo. Y eso me hizo pensar que, en realidad, nuestro tiempo en este planeta es limitado, así que tendríamos que disfrutarlo todo y vivir cada día de nuestra vida como lo que es: como un regalo con fecha de caducidad.
Volví morenísima y feliz.
Estos días se cumplen 11 años de esa aventura que fue vivir en Creta. Desde entonces, he vuelto a la isla tres veces, la última en marzo del año pasado. Ya lo dije entonces, el corazón me explota de felicidad cuando vuelvo a esa isla. La primera vez sí que tuve una sensación de desasosiego, de añoranza, por eso que dicen de que no hay que volver a los sitios en los que has sido feliz. Las siguientes veces solo he sentido felicidad. Y agradecimiento. Por tener oportunidad de volver a un lugar en el que fui feliz.
Y espero seguir volviendo, claro.
En la foto, el puerto veneciano de Chania (o La Canea, o Janiá, que es como se pronuncia en griego), la ciudad más bonita de la isla.
Llegué a Creta a mitad de julio, con el pelo muy corto y gafas rojas que apenas un año antes estrenaba para contrarrestar mi miopía. Era todo nuevo y excitante: iba a vivir sola, en un país extranjero del que desconocía el idioma y tenía cuatro meses por delante para trabajar exclusivamente en mi tesis doctoral. En una isla mediterránea.
La vida allí fue tan simple como maravillosa.
Vivía en un diminuto apartamento, de una única habitación que hacía las veces de cocina, comedor, salón y dormitorio, con un diminuto baño y un balcón muy decente, con vistas al mar y a la isla de Dia. El apartamento estaba en mitad de campos de olivos, llenos de cigarras, que únicamente dejaban de cantar cuando se hacía de noche.
Entre semana, me levantaba pronto y me iba a trabajar en un instituto de investigación marina situado en mitad de una antigua base militar americana abandonada. Era fascinante. Y un poco terrorífico. Tardaba unos quince o veinte minutos yendo a pie, algo menos con la bicicleta que me agencié a los pocos días. No la usaba mucho: ir era fácil, pero la vuelta implicaba una cuesta muy empinada, que creo que solo fui capaz de subir sobre la bici una vez. También tenía que hacer un tramo por una carretera nacional, con mucho tráfico. Ni a pie ni en bici era muy seguro pero, como me di cuenta al poco de llegar allí, bah, aquello era Creta, y no pasaba nada.
Los días laborales los dedicaba a trabajar. Compartía mi oficina con tres colegas griegos. Allí cada uno hacía el horario que quería y, así, nunca sabía quiénes íbamos a estar en la oficina, ni cuánto tiempo. Era un despacho de la planta baja, del ala este del edificio en forma de L, con ventanas alargadas que siempre estaban sucias. Escuchaba mucho la radio, emisoras españolas, por internet. Sabía que solo iba a estar allí cuatro meses y no quería volver totalmente desconectaba de la realidad. La escuchaba mañana y tarde. Escuché en directo toda la tragedia del avión de Spanair. Me harté de oír hablar de la crisis que llegaba cuando, allí, en Creta, ya se vivía en crisis. Viví varias huelgas generales griegas.
Me llevaba al trabajo una fiambrera con comida que preparaba en la diminuta cocina eléctrica que tenía en mi apartamento. Planear las comidas me divertía. Cocinaba los domingos, martes y jueves, siempre dos platos diferentes y dos raciones por plato, asegurándome las comidas y las cenas de dos días. Los lunes por la tarde, después del trabajo, limpiaba. El resto de tardes o iba a alguna de las playas cercanas, o cocinaba, o curraba un rato más en casa, o leía, o veía películas, o navegaba por internet, gracias a un usb con conexión que contraté. Pasaba las noches en el balcón, leyendo o escribiendo o mirando internet o bebiendo cervezas con mi vecino portugués, balcón con balcón, mirando las estrellas, arreglando el mundo y planeando nuestras vidas futuras cuando dejáramos aquella isla.
Los fines de semana, hacía turismo. A veces cogía el autobús para ir a la capital, Heraklio, a hacer algunas compras, visitar lugares turísticos o museos o, simplemente, a pasear por sus calles. O me desplazaba a algún otro lugar de la isla que estuviera a una distancia razonable para ir y volver en el día en autobús. Rethymnon, Agios Nikolaos. Algunos fines de semana, alquilaba un coche, siempre un diminuto Toyota Yaris amarillo, y me aventuraba por las carreteras de la isla. Iba al este. O al oeste. O al sur. Visitaba pueblos, ciudades, ruinas, palacios y playas. Visité Chania y su península vecina con sus monasterios y la playa en la que se grabó una famosa escena de Zorba el griego. Paleochora. Frangokastello. Matala. Lasithi. Ierapetra. Fui en barco a la pequeña isla de Spinalonga, última colonia leprosa, en la que se desarrolla gran parte de la historia de “La isla” de Victoria Hislop. También a Chrissi, una isla de arenas blancas y aguas transparentes, situada al sudeste.
Aún recuerdo muchos nombres. Otros se me han olvidado ya. Si el destino estaba lejos, metía ropa para dos días en el maletero, agua, algo de comida, la toalla y un par de bikinis y me iba el sábado por la mañana y volvía el domingo por la tarde. Había playas casi desiertas, de aguas cristalinas, en pleno domingo de agosto. “¿Dónde estuviste anoche?”, me dijo un domingo por la noche mi vecino portugués, “¡Estaba preocupado por ti!”. De vez en cuando, nos íbamos a tomar cervezas a un garito que llevaban unos holandeses, entre semana o en fin de semana, daba igual. Empecé a beber cervezas en Creta. Vivimos algunas noches memorables allí. Una de las últimas, después de cerrar el bar, el dueño nos llevó a un garito en el pueblo cercano a tomar algo, que, o mucho me equivoco, o era un puticlub. También pasamos una noche absolutamente loca y guiri en Hersonissos. Un miércoles. Y el jueves, solo un par de horas después de volver de aquella salida nocturna, a trabajar.
Luego llegó el otoño y se acabó la playa. Y luego empezó a soplar viento sur, y volvió la playa. Pero luego acabó del todo, pasamos al horario de invierno y se hacía de noche antes de las cinco de la tarde. Era horrible salir de la oficina de noche, porque las farolas de la antigua base militar abandonada no funcionaban y no era nada agradable pasear por allí. Por no hablar de los grupos de perros salvajes que corrían detrás de la gente. O de la gente que ocupaba algunos de los edificios abandonados que, más que ocupar, los utilizaban de almacén o de yo qué sé qué. Así que alquilé un coche las últimas semanas. Se había acabado el verano, las hordas de turistas habían desaparecido y el precio era más razonable. Era un coche rojo. “¡Siempre he querido tener un coche rojo!”, le dije al tipo del rent-a-car que me había alquilado coches amarillos todo el verano. “Haberlo dicho antes y te hubiera dado uno rojo en vez del amarillo”, contestó él. Fue mi primer coche rojo, mucho antes que CocheCapricho.
Todo el mundo me decía que los griegos eran guapísimos, pero yo no vi griegos guapos por ninguna parte. Un día lo hablé con una vecina búlgara, que era guía turística. “Pero, ¿tú has visto griegos guapos por aquí?”, me preguntó. No recuerdo si le dije que uno o dos. Creo que fueron dos, pero solo recuerdo a uno: un revisor del autobús que cubría la línea con la capital. Del otro, ni me acuerdo.
Fue también una época muy creativa, muy prolífica en el blog que tenía entonces. A veces, escribía hasta dos entradas en un día. Tenía mucho que contar. Vivir allí era fascinante. Simple, pero fascinante. E hice muchas fotos, muchísimas. Tenía una pequeña cámara compacta que era una maravilla. Los móviles, entonces, no tenían cámara. Al menos no los que yo tenía: el que me había llevado de España y uno que me compré allí. Tuve un número de teléfono griego. Tuve una cuenta bancaria griega.
Y luego tocó volver. Como tenía que ser. Todo estaba siendo perfecto, casi demasiado, todo era maravilloso y simple, así que era el momento adecuado para volver.
Creta me cambió. Me convirtió en una persona más tranquila y relajada, me enseñó a disfrutar más del día a día, de las pequeñas cosas. Allí era consciente de que mi tiempo en la isla era limitado, así que lo trataba de disfrutar todo al máximo. Y eso me hizo pensar que, en realidad, nuestro tiempo en este planeta es limitado, así que tendríamos que disfrutarlo todo y vivir cada día de nuestra vida como lo que es: como un regalo con fecha de caducidad.
Volví morenísima y feliz.
Estos días se cumplen 11 años de esa aventura que fue vivir en Creta. Desde entonces, he vuelto a la isla tres veces, la última en marzo del año pasado. Ya lo dije entonces, el corazón me explota de felicidad cuando vuelvo a esa isla. La primera vez sí que tuve una sensación de desasosiego, de añoranza, por eso que dicen de que no hay que volver a los sitios en los que has sido feliz. Las siguientes veces solo he sentido felicidad. Y agradecimiento. Por tener oportunidad de volver a un lugar en el que fui feliz.
Y espero seguir volviendo, claro.
En la foto, el puerto veneciano de Chania (o La Canea, o Janiá, que es como se pronuncia en griego), la ciudad más bonita de la isla.
miércoles, 19 de junio de 2019
Lluvia
Soñé que llovía.
Era una noche de mitad de junio, tanto en la realidad como en mi sueño.
En mi sueño, el cielo se encapotaba y empezaba a llover copiosamente. Me asomaba a la ventana y veía la lluvia caer en mi calle, como una cortina. Todo estaba oscuro y hacía frío. En la calle perpendicular a la mía, la lluvia se espesaba en forma de copos, casi etéreos, alargados, enormes. “Trapinos” los llamaría mi madre.
Corría hacia la cocina, y me asomaba a los patios de atrás desde las ventanas de la galería. Allí también caía nieve. De hecho, la nieve ya estaba cuajando y cubría algunos árboles que, en realidad, no existen. La gente reía y amontonaba nieve, se lanzaban bolas, y bailoteaban bajo los copos.
“No puede ser. Si estamos en junio”, pensaba yo.
El cielo seguía negro. Hacía frío. Seguían cayendo copos de nieve.
Me desperté, helada, envuelta en la sábana y en la colcha veraniega que apenas me resguardaban de ese sueño helado. “Menos mal”, pensé, “Solo ha sido un sueño”.
Y, aún así, tenía frío.
Era una noche de mitad de junio, tanto en la realidad como en mi sueño.
En mi sueño, el cielo se encapotaba y empezaba a llover copiosamente. Me asomaba a la ventana y veía la lluvia caer en mi calle, como una cortina. Todo estaba oscuro y hacía frío. En la calle perpendicular a la mía, la lluvia se espesaba en forma de copos, casi etéreos, alargados, enormes. “Trapinos” los llamaría mi madre.
Corría hacia la cocina, y me asomaba a los patios de atrás desde las ventanas de la galería. Allí también caía nieve. De hecho, la nieve ya estaba cuajando y cubría algunos árboles que, en realidad, no existen. La gente reía y amontonaba nieve, se lanzaban bolas, y bailoteaban bajo los copos.
“No puede ser. Si estamos en junio”, pensaba yo.
El cielo seguía negro. Hacía frío. Seguían cayendo copos de nieve.
Me desperté, helada, envuelta en la sábana y en la colcha veraniega que apenas me resguardaban de ese sueño helado. “Menos mal”, pensé, “Solo ha sido un sueño”.
Y, aún así, tenía frío.
domingo, 2 de junio de 2019
El primer baño de la temporada
Hoy he disfrutado del primer baño de la temporada.
Y ha sido maravilloso y a la vez ha sido extraño.
Ha sido maravilloso porque el primer baño de la temporada siempre lo es. El agua fría (el agua siempre tiene que estar fría en ese primer baño, si no lo está, es que se ha retrasado demasiado), la sal sobre la piel horas después de haber salido del agua, empezar a encontrar arena en los lugares más insospechados. Hacía viento, demasiado para mi gusto y sí, el agua estaba fría, al menos como primera impresión. He dudado bastante en meterme, pero cuando me he dado cuenta de que probablemente no pueda volver a la playa hasta julio, me he decidido, claro que sí, no podía esperar a julio para darme ese primer baño. Y ha sido maravilloso, por supuesto.
Pero, como decía, también ha sido extraño. Ha sido extraño porque la última vez que estuve en esa playa, estuve con mi padre. Fue en algún momento de principios de agosto del año pasado. Ya estaba mal, machacado por la radioterapia y consumiéndose poco a poco. Pero aún así, seguimos yendo a la playa todo lo que pudimos. Le encantaba esa playa. Le encantaba llegar pronto, situarse en primera línea y darse un primer baño con la mar plana y la playa medio vacía. Yo me metía con él y luego me volvía a meter una o dos veces más. Él, durante mucho tiempo, también. El año pasado, no solía pasar de ese primer baño. Aquel día, a final de la mañana, estaba de pie, con los pies en el agua, contemplando el horizonte. Me miró y me dijo: “Habrá que meterse otra vez. Quién sabe cuándo podremos volver”.
Él no volvió.
Yo he vuelto hoy.
Volver allí ha sido extraño, por supuesto, hasta tenso, diría yo. Me he levantado sin muchas ganas de playa, lo que el cuerpo me pedía era hacerme un ovillo en el sofá y dejar pasar las horas, igual que muchos de los domingos de los últimos meses. Pero a veces, aunque no quieras, hay que hacer cosas, porque sabes que te sentarán bien, porque sabes que tienes que hacerlas. Así que al final y casi a mi pesar, he insistido a mi madre con la cantinela de los últimos días (“¿Me llevas a la playa? Porfi, porfi, porfi”) y nos hemos ido a la playa.
Hemos pasado todo el camino hablando de mi padre y del programa que mi madre vio anoche sobre comunicarse con los muertos. Era inevitable, imposible, no hablar de él hoy, no pensar en él hoy y no sentirnos tristes porque ya no esté con nosotras allí, disfrutando del viento, del mar, del sol. Ha sido extraño hacer esas cosas que hacía él: buscar un buen sitio para situarnos, clavar la sombrilla, colocar las sillas a su sombra. Hemos llevado sillas nuevas, las compré yo el otro día, porque el verano pasado no tuvimos tiempo, ni ganas, de reponer las viejas. Creo que le hubieran gustado estas sillas. Son fuertes, robustas y cómodas.
Después, hemos ido a comer al sitio al que hemos ido multitud de domingos de verano (y de no verano) en los últimos años. Un restaurante cercano, familiar, con un menú rico, casero y a buen precio, donde siempre nos han tratado con cariño y donde mi padre mejor se sentía comiendo fuera. Llevábamos desde aquel día de agosto sin ir. Hemos querido ir muchas veces estos últimos meses, pero nunca nos decidíamos, no nos atrevíamos a volver allí sin él, a contarle a los dueños lo que había pasado. Hoy, hemos visto muchas camareras nuevas y, cuando por fin he localizado a la hija de los dueños, estaba demasiado ocupada para vernos. Estábamos las dos en tensión, mi madre y yo, sabiendo que teníamos que dar malas noticias y no sabíamos ni cómo ni cuándo hacerlo.
Hay una cosa terrible cuando pierdes a alguien, además de la pérdida en sí: contárselo a la gente que le conocía. Encontrarte con alguien por la calle, que te salude como un día más y de repente, zas, tener que dar noticias terribles. Porque tú ya lo sabes, pero ellos no y, cuando se lo cuentas, para ellos es como si acabara de pasar. Tú llevas ya de duelo horas, días, semanas o, como en este caso, meses, pero para ellos, el duelo acaba de empezar.
Y ha sido difícil volver a enfrentarnos a eso, a dar malas noticias. Me he levantado, me he acercado a la barra, la he saludado y se lo he contado así, de sopetón. Y me ha pasado lo mismo que me pasó cuando le conté la noticia a gente conocida, cercana pero no demasiado, que me respondieron con un cariño, un sentimiento, una ternura que no me esperaba, y que escribí en algún momento en algún sitio y no llegué a publicar. Como el dueño del taller de enfrente que acabó muriendo repentinamente un mes justo después que mi padre, o el anciano del final de la calle que siempre charlaba con él o un antiguo vecino de rellano que ahora es vecino de enfrente. Estupefacción, cariño, ojos llorosos, abrazos. Ha sido duro volver a dar esa noticia. Ha sido reconfortante volver a sentir ese cariño inesperado.
Como decía, el primer baño de la temporada ha sido extraño. Pero también ha sido maravilloso. Ha sido de esas cosas que sabes que tienen que pasar para seguir adelante, para seguir disfrutando, para seguir viviendo. “Ahora estaremos unas semanas sin venir, pero vamos a volver, te lo prometo”, le he dicho a la chica del restaurante cuando nos íbamos. “Sí, por favor, volved”, ha contestado mientras se despedía de nosotras con un fuerte abrazo.
Claro que volveremos. Porque era su playa. Pero también es nuestra playa. Y lo seguirá siendo.
La foto es de esa playa, hoy.
Y ha sido maravilloso y a la vez ha sido extraño.
Ha sido maravilloso porque el primer baño de la temporada siempre lo es. El agua fría (el agua siempre tiene que estar fría en ese primer baño, si no lo está, es que se ha retrasado demasiado), la sal sobre la piel horas después de haber salido del agua, empezar a encontrar arena en los lugares más insospechados. Hacía viento, demasiado para mi gusto y sí, el agua estaba fría, al menos como primera impresión. He dudado bastante en meterme, pero cuando me he dado cuenta de que probablemente no pueda volver a la playa hasta julio, me he decidido, claro que sí, no podía esperar a julio para darme ese primer baño. Y ha sido maravilloso, por supuesto.
Pero, como decía, también ha sido extraño. Ha sido extraño porque la última vez que estuve en esa playa, estuve con mi padre. Fue en algún momento de principios de agosto del año pasado. Ya estaba mal, machacado por la radioterapia y consumiéndose poco a poco. Pero aún así, seguimos yendo a la playa todo lo que pudimos. Le encantaba esa playa. Le encantaba llegar pronto, situarse en primera línea y darse un primer baño con la mar plana y la playa medio vacía. Yo me metía con él y luego me volvía a meter una o dos veces más. Él, durante mucho tiempo, también. El año pasado, no solía pasar de ese primer baño. Aquel día, a final de la mañana, estaba de pie, con los pies en el agua, contemplando el horizonte. Me miró y me dijo: “Habrá que meterse otra vez. Quién sabe cuándo podremos volver”.
Él no volvió.
Yo he vuelto hoy.
Volver allí ha sido extraño, por supuesto, hasta tenso, diría yo. Me he levantado sin muchas ganas de playa, lo que el cuerpo me pedía era hacerme un ovillo en el sofá y dejar pasar las horas, igual que muchos de los domingos de los últimos meses. Pero a veces, aunque no quieras, hay que hacer cosas, porque sabes que te sentarán bien, porque sabes que tienes que hacerlas. Así que al final y casi a mi pesar, he insistido a mi madre con la cantinela de los últimos días (“¿Me llevas a la playa? Porfi, porfi, porfi”) y nos hemos ido a la playa.
Hemos pasado todo el camino hablando de mi padre y del programa que mi madre vio anoche sobre comunicarse con los muertos. Era inevitable, imposible, no hablar de él hoy, no pensar en él hoy y no sentirnos tristes porque ya no esté con nosotras allí, disfrutando del viento, del mar, del sol. Ha sido extraño hacer esas cosas que hacía él: buscar un buen sitio para situarnos, clavar la sombrilla, colocar las sillas a su sombra. Hemos llevado sillas nuevas, las compré yo el otro día, porque el verano pasado no tuvimos tiempo, ni ganas, de reponer las viejas. Creo que le hubieran gustado estas sillas. Son fuertes, robustas y cómodas.
Después, hemos ido a comer al sitio al que hemos ido multitud de domingos de verano (y de no verano) en los últimos años. Un restaurante cercano, familiar, con un menú rico, casero y a buen precio, donde siempre nos han tratado con cariño y donde mi padre mejor se sentía comiendo fuera. Llevábamos desde aquel día de agosto sin ir. Hemos querido ir muchas veces estos últimos meses, pero nunca nos decidíamos, no nos atrevíamos a volver allí sin él, a contarle a los dueños lo que había pasado. Hoy, hemos visto muchas camareras nuevas y, cuando por fin he localizado a la hija de los dueños, estaba demasiado ocupada para vernos. Estábamos las dos en tensión, mi madre y yo, sabiendo que teníamos que dar malas noticias y no sabíamos ni cómo ni cuándo hacerlo.
Hay una cosa terrible cuando pierdes a alguien, además de la pérdida en sí: contárselo a la gente que le conocía. Encontrarte con alguien por la calle, que te salude como un día más y de repente, zas, tener que dar noticias terribles. Porque tú ya lo sabes, pero ellos no y, cuando se lo cuentas, para ellos es como si acabara de pasar. Tú llevas ya de duelo horas, días, semanas o, como en este caso, meses, pero para ellos, el duelo acaba de empezar.
Y ha sido difícil volver a enfrentarnos a eso, a dar malas noticias. Me he levantado, me he acercado a la barra, la he saludado y se lo he contado así, de sopetón. Y me ha pasado lo mismo que me pasó cuando le conté la noticia a gente conocida, cercana pero no demasiado, que me respondieron con un cariño, un sentimiento, una ternura que no me esperaba, y que escribí en algún momento en algún sitio y no llegué a publicar. Como el dueño del taller de enfrente que acabó muriendo repentinamente un mes justo después que mi padre, o el anciano del final de la calle que siempre charlaba con él o un antiguo vecino de rellano que ahora es vecino de enfrente. Estupefacción, cariño, ojos llorosos, abrazos. Ha sido duro volver a dar esa noticia. Ha sido reconfortante volver a sentir ese cariño inesperado.
Como decía, el primer baño de la temporada ha sido extraño. Pero también ha sido maravilloso. Ha sido de esas cosas que sabes que tienen que pasar para seguir adelante, para seguir disfrutando, para seguir viviendo. “Ahora estaremos unas semanas sin venir, pero vamos a volver, te lo prometo”, le he dicho a la chica del restaurante cuando nos íbamos. “Sí, por favor, volved”, ha contestado mientras se despedía de nosotras con un fuerte abrazo.
Claro que volveremos. Porque era su playa. Pero también es nuestra playa. Y lo seguirá siendo.
La foto es de esa playa, hoy.
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