miércoles, 11 de abril de 2018
Preguntas
La cantidad de cosas que le hubiera preguntado en su día. Muchas, muchísimas. Un montón de cuestiones que me rondaban por la cabeza, interrogantes sin resolver, tantas cosas que no entendí en su momento y de las que quería explicación. Y de repente, al tenerlo delante después de tanto tiempo, no tengo nada que preguntarle. Porque ahora, a estas alturas, ya nada me importa. Sí, tal vez seguiría sintiendo curiosidad por esas mismas cosas. Si las recordara. Porque ya no las recuerdo, no tengo ni idea de lo que me inquietaba, de lo que quería saber. Así que callo, no digo nada. Porque ya no quiero saber. Y aunque quisiera, qué rayos importa todo aquello ya.
domingo, 8 de abril de 2018
Una noche en Roma
Anoche vi una película italiana “La gran belleza” de Paolo Sorrentino porque se desarrollaba en Roma. La película no me gustó especialmente, aunque debo admitir que igual no le hice todo el caso que debiera, estaba entretenida en otras tonterías y yo solo quería ver Roma. Pero verla me ha hecho recordar esta entrada que escribí hace ya varios meses y que aún no había visto la luz. Así que aquí está.
Es diciembre y en mi viaje hacia las orillas orientales del Mar Negro, paso unas horas en Roma, una noche de escala. Una colega italiana me acoge en su casa, un piso alto, pequeño, muy acogedor, más allá del Vaticano y con ojos de buey cual ventanas, como si de un barco se tratara. Llego después de las siete de la tarde, tras dos aviones, un tren y un metro. Nos tomamos un vino blanco mientas nos ponemos al día y luego salimos. Tenemos planes para cenar, ambas con colegas que se encuentran en la ciudad en una reunión. Los conozco a todos, pero acabamos en dos grupos diferentes. Vamos al centro en motorino, con el sistema de motos público de la ciudad. He ido en moto por Roma. Flipo. Por el camino, vemos la basílica de San Pedro, el Castillo de Sant’Angelo, ruinas y columnas de los foros, el Capitolino al atravesar Piazza Venezia, la iglesia de Santa Maria la Maggiore. Me alucina recorrer Roma en moto y reconocer sus calles, saber en casi todo momento dónde estamos; me alucina conocer tan bien la ciudad.
En un momento del trayecto, paradas en un semáforo en rojo, ella se gira y me dice “I love this city”. “Me too”, grito desde atrás. Me encanta esta ciudad y en ese momento mágico, conociéndola desde una perspectiva diferente, me rindo definitivamente a sus pies.
Me encuentro con mis colegas, aún eufórica del viaje en moto y les propongo cenar en un sitio que conozco. Es un restaurante populoso en el que cené justo dos semanas antes, la noche de la estrella. Por el camino, reconozco una calle que una vez vi cubierta de nieve. Y el hotel en el que me alojé entonces. Nos alojamos, debería decir. Hoy chispea y hace frío, pero no nieva. Cenamos estupendamente, pero el frío hace mella en nosotros: las estufas de la terraza no son suficientes para calentar la noche. Caminamos hacia el Coliseo para entrar en calor. Lo fotografío por tercera vez en tres meses. No me canso de hacerlo. En la estación del metro, intento contactar con mi anfitriona para unirme al otro grupo, pero cuando lo logro, ya estoy de camino a su casa. Tengo frío y sueño, así que me retiro. Por el camino, intercambio mensajes que me hacen sonreír.
Llego a un barrio que horas antes me era totalmente desconocido y entro a una casa que no es mía. Me ducho, me pongo el pijama y se me ponen los pelos de punta al ver que el despertador sonará en menos de cinco horas. Poco después, oigo llegar a mi anfitriona pero soy incapaz de decir nada, el sueño puede conmigo.
Ay, Roma, soy tuya para siempre.
La foto es de esa noche, del Coliseo, claro, con una luna brillante, casi, casi llena.
Es diciembre y en mi viaje hacia las orillas orientales del Mar Negro, paso unas horas en Roma, una noche de escala. Una colega italiana me acoge en su casa, un piso alto, pequeño, muy acogedor, más allá del Vaticano y con ojos de buey cual ventanas, como si de un barco se tratara. Llego después de las siete de la tarde, tras dos aviones, un tren y un metro. Nos tomamos un vino blanco mientas nos ponemos al día y luego salimos. Tenemos planes para cenar, ambas con colegas que se encuentran en la ciudad en una reunión. Los conozco a todos, pero acabamos en dos grupos diferentes. Vamos al centro en motorino, con el sistema de motos público de la ciudad. He ido en moto por Roma. Flipo. Por el camino, vemos la basílica de San Pedro, el Castillo de Sant’Angelo, ruinas y columnas de los foros, el Capitolino al atravesar Piazza Venezia, la iglesia de Santa Maria la Maggiore. Me alucina recorrer Roma en moto y reconocer sus calles, saber en casi todo momento dónde estamos; me alucina conocer tan bien la ciudad.
En un momento del trayecto, paradas en un semáforo en rojo, ella se gira y me dice “I love this city”. “Me too”, grito desde atrás. Me encanta esta ciudad y en ese momento mágico, conociéndola desde una perspectiva diferente, me rindo definitivamente a sus pies.
Me encuentro con mis colegas, aún eufórica del viaje en moto y les propongo cenar en un sitio que conozco. Es un restaurante populoso en el que cené justo dos semanas antes, la noche de la estrella. Por el camino, reconozco una calle que una vez vi cubierta de nieve. Y el hotel en el que me alojé entonces. Nos alojamos, debería decir. Hoy chispea y hace frío, pero no nieva. Cenamos estupendamente, pero el frío hace mella en nosotros: las estufas de la terraza no son suficientes para calentar la noche. Caminamos hacia el Coliseo para entrar en calor. Lo fotografío por tercera vez en tres meses. No me canso de hacerlo. En la estación del metro, intento contactar con mi anfitriona para unirme al otro grupo, pero cuando lo logro, ya estoy de camino a su casa. Tengo frío y sueño, así que me retiro. Por el camino, intercambio mensajes que me hacen sonreír.
Llego a un barrio que horas antes me era totalmente desconocido y entro a una casa que no es mía. Me ducho, me pongo el pijama y se me ponen los pelos de punta al ver que el despertador sonará en menos de cinco horas. Poco después, oigo llegar a mi anfitriona pero soy incapaz de decir nada, el sueño puede conmigo.
Ay, Roma, soy tuya para siempre.
La foto es de esa noche, del Coliseo, claro, con una luna brillante, casi, casi llena.
martes, 27 de marzo de 2018
Luz
Hoy han cortado la electricidad durante unas horas en mi casa, por trabajos técnicos que tenían que hacer. No ha sido un corte inesperado, al contrario: hace días que la compañía había puesto un cartel en el portal, anunciando de un corte entre las 5:30 y las 8:30 de la mañana. Al cabo de unos días, apareció un segundo anuncio con los horarios de un segundo corte, el mismo día poco después. Pero el fin de semana pasado, desaparecieron ambos carteles.
Así, anoche me fui a dormir con la incertidumbre de si esta mañana habría o no luz. Suena a tontería, lo del corte de electricidad, pero ahora que hemos cambiado de hora, ni estar tan al este permite tener luz a las 5:30 de la mañana. Así que anoche dejé algunas cosas preparadas: la ropa para hoy, una linterna pequeña, una vela. Prepararme para ir a trabajar en total oscuridad no me parecía demasiado adecuado. No sé quién tuvo la brillante idea de cortar la luz a la hora de irse a trabajar, pero había que adaptarse. Que igual pensáis que oh, son vacaciones, no molestará tanto, pero no es así: en estas islas, las vacaciones escolares son la semana que viene, esta es una semana laboral normal. Corta, pero normal.
Esta mañana me he despertado casi una hora antes de que sonara el despertador, sobre las seis. Instintivamente, he mirado hacia mi radio despertador, esperando ver en sus números rojos la hora, pero solo he visto negrura. He comprobado la hora en el móvil y he comprendido que sí, que habían cortado la electricidad. He logrado dormirme y he tenido un extraño sueño en el que dormía en el comedor, en uno de mis sofás naranjas, junto a otras personas que conozco pero que ni siquiera me son cercanas o queridas. Soñaba que pasábamos la noche ahí, que me despertaba para ir a trabajar y que cuando me iba a duchar a la luz de las velas, tenía que pedir ayuda para sacar de la bañera algunas cosas que había en ella, incluyendo (agárrense) una bañera llena de agua.
Me he despertado en mitad del extraño sueño, gracias al despertador del móvil, el primero que suena siempre. Me he levantado rápido, porque sabía que el segundo despertador, la radio, hoy no sonaría. Y porque hoy, justamente hoy, tenía que ir antes a la oficina. Me he levantado y me he iluminado con una pequeña linterna, he encendido una vela y la he usado para iluminarme por la casa. No sabía cuándo iba a durar la pila de la linterna y sabía que la necesitaría después. Mientras me duchaba, me sorprendía de la luz cálida que emitía, de lo mucho que ilumina una simple llama, del silencio que había en la casa porque mi radio despertador no estaba en marcha.
No he desayunado, quería llegar pronto a la oficina y anoche preparé un bocadillo para comérmelo en cuanto tuviera tiempo hoy. Tampoco he hecho la cama. Cualquier cosa que hacía se complicaba por tener que ir paseando la vela conmigo a todas partes, así que lo he simplificado todo al máximo. Aún así, he perdido la cuenta de las veces que he tocado un interruptor de la luz que no ha encendido nada. En el baño, en la cocina, en mi habitación, en el pasillo. Sabía que no había electricidad, sabía que por muy oscuro que estuviera, tocar esos interruptores no serviría de nada, pero lo he seguido haciendo, instintivamente.
Al salir de casa, antes de las 7:30,
he apagado la vela, claro, y he encendido la linterna. Al cerrar la puerta, he oído como se cerraba otra en el piso superior. He bajado los cinco pisos iluminándome con la linterna, oyendo los pasos de alguien que bajaba solo unos escalones por detrás. También veía la luz de su linterna. Sabía que era un vecino, sabía que era alguien conocido, pero la oscuridad rota por nuestras linternas tintineantes es mala amiga de la confianza y he seguido bajando a buen ritmo, evitando que me alcanzara. No ha sido hasta llegar al portal cuando he visto que mi no-perseguidor era un preadolescente que vive en la planta de arriba, que salía también de casa, en la oscuridad, de camino al instituto, supongo.
Y toda esta tontería de la luz, de la electricidad, de ese ratito que he merodeado por casa como pollo sin cabeza, con velas y linternas, dándole a interruptores que no encendían nada, despistada, y un poco perdida, me ha parecido que es una buena metáfora de lo que es que se alteren cosas de nuestra vida, de nuestro día a día, de nuestro entorno, de nuestra gente. Una buena metáfora de lo que es perder unos referentes, perder algo que sabes que está ahí (si le doy al interruptor, se encenderá la luz), de lo incómodo que es, de lo confuso, de lo fácil que es cuando algo de nuestro entorno se altera; que sí, está claro, sigues adelante, te adaptas, pero vas un poco despistada, y un poco perdida. Como me siento yo a veces.
No sé si me explico.
En la foto, la vela iluminando mis baldosas de pececitos, en el cuarto de baño.
Así, anoche me fui a dormir con la incertidumbre de si esta mañana habría o no luz. Suena a tontería, lo del corte de electricidad, pero ahora que hemos cambiado de hora, ni estar tan al este permite tener luz a las 5:30 de la mañana. Así que anoche dejé algunas cosas preparadas: la ropa para hoy, una linterna pequeña, una vela. Prepararme para ir a trabajar en total oscuridad no me parecía demasiado adecuado. No sé quién tuvo la brillante idea de cortar la luz a la hora de irse a trabajar, pero había que adaptarse. Que igual pensáis que oh, son vacaciones, no molestará tanto, pero no es así: en estas islas, las vacaciones escolares son la semana que viene, esta es una semana laboral normal. Corta, pero normal.
Esta mañana me he despertado casi una hora antes de que sonara el despertador, sobre las seis. Instintivamente, he mirado hacia mi radio despertador, esperando ver en sus números rojos la hora, pero solo he visto negrura. He comprobado la hora en el móvil y he comprendido que sí, que habían cortado la electricidad. He logrado dormirme y he tenido un extraño sueño en el que dormía en el comedor, en uno de mis sofás naranjas, junto a otras personas que conozco pero que ni siquiera me son cercanas o queridas. Soñaba que pasábamos la noche ahí, que me despertaba para ir a trabajar y que cuando me iba a duchar a la luz de las velas, tenía que pedir ayuda para sacar de la bañera algunas cosas que había en ella, incluyendo (agárrense) una bañera llena de agua.
Me he despertado en mitad del extraño sueño, gracias al despertador del móvil, el primero que suena siempre. Me he levantado rápido, porque sabía que el segundo despertador, la radio, hoy no sonaría. Y porque hoy, justamente hoy, tenía que ir antes a la oficina. Me he levantado y me he iluminado con una pequeña linterna, he encendido una vela y la he usado para iluminarme por la casa. No sabía cuándo iba a durar la pila de la linterna y sabía que la necesitaría después. Mientras me duchaba, me sorprendía de la luz cálida que emitía, de lo mucho que ilumina una simple llama, del silencio que había en la casa porque mi radio despertador no estaba en marcha.
No he desayunado, quería llegar pronto a la oficina y anoche preparé un bocadillo para comérmelo en cuanto tuviera tiempo hoy. Tampoco he hecho la cama. Cualquier cosa que hacía se complicaba por tener que ir paseando la vela conmigo a todas partes, así que lo he simplificado todo al máximo. Aún así, he perdido la cuenta de las veces que he tocado un interruptor de la luz que no ha encendido nada. En el baño, en la cocina, en mi habitación, en el pasillo. Sabía que no había electricidad, sabía que por muy oscuro que estuviera, tocar esos interruptores no serviría de nada, pero lo he seguido haciendo, instintivamente.
Al salir de casa, antes de las 7:30,
he apagado la vela, claro, y he encendido la linterna. Al cerrar la puerta, he oído como se cerraba otra en el piso superior. He bajado los cinco pisos iluminándome con la linterna, oyendo los pasos de alguien que bajaba solo unos escalones por detrás. También veía la luz de su linterna. Sabía que era un vecino, sabía que era alguien conocido, pero la oscuridad rota por nuestras linternas tintineantes es mala amiga de la confianza y he seguido bajando a buen ritmo, evitando que me alcanzara. No ha sido hasta llegar al portal cuando he visto que mi no-perseguidor era un preadolescente que vive en la planta de arriba, que salía también de casa, en la oscuridad, de camino al instituto, supongo.
Y toda esta tontería de la luz, de la electricidad, de ese ratito que he merodeado por casa como pollo sin cabeza, con velas y linternas, dándole a interruptores que no encendían nada, despistada, y un poco perdida, me ha parecido que es una buena metáfora de lo que es que se alteren cosas de nuestra vida, de nuestro día a día, de nuestro entorno, de nuestra gente. Una buena metáfora de lo que es perder unos referentes, perder algo que sabes que está ahí (si le doy al interruptor, se encenderá la luz), de lo incómodo que es, de lo confuso, de lo fácil que es cuando algo de nuestro entorno se altera; que sí, está claro, sigues adelante, te adaptas, pero vas un poco despistada, y un poco perdida. Como me siento yo a veces.
No sé si me explico.
En la foto, la vela iluminando mis baldosas de pececitos, en el cuarto de baño.
viernes, 23 de marzo de 2018
Pisa es cuqui
Pisa es cuqui.
Eso es lo primero que pensé después de pasar un par de horas paseando por la ciudad cuando llegué la primera tarde, en el viaje de trabajo que me llevó allí hace ya dos meses. No había planeado nada para esa tarde: tenía una conexión corta en Roma entre dos de los tres vuelos que me llevaron allí y no confiaba demasiado en llegar a la hora prevista. Pero sí, llegué. Y como el aeropuerto es pequeño y está cerca de la ciudad, llegué incluso antes de lo que creía. Pisa es cuqui hasta en eso.
Así que después de pasar un momento por el hotel, me dirigí a la plaza de los Milagros, que aparentemente estaba cerca. Lo estaba. Llegué en un momento perfecto, con el sol ya cayendo, con esa luz tan especial que precede al atardecer. La plaza de los Milagros es maravillosa y, al atardecer, más. El baptisterio, el camposanto (del que ya hablé aquí), la catedral y, cómo no, la famosa torre inclinada de Pisa que no es más que el campanario de la catedral, sorprendentemente alejado de ésta, maravillosamente inclinado. Esa tarde, paseé por las calles peatonales del centro, me crucé con multitud de estudiantes que entraban y salían de las numerosas facultades que hay en la ciudad, caminé por las orillas del río Arno y llegué hasta la pequeña Iglesia de Santa Maria della Spina. Recorrí Pisa en un ratito, porque Pisa es cuqui.
Al día siguiente, antes de la reunión, volví a la plaza de los Milagros y ya visité todos los edificios tranquilamente, subida a la torre de Pisa incluida. Por supuesto. Me mareé al entrar, flipé cuando me balanceaba mientras subía su escalera de caracol (y como yo, miles antes, como se ve perfectamente en las marcas que nuestros pasos han ido dejando) y di tantas vueltas en la terraza circular superior que pensé que me acabarían echando. Pero no, porque Pisa es cuqui y de los sitios cuquis no te echan.
Esa noche, después de la cena de grupo, acabamos de nuevo a los pies de la torre de Pisa. Aún volvería varias veces al día siguiente, antes y después de recorrer de nuevo la ciudad, atravesar el río Arno por el Ponte di Mezzo, donde una bandera con los colores del arco iris y la inscripción “PISA PEACE” ondeaba alegremente y flipar un poco más con esta ciudad pequeña, plana, universitaria, viva y alegre.
Pisa es muy cuqui, de verdad. Y fue genial empezar el año laboral viajero yendo allí.
Las fotos son del móvil, de la cámara compacta y de la réflex; hacía mucho tiempo que no la llevaba de viaje.
Eso es lo primero que pensé después de pasar un par de horas paseando por la ciudad cuando llegué la primera tarde, en el viaje de trabajo que me llevó allí hace ya dos meses. No había planeado nada para esa tarde: tenía una conexión corta en Roma entre dos de los tres vuelos que me llevaron allí y no confiaba demasiado en llegar a la hora prevista. Pero sí, llegué. Y como el aeropuerto es pequeño y está cerca de la ciudad, llegué incluso antes de lo que creía. Pisa es cuqui hasta en eso.
Así que después de pasar un momento por el hotel, me dirigí a la plaza de los Milagros, que aparentemente estaba cerca. Lo estaba. Llegué en un momento perfecto, con el sol ya cayendo, con esa luz tan especial que precede al atardecer. La plaza de los Milagros es maravillosa y, al atardecer, más. El baptisterio, el camposanto (del que ya hablé aquí), la catedral y, cómo no, la famosa torre inclinada de Pisa que no es más que el campanario de la catedral, sorprendentemente alejado de ésta, maravillosamente inclinado. Esa tarde, paseé por las calles peatonales del centro, me crucé con multitud de estudiantes que entraban y salían de las numerosas facultades que hay en la ciudad, caminé por las orillas del río Arno y llegué hasta la pequeña Iglesia de Santa Maria della Spina. Recorrí Pisa en un ratito, porque Pisa es cuqui.
Al día siguiente, antes de la reunión, volví a la plaza de los Milagros y ya visité todos los edificios tranquilamente, subida a la torre de Pisa incluida. Por supuesto. Me mareé al entrar, flipé cuando me balanceaba mientras subía su escalera de caracol (y como yo, miles antes, como se ve perfectamente en las marcas que nuestros pasos han ido dejando) y di tantas vueltas en la terraza circular superior que pensé que me acabarían echando. Pero no, porque Pisa es cuqui y de los sitios cuquis no te echan.
Esa noche, después de la cena de grupo, acabamos de nuevo a los pies de la torre de Pisa. Aún volvería varias veces al día siguiente, antes y después de recorrer de nuevo la ciudad, atravesar el río Arno por el Ponte di Mezzo, donde una bandera con los colores del arco iris y la inscripción “PISA PEACE” ondeaba alegremente y flipar un poco más con esta ciudad pequeña, plana, universitaria, viva y alegre.
Pisa es muy cuqui, de verdad. Y fue genial empezar el año laboral viajero yendo allí.
Las fotos son del móvil, de la cámara compacta y de la réflex; hacía mucho tiempo que no la llevaba de viaje.
domingo, 18 de marzo de 2018
Chania
Gatos por todas partes. Casas habitadas a medio construir. Comida deliciosa. Camareros extremadamente calmados. Aguas cristalinas. Montañas nevadas. Una tranquilidad extraña e inexplicable, la sensación de estar en casa, la frustración de no poder pasar más tiempo allí, la gratitud extrema de haber vuelto.
Volver a Creta ha sido un regalo, volver a Chania (La Canea), una maravilla. Como puse el otro día en instagram, si esa es la ciudad más bonita de Creta, se dice y ya está. Y si me explota el corazón de felicidad por estar de nuevo en esa isla, se dice y ya está.
Porque eso es ni más ni menos lo que sentí al volver a Creta, una explosión de felicidad.
Casi diez años de mi primera visita, los cuatro meses que pasé en el verano y otoño de 2008. Casi ocho años de mi segunda visita, unos días de reunión en Heraklion que completé con una visita a la zona donde vivía y una excursión (épica) a la garganta de Samaria, al magnífico sur. Y más de seis años después de mi última visita, en la que volví a estar en Chania y en la que aproveché para recorrer algunas partes de la parte occidental de la isla con unos colegas. Es la primera vez que estoy en Creta y no le dedico tiempo a disfrutarla. Y estoy sumamente arrepentida de no haberlo hecho.
Pero centrémonos en lo positivo. En la felicidad de ver un diminuto coche amarillo en mitad de Chania y pensar “uno como ese conducía yo por estas calles”. En la sorpresa por la temperatura suave de un día a las siete de la mañana, para pasear hasta el puerto veneciano. En volver a beber cerveza Mythos. En poder soltar alegremente las cuatro palabras que aún recuerdo de griego y que me confundan con autóctona. En deambular por el caso antiguo de la ciudad, lleno de obras, despertándose poco a poco del invierno, preparándose para la temporada turística. En sonreír al ver que el edificio abandonado que estaba junto al hotel en el que nos alojamos la última vez, hace más de seis años, sigue igual. En recordar la locura de algunas construcciones griegas. En la familiaridad de reconocer la hamburguesería donde comimos hace casi diez años S, MM y yo, cuando me fueron a visitar. En las risas de una noche de cervezas, ouzo, vino y raki. En encargar más comida de la que podríamos comer, pero intentarlo, claro que sí, de tan deliciosa que estaba. En las aguas transparentes del antiguo puerto veneciano, a las que daba ganas tirarse, incluso en la noche oscura. En reconocer el Museo Marítimo que en su día me sorprendió tan positivamente. En ver las montañas nevadas allí en la lejanía y soñar con pisarlas. En comprar una novela sobre Grecia de una autora que descubrí allí hace casi diez años, las galletas con relleno de color rosa nuclear y el pan de aceite que comía cuando vivía allí. Y en lo bien que nos lo hemos pasado incluso en las intensas horas de trabajo.
Lo dicho, volver a Creta me ha hecho explotar el corazón de auténtica felicidad. Lo digo y ya está.
Lástima que haya durado tan poco.
Prometo volver.
Las fotos están hechas con el móvil, aunque también hay una con la compacta.
Volver a Creta ha sido un regalo, volver a Chania (La Canea), una maravilla. Como puse el otro día en instagram, si esa es la ciudad más bonita de Creta, se dice y ya está. Y si me explota el corazón de felicidad por estar de nuevo en esa isla, se dice y ya está.
Porque eso es ni más ni menos lo que sentí al volver a Creta, una explosión de felicidad.
Casi diez años de mi primera visita, los cuatro meses que pasé en el verano y otoño de 2008. Casi ocho años de mi segunda visita, unos días de reunión en Heraklion que completé con una visita a la zona donde vivía y una excursión (épica) a la garganta de Samaria, al magnífico sur. Y más de seis años después de mi última visita, en la que volví a estar en Chania y en la que aproveché para recorrer algunas partes de la parte occidental de la isla con unos colegas. Es la primera vez que estoy en Creta y no le dedico tiempo a disfrutarla. Y estoy sumamente arrepentida de no haberlo hecho.
Pero centrémonos en lo positivo. En la felicidad de ver un diminuto coche amarillo en mitad de Chania y pensar “uno como ese conducía yo por estas calles”. En la sorpresa por la temperatura suave de un día a las siete de la mañana, para pasear hasta el puerto veneciano. En volver a beber cerveza Mythos. En poder soltar alegremente las cuatro palabras que aún recuerdo de griego y que me confundan con autóctona. En deambular por el caso antiguo de la ciudad, lleno de obras, despertándose poco a poco del invierno, preparándose para la temporada turística. En sonreír al ver que el edificio abandonado que estaba junto al hotel en el que nos alojamos la última vez, hace más de seis años, sigue igual. En recordar la locura de algunas construcciones griegas. En la familiaridad de reconocer la hamburguesería donde comimos hace casi diez años S, MM y yo, cuando me fueron a visitar. En las risas de una noche de cervezas, ouzo, vino y raki. En encargar más comida de la que podríamos comer, pero intentarlo, claro que sí, de tan deliciosa que estaba. En las aguas transparentes del antiguo puerto veneciano, a las que daba ganas tirarse, incluso en la noche oscura. En reconocer el Museo Marítimo que en su día me sorprendió tan positivamente. En ver las montañas nevadas allí en la lejanía y soñar con pisarlas. En comprar una novela sobre Grecia de una autora que descubrí allí hace casi diez años, las galletas con relleno de color rosa nuclear y el pan de aceite que comía cuando vivía allí. Y en lo bien que nos lo hemos pasado incluso en las intensas horas de trabajo.
Lo dicho, volver a Creta me ha hecho explotar el corazón de auténtica felicidad. Lo digo y ya está.
Lástima que haya durado tan poco.
Prometo volver.
Las fotos están hechas con el móvil, aunque también hay una con la compacta.
lunes, 12 de febrero de 2018
Vete a ver la ballena
Fui una niña inquieta y traviesa. Inquieta de no aguantar mucho tiempo sentada y traviesa de subirme a los árboles. Comía mal, muy mal. Con los años, he descubierto que no es que no me gustara comer, ni la mayoría de la comida, pero sentarme a la mesa era perder el tiempo que podría utilizar para hacer otras cosas. Cuando comía, me aburría. Y para entretenerme, a veces mi madre me dejaba levantarme de la mesa, ir a dar una vuelta por la casa y volver para seguir comiendo. “Anda, vete a ver la ballena”, me decía cuando empezaba con el repetitivo “ya no quiero más” que amenizaba día sí y día también nuestras comidas familiares. Así que yo me levantaba, me iba dando saltitos hacia el comedor, me imagino que salía al balcón si era verano o miraba a través de los cristales si era invierno, me entretenía observando cosas y, al cabo de un rato, volvía a la mesa, me sentaba y seguía comiendo más mal que bien.
“Vete a ver la ballena” era la frase mágica que me permitía escaquearme de estar sentada en la mesa y estar un rato a mi bola. “Vete a ver la ballena” es una frase de mi infancia, que siempre ha estado ahí, que nunca me planteé ni qué significaba ni si realmente alguien se creía que yo me iba a ver alguna ballena. Solo eso.
Hasta el otro día.
Porque el otro día, ojeando un diccionario Asturianu-Castellanu que los Reyes Magos le trajeron a mi madre (con cierto retraso), vi por casualidad la expresión en la entrada “ballena”, “Mandar a ver la ballena: expresión cariñosa o escasamente agresiva con que se manda a uno a paseo o se le manda alejarse para no molestar”.
Flipé.
Mi infancia en un diccionario.
Me encantó encontrarla, nos reímos mucho con la entrada que leí una, dos, tres o no sé cuántas veces. Me encanta lo de expresión “escasamente agresiva”, pero tengo que admitir que lo de “se le manda alejarse para no molestar” me ha abierto los ojos para saber lo que pasaba en aquellas comidas familiares: no es que se me permitiera un rato de diversión, de relax, de alejarme de las normas de estar sentada en la mesa comiendo, sino que se libraban de mí, me mandaban de paseo cariñosamente, para dejarles comer tranquilamente, sin mi cansino “no quiero más”. Y, ¿queréis saber la verdad? Tampoco me importa demasiado.
De hecho, creo que debería incorporar la expresión a mi vocabulario.
Vete a ver la ballena.
Si es que es maravillosa.
En la foto, la entrada del diccionario.
“Vete a ver la ballena” era la frase mágica que me permitía escaquearme de estar sentada en la mesa y estar un rato a mi bola. “Vete a ver la ballena” es una frase de mi infancia, que siempre ha estado ahí, que nunca me planteé ni qué significaba ni si realmente alguien se creía que yo me iba a ver alguna ballena. Solo eso.
Hasta el otro día.
Porque el otro día, ojeando un diccionario Asturianu-Castellanu que los Reyes Magos le trajeron a mi madre (con cierto retraso), vi por casualidad la expresión en la entrada “ballena”, “Mandar a ver la ballena: expresión cariñosa o escasamente agresiva con que se manda a uno a paseo o se le manda alejarse para no molestar”.
Flipé.
Mi infancia en un diccionario.
Me encantó encontrarla, nos reímos mucho con la entrada que leí una, dos, tres o no sé cuántas veces. Me encanta lo de expresión “escasamente agresiva”, pero tengo que admitir que lo de “se le manda alejarse para no molestar” me ha abierto los ojos para saber lo que pasaba en aquellas comidas familiares: no es que se me permitiera un rato de diversión, de relax, de alejarme de las normas de estar sentada en la mesa comiendo, sino que se libraban de mí, me mandaban de paseo cariñosamente, para dejarles comer tranquilamente, sin mi cansino “no quiero más”. Y, ¿queréis saber la verdad? Tampoco me importa demasiado.
De hecho, creo que debería incorporar la expresión a mi vocabulario.
Vete a ver la ballena.
Si es que es maravillosa.
En la foto, la entrada del diccionario.
viernes, 2 de febrero de 2018
Libros 2017
He sufrido una importante crisis lectora en los últimos tiempos. Apenas he leído, porque no me apetecía, porque no encontraba el momento, porque no me enganchaba a los libros que estaba leyendo. Creo que poco a poco la voy superando y estoy intentando acabar esos libros que dejé a medias en 2017, ya que no dejé de leerlos porque no me gustaran, simplemente no me apetecía leer. No leer y no escribir vinieron de la mano, así que ni siquiera reseñé lo que había leído. Así que voy a hacerlo hoy, en plan resumen.
Compré “Confabulación” de Carlos del Amor en uno de mis viajes de oposiciones a Madrid. Es un libro cortito, que leí rápido. Su protagonista sufre una extraña enfermedad: es capaz de inventar recuerdos de cosas que no ha vivido y es incapaz de distinguir entre lo real y lo inventado. Cuando descubre su enfermedad, pone en duda todo lo que ha vivido, lo que recuerda haber vivido, porque es incapaz de distinguir lo que real o de lo que es inventado y se enfrente a los problemas que inventar recuerdos implica en su vida. Con este libro me ha pasado un poco lo que me pasó con “El bolígrafo de gel verde” de Eloy Moreno: son libros que no estoy segura de si me han gustado o no, porque son historias que no me parecen ni tristes ni alegres, pero que dejan con un regusto extraño que sólo puedo identificar como desasosiego. Sí, es el recuerdo que tengo más claro de este libro, el desasosiego que sentí cuando lo acabé. Y, a pesar del desasosiego, tengo un montón de páginas dobladas con frases para anotar en mi cuaderno. Me gusta mucho Carlos del Amor, sus reportajes que van más allá de la rutina de contar qué ocurre y me gustó mucho “La vida a veces” que leí el año pasado. Me gusta su manera de contar cosas, su poesía en prosa y su sensibilidad. Seguiré leyendo cosas suyas, sí.
Tenía muchas ganas de leer “El Macondo africano” de Javier Brandoli, “la narración de una maravillosa derrota” como dice su contraportada. En él, su autor, periodista, cuenta su vida durante cinco años en el sur del continente africano. Me gustaron muchas cosas de este libro, me encanta cómo refleja lo que es África, su locura y su caos maravillosos. Aunque yo solo he estado en Namibia y de manera puntual, he visto reflejados en este libro mucho de lo que sentí y viví allí. “Y entonces todo desembocó en un maravilloso sinsentido” es una de las frases que más definen todo lo que allí puede ocurrir. Igual que el “buenismo”, “muy extendido en África entre los occidentales que tanto aman esta tierra” y que define como “un racismo de algodón de azúcar […] que se basa en el principio de que un africano es bueno por ser pobre, y sus actos malos son fruto de la herencia recibida de Occidente”. O lo de “Hay formalismos en África que, aunque uno no comparta, debe aceptar para no ofender”. O esa sensación, cuando vives en un lugar y te das cuenta de que tu tiempo allí ha terminado, “mi inocencia se había ido diluyendo en golpes de realismo que me arrastraban lejos del Macondo del que estaba enamorado”. Y otra cosa que deberíamos tener presente siempre: “No olvides un privilegio por el simple hecho de que sea también una rutina”. Después de leerlo, quiero volver a África, claro.
“Firmin” de Sam Savage fue un regalo que me hizo un amigo al que quiero mucho. Firmin es una rata que nace y vive en el sótano de una librería de Boston, en los años 60. Es una rata culta y devoradora de libros, una auténtica filósofa. “Si hay algo para lo que resulte útil una formación literaria, es para dotarlo a uno de un sentido de la catástrofe”. A diferencia de sus hermanos, Firmin vive “más que todos ellos y, a cambio,” muere “mil muertes distintas”. “La vida es breve, pero, aún así, siempre podemos aprender un par de cosas antes de la traca final”. “Siempre creo que todo va a durar para siempre, pero nada dura para siempre”. “Quien no siente el deseo de volver a vivir la vada es porque la ha desperdiciado”. No son reflexiones de una rata cualquiera, no. Es un libro curioso, un poco triste y melancólico, pero que vale la pena.
Durante el año pasado, para celebrar el centenario del nacimiento de Jane Austen, un grupo de tuiteras locas creamos un club de lectura para leernos todas sus novelas y luego quedar virtualmente para hablar de ellas. Lo vamos haciendo a un ritmo un poco loco, pero yo no cejo en mi empeño de cumplir con lo pactado. De momento, me he leído ya “Sentido y sensibilidad” y “Orgullo y prejuicio”, aunque en realidad son relecturas, ya las había leído hace tiempo. Me gustan mucho las dos, me gusta mucho Jane Austen, así que no soy objetiva. Aprovechando el tirón, después vi las adaptaciones cinematográficas más recientes que han hecho de ambas. Eso sí, no he visto la famosa adaptación en serie de la BBC de la segunda, eso es algo que tengo pendiente.
Para acabar, “El cuento de la criada” de Margaret Atwood, tan de moda en los últimos tiempos por la adaptación, también en serie, que se ha hecho hace poco. No he visto la serie, pero cuando descubrí que era una distopía, me lancé a lo loco, soy muy fan de las distopías. Pero como siempre con este tipo de libros, me apasiona el planteamiento, me fascina la idea, pero luego uf, no sé, creo que nunca me convencen los finales. Me gusta el planteamiento, la trama, pero me parece que estas historias se acaban desinflando, como si después de una idea maravillosa inicial fuera imposible encontrar un final adecuado. En cualquier caso, me gustó y tengo ganas de ver la serie, claro, visualmente me parece muy interesante.
Y ahora a acabar los libros que vengo arrastrando desde 2017 y a ver si vuelvo a coger el ritmo lector.
Compré “Confabulación” de Carlos del Amor en uno de mis viajes de oposiciones a Madrid. Es un libro cortito, que leí rápido. Su protagonista sufre una extraña enfermedad: es capaz de inventar recuerdos de cosas que no ha vivido y es incapaz de distinguir entre lo real y lo inventado. Cuando descubre su enfermedad, pone en duda todo lo que ha vivido, lo que recuerda haber vivido, porque es incapaz de distinguir lo que real o de lo que es inventado y se enfrente a los problemas que inventar recuerdos implica en su vida. Con este libro me ha pasado un poco lo que me pasó con “El bolígrafo de gel verde” de Eloy Moreno: son libros que no estoy segura de si me han gustado o no, porque son historias que no me parecen ni tristes ni alegres, pero que dejan con un regusto extraño que sólo puedo identificar como desasosiego. Sí, es el recuerdo que tengo más claro de este libro, el desasosiego que sentí cuando lo acabé. Y, a pesar del desasosiego, tengo un montón de páginas dobladas con frases para anotar en mi cuaderno. Me gusta mucho Carlos del Amor, sus reportajes que van más allá de la rutina de contar qué ocurre y me gustó mucho “La vida a veces” que leí el año pasado. Me gusta su manera de contar cosas, su poesía en prosa y su sensibilidad. Seguiré leyendo cosas suyas, sí.
Tenía muchas ganas de leer “El Macondo africano” de Javier Brandoli, “la narración de una maravillosa derrota” como dice su contraportada. En él, su autor, periodista, cuenta su vida durante cinco años en el sur del continente africano. Me gustaron muchas cosas de este libro, me encanta cómo refleja lo que es África, su locura y su caos maravillosos. Aunque yo solo he estado en Namibia y de manera puntual, he visto reflejados en este libro mucho de lo que sentí y viví allí. “Y entonces todo desembocó en un maravilloso sinsentido” es una de las frases que más definen todo lo que allí puede ocurrir. Igual que el “buenismo”, “muy extendido en África entre los occidentales que tanto aman esta tierra” y que define como “un racismo de algodón de azúcar […] que se basa en el principio de que un africano es bueno por ser pobre, y sus actos malos son fruto de la herencia recibida de Occidente”. O lo de “Hay formalismos en África que, aunque uno no comparta, debe aceptar para no ofender”. O esa sensación, cuando vives en un lugar y te das cuenta de que tu tiempo allí ha terminado, “mi inocencia se había ido diluyendo en golpes de realismo que me arrastraban lejos del Macondo del que estaba enamorado”. Y otra cosa que deberíamos tener presente siempre: “No olvides un privilegio por el simple hecho de que sea también una rutina”. Después de leerlo, quiero volver a África, claro.
“Firmin” de Sam Savage fue un regalo que me hizo un amigo al que quiero mucho. Firmin es una rata que nace y vive en el sótano de una librería de Boston, en los años 60. Es una rata culta y devoradora de libros, una auténtica filósofa. “Si hay algo para lo que resulte útil una formación literaria, es para dotarlo a uno de un sentido de la catástrofe”. A diferencia de sus hermanos, Firmin vive “más que todos ellos y, a cambio,” muere “mil muertes distintas”. “La vida es breve, pero, aún así, siempre podemos aprender un par de cosas antes de la traca final”. “Siempre creo que todo va a durar para siempre, pero nada dura para siempre”. “Quien no siente el deseo de volver a vivir la vada es porque la ha desperdiciado”. No son reflexiones de una rata cualquiera, no. Es un libro curioso, un poco triste y melancólico, pero que vale la pena.
Durante el año pasado, para celebrar el centenario del nacimiento de Jane Austen, un grupo de tuiteras locas creamos un club de lectura para leernos todas sus novelas y luego quedar virtualmente para hablar de ellas. Lo vamos haciendo a un ritmo un poco loco, pero yo no cejo en mi empeño de cumplir con lo pactado. De momento, me he leído ya “Sentido y sensibilidad” y “Orgullo y prejuicio”, aunque en realidad son relecturas, ya las había leído hace tiempo. Me gustan mucho las dos, me gusta mucho Jane Austen, así que no soy objetiva. Aprovechando el tirón, después vi las adaptaciones cinematográficas más recientes que han hecho de ambas. Eso sí, no he visto la famosa adaptación en serie de la BBC de la segunda, eso es algo que tengo pendiente.
Para acabar, “El cuento de la criada” de Margaret Atwood, tan de moda en los últimos tiempos por la adaptación, también en serie, que se ha hecho hace poco. No he visto la serie, pero cuando descubrí que era una distopía, me lancé a lo loco, soy muy fan de las distopías. Pero como siempre con este tipo de libros, me apasiona el planteamiento, me fascina la idea, pero luego uf, no sé, creo que nunca me convencen los finales. Me gusta el planteamiento, la trama, pero me parece que estas historias se acaban desinflando, como si después de una idea maravillosa inicial fuera imposible encontrar un final adecuado. En cualquier caso, me gustó y tengo ganas de ver la serie, claro, visualmente me parece muy interesante.
Y ahora a acabar los libros que vengo arrastrando desde 2017 y a ver si vuelvo a coger el ritmo lector.
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