Si fuera por vosotros, no comería carne, ni bebería leche, ni tomaría harina, ni azúcar, ni pescado, ni verduras cocinadas, ni frutas, ni cereales que no fueran integrales. No comería huevos, ni bebería alcohol. Si fuera por vosotros, sólo comería proteínas, o sólo carbohidratos, o sólo grasas. Si fuera por vosotros no comería nada de origen animal, o de origen vegetal, o de origen terrestre o, quién sabe, de origen extraterrestre.
Si fuera por vosotros, sería runner y yogui, sería vigoréxica y anoréxica, correría maratones, triatlones, medio maratones y duatlones. Si fuera por vosotros saltaría vallas, escalaría montañas y ascendería cuestas empinadas a pie, en bicicleta, en triciclo, monopatín, haciendo el pino y hasta a nado.
Si fuera por vosotros sería atea, religiosa, islamista, agnóstica, apóstata, yihadista, semita y antisemita. Si fuera por vosotros, sería de derechas, de izquierdas y de centro. Si fuera por vosotros, sería del PP, del PSOE, de IU, de Ciudadanos, de Podemos, y de un montón de partidos que ni siquiera conozco.
Si fuera por vosotros, pariría sin epidural y con ella, sería antivacunas y provacunas, curaría todos mis males con sustancias químicas creadas artificialmente por farmacólogos malévolos y con hierbas naturales recolectadas por muchachas vírgenes a la luz de la luna.
Me hartan los fundamentalismos, me cansan las etiquetas.
No quiero que me etiquetéis con ninguna de las miles, millones de etiquetas que existen.
Sólo hay una cosa que soy, única y exclusivamente. Soy Nisi, nisí,νησί .Soy una isla. Nadie es una isla, diréis. No, todos somos islas, todos. Somos islas en contacto con otras islas, a veces más unidas a los demás, a veces menos. Pero somos islas solitarias en los momentos más importantes de nuestras vidas: al nacer y al morir.
Por eso sólo hay dos etiquetas que aceptaré en vida.
La primera, la que me pusieron al nacer en la muñeca, para distinguirme del resto de bebés de las otras cunas. Si es que realmente me la pusieron.
La segunda, la que me pondrán en el dedo gordo del pie cuando muera (sí, como en las pelis), para distinguirme del resto de cadáveres del depósito. Si es que realmente me la ponen.
Porque al nacer, en el preciso instante en el que me sacaron del vientre de mi madre, estuve sola, como una isla, aunque fuera durante unos instantes. Porque cuando muera, en el momento que tenga que emprender el camino de salida de este mundo, estaré sola, como una isla, aunque sea en el último suspiro.
Así que ya sabéis, fundamentalistas varios, dejadme estar.
Soy demasiado aburrida e indefinida para aceptar ninguna de vuestras etiquetas.
En la foto, yo. Sin etiquetas.
jueves, 25 de agosto de 2016
domingo, 21 de agosto de 2016
"The Sunrise" de Victoria Hislop
Los libros de Victoria Hislop son uno de mis lugares felices: sé que me van a gustar, me entretienen y me emocionan; tanto, tanto que me los leo en inglés. Ya he hablado de sus anteriores libros que, como ya he dicho alguna vez, son ligeros, fáciles de leer, casi culebrones, en un contexto histórico que te hace querer saber más de lo que cuenta (al menos a mí). Spinalonga, Creta, Granada y Tesalónica son algunos de los lugares donde se desarrollan sus historias.
“The Sunrise” sigue la línea de sus libros anteriores: un hecho histórico, en este caso, la invasión turca de Chipre, sirve de hilo conductor de una historia de pasiones, ambiciones y sagas familiares que se ven afectadas por un conflicto histórico. La acción se desarrolla en Famagusta, una ciudad costera chipriota que en los años 70, justo antes de la invasión turca, era uno de los enclaves turísticos más importantes de Chipre (y probablemente del Mediterráneo). La trama empieza en los años previos a la invasión, cuando Famagusta estaba en pleno apogeo turístico y continúa con los efectos que la invasión tuvo en la vida de los protagonistas de la novela.
Me ha encantado esta novela, he sufrido mucho con los protagonistas, creo que ha sido la historia más dura de las que he leído de esta autora. Aunque sus historias siempre tienen un punto de esperanza, de optimismo, esta vez no ha sido así, me ha parecido durísima, pero muy real. Chipre me fascina y la historia de la invasión turca me alucinó desde el primer momento en que oí hablar de ella. Por no hablar de Famagusta o mejor aún, de Varosha, el barrio turístico que a día de hoy sigue vallado y desierto, es tierra de nadie. Todo un imperio turístico desaparecido o, mejor dicho, abandonado de un día para otro.
Chipre me fascinó cuando la visité por primera vez, hace ya ocho años (glups). Descubrir su capital, Nicosia, una ciudad dividida en dos, me impactó mucho. Calles cortadas por alambradas, la zona de amortiguación patrullada por Naciones Unidas y franqueada por banderas turcas y turcochipriotas en un lado y griegas y chipriotas en el otro lado de las alambradas… Recuerdo dos cosas que me llamaron mucho la atención: la primera, ver edificios que han quedado divididos por la Línea Verde que separa la isla (y su capital) en dos, con la parte que pertenece a Chipre reformada y habitada y la parte que está en territorio de nadie, esa zona de amortiguación, totalmente abandonada. La segunda fue ver unos tablones escondidos entre la maleza, en una zona en la que la barrera que separa ambos lados estaba claramente cedida por el peso de esos tablones que alguien utilizaba para pasar de un lado a otro. Tengo que volver a Chipre, tengo ganas de conocer más la isla, porque cuando volví allí, hace cuatro años a una boda, fue un viaje relámpago.
Otra cosa que me fascina del Mediterráneo oriental es la relación entre griegos y turcos, incluidos los grecochipriotas y turcochipriotas. (No me cansaré nunca de recomendar “Un toque de canela”, una película maravillosa, bellísima y muy interesante). Con los años, he conocido a varios chipriotas, pero el momento más curioso fue cuando estuve con ellos en una reunión en Estambul. En una cena, un camarero nos preguntó de dónde éramos y saltó cuando tres de los comensales dijeron que chipriotas. “¿Pero grecochipriotas o turcochipriotas?”, preguntó. Dos eran grecochipriotas, el otro mezclado. Y fue con este colega con el que, caminando un día por el centro de Estambul, nos acercamos hasta la calle en la que había vivido su abuela turca.
Una de las cosas bonitas que tiene este libro es que cuenta la historia de dos familias, una grecochipriota y otra turcochipriota. Cómo viven el conflicto y cómo les afecta. Y lo viven exactamente igual y les afecta exactamente igual. El libro es muy neutral sobre la invasión y, como bien dice la autora en el epílogo del final de la novela “Quería contar una historia que mostrara cómo los acontecimientos en Chipre fueron un desastre para ambas comunidades – y sugerir que lo de “bueno” y “malo” no es una cuestión de etnia. Creo que, al final, las elecciones individuales juegan el papel más importante”. Es claramente así. Me flipa que la comunidad internacional permitiera lo que ocurrió en Chipre (y que siga permitiendo que la situación esté como está, con la isla aún dividida), pero luego pongo la tele y veo la barbarie que está sucediendo en Siria y cómo la comunidad internacional no reacciona y me pregunto cómo somos capaces de seguir sobreviviendo como especie.
El libro muy recomendable. Chipre un lugar fascinante (las fotos son de mi viaje allí en 2008). La comida, maravillosa. Y su historia, imprescindible conocer.
“The Sunrise” sigue la línea de sus libros anteriores: un hecho histórico, en este caso, la invasión turca de Chipre, sirve de hilo conductor de una historia de pasiones, ambiciones y sagas familiares que se ven afectadas por un conflicto histórico. La acción se desarrolla en Famagusta, una ciudad costera chipriota que en los años 70, justo antes de la invasión turca, era uno de los enclaves turísticos más importantes de Chipre (y probablemente del Mediterráneo). La trama empieza en los años previos a la invasión, cuando Famagusta estaba en pleno apogeo turístico y continúa con los efectos que la invasión tuvo en la vida de los protagonistas de la novela.
Me ha encantado esta novela, he sufrido mucho con los protagonistas, creo que ha sido la historia más dura de las que he leído de esta autora. Aunque sus historias siempre tienen un punto de esperanza, de optimismo, esta vez no ha sido así, me ha parecido durísima, pero muy real. Chipre me fascina y la historia de la invasión turca me alucinó desde el primer momento en que oí hablar de ella. Por no hablar de Famagusta o mejor aún, de Varosha, el barrio turístico que a día de hoy sigue vallado y desierto, es tierra de nadie. Todo un imperio turístico desaparecido o, mejor dicho, abandonado de un día para otro.
Chipre me fascinó cuando la visité por primera vez, hace ya ocho años (glups). Descubrir su capital, Nicosia, una ciudad dividida en dos, me impactó mucho. Calles cortadas por alambradas, la zona de amortiguación patrullada por Naciones Unidas y franqueada por banderas turcas y turcochipriotas en un lado y griegas y chipriotas en el otro lado de las alambradas… Recuerdo dos cosas que me llamaron mucho la atención: la primera, ver edificios que han quedado divididos por la Línea Verde que separa la isla (y su capital) en dos, con la parte que pertenece a Chipre reformada y habitada y la parte que está en territorio de nadie, esa zona de amortiguación, totalmente abandonada. La segunda fue ver unos tablones escondidos entre la maleza, en una zona en la que la barrera que separa ambos lados estaba claramente cedida por el peso de esos tablones que alguien utilizaba para pasar de un lado a otro. Tengo que volver a Chipre, tengo ganas de conocer más la isla, porque cuando volví allí, hace cuatro años a una boda, fue un viaje relámpago.
Otra cosa que me fascina del Mediterráneo oriental es la relación entre griegos y turcos, incluidos los grecochipriotas y turcochipriotas. (No me cansaré nunca de recomendar “Un toque de canela”, una película maravillosa, bellísima y muy interesante). Con los años, he conocido a varios chipriotas, pero el momento más curioso fue cuando estuve con ellos en una reunión en Estambul. En una cena, un camarero nos preguntó de dónde éramos y saltó cuando tres de los comensales dijeron que chipriotas. “¿Pero grecochipriotas o turcochipriotas?”, preguntó. Dos eran grecochipriotas, el otro mezclado. Y fue con este colega con el que, caminando un día por el centro de Estambul, nos acercamos hasta la calle en la que había vivido su abuela turca.
Una de las cosas bonitas que tiene este libro es que cuenta la historia de dos familias, una grecochipriota y otra turcochipriota. Cómo viven el conflicto y cómo les afecta. Y lo viven exactamente igual y les afecta exactamente igual. El libro es muy neutral sobre la invasión y, como bien dice la autora en el epílogo del final de la novela “Quería contar una historia que mostrara cómo los acontecimientos en Chipre fueron un desastre para ambas comunidades – y sugerir que lo de “bueno” y “malo” no es una cuestión de etnia. Creo que, al final, las elecciones individuales juegan el papel más importante”. Es claramente así. Me flipa que la comunidad internacional permitiera lo que ocurrió en Chipre (y que siga permitiendo que la situación esté como está, con la isla aún dividida), pero luego pongo la tele y veo la barbarie que está sucediendo en Siria y cómo la comunidad internacional no reacciona y me pregunto cómo somos capaces de seguir sobreviviendo como especie.
El libro muy recomendable. Chipre un lugar fascinante (las fotos son de mi viaje allí en 2008). La comida, maravillosa. Y su historia, imprescindible conocer.
miércoles, 17 de agosto de 2016
Recostruyendo tobilleras
El otro día, en clase de lindy hop, el profesor dijo: “Hay ahí en el suelo una pulsera esparcida por todo”.
No era una pulsera, era mi tobillera greco-namibia.
Ya conté (en versión resumida) la historia de mi tobillera greco-namibia aquí. Es una tobillera a la que le tengo mucho cariño porque aúna cuentas originariamente rosas que compré en una isla de aguas cristalinas al sur de Creta, con cuentas blancas que son trozos de huevo de avestruz que compré en Namibia. La tobillera original cretense se me rompió (y perdí gran parte de las cuentas) a los pies de un faro namibio, por lo que esa combinación greco-namibia siempre me ha parecido de lo más adecuada.
Y claro, ver esparcidas cuentas griegas y namibias por el patio del instituto donde hacemos las clases de swing me partió el alma. Con ayuda de algunos compis, las recogí todas, o casi todas, con la mente ya puesta en reconstruir la tobillera. Tras darle algunas vueltas, decidí mejorarla tobillera y ponerle unos cierres (porque, al contrario que la tobillera original, ésta me la quito en invierno, me molesta dentro de los calcetines). No sólo eso, decidí seguir aumentando el aura emocional de la condenada tobillera y utilicé para unir las cuentas hilo que me traje del Festival de Primavera. Parte de estos hilos, de hecho, me los encontré como regalito una mañana, perfectamente ordenados en mi zona de trabajo.
Así que ahora tengo una tobillera greco-namibia-oliveria.
El día que la pierda, voy a llorar lo que no está escrito.
No era una pulsera, era mi tobillera greco-namibia.
Ya conté (en versión resumida) la historia de mi tobillera greco-namibia aquí. Es una tobillera a la que le tengo mucho cariño porque aúna cuentas originariamente rosas que compré en una isla de aguas cristalinas al sur de Creta, con cuentas blancas que son trozos de huevo de avestruz que compré en Namibia. La tobillera original cretense se me rompió (y perdí gran parte de las cuentas) a los pies de un faro namibio, por lo que esa combinación greco-namibia siempre me ha parecido de lo más adecuada.
Y claro, ver esparcidas cuentas griegas y namibias por el patio del instituto donde hacemos las clases de swing me partió el alma. Con ayuda de algunos compis, las recogí todas, o casi todas, con la mente ya puesta en reconstruir la tobillera. Tras darle algunas vueltas, decidí mejorarla tobillera y ponerle unos cierres (porque, al contrario que la tobillera original, ésta me la quito en invierno, me molesta dentro de los calcetines). No sólo eso, decidí seguir aumentando el aura emocional de la condenada tobillera y utilicé para unir las cuentas hilo que me traje del Festival de Primavera. Parte de estos hilos, de hecho, me los encontré como regalito una mañana, perfectamente ordenados en mi zona de trabajo.
Así que ahora tengo una tobillera greco-namibia-oliveria.
El día que la pierda, voy a llorar lo que no está escrito.
viernes, 12 de agosto de 2016
Día Mundial de los Elefantes
Hoy se celebra el Día Mundial del Elefante y me parece una excusa tan buena como cualquier otra para hablar de… elefantes.
Si pienso en elefantes, se me vienen a la mente varias cosas. La primera es la Casa de los Elefantes del zoo de Budapest que visité en el viaje de la carrera (allá por el Pleistoceno). No recuerdo los elefantes, no tengo ninguna foto suya (sólo una anotación en el álbum que pone que daban pena, de lo delgados que estaban), pero sí que recuerdo su impresionante cúpula. La fotos en blanco y negro no son por ningún filtro guay, sino porque me llevé un carrete así para aquel viaje (ya lo os había dicho, el Pleistoceno).
La segunda cosa que me viene a la mente (igual no por este orden) es Namibia, por supuesto. De Namibia me traje un dibujo de un elefante que adorna mi casa y un montón de fotos y recuerdos de la excursión a Etosha. Allí vimos unos cuantos elefantes, elefantes que pasaban del negro al blanco según si estaban remojándose en agua y barro o paseando por las inmensas planicies de polvo blanco.
Pero yo quería hablaros de un elefante en concreto, de éste elefante:
La foto es borrosa y malísima. Y, aunque su historia ya la mencioné aquí, creo que tal día como hoy este elefante se merece un recuerdo. Porque aquél fue un elefante especial, un momento increíble, casi terrorífico. Y, cuando pienso en elefantes, siempre me acuerdo de él.
Era por la noche, ya tarde. Estábamos en el campamento de Okakuejo y, después de cenar, nos fuimos junto a la charca, aprovechando el frescor de la noche. Nos sentamos, rodeadas de otros turistas, en silencio, con ese silencio colectivo, casi místico que te hace sentirte parte de la naturaleza y que te integra con el resto de compañeros de experiencia. No había demasiados animales, pero sí un rinoceronte, refrescándose en la charca. Entonces apareció él, un elefante solitario.
Nunca te fíes de un elefante solitario.
Llegó por el extremo contrario de donde se encontraba el rinoceronte pero, aún así, fue hasta él, molestándole violentamente hasta que consiguió que se largara. Dicen que el león es el rey de la selva. No es cierto. Y no sólo porque no haya leones en la selva, sino porque el elefante es el auténtico rey. La cuestión es que allí estaba aquel elefante solitario y violento, dando por saco al pobre rinoceronte, sólo para quedarse allí solo, en la charca. Era un bicho impresionante, grande, precioso. Creo que estábamos todos fascinados. Estaba allí, a pocos metros de nosotros, separados por un muro (no muy alto) de piedras y algunas vallas (supongo que electrizadas). En un momento determinado, el elefante se quedó quieto, mirando hacia donde estábamos. Era una imagen increíble, impresionante: aquella mole, aquel bicho nos estaba mirando directa y fijamente, o al menos eso parecía. ¿Podía vernos? Ni idea, puede ser que no, pero yo juraría que sí, que nos veía, que sabía que estábamos allí. Era un plano perfecto, un bicho perfecto y la réflex preparada para disparar. Pero no pude, fui incapaz. La violencia que emanaba su mirada, la energía, diría que su maldad, nos petrificó. Nos cogimos de las manos, aterradas, en posición de huída, listas para salir corriendo esperando en cualquier momento el ataque del mamífero terrestre más grande del planeta. Sentía la necesidad de disparar la foto, pero el instinto de supervivencia era superior. Y así estuvimos, con una tensión insoportable hasta que aquel elefante solitario se perdió en la oscuridad.
Visto con perspectiva, probablemente nos asustamos por nada. Pero os puedo asegurar que la energía que emitía aquel animal, el poder y la fuerza eran tan terroríficos como impresionantes.
El auténtico rey de la naturaleza.
Como bióloga que soy, tal día como hoy podría aprovechar para contaros cosas científicas de los elefantes. Pero he preferido recordar a un elefante en concreto. Al auténtico rey, sí.
Si pienso en elefantes, se me vienen a la mente varias cosas. La primera es la Casa de los Elefantes del zoo de Budapest que visité en el viaje de la carrera (allá por el Pleistoceno). No recuerdo los elefantes, no tengo ninguna foto suya (sólo una anotación en el álbum que pone que daban pena, de lo delgados que estaban), pero sí que recuerdo su impresionante cúpula. La fotos en blanco y negro no son por ningún filtro guay, sino porque me llevé un carrete así para aquel viaje (ya lo os había dicho, el Pleistoceno).
La segunda cosa que me viene a la mente (igual no por este orden) es Namibia, por supuesto. De Namibia me traje un dibujo de un elefante que adorna mi casa y un montón de fotos y recuerdos de la excursión a Etosha. Allí vimos unos cuantos elefantes, elefantes que pasaban del negro al blanco según si estaban remojándose en agua y barro o paseando por las inmensas planicies de polvo blanco.
Pero yo quería hablaros de un elefante en concreto, de éste elefante:
La foto es borrosa y malísima. Y, aunque su historia ya la mencioné aquí, creo que tal día como hoy este elefante se merece un recuerdo. Porque aquél fue un elefante especial, un momento increíble, casi terrorífico. Y, cuando pienso en elefantes, siempre me acuerdo de él.
Era por la noche, ya tarde. Estábamos en el campamento de Okakuejo y, después de cenar, nos fuimos junto a la charca, aprovechando el frescor de la noche. Nos sentamos, rodeadas de otros turistas, en silencio, con ese silencio colectivo, casi místico que te hace sentirte parte de la naturaleza y que te integra con el resto de compañeros de experiencia. No había demasiados animales, pero sí un rinoceronte, refrescándose en la charca. Entonces apareció él, un elefante solitario.
Nunca te fíes de un elefante solitario.
Llegó por el extremo contrario de donde se encontraba el rinoceronte pero, aún así, fue hasta él, molestándole violentamente hasta que consiguió que se largara. Dicen que el león es el rey de la selva. No es cierto. Y no sólo porque no haya leones en la selva, sino porque el elefante es el auténtico rey. La cuestión es que allí estaba aquel elefante solitario y violento, dando por saco al pobre rinoceronte, sólo para quedarse allí solo, en la charca. Era un bicho impresionante, grande, precioso. Creo que estábamos todos fascinados. Estaba allí, a pocos metros de nosotros, separados por un muro (no muy alto) de piedras y algunas vallas (supongo que electrizadas). En un momento determinado, el elefante se quedó quieto, mirando hacia donde estábamos. Era una imagen increíble, impresionante: aquella mole, aquel bicho nos estaba mirando directa y fijamente, o al menos eso parecía. ¿Podía vernos? Ni idea, puede ser que no, pero yo juraría que sí, que nos veía, que sabía que estábamos allí. Era un plano perfecto, un bicho perfecto y la réflex preparada para disparar. Pero no pude, fui incapaz. La violencia que emanaba su mirada, la energía, diría que su maldad, nos petrificó. Nos cogimos de las manos, aterradas, en posición de huída, listas para salir corriendo esperando en cualquier momento el ataque del mamífero terrestre más grande del planeta. Sentía la necesidad de disparar la foto, pero el instinto de supervivencia era superior. Y así estuvimos, con una tensión insoportable hasta que aquel elefante solitario se perdió en la oscuridad.
Visto con perspectiva, probablemente nos asustamos por nada. Pero os puedo asegurar que la energía que emitía aquel animal, el poder y la fuerza eran tan terroríficos como impresionantes.
El auténtico rey de la naturaleza.
Como bióloga que soy, tal día como hoy podría aprovechar para contaros cosas científicas de los elefantes. Pero he preferido recordar a un elefante en concreto. Al auténtico rey, sí.
miércoles, 10 de agosto de 2016
"Algo va mal" de Tony Judt
Creo que he leído este libro en un momento poco apropiado. Me parece un libro demasiado serio para leer en verano, no sé por qué decidí leérmelo ahora, la verdad, pero así soy yo.
He leído por ahí que éste es el testamento político de Judt por la socialdemocracia, escrito en los últimos meses de su vida, ya enfermo. Surgido a raíz de una conferencia suya, el libro es un repaso de cómo se vive ahora, qué nos ha llevado hasta donde estamos y qué podemos esperar de lo que viene. Es un libro que te deja un poso amargo, al menos a mí, aunque ya lo esperaba con ese título y con la frase inicial (“Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy”). Pero también tiene una parte positiva, una reflexión hacia el menos llorar y más actuar (“Tenemos que disculparnos un poco menos por los errores pasados y hablar con más firmeza de los logros”).
Mientras lo leía, pensaba que el mundo es mucho más complejo de lo que se refleja en el libro, porque en el fondo habla del mundo occidental, de sus políticas e ignora otros problemas más globales (terrorismo, medio ambiente). Esto me ha llevado a pensar que lloriqueamos demasiado por el mundo en el que vivimos, pero nuestro pequeño mundo occidental, por nuestra política y nuestra sociedad. Pero, como dice Judt “La socialdemocracia no representa un futuro ideal, ni siquiera representa el pasado ideal. Pero entre las opciones disponibles hoy, es mejor que cualquier otra que tengamos a mano”. Y deberíamos explotar más las cosas buenas y ser capaces de enfrentarnos a las malas. Aunque yo no sé muy bien cómo.
He leído por ahí que éste es el testamento político de Judt por la socialdemocracia, escrito en los últimos meses de su vida, ya enfermo. Surgido a raíz de una conferencia suya, el libro es un repaso de cómo se vive ahora, qué nos ha llevado hasta donde estamos y qué podemos esperar de lo que viene. Es un libro que te deja un poso amargo, al menos a mí, aunque ya lo esperaba con ese título y con la frase inicial (“Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy”). Pero también tiene una parte positiva, una reflexión hacia el menos llorar y más actuar (“Tenemos que disculparnos un poco menos por los errores pasados y hablar con más firmeza de los logros”).
Mientras lo leía, pensaba que el mundo es mucho más complejo de lo que se refleja en el libro, porque en el fondo habla del mundo occidental, de sus políticas e ignora otros problemas más globales (terrorismo, medio ambiente). Esto me ha llevado a pensar que lloriqueamos demasiado por el mundo en el que vivimos, pero nuestro pequeño mundo occidental, por nuestra política y nuestra sociedad. Pero, como dice Judt “La socialdemocracia no representa un futuro ideal, ni siquiera representa el pasado ideal. Pero entre las opciones disponibles hoy, es mejor que cualquier otra que tengamos a mano”. Y deberíamos explotar más las cosas buenas y ser capaces de enfrentarnos a las malas. Aunque yo no sé muy bien cómo.
miércoles, 3 de agosto de 2016
Por los mares del sur
He pasado unos días por los mares del sur. Bueno, también por tierras firmes del sur.
He ido a un montón de sitios donde nunca había estado antes. Qué digo a un montón, a mogollón de sitios que sólo conocía por sus nombres. O ni siquiera eso. Vamos, que he estado en terra incognita. Y en mare incognitum también. Territorios no explorados por el hombre. Por mí, concretamente.
Han sido días de risas, de amigas, de paseos, de tintos con casera, de playa, de faros, de pueblecitos blancos, de conversaciones hasta altas horas de la madrugada, de no saber qué día de la semana era, de cambiar de planes según nos apetecía, de olvidar las prisas y las responsabilidades, de arena, de sol, de mar, de respirar, de disfrutar.
Ha sido un viaje que empezó con un “Deberíamos vernos otra vez pronto. ¿Y si…?”, “¡¡Sííí!!”. Y así fue. SÍ.
Ha sido corto, muy corto. Tan corto que te vas con penita, deseando que los días bonitos con gentes bonitas duraran más, mucho más. Pero luego te encuentras en el aeropuerto con una chica despidiéndose a moco tendido de la que debe ser su madre, entras junto a ella en el aeropuerto y sigue llorando y llorando sin parar. Y estás un rato pensando en ella, imaginado su historia (se despide de su madre llorando porque se va a trabajar lejos, donde hay trabajo, dejando atrás a todo lo que quiere, su familia, sus amigos. Qué otra historia va a ser sino) y no te queda más remedio que sonreír, claro que sí. Sonreír por todo lo que has vivido, por haber dicho ese “sí”, porque eres afortunada de tener gente querida por ahí dispersa, por poder volver a casa donde también tienes gente querida. Y te vas así, con una sonrisa, de haberlo pasado bien, de haber disfrutado y hasta la hora y media de retraso de tu vuelo no te molesta. Bueno, igual no tanto. Pero entendéis lo que quiero decir, ¿no? La felicidad de saberse feliz. O lo que sea.
Málaga. El Chaparral. Cabopino. Marbella. Nerja. Maro. Frigiliana. Tarifa. Gafas rosas. Bolonia. Vejer. Cádiz. Conil. Atún rojo. Cabo Trafalgar .Puerto Real. Y vuelta.
Ay, amijas, ¡hay que repetir!
He ido a un montón de sitios donde nunca había estado antes. Qué digo a un montón, a mogollón de sitios que sólo conocía por sus nombres. O ni siquiera eso. Vamos, que he estado en terra incognita. Y en mare incognitum también. Territorios no explorados por el hombre. Por mí, concretamente.
Han sido días de risas, de amigas, de paseos, de tintos con casera, de playa, de faros, de pueblecitos blancos, de conversaciones hasta altas horas de la madrugada, de no saber qué día de la semana era, de cambiar de planes según nos apetecía, de olvidar las prisas y las responsabilidades, de arena, de sol, de mar, de respirar, de disfrutar.
Ha sido un viaje que empezó con un “Deberíamos vernos otra vez pronto. ¿Y si…?”, “¡¡Sííí!!”. Y así fue. SÍ.
Ha sido corto, muy corto. Tan corto que te vas con penita, deseando que los días bonitos con gentes bonitas duraran más, mucho más. Pero luego te encuentras en el aeropuerto con una chica despidiéndose a moco tendido de la que debe ser su madre, entras junto a ella en el aeropuerto y sigue llorando y llorando sin parar. Y estás un rato pensando en ella, imaginado su historia (se despide de su madre llorando porque se va a trabajar lejos, donde hay trabajo, dejando atrás a todo lo que quiere, su familia, sus amigos. Qué otra historia va a ser sino) y no te queda más remedio que sonreír, claro que sí. Sonreír por todo lo que has vivido, por haber dicho ese “sí”, porque eres afortunada de tener gente querida por ahí dispersa, por poder volver a casa donde también tienes gente querida. Y te vas así, con una sonrisa, de haberlo pasado bien, de haber disfrutado y hasta la hora y media de retraso de tu vuelo no te molesta. Bueno, igual no tanto. Pero entendéis lo que quiero decir, ¿no? La felicidad de saberse feliz. O lo que sea.
Málaga. El Chaparral. Cabopino. Marbella. Nerja. Maro. Frigiliana. Tarifa. Gafas rosas. Bolonia. Vejer. Cádiz. Conil. Atún rojo. Cabo Trafalgar .Puerto Real. Y vuelta.
Ay, amijas, ¡hay que repetir!
miércoles, 20 de julio de 2016
Cruzando el canal
Llego al puerto casi hora y media antes de la hora de partida, como indica la tarjeta de embarque. Me duele la cabeza, no he dormido demasiado bien y hace mucho calor. El termómetro del coche ha marcado más de 36º en el centro de la isla, de camino aquí. Conozco el puerto, hace menos de cuatro meses que hice la misma ruta, aunque con otro barco. Aparco en la zona habilitada para los turismos que tienen que embarcar y voy a la terminal marítima, al baño. Un grupo de estudiantes con mochilas se despiden alborotados de sus familiares. Me descubro a mí misma deseando que no hagan demasiado ruido en el barco, pero enseguida me doy cuenta de que viajan en el de otra compañía. Es verano y aunque el número de navieras que operan entre islas es limitado, tienen una variedad de horarios más amplia que fuera de temporada y a precios más que competitivos.
Vuelvo al parking. Un trabajador de la naviera con chaleco fosforito me pide las tarjetas de embarque y el documento de identidad. “Empezamos a y media.”, me dice, “Mejor ponte a la sombra”. Le hago caso y me siento en el asfalto, a la sombra. Tardo un momento en darme cuenta de que debería preocuparme más por la temperatura de las muestras que llevo en una nevera en el maletero del coche que por mí misma, pero me convenzo de que con las placas frías que le he puesto aguantarán bien. Además, quedan sólo quince minutos para embarcar. Así que me acomodo y saco mis agujas: a ver si acabo de una vez el delantero de un jersey a rallas de algodón que ya tengo ganas de estrenar. A mí lado, varios señores menorquines comentan entre ellos de dónde son y si conocen a tal y cuál persona de sus respectivos pueblos. Y sí, claro, les conocen. Menorca es una isla pequeña.
Cuando se acerca de nuevo el tipo de la naviera, le sueltan una broma “¿Qué? ¿Embarcamos ya? A este paso la chica va a acabar el jersey”. Nos reímos todos y les digo que sí, que por favor tarde un poquito más en dejarnos embarcar, que estoy a cuatro vueltas de acabarlo. El de la naviera dice que hasta que no sea la hora no podemos subir, “luego los de la Guardia Civil nos riñen”. Así que esperamos religiosamente, yo tejiendo y los señores con su conversación. Al final, nos invita a ir a los coches cuando pasan unos minutos de y media. “Pobre chica, ¡no ha acabado el jersey!”. Maldigo. Estoy a una docena de puntos de cerrar la espalda y tengo que dejar una vuelta a medias, sin acabar, hasta que llegue a bordo.
Es la primera vez que subo en ese barco y me sorprende lo pequeño que es el garaje. Más trabajadores con chalecos fosforitos indican a los conductores cómo maniobrar para dejar los coches aparcados adecuadamente. El que va delante de mí tarda una barbaridad, o eso me parece. Cuando me toca, pienso que igual el tipo que me indica está pensando “Vaya, una mujer”, pero si lo piensa, no da señales de nada, me da un par de indicaciones (odio que me den instrucciones para aparcar, que lo sepáis, pero disimulo) y cuando apago el motor se acerca al coche. “Freno de mano y…”, “Dejo una marcha, ¿no?”, decimos a la vez.
Sigo las indicaciones hasta el salón de las butacas, recorro el barco que, efectivamente, es pequeño. ¿Me siento a babor o a estribor? No sé por qué, siempre me siento a estribor y luego me arrepiento. Recordádmelo para la próxima vez. Obviamente, me siento a estribor, en unas butacas que tienen delante una mesa. Saco el ordenador y lo enciendo. Tengo el patrón de las mangas del jersey en él y quiero mirarlo ahora que estoy a punto de acabar el delantero. Uno de los señores con los que he bromeado en tierra se me acerca y charlamos un rato. “Eres de Mallorca, ¿verdad?”. Y él de Menorca. Los acentos nos delatan. “Ya puedes acabar el jersey, ¿eh?”. Reímos.
El barco está prácticamente vacío. No se llenará demasiado, pero aún subirán los pasajeros que viajan sin coche. Hay sitio de sobra para viajar amplia y cómodamente. Acabo el delantero del jersey, estudio cómo hacer las mangas y me dio cuenta de que he dejado hilo de otro color en el maletero del coche. Vaya. Las mangas tendrán que esperar.
El rugido de los motores indica que vamos a partir. Mientras maniobramos, un pesquero entra a puerto. Me sorprende y miro el reloj, es un poco pronto para que vuelva. Salimos del puerto y el barco enseguida coge velocidad. Menos mal que hay buena mar. Desde mi asiento de estribor, me levanto para atisbar por las ventanas de babor otros dos pesqueros. Flota amiga. Le mando un mensaje a uno de los patrones, pero nos quedamos sin cobertura antes de que el mensaje salga. Recuerdo la conversación que tuve ayer con él sobre la súbita (y misteriosa) desaparición de la gamba roja en la pesquera más importante de Mallorca para esta especie en esta época del año. Y sigo dándole vueltas al tema. ¿Qué ha pasado con la gamba? Las muestras que llevo en el maletero las capturó ayer ese patrón con su barca. Sonrío por lo viajeras que han salido esas muestras.
Decido que es hora de hacer algo productivo y me pongo a revisar el trabajo de fin de grado de un estudiante. Pero estoy en el mar y cuando estoy en el mar estoy feliz y me cuesta concentrarme. Aún estamos muy cerca de Mallorca. Vamos adelantando a otro barco que está haciendo nuestra misma ruta. Los niños que llevo al lado me recuerdan a otros niños que no conozco pero de los que me han hablado mucho. La señora de delante duerme recostada sobre la ventana. En la tele emiten algo con pinta de antiguo y subtitulado (no llevo las gafas puestas, no puedo decir más). Miro el mar. Hay algunos borreguitos, nada grave, pero a la velocidad que vamos se nota el balanceo. Me río pensando en las biodraminas que mi madre me ha ofrecido no una, ni dos, sino hasta tres veces. “Que yo soy una loba de mar”, le he contestado tantas veces como me ha ofrecido.
Una loba de mar que se marea a veces, pero eso no se lo digáis a nadie.
La foto es de esta tarde, cruzando el canal.
Vuelvo al parking. Un trabajador de la naviera con chaleco fosforito me pide las tarjetas de embarque y el documento de identidad. “Empezamos a y media.”, me dice, “Mejor ponte a la sombra”. Le hago caso y me siento en el asfalto, a la sombra. Tardo un momento en darme cuenta de que debería preocuparme más por la temperatura de las muestras que llevo en una nevera en el maletero del coche que por mí misma, pero me convenzo de que con las placas frías que le he puesto aguantarán bien. Además, quedan sólo quince minutos para embarcar. Así que me acomodo y saco mis agujas: a ver si acabo de una vez el delantero de un jersey a rallas de algodón que ya tengo ganas de estrenar. A mí lado, varios señores menorquines comentan entre ellos de dónde son y si conocen a tal y cuál persona de sus respectivos pueblos. Y sí, claro, les conocen. Menorca es una isla pequeña.
Cuando se acerca de nuevo el tipo de la naviera, le sueltan una broma “¿Qué? ¿Embarcamos ya? A este paso la chica va a acabar el jersey”. Nos reímos todos y les digo que sí, que por favor tarde un poquito más en dejarnos embarcar, que estoy a cuatro vueltas de acabarlo. El de la naviera dice que hasta que no sea la hora no podemos subir, “luego los de la Guardia Civil nos riñen”. Así que esperamos religiosamente, yo tejiendo y los señores con su conversación. Al final, nos invita a ir a los coches cuando pasan unos minutos de y media. “Pobre chica, ¡no ha acabado el jersey!”. Maldigo. Estoy a una docena de puntos de cerrar la espalda y tengo que dejar una vuelta a medias, sin acabar, hasta que llegue a bordo.
Es la primera vez que subo en ese barco y me sorprende lo pequeño que es el garaje. Más trabajadores con chalecos fosforitos indican a los conductores cómo maniobrar para dejar los coches aparcados adecuadamente. El que va delante de mí tarda una barbaridad, o eso me parece. Cuando me toca, pienso que igual el tipo que me indica está pensando “Vaya, una mujer”, pero si lo piensa, no da señales de nada, me da un par de indicaciones (odio que me den instrucciones para aparcar, que lo sepáis, pero disimulo) y cuando apago el motor se acerca al coche. “Freno de mano y…”, “Dejo una marcha, ¿no?”, decimos a la vez.
Sigo las indicaciones hasta el salón de las butacas, recorro el barco que, efectivamente, es pequeño. ¿Me siento a babor o a estribor? No sé por qué, siempre me siento a estribor y luego me arrepiento. Recordádmelo para la próxima vez. Obviamente, me siento a estribor, en unas butacas que tienen delante una mesa. Saco el ordenador y lo enciendo. Tengo el patrón de las mangas del jersey en él y quiero mirarlo ahora que estoy a punto de acabar el delantero. Uno de los señores con los que he bromeado en tierra se me acerca y charlamos un rato. “Eres de Mallorca, ¿verdad?”. Y él de Menorca. Los acentos nos delatan. “Ya puedes acabar el jersey, ¿eh?”. Reímos.
El barco está prácticamente vacío. No se llenará demasiado, pero aún subirán los pasajeros que viajan sin coche. Hay sitio de sobra para viajar amplia y cómodamente. Acabo el delantero del jersey, estudio cómo hacer las mangas y me dio cuenta de que he dejado hilo de otro color en el maletero del coche. Vaya. Las mangas tendrán que esperar.
El rugido de los motores indica que vamos a partir. Mientras maniobramos, un pesquero entra a puerto. Me sorprende y miro el reloj, es un poco pronto para que vuelva. Salimos del puerto y el barco enseguida coge velocidad. Menos mal que hay buena mar. Desde mi asiento de estribor, me levanto para atisbar por las ventanas de babor otros dos pesqueros. Flota amiga. Le mando un mensaje a uno de los patrones, pero nos quedamos sin cobertura antes de que el mensaje salga. Recuerdo la conversación que tuve ayer con él sobre la súbita (y misteriosa) desaparición de la gamba roja en la pesquera más importante de Mallorca para esta especie en esta época del año. Y sigo dándole vueltas al tema. ¿Qué ha pasado con la gamba? Las muestras que llevo en el maletero las capturó ayer ese patrón con su barca. Sonrío por lo viajeras que han salido esas muestras.
Decido que es hora de hacer algo productivo y me pongo a revisar el trabajo de fin de grado de un estudiante. Pero estoy en el mar y cuando estoy en el mar estoy feliz y me cuesta concentrarme. Aún estamos muy cerca de Mallorca. Vamos adelantando a otro barco que está haciendo nuestra misma ruta. Los niños que llevo al lado me recuerdan a otros niños que no conozco pero de los que me han hablado mucho. La señora de delante duerme recostada sobre la ventana. En la tele emiten algo con pinta de antiguo y subtitulado (no llevo las gafas puestas, no puedo decir más). Miro el mar. Hay algunos borreguitos, nada grave, pero a la velocidad que vamos se nota el balanceo. Me río pensando en las biodraminas que mi madre me ha ofrecido no una, ni dos, sino hasta tres veces. “Que yo soy una loba de mar”, le he contestado tantas veces como me ha ofrecido.
Una loba de mar que se marea a veces, pero eso no se lo digáis a nadie.
La foto es de esta tarde, cruzando el canal.
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