- Mamá, ¿me llevo las gafas de sol a Copenhague?- Pues claro.
Y mi padre se echa a reír.
- Jajaja, ¿para qué te las vas a llevar? ¡Estamos en noviembre!
- Pues no me hagas caso.
- Que no, que no, que yo me las llevo, claro.
Y me las voy a llevar. Porque mi madre es bruja.
Que lo sepáis.
Mi madre es bruja pero las de escuelas de magia y Harry Potter, no en el sentido despectivo del término. Aunque creo que es algo extendido en todas las madres. Te conviertes en madre y te aparece el súper-poder de la adivinación.
Mi madre lo tiene.
Hace un sol espectacular en la calle, vas a salir a cenar, hablo con ella y dice “Llévate la chaqueta, que hará fresco”. ¿Fresco? Todo el día con más de 30º. Sabes que la temperatura nocturna no bajará de 20º. Pero baja. Si lo dice mi madre, baja.
En febrero, me fui a Dublín e Irlanda del Norte.
- No creo que me lleve las gafas de sol. Total, allá arriba en Febrero…
- Llévatelas.
Le hice caso. Menos mal, porque hizo un sol espectacular casi todos los días. Exactamente así:
En septiembre, me fui tres semanas a Namibia.
- Te llevaras el chubasquero, ¿no?
- ¡Jajajajaja!
- ¿De qué te ríes?
- Me voy a África, mamá…
- ¿Y?
- Voy a una ciudad rodeada de desierto, donde llueve unos 2 días al año. No va a llover justamente estando yo, sobre todo porque el país sufre la peor sequía de los últimos tiempos, especialmente en el norte.
- Al menos llévate el paraguas.
No me llevé ni paraguas ni chubasquero. Llovió tres días. Así:
Vamos, que llovió como nunca había llovido en Swakopmund: nubes negras, truenos y rayos. La gente con la que trabajaba me decía “Eso que se ha oído debe ser un trueno, ¿no? ¡Nunca había oído uno!”. Después de una primera noche de lluvia, miré el parte y vi esto:
Lloraba. De risa, pero lloraba.
Lástima que su poder de adivinación meteorológico no sea comparable a su poder de adivinación sentimental: si cada vez que de un chico me ha dicho “Éste es para ti” hubiera sido verdad, mi vida sentimental sería digna de aparecer en cualquier revista del corazón. Y no lo es.
Resumiendo, que mañana me voy a Copenhague. Y me llevo las gafas de sol.
Obviamente.
domingo, 17 de noviembre de 2013
sábado, 16 de noviembre de 2013
Funda de portátil
En mi último viaje a Namibia, compré varias telas en una tienda que ya había querido visitar en los viajes anteriores pero no había tenido ocasión. La mayoría las compré sin un objetivo claro, no sabía qué iba a hacer con ellas (y aún no lo sé), sólo sabía el destino de (parte de) una de ellas: una funda de portátil.
Hacía tiempo que quería una funda para mi portátil del trabajo: tengo un maletín que me encanta, pero cuando viajo, a menudo uso una mochila como equipaje de mano en la que meto tanto el portátil como la réflex, pero no tenía una funda para protegerlo dentro de la mochila. Y tenía ganas de hacer algo personalizado, casero. Así que entré en aquella tienda buscando una tela adecuada para una funda. La encontré y, de paso, me llevé algunas más.
Mi plan era maravilloso, salvo por una pega: aunque últimamente le doy a las dos agujas, no soy una buena costurera precisamente. Así que tomé como aliada a mi madre y la embarqué en la aventura de la funda del portátil (como en su día la embarqué en el proyecto “delantal a partir de una toalla” del que alguna vez tendría que hablar). Así que ella en el papel de costurera y yo en el papel de ideóloga del proyecto y cortadora de tela, nos pusimos a ellos.
Además de la tela namibia, utilizamos parte de una funda de tabla de planchar vieja (para que el portátil estuviera más protegido, con la funda acolchada), restos de forro verde oscuro que tenía mi madre por casa y una cremallera reciclada. Y así conseguimos el objetivo: una funda de portátil estupenda.
Y me encanta.
Hacía tiempo que quería una funda para mi portátil del trabajo: tengo un maletín que me encanta, pero cuando viajo, a menudo uso una mochila como equipaje de mano en la que meto tanto el portátil como la réflex, pero no tenía una funda para protegerlo dentro de la mochila. Y tenía ganas de hacer algo personalizado, casero. Así que entré en aquella tienda buscando una tela adecuada para una funda. La encontré y, de paso, me llevé algunas más.
Mi plan era maravilloso, salvo por una pega: aunque últimamente le doy a las dos agujas, no soy una buena costurera precisamente. Así que tomé como aliada a mi madre y la embarqué en la aventura de la funda del portátil (como en su día la embarqué en el proyecto “delantal a partir de una toalla” del que alguna vez tendría que hablar). Así que ella en el papel de costurera y yo en el papel de ideóloga del proyecto y cortadora de tela, nos pusimos a ellos.
Además de la tela namibia, utilizamos parte de una funda de tabla de planchar vieja (para que el portátil estuviera más protegido, con la funda acolchada), restos de forro verde oscuro que tenía mi madre por casa y una cremallera reciclada. Y así conseguimos el objetivo: una funda de portátil estupenda.
Y me encanta.
jueves, 14 de noviembre de 2013
Estaciones
En mi huerto urbano, no está muy claro en qué estación estamos. Aunque sea ya mitad de noviembre, mi pequeño fresal está echando flores.
De hecho, hace poco recogí varias fresas.
Y sigo recolectando pimientos.
Y los que me quedan por recolectar.
No sé sabe muy bien en qué estación estamos, en mi huerto urbano.
De hecho, hace poco recogí varias fresas.
Y sigo recolectando pimientos.
Y los que me quedan por recolectar.
No sé sabe muy bien en qué estación estamos, en mi huerto urbano.
lunes, 11 de noviembre de 2013
Por fin una falda
Sí, tengo una falda. Por fin.
Y digo por fin porque era en marzo cuando ya tenía casi una falda. Casi ocho meses he tardado en acabar el proyecto falda. Han sido varios los motivos, pero el fundamental es que, con la llegada del buen tiempo, no sentía necesidad de acabar una falda de lana. Porque sabía que faltaban muchos meses hasta que me la fuera a poner.
Al final me acobardé y tuve que pedir ayuda a mi madre para acabarla: hacer un forro y ponerle una cremallera. Después de una planificación conjunta, no ha sido difícil (para ella) acabarla, así que en pocos días estuvo lista.
Así que, por fin, tengo una falda (ahora sí). Sólo falta que empiece a hacer frío y estrenarla. A juego con mi gorro de perdidos al río (al que, por cierto, me siento tentada de añadirle algún pompón).
Y digo por fin porque era en marzo cuando ya tenía casi una falda. Casi ocho meses he tardado en acabar el proyecto falda. Han sido varios los motivos, pero el fundamental es que, con la llegada del buen tiempo, no sentía necesidad de acabar una falda de lana. Porque sabía que faltaban muchos meses hasta que me la fuera a poner.
Al final me acobardé y tuve que pedir ayuda a mi madre para acabarla: hacer un forro y ponerle una cremallera. Después de una planificación conjunta, no ha sido difícil (para ella) acabarla, así que en pocos días estuvo lista.
Así que, por fin, tengo una falda (ahora sí). Sólo falta que empiece a hacer frío y estrenarla. A juego con mi gorro de perdidos al río (al que, por cierto, me siento tentada de añadirle algún pompón).
domingo, 10 de noviembre de 2013
Harry Potter esloveno
Nueva entrega de frikismo harrypotteriano con la versión eslovena del libro.
Lo compré en Ljubljana, en una reunión de trabajo. Tengo recuerdos muy buenos de aquel viaje. No recuerdo demasiado de la reunión, creo que fue bastante correcta, ni estupenda, ni horrible. Pero recuerdo una ciudad maravillosa, un hotel delicioso, un Aperol Spritz en una terraza con mi jefa, hablando de amoríos y de esperanzas (ah, esas ilusiones absurdas y sin sentido), unas clasificaciones para Eurovisión seguidas con entusiasmo por las colegas chipriotas, una copa en otra terraza, tratando de sonsacarle (infructuosamente) información confidencial al participante de la Comisión Europea y una cena muy amena con una pareja de colegas italiano-chipriota.
Fue un buen viaje.
No recuerdo exactamente dónde compré el libro, no recuerdo ni la librería ni el momento. Pero recuerdo el centro de la ciudad peatonal, con tiendas maravillosas en las que nos perdíamos algunas tardes, de vuelta al hotel. En una de ellas compré un bol morado, en otra una taza maravillosa de puntos de colores. Supongo que por allí encontré una librería en la que compré este libro. Por cierto, la portada es la misma que las ediciones búlgara y turca.
Harry Potter Kamen modrosti.
Ljubljana, Eslovenia. Mayo 2011.
Lo compré en Ljubljana, en una reunión de trabajo. Tengo recuerdos muy buenos de aquel viaje. No recuerdo demasiado de la reunión, creo que fue bastante correcta, ni estupenda, ni horrible. Pero recuerdo una ciudad maravillosa, un hotel delicioso, un Aperol Spritz en una terraza con mi jefa, hablando de amoríos y de esperanzas (ah, esas ilusiones absurdas y sin sentido), unas clasificaciones para Eurovisión seguidas con entusiasmo por las colegas chipriotas, una copa en otra terraza, tratando de sonsacarle (infructuosamente) información confidencial al participante de la Comisión Europea y una cena muy amena con una pareja de colegas italiano-chipriota.
Fue un buen viaje.
No recuerdo exactamente dónde compré el libro, no recuerdo ni la librería ni el momento. Pero recuerdo el centro de la ciudad peatonal, con tiendas maravillosas en las que nos perdíamos algunas tardes, de vuelta al hotel. En una de ellas compré un bol morado, en otra una taza maravillosa de puntos de colores. Supongo que por allí encontré una librería en la que compré este libro. Por cierto, la portada es la misma que las ediciones búlgara y turca.
Harry Potter Kamen modrosti.
Ljubljana, Eslovenia. Mayo 2011.
miércoles, 6 de noviembre de 2013
De astronautas y chocolates
Os presento a mi nueva mascota, el pequeño astronauta (de momento sin nombre).
Lo compré en un momento de debilidad en mis 3 horas de escala en el aeropuerto de Barcelona, de camino a Marsella. Es lo que tienen las escalas. Es lo que tienen las escalas en aeropuertos que tienen tiendas que te gustan.
Dice mi hermana la gafapasta que lo compré porque “Gravity” me impactó mucho. Yo creo que lo hice porque simplemente es monísimo, ¿no os parece? ¿No os dan ganas de abrazarlo, así como está, con los brazos tan abiertos?
Y se ilumina. Pequeño, pero muy luminoso.
No fue mi única compra en el aeropuerto de Barcelona. También cayó un atril para el libro electrónico, que me va fenomenal cuando leo mientras desayuno.
Y, además, en la nueva tienda del aeropuerto hay ¡¡chocolate con sal!! ¡¡De dos tipos!! Creo que puedo hacer una auténtica cata de chocolates con sal. Ya voy teniendo mis favoritos. Soy una experta del chocolate con sal. Sí, sí.
Lo compré en un momento de debilidad en mis 3 horas de escala en el aeropuerto de Barcelona, de camino a Marsella. Es lo que tienen las escalas. Es lo que tienen las escalas en aeropuertos que tienen tiendas que te gustan.
Dice mi hermana la gafapasta que lo compré porque “Gravity” me impactó mucho. Yo creo que lo hice porque simplemente es monísimo, ¿no os parece? ¿No os dan ganas de abrazarlo, así como está, con los brazos tan abiertos?
Y se ilumina. Pequeño, pero muy luminoso.
No fue mi única compra en el aeropuerto de Barcelona. También cayó un atril para el libro electrónico, que me va fenomenal cuando leo mientras desayuno.
Y, además, en la nueva tienda del aeropuerto hay ¡¡chocolate con sal!! ¡¡De dos tipos!! Creo que puedo hacer una auténtica cata de chocolates con sal. Ya voy teniendo mis favoritos. Soy una experta del chocolate con sal. Sí, sí.
martes, 5 de noviembre de 2013
Marsella
Aunque tengo pendiente de colgar fotos de mi viaje anterior por Bélgica, pero prefiero acabar con mi serie de entradas sobre Marsella.
He dicho muchas veces que Marsella es una ciudad que no me gusta. Ahora diría que es una ciudad que no me gusta demasiado. Pero por fin he descubierto cosas que no conocía de ella. Y que me han gustado. De Marsella me ha gustado:
Las vistas desde Notre Dame de la Garde. Y su interior bizantino. Y las placas de agradecimiento.
Le Phalais du Pharo del que ya hablé aquí y las vistas que tiene del Puerto Viejo y de la Catedral.
El mercado de pescado que se monta por las mañanas en el Puerto Viejo.
El pabellón de espejo en el Puerto Viejo. Y las palabras bajo él escritas al revés que, vistas a través del espejo, te recuerdan que tienes el mar, justo ahí delante.
Las tablas de quesos para postre con tal variedad de quesos que es imposible saberse sus nombres. A no ser que seas francés.
El atardecer desde el Puerto Viejo. O desde le Phalais du Pharo.
Los jabones.
El casco antiguo, con miles de detalles interesantes, tiendas curiosas y rincones inspiradores.
He dicho muchas veces que Marsella es una ciudad que no me gusta. Ahora diría que es una ciudad que no me gusta demasiado. Pero por fin he descubierto cosas que no conocía de ella. Y que me han gustado. De Marsella me ha gustado:
Las vistas desde Notre Dame de la Garde. Y su interior bizantino. Y las placas de agradecimiento.
Le Phalais du Pharo del que ya hablé aquí y las vistas que tiene del Puerto Viejo y de la Catedral.
El mercado de pescado que se monta por las mañanas en el Puerto Viejo.
El pabellón de espejo en el Puerto Viejo. Y las palabras bajo él escritas al revés que, vistas a través del espejo, te recuerdan que tienes el mar, justo ahí delante.
Las tablas de quesos para postre con tal variedad de quesos que es imposible saberse sus nombres. A no ser que seas francés.
El atardecer desde el Puerto Viejo. O desde le Phalais du Pharo.
Los jabones.
El casco antiguo, con miles de detalles interesantes, tiendas curiosas y rincones inspiradores.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)