Ayer, aprovechando lo de la fiesta del cine, fui a ver “Gravity”. Hacía mucho, mucho que no iba al cine. Y ayer conseguimos reunirnos 7 amigos para hacerlo. Genial. Ya podría haber más promociones de este tipo para animarnos a ir, porque no sólo es un gusto no arruinarse por una tarde de cine, sino que me encantó el ambiente y la animación que había en el cine. Hacía mucho, mucho tiempo que no lo veía así.
Imagino que todo el mundo sabe a estas alturas de qué va “Gravity”: es la historia de dos astronautas, Sandra Bullock y George Clooney, que quedan flotando perdidos en el espacio, tras la destrucción de su nave. La historia me pareció lo suficientemente interesante como para decidirme a verla. Como científica, debería ver el tema espacial como una parte más de la investigación científica, de la búsqueda del conocimiento, pero el espacio me impresiona tanto que me parece increíble casi todo lo relacionado con él. Supongo que es un problema de desconocimiento, o de perspectiva, o de ignorancia. Hablar de millones de años luz, de estrellas que vemos pero que ya hace mucho que desaparecieron, de la velocidad de la luz. Todo eso me parece impresionante, casi irreal. Me pasa un poco lo mismo con la física de partículas, con las partes más pequeñas de la materia. Tanto el espacio como las diminutas partículas existen, lo sé; se estudian, lo sé; me lo creo, claro, pero me parecen tan, tan difíciles de comprender que a veces creo que su estudio científico es casi, casi un acto de fe (aunque en realidad es simplemente la superior capacidad de ciertas mentes de comprenderlo y estudiarlo).
Pero vayamos a la película. La verdad es que pensaba que pasaría más miedo o más angustia de la que pasé. Y realmente me resultaron (algo) más angustiosas las escenas en el interior de las naves que las exteriores. Me pasó algo parecido en Namibia: en general, África me da sensación de inmensidad, una especie de vértigo espacial de sentirse muy pequeñito en algo muy grande. Y cuando fui a Etosha, pensé que esa sensación sería aún más devastadora y fue justamente lo contrario: en Etosha no sentí el vacío de inmensidad, esa melancolía perturbadora que he sentido en general en Namibia. Con “Gravity” ha sido similar, no sentí tanta sensación de angustia por la inmensidad en las escenas del espacio, sentí más lo contrario, casi claustrofobia en las escenas interiores.
La película me ha gustado mucho. Le veo algunos peros, pegas (científicas y cinematográficas), pero me resultó muy adecuada. Visualmente es muy atractiva (esos planos de la Tierra, el punto de vista personal, la inmensidad del espacio, algunas metáforas visuales). Y el guión es intrigante sin ser agobiante. A los 40 minutos de película estaba intrigada por saber qué pasaría después, qué diablos podría ocurrir en la casi hora que quedaba de película. Pensé que podría hacerse más pesada, más aburrida y a la par más angustiosa. Y no. Fue amena y me hizo sufrir poco.
Debo admitir que, en parte, me esperaba otra cosa. Tengo la mala costumbre de pensar qué haría yo con una historia a partir de lo poco que sé antes de verla. Eso me lleva a numerosas decepciones y numerosas sorpresas. En este caso, me había imaginado una historia bien diferente, tirando más a la ciencia-ficción, pero esto era casi un deseo o esperanza, porque sabía que dirigía Cuarón y no lo veía haciendo alguna historia con extraterrestres por el medio.
No me gusta mucho la Bullock, lo admito, pero aquí está más que aceptable y hubo momentos en los que hasta me olvidé de que era Sandra Bullock y me la creí como doctora perdida en el espacio. George Clooney mola. Siempre.
Una peli recomendable, pero tampoco le daría los millones de Óscars a los que (supongo) estará nominada. Y ya que estoy, aprovecho para recomendar otras películas de Cuarón, como “Hijos de los hombres” de la que ya hablé aquí (también del libro en el que se basa) y “La princesita”, que es una película absolutamente deliciosa.
miércoles, 23 de octubre de 2013
lunes, 21 de octubre de 2013
Etosha. Making of.
Pero hay mucha historia más allá de las fotos. El making of. El cómo se hizo.
Todo empezó una mañana de viernes, a las seis de la mañana, con un coche cargado hasta los topes.
Saliendo de la ciudad al alba y recorriendo bastantes quilómetros, los primeros, entre una densa niebla.
Y después, el cielo se fue despejando, la temperatura subiendo y recorrimos quilómetros y quilómetros de paisaje con pocas variaciones: desierto, sabana. Y poco más. Ah, hacía mucho calor.
Algún pueblo por el camino. Incluso paramos a hacer las últimas compras en un súper junto a una iglesia que parece totalmente fuera de lugar, allí, en mitad de África.
Llegamos a primera hora de la tarde a Etosha, entrando por su entrada nororiental, con intención de dormir en Namutoni, uno de los tres campings en los que se puede pernoctar. Qué calor. Pero estaba lleno, así que atravesamos medio parque hasta llegar al segundo camping, Halali. Allí montamos el campamento base por una noche, rodeados de turistas mucho, mucho más equipados que nosotros, hicimos una hoguera y cenamos.
Ah, y cargamos los móviles. Que sí, que estábamos en mitad de África, pero también en pleno siglo XXI.
Después nos acercamos a la poza de agua, rodeados del sonido de las hienas. En ella nos encontramos con algunas hienas y cuatro rinocerontes. No sabemos muy bien qué pasó, pero intuimos que había una movida sentimental entre dos machos y una hembra. Un pequeño estaba por allí en medio, molestando más que nada. Las fotos nocturnas son malas, malísimas.
Tras un merecido descanso, nos levantamos al alba, para ir de nuevo a la poza y encontrarnos con esto:
Es decir, la nada, la nada más absoluta (bueno, un algunos otros pringados madrugadores como nosotros, claro). Pasó un rato hasta que llegaron algunas aves (las primeras, las gallinas de Guinea, simpatiquísimas).
Seguimos nuestro camino. Quilómetros y quilómetros de sabana, de pistas de tierra blanca, de polvillo que se te mete en la nariz, en las orejas, por todo. Quilómetros y quilómetros sin ver ni un solo animal. Eso también es Etosha.
A media mañana, casi deshidratados del calor, parada estratégica en el tercer camping, Okaukuejo. No había sitio para acampar. Tras lloriquear un rato, conseguimos un sitio. Y al final, lo compartimos con una pareja que tampoco tenía sitio. Comimos felizmente a la sombra, a los pies de su estanque, viendo un documental de La 2 en vivo y en directo. O qué monas las gacelas saltarinas. O qué monos los oryx. O qué monos los kudus. O qué monas las cebras. O qué simpático ese chacal dando por saco a todo el mundo. O qué monas las jirafas que llegan a lo lejos. O qué monos los elefantes que vienen por ahí. Al final, la naturaleza te supera y ves casi con normalidad tener un elefante a pocos metros dándose un baño con su trompa autónoma. Y de normal no tiene mucho. Al menos no en mi vida.
Hacía calor, mucho (¿lo había dicho ya?), así que un ratito en la piscina nos ayudó a refrescarnos y coger fuerzas para un paseo durante la tarde. Más quilómetros y quilómetros de polvo. Sabanas inmensas. Depresiones salinas. Y animales, sí, más animales.
Ni un león. Ni un guepardo. Ni un leopardo.
Pájaros y pájaros cuyos nombres ya no recuerdo.
De vuelta al camping, montaje de la tienda (de esas que se montan en tres segundos y se desmontan en tres horas), cena de lujo y un rato más junto a la charca.
Un rinoceronte. Jirafas. Un elefante. Oh. Un elefante solitario. Mala señal. Si van sólo es que son violentos y los han echado de la manada. O están locos. Y ahí está, el elefante, dando por saco al pobre rinoceronte, molestándolo. Y ese momento, con el elefante mirándonos, incapacitada total para tirar una foto que hubiera sido preciosa, con el elefante de cara. Terror absoluto. ¿Nos ve? ¿Nos va a atacar? ¿Es suficiente esta barrera protectora? ¡Si apenas tiene un metro de altura! Posición de “yo salgo corriendo si hace falta”. Al final, el elefante se pierde en la lejanía y nos vamos a dormir a nuestra tienda.
A la mañana siguiente, de nuevo madrugón al alba y de nuevo hacia la poza. Y nos encontramos esto.
La nada, la nada más absoluta. Y encima, la foto queda borrosa.
Un corto paseo matinal y dejamos Etosha atrás, de vuelta hacia la civilización, seiscientos y pico quilómetros de carretera, esquivando jabalíes verrugosos.
Y de vuelta a la ciudad, con la cámara llena de fotos y la retina saturada de imágenes increíbles.
Inolvidable.
domingo, 20 de octubre de 2013
Harry Potter inglés
La mayoría de libros de mi colección friki de Harry Potter los he comprado en alguno de mis viajes. Sin embargo, de vez en cuando a mi hermana la gafapasta se le ocurre regalarme uno. La versión en inglés es uno de ellos. Me lo regaló en las Navidades de 2010-2011 y lo compró aquí en nuestra ciudad. Curiosamente, años después me regalaría un libro electrónico con un vale que me permitía descargar gratuitamente este libro, así que es el único HP que tengo en formato papel y electrónico. Y también es uno de los pocos de mi colección que realmente podría leer. Je, je.
(Y sí, la segunda foto está borrosa, pero me da pereza repetirla).
Harry Potter and the Philosopher’s Stone.
Palma. Diciembre 2010-Enero 2011.
sábado, 19 de octubre de 2013
Cactus
Ayer tiré el cactus de mi foto de perfil, mi súper-cactus-nave-nodriza. Éste.
Era un cactus fabuloso, que adoraba. No recuerdo cuándo lo compré, pero hace mucho, mucho. Era un cactus de esos pequeñajos que se venden en todas partes. Hace años le hice una foto que presenté a un concurso de fotografía. Esta foto.
La llamé “Generaciones”. Entonces ya tenía varios años, era un cactus mediano y ya tenía pequeños cactus a su alrededor. La foto es de enero de 2007, hace seis años y medio. Así que calculo que el cactus tenía ahora unos 10 años.
Cuando me mudé de casa, el cactus fue casi lo primero que se vino conmigo. Miento: el cactus se mudó a mi casa antes incluso que yo, como demuestran estas fotos que me envió mi hermana estando yo en Creta, en verano de 2008. Por lo que veo, entonces ya había separado algunos de los pequeños cactus. Si mal no recuerdo, esa nueva maceta se la regalé, un tiempo después, a una amiga.
Las primeras fotos que tengo del cactus florido son de mayo de 2009, pero no sé si tuvo flores antes. No creo, porque un evento así seguro que lo hubiera fotografiado. Porque aquello fue todo un acontecimiento. ¡Una flor! ¡Tenía un cactus florido! Fue una grata e increíble sorpresa. Primero salió una, pero luego vinieron más, muchas más. En las fotos no lo veo claro, pero juraría que entonces el cactus ya estaba en el que ha sido en los últimos años su lugar en mi balcón: al fondo, en la esquina, junto al Aloe vera.
Con los años, el cactus creció más y más, y siguió echando flores, como se ve en estas fotos de 2010, 2011 y 2012.
Se hizo grande, muy grande. Así que hace un año, le volví a quitar algunos pequeños cactus, que sembré y repartí entre mi hermana y alguna amiga (como ya conté aquí y aquí).
Le he hecho muchas fotos al cactus y a sus flores. Sus flores. A veces una, a veces dos, a veces tres. Hasta seis simultáneas ha llegado a tener. La peculiaridad de sus flores era su futilidad: sus tallos tardaban días, tal vez un par de semanas en crecer, pero sus flores permanecían abiertas sólo unas horas. A veces, me iba por la mañana a trabajar estando el capullo cerrado y, al volver por la noche, ya se había mustiado. A menudo, florecían por la noche. Con nocturnidad y alevosía. De hecho, mis favoritas son dos series que hice dos noches noche, en mayo de 2012 y de 2013, jugando con la réflex y utilizando por trípode una silla de la cocina.
Revisando unas fotos de mayo, ahora me doy cuenta de que el cactus ya había perdido algo de su color, volviéndose más amarillento. Pero seguía floreciendo como siempre.
Fue en verano cuando empecé a notar que su superficie perdía su color habitual y se volvía marrón. Y uno de los cactus estaba seco y arrugado. No le di demasiada importancia, pero enseguida noté que el tono marrón se extendía por toda la planta. Incluso algunos capullos que le salieron no llegaron a desarrollarse.
En septiembre estuve todo el mes fuera y, en uno de los viajes, mi padre (que es el que pasa por casa a cuidar de mis plantas cuando no estoy) me dijo lo que ya hacía tiempo sabía “Tu cactus está enfermo. Creo que deberías tirarlo”.
De vuelta de Namibia, comprobé que ya estaba casi prácticamente marrón. Aunque conservaba la ligera esperanza de rescatar alguno de los cactus pequeños y trasplantarlo. Pero dejé pasar demasiado tiempo y ayer, cuando me puse a arrancar cactus me di cuenta de que ya no había nada de hacer: todo el cactus estaba seco y vacío en su interior, era pura fibra, una enorme masa de fibra y vació, terriblemente punzante.
Y decidí que había llegado el momento de tirarlo. Con un guante de jardín improvisado (formado por un guante de horno, un trapo y una bolsa de plástico) y un cuchillo, corté el cactus en trozos y lo metí en dos bolsas grandes. Dos bolsas grandes.
No sé de qué ha muerto. Tal vez era ya demasiado grande para su maceta, la tierra no era capaz de alimentarlo como tocaba y no le llegaba agua y alimento suficiente. Tal vez simplemente había ya cumplido su función, era demasiado viejo y le había llegado su hora. No sé, no sé nada de cactus. Sólo sé que su aspecto era tristemente penoso.
Ha sido un gran compañero. Y es difícil describir lo que sentía cada vez que me regalaba una flor: ilusión, alegría, vitalidad, vida. Ver un cactus florecer en tu balcón no sé si es algo habitual. Para mí era una sensación muy especial.
Admito que el ojito derecho de mis plantas es mi bosque de ginkgos, pero este cactus, sin duda, ocupaba un lugar privilegiado entre mis plantas favoritas de casa.
Lo bueno es que voy a conseguir uno de sus hijitos que mi hermana aún tiene. Le di unos cuantos así que recuperaré uno. Pasará mucho antes de que vuelva a tener un cactus florido en mi balcón. Pero si una vez lo tuve, sé que lo puedo volver a tener.
Era un cactus fabuloso, que adoraba. No recuerdo cuándo lo compré, pero hace mucho, mucho. Era un cactus de esos pequeñajos que se venden en todas partes. Hace años le hice una foto que presenté a un concurso de fotografía. Esta foto.
La llamé “Generaciones”. Entonces ya tenía varios años, era un cactus mediano y ya tenía pequeños cactus a su alrededor. La foto es de enero de 2007, hace seis años y medio. Así que calculo que el cactus tenía ahora unos 10 años.
Cuando me mudé de casa, el cactus fue casi lo primero que se vino conmigo. Miento: el cactus se mudó a mi casa antes incluso que yo, como demuestran estas fotos que me envió mi hermana estando yo en Creta, en verano de 2008. Por lo que veo, entonces ya había separado algunos de los pequeños cactus. Si mal no recuerdo, esa nueva maceta se la regalé, un tiempo después, a una amiga.
Las primeras fotos que tengo del cactus florido son de mayo de 2009, pero no sé si tuvo flores antes. No creo, porque un evento así seguro que lo hubiera fotografiado. Porque aquello fue todo un acontecimiento. ¡Una flor! ¡Tenía un cactus florido! Fue una grata e increíble sorpresa. Primero salió una, pero luego vinieron más, muchas más. En las fotos no lo veo claro, pero juraría que entonces el cactus ya estaba en el que ha sido en los últimos años su lugar en mi balcón: al fondo, en la esquina, junto al Aloe vera.
Con los años, el cactus creció más y más, y siguió echando flores, como se ve en estas fotos de 2010, 2011 y 2012.
Se hizo grande, muy grande. Así que hace un año, le volví a quitar algunos pequeños cactus, que sembré y repartí entre mi hermana y alguna amiga (como ya conté aquí y aquí).
Le he hecho muchas fotos al cactus y a sus flores. Sus flores. A veces una, a veces dos, a veces tres. Hasta seis simultáneas ha llegado a tener. La peculiaridad de sus flores era su futilidad: sus tallos tardaban días, tal vez un par de semanas en crecer, pero sus flores permanecían abiertas sólo unas horas. A veces, me iba por la mañana a trabajar estando el capullo cerrado y, al volver por la noche, ya se había mustiado. A menudo, florecían por la noche. Con nocturnidad y alevosía. De hecho, mis favoritas son dos series que hice dos noches noche, en mayo de 2012 y de 2013, jugando con la réflex y utilizando por trípode una silla de la cocina.
Revisando unas fotos de mayo, ahora me doy cuenta de que el cactus ya había perdido algo de su color, volviéndose más amarillento. Pero seguía floreciendo como siempre.
Fue en verano cuando empecé a notar que su superficie perdía su color habitual y se volvía marrón. Y uno de los cactus estaba seco y arrugado. No le di demasiada importancia, pero enseguida noté que el tono marrón se extendía por toda la planta. Incluso algunos capullos que le salieron no llegaron a desarrollarse.
En septiembre estuve todo el mes fuera y, en uno de los viajes, mi padre (que es el que pasa por casa a cuidar de mis plantas cuando no estoy) me dijo lo que ya hacía tiempo sabía “Tu cactus está enfermo. Creo que deberías tirarlo”.
De vuelta de Namibia, comprobé que ya estaba casi prácticamente marrón. Aunque conservaba la ligera esperanza de rescatar alguno de los cactus pequeños y trasplantarlo. Pero dejé pasar demasiado tiempo y ayer, cuando me puse a arrancar cactus me di cuenta de que ya no había nada de hacer: todo el cactus estaba seco y vacío en su interior, era pura fibra, una enorme masa de fibra y vació, terriblemente punzante.
Y decidí que había llegado el momento de tirarlo. Con un guante de jardín improvisado (formado por un guante de horno, un trapo y una bolsa de plástico) y un cuchillo, corté el cactus en trozos y lo metí en dos bolsas grandes. Dos bolsas grandes.
No sé de qué ha muerto. Tal vez era ya demasiado grande para su maceta, la tierra no era capaz de alimentarlo como tocaba y no le llegaba agua y alimento suficiente. Tal vez simplemente había ya cumplido su función, era demasiado viejo y le había llegado su hora. No sé, no sé nada de cactus. Sólo sé que su aspecto era tristemente penoso.
Ha sido un gran compañero. Y es difícil describir lo que sentía cada vez que me regalaba una flor: ilusión, alegría, vitalidad, vida. Ver un cactus florecer en tu balcón no sé si es algo habitual. Para mí era una sensación muy especial.
Admito que el ojito derecho de mis plantas es mi bosque de ginkgos, pero este cactus, sin duda, ocupaba un lugar privilegiado entre mis plantas favoritas de casa.
Lo bueno es que voy a conseguir uno de sus hijitos que mi hermana aún tiene. Le di unos cuantos así que recuperaré uno. Pasará mucho antes de que vuelva a tener un cactus florido en mi balcón. Pero si una vez lo tuve, sé que lo puedo volver a tener.
lunes, 14 de octubre de 2013
Locura temporal transitoria
Esta tarde, en un arranque de locura temporal transitoria, le he hecho caso a mi madre y he pasado por la mercería de mi barrio en la que me surto habitualmente de lanas. “Tienes que ir.”, me dijo ayer al poco de aterrizar en la isla, “Tienen muchísimas cosas nuevas y preciosas”.
Y he ido.
Y tenían muchísimas cosas nuevas. Y preciosas.
Y se me ha ido totalmente la cabeza.
Porque tengo aún varios proyectos en marcha inacabados y, hasta que no estén listos, no quiero empezar ninguno más. Pero había unas lanas taaaan bonitas y había visto ya un par de patrones tan (aparentemente) sencillos, que me he lanzado.
Así que además de los proyectos que tengo en marcha (dos) y los que tenía ya en mente (otros dos), tengo otros dos nuevos proyectos a la cola.
Lo dicho, locura temporal transitoria.
Menos mal que es eso, transitoria.
En la foto, mis nuevas lanas.
Si es que son taaaan bonitas.
Y he ido.
Y tenían muchísimas cosas nuevas. Y preciosas.
Y se me ha ido totalmente la cabeza.
Porque tengo aún varios proyectos en marcha inacabados y, hasta que no estén listos, no quiero empezar ninguno más. Pero había unas lanas taaaan bonitas y había visto ya un par de patrones tan (aparentemente) sencillos, que me he lanzado.
Así que además de los proyectos que tengo en marcha (dos) y los que tenía ya en mente (otros dos), tengo otros dos nuevos proyectos a la cola.
Lo dicho, locura temporal transitoria.
Menos mal que es eso, transitoria.
En la foto, mis nuevas lanas.
Si es que son taaaan bonitas.
domingo, 13 de octubre de 2013
"Before I die" de Jenny Downham
Después de unos días de turismo por tierras belgas aprovechando un viaje laboral a Bruselas, vuelvo a casa y al blog. Y empiezo con un libro que compré en Dublín, por un precio ridículamente barato. Pensé que sería un libro fácil de leer, pues es un libro “para adolescentes” y la verdad es que lo leí en dos días, lo que duró el viaje de Namibia a casa.
Tessa es una adolescente de 16 años diagnosticada de leucemia desde hace cuatro. Cuando descubre que su cáncer es terminal, decide hacer una lista de cosas que hacer antes de morir, contando con ayuda de su amiga Zoey. Según intenta avanzar con su lista, Tessa se da cuenta de que las cosas que creemos que son imprescindibles en nuestra vida no nos dan la satisfacción que creíamos.
Me ha gustado mucho. Obviamente es un libro duro y con un trasfondo muy triste, pero también es un canto a la vida y al amor hacia las pequeñas cosas, hacia la búsqueda de una felicidad que a veces creemos que está en una parte (el éxito, la fama) y obviamos que está en cosas mucho más simples, sencillas y cercanas (la familia, una taza de té). Lloré un poco (mucho) leyéndolo. Venga llorar en el aeropuerto de Frankfurt. Pero me gustó, sí.
Me he enterado que hay una película basada en él (“Now is good”). Debería verla, pero sólo de pensarlo, ya me dan ganas de llorar. Pero la acabaré viendo.
Tessa es una adolescente de 16 años diagnosticada de leucemia desde hace cuatro. Cuando descubre que su cáncer es terminal, decide hacer una lista de cosas que hacer antes de morir, contando con ayuda de su amiga Zoey. Según intenta avanzar con su lista, Tessa se da cuenta de que las cosas que creemos que son imprescindibles en nuestra vida no nos dan la satisfacción que creíamos.
Me ha gustado mucho. Obviamente es un libro duro y con un trasfondo muy triste, pero también es un canto a la vida y al amor hacia las pequeñas cosas, hacia la búsqueda de una felicidad que a veces creemos que está en una parte (el éxito, la fama) y obviamos que está en cosas mucho más simples, sencillas y cercanas (la familia, una taza de té). Lloré un poco (mucho) leyéndolo. Venga llorar en el aeropuerto de Frankfurt. Pero me gustó, sí.
Me he enterado que hay una película basada en él (“Now is good”). Debería verla, pero sólo de pensarlo, ya me dan ganas de llorar. Pero la acabaré viendo.
miércoles, 9 de octubre de 2013
Ya no soy silla
En otoño de 2010, recibí una llamada de un jefe mío estando de road movie (laboral) por tierras catalanas en la que me comunicaba que un súper jefe me proponía para presidir una de las reuniones en las que habitualmente participaba. Poco después recibía la llamada de ese súper jefe proponiéndomelo directamente. Recuerdo que en aquel momento sentí entre emoción y terror. Emoción porque alguien desde la mismísima Comisión Europea pensara en mí para algo así. Terror porque suponía un aumento en mis obligaciones habituales sin ninguna compensación a cambio. También tuve la sensación de “me lo veía venir” porque realmente meses antes ya había recibido insinuaciones de ese tipo.
Varias semanas después, me reuní en Malta con el súper jefe europeo y la persona a la que tenía sustituir, para confirmarles que aceptaba el cargo y acabar de cerrar el tema. Hasta entonces, el presidente de esa reunión había sido un hombre, así que era el “chairman”. A mí, cuando me ofrecieron el cargo, no me ofrecieron ser “chairwoman” ni “chairperson”. Me ofrecieron ser “chair”. Así que, en aquel momento, y durante tres años, me convertí en silla.
Ser silla ha sido entretenido, interesante, agobiante y, a veces, un poco frustrante. Ha tenido cosas buenas y cosas malas. En mis tres años de silla he estado presidiendo la reunión en Viena, en Roma y en Belfast. Cada uno de estos años ha tenido ciertas particularidades. El primer año, en Viena, a pesar del agobio y los nervios del estreno, fue el mejor: los participantes fuimos los habituales en estas reuniones y todo marchó estupendamente, casi solo. Viena me encantó. El segundo año, en Roma, fue muy duro: venía de una terrible faringitis que ya duraba demasiado, no me encontraba físicamente bien ni tampoco mentalmente ni mucho menos sentimentalmente. Hubo un momento en que pareció que nuestro grupo desaparecería aunque finalmente medio aclaramos el papel que debíamos jugar y la relación con el otro grupo, que se reunía en paralelo con el nuestro. No recuerdo demasiado de esos días, sólo recuerdo que tenía mocos hasta en el cerebro, que hizo mucho frío y que nevó. Roma con nieve es increíble. Increíblemente bella. Increíblemente fría. Increíblemente triste. A la vuelta, estuve una semana de baja con un virus de estómago que me destrozó. El tercer y último año, éste, en Belfast fue algo intermedio: de nuevo estaba enferma (siempre estoy enferma en esa época del año), pero no tanto; el número de países participantes en la reunión disminuyó escandalosamente y la mayoría de participantes eran nuevos. Aún así salió todo adelante y la reunión fue sólo unos días de trabajo en mitad de varios días de vacaciones visitando Dublín y la costa de Irlanda del Norte.
Además de en esas tres ciudades, he tenido que viajar tres veces a Bruselas, para explicar lo que hacíamos en esta reunión. La primera vez, odié Bruselas (un poco). La segunda, me reconcilié con la ciudad. Y ahora mismo estoy aquí por tercera vez. Así, esta semana, hasta hoy mismo, he cumplido mi última función como silla, aquí en Bruselas. Siento cosas muy contradictorias sobre dejar de ser silla. Por un lado, me encanta liberarme de la responsabilidad y trabajo extra que representa. Por otro lado, los cambios que se presentan dentro de este grupo son grandes y nada volverá a ser como fue. Nada. Las cosas cambian, avanzan. Es lo normal y es absurdo añorar las cosas que han pasado, porque otras nuevas pasarán. Pero es cierto que tengo (casi) una sensación de vacío con este tema. No es por falta de trabajo, claro que no. Pero no sólo dejo de ser silla, sino que el grupo cambia, se reduce en tiempo y se elimina el trabajo en paralelo que se hacía con el otro grupo. Y tengo una sensación de final de ciclo, de separación, de borrón y cuenta nueva muy extraña y ligeramente incómoda. Que es bueno, lo sé, los cambios son nuevos, las novedades, pero se me hace extraño. Muy extraño.
Y para quitarme esta situación extraña, voy a seguir unos días por aquí, haciendo de turista. Me encantan los viajes de trabajo que se transforman en vacaciones. Me encantan los amigos que se apuntan a mis viajes de trabajo para transformarlos en vacaciones.
En la foto, los pases que me han autorizado a moverse durante dos días por la Comisión Europea.
Varias semanas después, me reuní en Malta con el súper jefe europeo y la persona a la que tenía sustituir, para confirmarles que aceptaba el cargo y acabar de cerrar el tema. Hasta entonces, el presidente de esa reunión había sido un hombre, así que era el “chairman”. A mí, cuando me ofrecieron el cargo, no me ofrecieron ser “chairwoman” ni “chairperson”. Me ofrecieron ser “chair”. Así que, en aquel momento, y durante tres años, me convertí en silla.
Ser silla ha sido entretenido, interesante, agobiante y, a veces, un poco frustrante. Ha tenido cosas buenas y cosas malas. En mis tres años de silla he estado presidiendo la reunión en Viena, en Roma y en Belfast. Cada uno de estos años ha tenido ciertas particularidades. El primer año, en Viena, a pesar del agobio y los nervios del estreno, fue el mejor: los participantes fuimos los habituales en estas reuniones y todo marchó estupendamente, casi solo. Viena me encantó. El segundo año, en Roma, fue muy duro: venía de una terrible faringitis que ya duraba demasiado, no me encontraba físicamente bien ni tampoco mentalmente ni mucho menos sentimentalmente. Hubo un momento en que pareció que nuestro grupo desaparecería aunque finalmente medio aclaramos el papel que debíamos jugar y la relación con el otro grupo, que se reunía en paralelo con el nuestro. No recuerdo demasiado de esos días, sólo recuerdo que tenía mocos hasta en el cerebro, que hizo mucho frío y que nevó. Roma con nieve es increíble. Increíblemente bella. Increíblemente fría. Increíblemente triste. A la vuelta, estuve una semana de baja con un virus de estómago que me destrozó. El tercer y último año, éste, en Belfast fue algo intermedio: de nuevo estaba enferma (siempre estoy enferma en esa época del año), pero no tanto; el número de países participantes en la reunión disminuyó escandalosamente y la mayoría de participantes eran nuevos. Aún así salió todo adelante y la reunión fue sólo unos días de trabajo en mitad de varios días de vacaciones visitando Dublín y la costa de Irlanda del Norte.
Además de en esas tres ciudades, he tenido que viajar tres veces a Bruselas, para explicar lo que hacíamos en esta reunión. La primera vez, odié Bruselas (un poco). La segunda, me reconcilié con la ciudad. Y ahora mismo estoy aquí por tercera vez. Así, esta semana, hasta hoy mismo, he cumplido mi última función como silla, aquí en Bruselas. Siento cosas muy contradictorias sobre dejar de ser silla. Por un lado, me encanta liberarme de la responsabilidad y trabajo extra que representa. Por otro lado, los cambios que se presentan dentro de este grupo son grandes y nada volverá a ser como fue. Nada. Las cosas cambian, avanzan. Es lo normal y es absurdo añorar las cosas que han pasado, porque otras nuevas pasarán. Pero es cierto que tengo (casi) una sensación de vacío con este tema. No es por falta de trabajo, claro que no. Pero no sólo dejo de ser silla, sino que el grupo cambia, se reduce en tiempo y se elimina el trabajo en paralelo que se hacía con el otro grupo. Y tengo una sensación de final de ciclo, de separación, de borrón y cuenta nueva muy extraña y ligeramente incómoda. Que es bueno, lo sé, los cambios son nuevos, las novedades, pero se me hace extraño. Muy extraño.
Y para quitarme esta situación extraña, voy a seguir unos días por aquí, haciendo de turista. Me encantan los viajes de trabajo que se transforman en vacaciones. Me encantan los amigos que se apuntan a mis viajes de trabajo para transformarlos en vacaciones.
En la foto, los pases que me han autorizado a moverse durante dos días por la Comisión Europea.
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