Después de unos días de turismo por tierras belgas aprovechando un viaje laboral a Bruselas, vuelvo a casa y al blog. Y empiezo con un libro que compré en Dublín, por un precio ridículamente barato. Pensé que sería un libro fácil de leer, pues es un libro “para adolescentes” y la verdad es que lo leí en dos días, lo que duró el viaje de Namibia a casa.
Tessa es una adolescente de 16 años diagnosticada de leucemia desde hace cuatro. Cuando descubre que su cáncer es terminal, decide hacer una lista de cosas que hacer antes de morir, contando con ayuda de su amiga Zoey. Según intenta avanzar con su lista, Tessa se da cuenta de que las cosas que creemos que son imprescindibles en nuestra vida no nos dan la satisfacción que creíamos.
Me ha gustado mucho. Obviamente es un libro duro y con un trasfondo muy triste, pero también es un canto a la vida y al amor hacia las pequeñas cosas, hacia la búsqueda de una felicidad que a veces creemos que está en una parte (el éxito, la fama) y obviamos que está en cosas mucho más simples, sencillas y cercanas (la familia, una taza de té). Lloré un poco (mucho) leyéndolo. Venga llorar en el aeropuerto de Frankfurt. Pero me gustó, sí.
Me he enterado que hay una película basada en él (“Now is good”). Debería verla, pero sólo de pensarlo, ya me dan ganas de llorar. Pero la acabaré viendo.
domingo, 13 de octubre de 2013
miércoles, 9 de octubre de 2013
Ya no soy silla
En otoño de 2010, recibí una llamada de un jefe mío estando de road movie (laboral) por tierras catalanas en la que me comunicaba que un súper jefe me proponía para presidir una de las reuniones en las que habitualmente participaba. Poco después recibía la llamada de ese súper jefe proponiéndomelo directamente. Recuerdo que en aquel momento sentí entre emoción y terror. Emoción porque alguien desde la mismísima Comisión Europea pensara en mí para algo así. Terror porque suponía un aumento en mis obligaciones habituales sin ninguna compensación a cambio. También tuve la sensación de “me lo veía venir” porque realmente meses antes ya había recibido insinuaciones de ese tipo.
Varias semanas después, me reuní en Malta con el súper jefe europeo y la persona a la que tenía sustituir, para confirmarles que aceptaba el cargo y acabar de cerrar el tema. Hasta entonces, el presidente de esa reunión había sido un hombre, así que era el “chairman”. A mí, cuando me ofrecieron el cargo, no me ofrecieron ser “chairwoman” ni “chairperson”. Me ofrecieron ser “chair”. Así que, en aquel momento, y durante tres años, me convertí en silla.
Ser silla ha sido entretenido, interesante, agobiante y, a veces, un poco frustrante. Ha tenido cosas buenas y cosas malas. En mis tres años de silla he estado presidiendo la reunión en Viena, en Roma y en Belfast. Cada uno de estos años ha tenido ciertas particularidades. El primer año, en Viena, a pesar del agobio y los nervios del estreno, fue el mejor: los participantes fuimos los habituales en estas reuniones y todo marchó estupendamente, casi solo. Viena me encantó. El segundo año, en Roma, fue muy duro: venía de una terrible faringitis que ya duraba demasiado, no me encontraba físicamente bien ni tampoco mentalmente ni mucho menos sentimentalmente. Hubo un momento en que pareció que nuestro grupo desaparecería aunque finalmente medio aclaramos el papel que debíamos jugar y la relación con el otro grupo, que se reunía en paralelo con el nuestro. No recuerdo demasiado de esos días, sólo recuerdo que tenía mocos hasta en el cerebro, que hizo mucho frío y que nevó. Roma con nieve es increíble. Increíblemente bella. Increíblemente fría. Increíblemente triste. A la vuelta, estuve una semana de baja con un virus de estómago que me destrozó. El tercer y último año, éste, en Belfast fue algo intermedio: de nuevo estaba enferma (siempre estoy enferma en esa época del año), pero no tanto; el número de países participantes en la reunión disminuyó escandalosamente y la mayoría de participantes eran nuevos. Aún así salió todo adelante y la reunión fue sólo unos días de trabajo en mitad de varios días de vacaciones visitando Dublín y la costa de Irlanda del Norte.
Además de en esas tres ciudades, he tenido que viajar tres veces a Bruselas, para explicar lo que hacíamos en esta reunión. La primera vez, odié Bruselas (un poco). La segunda, me reconcilié con la ciudad. Y ahora mismo estoy aquí por tercera vez. Así, esta semana, hasta hoy mismo, he cumplido mi última función como silla, aquí en Bruselas. Siento cosas muy contradictorias sobre dejar de ser silla. Por un lado, me encanta liberarme de la responsabilidad y trabajo extra que representa. Por otro lado, los cambios que se presentan dentro de este grupo son grandes y nada volverá a ser como fue. Nada. Las cosas cambian, avanzan. Es lo normal y es absurdo añorar las cosas que han pasado, porque otras nuevas pasarán. Pero es cierto que tengo (casi) una sensación de vacío con este tema. No es por falta de trabajo, claro que no. Pero no sólo dejo de ser silla, sino que el grupo cambia, se reduce en tiempo y se elimina el trabajo en paralelo que se hacía con el otro grupo. Y tengo una sensación de final de ciclo, de separación, de borrón y cuenta nueva muy extraña y ligeramente incómoda. Que es bueno, lo sé, los cambios son nuevos, las novedades, pero se me hace extraño. Muy extraño.
Y para quitarme esta situación extraña, voy a seguir unos días por aquí, haciendo de turista. Me encantan los viajes de trabajo que se transforman en vacaciones. Me encantan los amigos que se apuntan a mis viajes de trabajo para transformarlos en vacaciones.
En la foto, los pases que me han autorizado a moverse durante dos días por la Comisión Europea.
Varias semanas después, me reuní en Malta con el súper jefe europeo y la persona a la que tenía sustituir, para confirmarles que aceptaba el cargo y acabar de cerrar el tema. Hasta entonces, el presidente de esa reunión había sido un hombre, así que era el “chairman”. A mí, cuando me ofrecieron el cargo, no me ofrecieron ser “chairwoman” ni “chairperson”. Me ofrecieron ser “chair”. Así que, en aquel momento, y durante tres años, me convertí en silla.
Ser silla ha sido entretenido, interesante, agobiante y, a veces, un poco frustrante. Ha tenido cosas buenas y cosas malas. En mis tres años de silla he estado presidiendo la reunión en Viena, en Roma y en Belfast. Cada uno de estos años ha tenido ciertas particularidades. El primer año, en Viena, a pesar del agobio y los nervios del estreno, fue el mejor: los participantes fuimos los habituales en estas reuniones y todo marchó estupendamente, casi solo. Viena me encantó. El segundo año, en Roma, fue muy duro: venía de una terrible faringitis que ya duraba demasiado, no me encontraba físicamente bien ni tampoco mentalmente ni mucho menos sentimentalmente. Hubo un momento en que pareció que nuestro grupo desaparecería aunque finalmente medio aclaramos el papel que debíamos jugar y la relación con el otro grupo, que se reunía en paralelo con el nuestro. No recuerdo demasiado de esos días, sólo recuerdo que tenía mocos hasta en el cerebro, que hizo mucho frío y que nevó. Roma con nieve es increíble. Increíblemente bella. Increíblemente fría. Increíblemente triste. A la vuelta, estuve una semana de baja con un virus de estómago que me destrozó. El tercer y último año, éste, en Belfast fue algo intermedio: de nuevo estaba enferma (siempre estoy enferma en esa época del año), pero no tanto; el número de países participantes en la reunión disminuyó escandalosamente y la mayoría de participantes eran nuevos. Aún así salió todo adelante y la reunión fue sólo unos días de trabajo en mitad de varios días de vacaciones visitando Dublín y la costa de Irlanda del Norte.
Además de en esas tres ciudades, he tenido que viajar tres veces a Bruselas, para explicar lo que hacíamos en esta reunión. La primera vez, odié Bruselas (un poco). La segunda, me reconcilié con la ciudad. Y ahora mismo estoy aquí por tercera vez. Así, esta semana, hasta hoy mismo, he cumplido mi última función como silla, aquí en Bruselas. Siento cosas muy contradictorias sobre dejar de ser silla. Por un lado, me encanta liberarme de la responsabilidad y trabajo extra que representa. Por otro lado, los cambios que se presentan dentro de este grupo son grandes y nada volverá a ser como fue. Nada. Las cosas cambian, avanzan. Es lo normal y es absurdo añorar las cosas que han pasado, porque otras nuevas pasarán. Pero es cierto que tengo (casi) una sensación de vacío con este tema. No es por falta de trabajo, claro que no. Pero no sólo dejo de ser silla, sino que el grupo cambia, se reduce en tiempo y se elimina el trabajo en paralelo que se hacía con el otro grupo. Y tengo una sensación de final de ciclo, de separación, de borrón y cuenta nueva muy extraña y ligeramente incómoda. Que es bueno, lo sé, los cambios son nuevos, las novedades, pero se me hace extraño. Muy extraño.
Y para quitarme esta situación extraña, voy a seguir unos días por aquí, haciendo de turista. Me encantan los viajes de trabajo que se transforman en vacaciones. Me encantan los amigos que se apuntan a mis viajes de trabajo para transformarlos en vacaciones.
En la foto, los pases que me han autorizado a moverse durante dos días por la Comisión Europea.
martes, 8 de octubre de 2013
“Cosas que le pasan... a una madre sin superpoderes” de Molinos
No recuerdo exactamente cómo y cuándo descubrí el blog de Molinos, Cosas que (me) pasan. Creo que fue a través de Visitante, que mencionó el blog en alguna entrada y pasé a echarle un vistazo. Me gustó, me entretuvo y me enganchó. Pasé un tiempo leyendo entradas antiguas, por temas, al azar, por épocas. Me leí muchas entradas antiguas del blog, supongo que no todas, me puse al día y me convertí en una de sus descerebrados. Me gusta el blog de Molinos, hay cosas que me gustan más y cosas que me gustan menos. Me encantan sus entradas llenas de ironía y mala leche, sus despellejes y los libros encadenados, porque siempre veo alguno que me llama la atención y me apetece leer. Pero también me gusta, y mucho, cuando se pone seria. Tal vez las que menos interés me generaran en su día fueron precisamente las de maternity, porque no soy madre, pero la verdad es que son entradas muy divertidas y entrañables. Por eso también me enganché a ellas y por eso cuando descubrí que publicaba un libro basado en esas entradas, decidí que quería leerlo. Lo encontró primero mi hermana la gafapasta, así que cuando ella se lo leyó, lo tomé prestado.
Me leí este libro estando en Namibia, entre alguna tarde sentada en el balcón del hotel y (gran parte) en el (largo) viaje en coche de vuelta de Etosha. Es un libro ameno, sencillo, fácil de leer. Había muchas cosas que me sonaban de haberlas leído en el blog, pero también es cierto que descubrí algunas que no había leído en su día o son cosas nuevas. Me ha pasado algo curioso con este libro: cuando leía, tenía la impresión de que había cosas repetidas en el libro, que eso lo había leído hacía poco y lo tenía muy fresco, pero supongo que es porque ya había leído mucho de maternity en el blog y lo recordaba muy bien.
El libro es básicamente sobre la maternidad, cómo te cambia la vida y cómo la vive una madre desnaturalizada y sin superpoderes como Moli se autodefine. Si algún día tengo niños, la verdad es que creo que seré un poco como Moli en lo de desnaturalizada y sin superpoderes. Pero debo confesar que también me apunto mentalmente cosas que hace que me encantaría hacer con mis hijos: infundirles el amor por la lectura, dejar que cada uno desarrolle sus inquietudes, las sesiones de cine con sus princezaz. Me parece que es una madre cojonuda, aunque admita que hay veces que las circunstancias le superan. Como a todas las madres, como a todas las mujeres, como a todas las personas en algún momento de nuestras vidas.
Cuando vi el título del libro, tuve la sensación que era el primero de una saga. “Cosas que le pasan a…” permite bucear en las distintas facetas de Molinos. Sí, porque ella será una madre sin superpoderes, pero también es una despellejadora nata, lectura compulsiva, amante de Gin Tonics, habitante de una pradera de libros de colores y muchas otras cosas que sólo se descubren visitando su blog, Cosas que (me) pasan.
En la foto, disfrutando de una tarde de inusual buen tiempo en mi balcón en Swakopmund, con el faro al fondo.
Me leí este libro estando en Namibia, entre alguna tarde sentada en el balcón del hotel y (gran parte) en el (largo) viaje en coche de vuelta de Etosha. Es un libro ameno, sencillo, fácil de leer. Había muchas cosas que me sonaban de haberlas leído en el blog, pero también es cierto que descubrí algunas que no había leído en su día o son cosas nuevas. Me ha pasado algo curioso con este libro: cuando leía, tenía la impresión de que había cosas repetidas en el libro, que eso lo había leído hacía poco y lo tenía muy fresco, pero supongo que es porque ya había leído mucho de maternity en el blog y lo recordaba muy bien.
El libro es básicamente sobre la maternidad, cómo te cambia la vida y cómo la vive una madre desnaturalizada y sin superpoderes como Moli se autodefine. Si algún día tengo niños, la verdad es que creo que seré un poco como Moli en lo de desnaturalizada y sin superpoderes. Pero debo confesar que también me apunto mentalmente cosas que hace que me encantaría hacer con mis hijos: infundirles el amor por la lectura, dejar que cada uno desarrolle sus inquietudes, las sesiones de cine con sus princezaz. Me parece que es una madre cojonuda, aunque admita que hay veces que las circunstancias le superan. Como a todas las madres, como a todas las mujeres, como a todas las personas en algún momento de nuestras vidas.
Cuando vi el título del libro, tuve la sensación que era el primero de una saga. “Cosas que le pasan a…” permite bucear en las distintas facetas de Molinos. Sí, porque ella será una madre sin superpoderes, pero también es una despellejadora nata, lectura compulsiva, amante de Gin Tonics, habitante de una pradera de libros de colores y muchas otras cosas que sólo se descubren visitando su blog, Cosas que (me) pasan.
En la foto, disfrutando de una tarde de inusual buen tiempo en mi balcón en Swakopmund, con el faro al fondo.
lunes, 7 de octubre de 2013
Etosha
Un santuario de vida salvaje.
Quilómetros y quilómetros de sabana y de depresiones formadas por lagunas saladas secas.
Etosha son antílopes, rinocerontes, elefantes, cebras, jirafas, ñus, chacales, hienas, aves, leones, jabalís y un (casi) infinito número de puntos suspensivos.
Etosha es una pasada.
A veces, vives cosas tan alucinantes que te quedas hasta sorprendida por la naturalidad con la que las están viviendo.
Etosha es eso.
Y cómo no sé qué más decir, dejaré que las fotos hablen por sí solas.
Más info sobre Etosha aquí, aquí y aquí.
domingo, 6 de octubre de 2013
El último
Por si alguien no se ha dado cuenta, me gusta el mar, mucho. En todos los sentidos, en todas sus acepciones, en todas sus posibilidades. Estar en o cerca del mar es una de mis cosas favoritas del mundo mundial, sobre todo en verano. En esa época, me encanta pasar horas leyendo al sol, junto al mar, chapoteando en el agua, nadando o mirando peces con careta, tubo y aletas (yo, no los peces).
Creo que este ha sido uno de los veranos más cortos de mi vida. Prácticamente me he pasado los meses de junio y septiembre fuera de mi isla y en julio y agosto pasé más de tres semanas también fuera en reuniones y vacaciones. Encima, el mes de agosto terminó con lluvias y tormentas. Así que, a lo tonto a lo tonto, el último baño de esta temporada corría peligro de ser el que me di en la playa de San Antolín a mitad de agosto. ¡Glups! Intolerable. Yo que soy gran fan de los días de playa en septiembre, que intento alargarlos (si el tiempo lo permite) hasta octubre y que recuerdo un excepcional 1 de noviembre nadando en el mar, no podía permitir que mi baño de final de temporada fuera a mitad de agosto. Ni hablar.
Así que hoy, ignorando previsiones de lluvia y aprovechando que ha amanecido despejado, he ido a la playa. Y he disfrutado mucho, mucho del que con toda probabilidad ha sido el último baño de esta temporada, a pesar de algunas nubes, del viento y del agua ya un poco (demasiado) fría. Ha sido un baño agradable, entre olas y salpicaduras. El último. Lástima que una vez fuera las nubes hayan dominado al sol y el viento ha pasado de ser fresco a desagradable.
De vuelta a la ciudad, algunas gotas en el parabrisas han sido el preámbulo de la tarde lluviosa que nos esperaba.
Así es el otoño: mañanas de playa, tardes de lluvia.
En la foto, la playa hoy, en el último baño de la temporada. Con restos de una medusa en primer término.
Creo que este ha sido uno de los veranos más cortos de mi vida. Prácticamente me he pasado los meses de junio y septiembre fuera de mi isla y en julio y agosto pasé más de tres semanas también fuera en reuniones y vacaciones. Encima, el mes de agosto terminó con lluvias y tormentas. Así que, a lo tonto a lo tonto, el último baño de esta temporada corría peligro de ser el que me di en la playa de San Antolín a mitad de agosto. ¡Glups! Intolerable. Yo que soy gran fan de los días de playa en septiembre, que intento alargarlos (si el tiempo lo permite) hasta octubre y que recuerdo un excepcional 1 de noviembre nadando en el mar, no podía permitir que mi baño de final de temporada fuera a mitad de agosto. Ni hablar.
Así que hoy, ignorando previsiones de lluvia y aprovechando que ha amanecido despejado, he ido a la playa. Y he disfrutado mucho, mucho del que con toda probabilidad ha sido el último baño de esta temporada, a pesar de algunas nubes, del viento y del agua ya un poco (demasiado) fría. Ha sido un baño agradable, entre olas y salpicaduras. El último. Lástima que una vez fuera las nubes hayan dominado al sol y el viento ha pasado de ser fresco a desagradable.
De vuelta a la ciudad, algunas gotas en el parabrisas han sido el preámbulo de la tarde lluviosa que nos esperaba.
Así es el otoño: mañanas de playa, tardes de lluvia.
En la foto, la playa hoy, en el último baño de la temporada. Con restos de una medusa en primer término.
viernes, 4 de octubre de 2013
Trencitas namibias
Hace ya tres días que volví y no me había visto con fuerzas para escribir nada hasta ahora. Y es una pena, porque tengo muchas cosas que compartir, fotos de Etosha, libros que he leído, películas que he visto,… He estado algo cansada por el viaje de vuelta y por la vuelta al trabajo, pero sobre todo creo que ha sido que tengo el horario un poco cambiado: estoy acostumbrada a irme a dormir muy pronto y levantarme también muy pronto. Así que por las noches, que es cuando suelo escribir, sólo quiero dormir, dormir y dormir. O tal vez sea porque las trencitas africanas que me traje de recuerdo me tenían las neuronas estiradas (o asfixiadas).
Nunca me había llamado especialmente la atención eso de las trencitas. Hasta que viajé a Namibia. En mi anterior viaje, ya me entraron ganas de hacérmelas. Y esta vez me las hice, aprovechando que tengo el pelo mucho más largo de lo que es habitual en mí. Fue la última mañana allí, este mismo lunes (parece que hace mucho más), sólo unas horas antes de coger el avión.
Once trencitas surcando mi cuero cabelludo.
Ha sido una experiencia muy curiosa y divertida. Apenas me dolieron y me han durado más de lo que creía. Me las he quitado esta noche, hace un rato. Me las hubiera dejado más pero tenía miedo de estropearme el pelo.
Lo más divertido ha sido la reacción de la gente: acostumbrada a ser transparente, ahora notaba como la gente me miraba. Incluso en Namibia o tal vez sobre todo en Namibia. Un chico himba intentó ligar conmigo en el aeropuerto de Windhoek (tengo su email y teléfono). Por lo visto, no hay muchos blancos que allí se hagan este peinado. Y no sé por qué. Es cómodo, divertido, práctico. Es todo. Me ha dado pena quitármelas, pero ahora tengo una curiosa melena ondulada y con un volumen que nunca he tenido en mi vida. Pero mañana, cuando me lave el pelo, volveré a mi melena lacia y aburrida.
Ha molado ser africana por unos días.
También ha sido graciosa la reacción de la gente conocida. “¿Te duele?”. “Te tiene que doler”. ¿Dónde te las has hecho?”. “¿Cuándo te las has hecho?”. “¿Te lavas el pelo?”. “¡Te quedan muy bien!”. “¡No te quedan nada bien!”. “Casi no te reconozco”. “¡No te las quites todavía!”. “¿Cuánto te han costado? ¿Sólo? Aquí son carísimas”. “Una amiga mía se tuvo que rapar toda después de hacérselas…”.
Todas las opiniones. Todas las reacciones.
Yo estoy feliz, muy feliz de habérmelas hecho. Pensando en volvérmelas a hacer de nuevo, alguna vez, en algún momento.
Sólo he echado de menos una cosa estos días: mi flequillo. Tengo la frente muy, muy ancha y he llevado siempre flequillo, o al menos cuatro pelos cubriendo la frente. Estos días, me sentía desnuda.
Y también he descubierto unas orejas más prominentes de lo que creía.
Pero, repito, ha molado ser africana por unos días.
En la foto, mis trenzas. Y mis orejitas. Je, je.
Nunca me había llamado especialmente la atención eso de las trencitas. Hasta que viajé a Namibia. En mi anterior viaje, ya me entraron ganas de hacérmelas. Y esta vez me las hice, aprovechando que tengo el pelo mucho más largo de lo que es habitual en mí. Fue la última mañana allí, este mismo lunes (parece que hace mucho más), sólo unas horas antes de coger el avión.
Once trencitas surcando mi cuero cabelludo.
Ha sido una experiencia muy curiosa y divertida. Apenas me dolieron y me han durado más de lo que creía. Me las he quitado esta noche, hace un rato. Me las hubiera dejado más pero tenía miedo de estropearme el pelo.
Lo más divertido ha sido la reacción de la gente: acostumbrada a ser transparente, ahora notaba como la gente me miraba. Incluso en Namibia o tal vez sobre todo en Namibia. Un chico himba intentó ligar conmigo en el aeropuerto de Windhoek (tengo su email y teléfono). Por lo visto, no hay muchos blancos que allí se hagan este peinado. Y no sé por qué. Es cómodo, divertido, práctico. Es todo. Me ha dado pena quitármelas, pero ahora tengo una curiosa melena ondulada y con un volumen que nunca he tenido en mi vida. Pero mañana, cuando me lave el pelo, volveré a mi melena lacia y aburrida.
Ha molado ser africana por unos días.
También ha sido graciosa la reacción de la gente conocida. “¿Te duele?”. “Te tiene que doler”. ¿Dónde te las has hecho?”. “¿Cuándo te las has hecho?”. “¿Te lavas el pelo?”. “¡Te quedan muy bien!”. “¡No te quedan nada bien!”. “Casi no te reconozco”. “¡No te las quites todavía!”. “¿Cuánto te han costado? ¿Sólo? Aquí son carísimas”. “Una amiga mía se tuvo que rapar toda después de hacérselas…”.
Todas las opiniones. Todas las reacciones.
Yo estoy feliz, muy feliz de habérmelas hecho. Pensando en volvérmelas a hacer de nuevo, alguna vez, en algún momento.
Sólo he echado de menos una cosa estos días: mi flequillo. Tengo la frente muy, muy ancha y he llevado siempre flequillo, o al menos cuatro pelos cubriendo la frente. Estos días, me sentía desnuda.
Y también he descubierto unas orejas más prominentes de lo que creía.
Pero, repito, ha molado ser africana por unos días.
En la foto, mis trenzas. Y mis orejitas. Je, je.
miércoles, 25 de septiembre de 2013
Cabezonería
¿Qué veis en esta foto?
Venga, ¿qué veis?
Una laguna, diréis. Dunas al fondo. Pájaros. Un puente a la izquierda. El mar a la derecha.
Sí, exacto. La foto es la laguna que hay en la desembocadura del río Swakop, aquí en Swakopmund, donde de vez en cuando me deleito viendo los flamencos y otras aves.
Yo veo todo eso, pero yo veo algo más.
Lo que yo veo es la cabezonería humana. Podría decir estupidez, pero dejémoslo en cabezonería. O las aplicaciones de la ingeniería. O cómo nos creemos más fuertes, listos y sabios que la naturaleza pero no lo somos. Pero dejémoslo en cabezonería.
Cabezonería porque hay que ser muy, muy cabezota para seguir construyendo puentes en un lugar donde la naturaleza ya ha destruido dos de ellos. El tercero ya está construido. Uno, dos y tres.
Los restos del primer puente están en mitad de la laguna, muy cerca del mar. Siendo el primero que se construyó, ya se sabe, ensayo y error. Y ahí acabó, destrozado entre las embestidas del Atlántico y las riadas (esporádicas pero brutales) del Swakop.
Los restos del segundo puente están más allá, algo más alejados del océano. Pero acabó igual que el primero, destrozado por la fuerza de la naturaleza.
El tercer puente sigue en activo. Mucho más alejado del mar que los dos primeros. Por él pasa la carretera que une Swakopmund con Walbis Bay. Sin ese puente, no se podría salir hacia el sur de esta ciudad. Igual no es cabezonería, si no tan sólo necesidad.
En cualquier caso ahí están, los tres puentes sobre el Swakopmund. O lo que queda de (algunos de) ellos.
Post Scriptum (que no tiene nada que ver pero quiero comunicar): Yo, que tanta envidia les tenía a ellos, a los turistas, me voy a convertir en uno de ellos. Por fin. Cuatro días por delante siendo turista. Si la lluvia, los rayos y truenos lo permiten. En Namibia. Y luego dos de camino a casa. No actualizaré hasta la vuelta. Sed buenos.
Venga, ¿qué veis?
Una laguna, diréis. Dunas al fondo. Pájaros. Un puente a la izquierda. El mar a la derecha.
Sí, exacto. La foto es la laguna que hay en la desembocadura del río Swakop, aquí en Swakopmund, donde de vez en cuando me deleito viendo los flamencos y otras aves.
Yo veo todo eso, pero yo veo algo más.
Lo que yo veo es la cabezonería humana. Podría decir estupidez, pero dejémoslo en cabezonería. O las aplicaciones de la ingeniería. O cómo nos creemos más fuertes, listos y sabios que la naturaleza pero no lo somos. Pero dejémoslo en cabezonería.
Cabezonería porque hay que ser muy, muy cabezota para seguir construyendo puentes en un lugar donde la naturaleza ya ha destruido dos de ellos. El tercero ya está construido. Uno, dos y tres.
Los restos del primer puente están en mitad de la laguna, muy cerca del mar. Siendo el primero que se construyó, ya se sabe, ensayo y error. Y ahí acabó, destrozado entre las embestidas del Atlántico y las riadas (esporádicas pero brutales) del Swakop.
Los restos del segundo puente están más allá, algo más alejados del océano. Pero acabó igual que el primero, destrozado por la fuerza de la naturaleza.
El tercer puente sigue en activo. Mucho más alejado del mar que los dos primeros. Por él pasa la carretera que une Swakopmund con Walbis Bay. Sin ese puente, no se podría salir hacia el sur de esta ciudad. Igual no es cabezonería, si no tan sólo necesidad.
En cualquier caso ahí están, los tres puentes sobre el Swakopmund. O lo que queda de (algunos de) ellos.
Post Scriptum (que no tiene nada que ver pero quiero comunicar): Yo, que tanta envidia les tenía a ellos, a los turistas, me voy a convertir en uno de ellos. Por fin. Cuatro días por delante siendo turista. Si la lluvia, los rayos y truenos lo permiten. En Namibia. Y luego dos de camino a casa. No actualizaré hasta la vuelta. Sed buenos.
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