domingo, 8 de septiembre de 2013

Frikismo


Creo que mi nivel de frikismo harrypotteriano ha quedado claro con mi colección de Harry Potters internacionales. Es una cosa que siempre he aceptado, sí, me parecía un poco friki, pero me di cuenta de su alto nivel cuando unas amigas me dijeron una vez que no fuera por ahí enseñando esa colección, que ellas me entendían y que eran mis amigas, pero que era muy, muy friki.
Alguna vez me ha dado un poco de vergüenza visitar en un país cuyo idioma no conozco una librería y preguntar por el primer libro de la serie Potter. Siempre he pensado que algún día, algún dependiente me miraría raro y me interrogaría sobre qué diablos hago comprando un libro en un idioma que no entiendo. Previsora ante algo así, tenía incluso una respuesta estudiada “Es para un regalo”.

Tengo casi una decena de HP, la mayoría comprados por mí y sí, a veces me he avergonzado un poco al comprarlo, pero en general me ha parecido que no era algo tan raro. Hasta ayer.

Ayer, en Bucarest, me sentí tan, tan, tan friki que me entraron ganas de salir corriendo. Pasé la mañana paseando con el bus turístico por la ciudad, comí en el centro y por la tarde, antes de volver al hotel para dirigirme ya al aeropuerto, pasé por una librería que había visto por la mañana. No tenía muchas esperanzas de encontrarla abierta, pero sí, estaba abierta. Era una librería preciosa, un edificio antiguo, con suelos y escaleras de madera, con varios pisos. Vi una sección, en la planta baja, dedicada a libros infantiles y rápidamente encontré alguno de Harry Potter, pero no el primero. Así que me dirigí a la caja y le pregunté (en inglés) al empleado. Me preguntó varias veces si lo quería en rumano o en inglés y le insistí que en rumano. Fue al piso inferior a buscarlo y subió ojeándolo.

- Aquí lo tienes. Pero es en rumano. ¿No lo quieres en inglés? (supongo que pensaba que tenía un nivel de inglés Ana Botella y por eso insistía para comprobar que nos entendíamos).
- No, lo quiero en rumano.
- ¿Seguro?
- ¡Sí!
- Es que no lo entiendo.
- Hmmmm.
- ¿Por qué lo quieres en rumano?

Le conté que los coleccionaba en varios idiomas y siguió insistiendo en que no lo entendía. El pobre muchacho no daba crédito. Casi ni quería darme el libro. Se lo pensó mucho, me volvió a mirar y a insistir en que no lo entendía. Yo quería salir corriendo. Tierra trágame. Pero al final se lo pasó al chico de la caja, me cobró y me lo llevé, despidiéndome amablemente de ambos. El chico seguía mirándome con cara de asombro.

Al salir de la librería, quise salir corriendo. Otra vez. Creo que el muchacho aún debe estar flipando y les debe contar a sus amigos la historia de una friki extranjera que compró Harry Potter en rumano.

En mi vida me había sentido tan friki. Pero ya se me ha pasado. Y tengo un HP más para mi colección, ¡¡yujuuuu!!

La foto, de las (maravillosas) escaleras de la librería en cuestión. La cámara de mi móvil está cada vez peor, qué churro de fotos que hace…

jueves, 5 de septiembre de 2013

Por fin


Por fin veo de esta ciudad algo más que el hotel en el que nos alojamos y la sala en la que nos reunimos.

Por fin hemos conseguido acercarnos al centro, ver de manera fugaz su casco antiguo (semi-abandonado, destripado y completamente en obras) y descubrir una ciudad mucho más viva de lo que, a simple vista, parecía.

Por fin he podido sacar la réflex de la maleta y hacer alguna foto. Pocas, pues no quería hacer esperar a mis compañeros de paseo no fotógrafos.

Por fin he visto el casino, junto al mar Negro, que parece ser el símbolo de la ciudad. A pesar de estar abandonado (o precisamente por eso), emana una energía y una magia especial, muy difícil de explicar. Sí, el casino de Constantza tiene una fuera proveniente, supongo, de su pasado de lujo, de hospital, de restaurante. De mil y una historias vividas entre sus paredes, de mil y un momentos históricos contemplados desde su interior.

Podría haber pasado horas fotografiándolo, contemplando sus detalles, viendo como las sombras de la noche empezaban a cubrirlo, pero cuando paseas en compañía, a veces hay que sacrificar momentos.
Mañana, después de la reunión, partiremos hacia Bucarest. Creo que me pierdo todo de esta ciudad, que lo dejo todo por ver. Qué lástima y qué frustración. En teoría, en febrero-marzo tenía que volver a esta ciudad, pero no va a ser así. En fin… Qué breves son los momentos de felicidad.

En la foto, el casino de Constantza (Rumanía), esta misma tarde.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

"Las cosas que no nos dijimos" de Marc Levy

Debería estar ahora mismo currando un poco, pero después de un largo día de reunión, no me apetece demasiado, la verdad. Y como en un rato salgo hacia una cena de grupo (o social dinner como decimos siempre), aprovecho para actualizar con un libro que acabé poco antes de venirme a orillas del Mar Negro.

Éste es un libro prestado. Mi hermana la gafapasta es súper fan de Marc Levy y como yo no me había leído ningún libro suyo, me dejó “Las cosas que no nos dijimos”. “Te encantará”, me dijo ella. Cuando lo empecé, no me gustó nada, pero nada de nada. De verdad, ¿eh? Pero no quería dejarlo y seguí leyéndolo. Luego apareció un poco de historia por en medio (la caída del muro de Berlín), la cosa se animó un poco y al final me enganché. Eso sí, está lleno de topicazos (el mejor amigo gay, la búsqueda del amor de juventud) pero es un libro majo, ameno, entretenido, que se lee rápido y bien. Ah, y cuando mi hermana la gafapasta me dijo que no era un libro de amor, me mintió vilmente. Ya no sé si voy a volver a hacer caso a sus consejos…

El libro cuenta la historia de Julia, una joven neoyorkina que, pocos días antes de su boda, recibe la noticia del fallecimiento de su padre, con el que apenas tenía contacto. Tras suspender la boda, recibe un extraño paquete que le permite reencontrarse con su pasado, reconciliarse con su padre y replantearse su futuro.

El libro está bien, no es para tirar cohetes, pero sí que es entretenido y agradable, sin grandes complicaciones ni cosas profundas. Ideal para el verano.

Pues nada, voy a ver si me pinto la raya del ojo antes de ir a cenar.

martes, 3 de septiembre de 2013

A orillas del Mar Negro

Llevo poco más de dos días a orillas del Mar Negro y la única foto que he hecho es la que ilustra este post: una etiqueta de una botella de agua, curiosa cuanto menos.

Una vez comparé estas reuniones con los dementores: chupan lo mejor de ti y te dejan sin energía. Creo que eso hace que mi capacidad para hacer fotos, mi empatía hacia el mundo que me rodea, estén bajo mínimos.

Son extrañas, estas reuniones. Sobre todo si estás en un país que no conoces, en el que tienes la sensación de que los taxistas te timan y te cuentan mentiras (como que en esta ciudad viven un millón de habitantes, cuando no llegan al medio millón, o que es el segundo puerto europeo más importante, cuando en realidad es el cuarto), aunque te sientes mejor al ver que otros compañeros también son timados (como cuando un taxista le dijo a uno que no le daba un ticket del viaje “porque aquí no se lleva eso”).

Son extrañas, porque vives anécdotas curiosas, como que pidas pan con mermelada y mantequilla para desayunar y, además, te traigan platos y platos de quesos y embutidos variados, frutas y bollería. “El desayuno rumano es muy consistente, no podéis comer sólo eso, ¡¡venga, comed!!”, te dice la señora del hotel, como si fuera tu madre.

Son extrañas porque aunque quieres conocer más del lugar, comer sus platos típicos, la primera noche cenas en un italiano y la segunda en un japonés, porque es todo lo que hay a una distancia razonable de tu hotel, MacDonald’s aparte y tampoco quieres alejarte mucho más, porque te han dicho que “no es muy seguro ir por la calle de noche”.

Son extrañas, porque lo mejor que pasa en ellas es lo que pasa al final del día, cuando acaban: cervezas con los colegas, cenas agradables y charlas entre risas.

Son extrañas porque, aunque estés a miles de quilómetros de tu vida, hay cosas que vuelven una y otra vez, recuerdos que reaparecen aunque no quieras y gente a la que apenas conoces que te pregunta por gente a la que estás intentando olvidar.

Y así, pasas horas y horas encerrado en una sala discutiendo, proponiendo, hablando y opinando sobre temas que, a veces, te vienen grandes y son importantes, pero son también difíciles y complejos y encima en un idioma que no es el tuyo.

Y así, pasan los días, matando mosquitos por la noche en la habitación y vigilando que las bombillas del baño del hotel no se fundan, otra vez. Que ya me duché el primer día a la luz del móvil y no me apetece repetir.

Sed felices.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Dónde quedó septiembre

Hoy, primero de septiembre, parto a un viaje que me llevará durante casi una semana a orillas del Mar Negro, a una ciudad en la que nunca he estado, a un país en el que nunca he estado.

Es el inicio de la temporada otoñal de viajes (si todo va como espero, seis de aquí a final de año). Este primer viaje encadenará con otro más largo y lejano, de vuelta a tierras africanas, en poco más de una semana. Entre uno y otro, voy a estar en casa menos de 48 horas. La realidad es ésta: voy a estar en casa menos de 48 horas en todo el mes de septiembre.

Septiembre es un mes que mola mil. Me encanta septiembre. Aún hace bueno, aún es verano, pero los turistas (y locales) huyen de las playas antes de tiempo, por lo que los días junto al mar (ahora cálido y, en general, sereno) son una auténtica maravilla. Y me los voy a perder, todos y cada uno de los maravillosos días de septiembre. Septiembre empieza, pero también se va. Intentaré vivir los dos viajes con ilusión y alegría, tratando de encontrar ratos libres en los largos días de trabajo (15 en el segundo caso, 15 días de trabajo non-stop, sin ni siquiera fines de semana), disfrutándolos todos y cada uno de ellos. Pero en estas horas previas no puedo evitar pensar en todo lo que me voy a perder, qué será de septiembre, dónde quedarán esos días de septiembre junto al mar (y junto a los míos) que me perderé, si nunca existieron.

Intentaré seguir activa en el blog todo lo que pueda. Espero tener conexión la semana que viene y creo que la tendré las semanas siguientes.

Y ahora a dormir, que la mañana llegará muy pronto. Antes incluso de que salga el sol.

En la foto, billetes curiosos para gastar en tierras lejanas.

viernes, 30 de agosto de 2013

Ciencia ficción versus terror y sustos

Me gusta la literatura de ciencia ficción. Mucho. He leído bastante ciencia ficción, tanto siendo adolescente (fui hiperfan de “La trilogía de los trípodes” de John Christopher que releí hace 5 años) como ya de adulta. HG Wells, Ray Bradbury, Aldous Huxley, George Orwell, Stanislav Lem, Philip K. Dick son autores que he leído (y seguramente varios más que no recuerdo ahora). En cambio, con el cine de ciencia ficción me pasa una cosa: como ya sugerí el otro día, tengo la sensación que en los últimos tiempos, deriva demasiado hacia el cine de terror, o al menos al cine de “sustos”.

Para mí, el terror es una cosa y la ciencia-ficción es otra. Sí, que los extraterrestres invadan la tierra no deja de ser terrorífico, pero eso no implica que una invasión extraterrestre se convierta en una historia de sobresaltos continuos, de agobio, de angustia por cuándo vendrá el siguiente susto. Creo que la ciencia-ficción me resulta mucho más interesante cuando reflexiona, cuando por ejemplo, en el caso concreto de la invasión de extraterrestres, se plantea quiénes son, de dónde vienen, a qué vienen y (sobre todo) cómo diantres podemos librarnos de ellos.

Aquí hay claras diferencias entre cine y literatura: en literatura, el concepto de terror es mucho más relativo. Pueden darte miedo historias de fantasmas o zombies, incluso de extraterrestres, pero nada es comparable con el terror en la pantalla grande. Y más que con el terror, con el miedo, con los sustos.

En los últimos tiempos, el cine (sobre todo Hollywood) convierte en cine de terror cualquier historia de ciencia ficción. Vayamos a cualquier listado de mejores películas de ciencia ficción, por ejemplo éste o éste.

Entre las películas que he visto, hay muchas de ciencia-ficción interesantes (y hasta divertidas, pero nunca terroríficas) de antes del año 2000: “Gattaca”, “Regreso al futuro”, “La guerra de las galaxias”, “Blade Runner”, “ET”, “Terminator”, “Abyss” y “Esfera” (la misma historia contada dos veces), “Contact” y un largo etcétera. Pero las películas más recientes de ciencia-ficción me dan miedo: “Señales del futuro”, “La guerra de los mundos” o “Señales” son ejemplos en los que lo he pasado bastante mal. Vale, en el pasado también había películas de ciencia-ficción terroríficas (“Alien”, que no he visto nunca ni pienso ver o “La invasión de los ladrones de cuerpos” que vi de niña y me aterrorizó) y también hay historias de ciencia ficción recientes que no dan miedo (“Hijos de los hombres”, “Avatar” o “In time”), pero tengo la sensación que hoy en día se asume que cualquier historia no realista, cualquier historia de ciencia ficción se debe convertir en una peli que da miedo. Lo vi claramente después de ver la versión antigua de “La guerra de los mundos” que me pareció amena e interesante, intrigante y con las dosis adecuadas de tensión, en comparación con la versión moderna de Spielberg, de la que sólo recuerdo que pasé “mucho susto”.

Y no hablemos ya de historias de fantasmas o de zombis. Por ejemplo, a mí “Los otros” me encantó como historia, igual que “El orfanato”, pero pasé tanto, tanto miedo con ambas que no las pienso volver a ver. También pasé mucho miedo con “Dragonfly” (sí, soy una miedica) y a las historias de zombies ni me acerco, y eso que me parecen una temática muy interesante. Pienso leerme “Guerra Mundial Z”, pero no veré la película ni de coña.

Resumiendo, me gusta la ciencia-ficción y soy muy miedica. Así que productores de Hollywood, por favor, haced películas de invasiones extraterrestres, de futuros inciertos, de fantasmas o de zombies, pero haced alguna sin sustos innecesarios, que a mí no me aportan nada.

En la foto, una gaviota el otro día en Cudillero, Asturias. No tiene nada que ver con la entrada, pero es una foto que me gusta y el otro día no colgué.

jueves, 29 de agosto de 2013

Anécdotas asturianas

Volver a Asturias ha sido (casi) un regalo inesperado. Pasar una semana entera con mis padres ha sido tan agradable como estresante. Son una pareja de avanzada edad (76 ella, 72 él) que acaban de celebrar 40 años de matrimonio, con todo lo bueno y lo malo que eso significa. Como hija, es terrorífico verlos hacerse mayores, verlos desgastarse, ver sus achaques, ver sus despistes. Pero también es muy gratificante verles reír, sonreír, tener ilusión por ir a sitios, ver cosas y hasta verlos discutir.

Esta semana ha sido muy curiosa: volver a lugares que hace muchos, muchos años que no visitaba, ver a gente que hacía muchos, muchos años que no veía, ver cómo lugares y gentes cambian, envejecen, se reinventan. Recordar también a los que ya se han ido y no están y conocer a nuevas generaciones de la familia. Ha sido un viaje curioso, sí. He conducido mucho, he reído mucho con las historias familiares y de juventud de mi madre y me he peleado un poco con mi padre-MacGyver, guía venido a menos, mucho más despistado de lo que querría admitir.

Un día, paseando hacia la playa de San Lorenzo, en Gijón, me dijo mi madre (repito, ,76 años):

-    Siendo yo pequeña, por aquí una vez mi madre me compró un cubo y una pala para ir a la playa.

-    ¿Cuándo hace de eso?

-    No sé… Treinta, cuarenta años…

-    ¡¡Mamá!!

-    O setenta…

Otro día, decidimos ir hasta la zona de Piedras Blancas-Salinas, porque mi madre recordaba la playa de Salinas como muy bonita. Cuando llegamos a una rotonda que indicaba hacia la derecha Salinas y hacia la izquierda Piedras Blancas, intento confirmar con mi guía-padre nuestro destino final.

-    Entonces ¿dónde queréis ir? ¿Piedras Blancas? ¿Salinas?

-    ¡Piedras Blancas!

-    ¿No queríais ir a la playa?

-    No, vete a Piedras Blancas.

Y, una vez en el pueblo, oigo a mi padre-guía desde el asiento trasero:

-    Ahora tienes que buscar una carretera que nos lleve a Salinas

Me gusta conducir, mucho. No tengo miedo a conducir, he conducido en Grecia, en Croacia, en Irlanda (¡por la izquierda!) y probablemente en otros países que ni recuerdo, pero lo de entrar a una ciudad en la que nunca he conducido, que no visitaba desde hace 12 años y sin saber dónde estaba nuestro destino (casas de familiares) me estresa. Y mucho. El primer día, en la autopista, ya llegando, hago LA pregunta:

-    ¿Voy hacia el centro o por la ronda?

Mi madre, la autóctona del lugar, se encoge de hombros. Mi padre, el guía dice “Por la ronda”. Cuando voy hacia la ronda, oigo una voz desde el asiento de atrás:

-    ¡Te has equivocado! ¡Tenías que ir hacia el centro!

Y ahí empezó el discurso “Yo nunca he tenido un plano de Oviedo y siempre he llegado a los sitios que íbamos. Yo si conduzco, me oriento perfectamente hacia dónde voy, así que eres tú la que tenías que orientarte. Yo… Yo…”.

El segundo día de entrada a Oviedo, entre los dos se confabularon para darme instrucciones claras y precisas de cómo llegar a casa de una amiga de mi madre: “Sal por ahí, ahí a la derecha, luego recto, por ahí sigue hasta el final….”. Todo perfecto, hasta llegar a un punto en el que mi padre-guía dictamina:

-    Bueno, yo sé llegar hasta aquí. A partir de aquí no me acuerdo cómo se llegaba.

Y mi madre responde:

-    Esto me suena, estamos muy cerca, muy cerca… Pero no sé si es por la derecha o por la izquierda, pero estamos muy cerca. Sí, muy cerca.

En estos momentos, doy gracias a la tecnología, a mi Smartphone, a Google maps y al posicionamiento automático de los móviles que nos permitieron llegar en perfectas condiciones, después de algunas peleas, a nuestros destinos.

En la foto, otra anécdota del viaje: una mariposilla, posada en el pantalón de mi padre.