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martes, 18 de marzo de 2014

Ritmos africanos

Estando en Namibia, estuve en un concierto de música africana. Ya había estado en un concierto allí en Septiembre, un concierto que me encantó, en el que hubo un poco de todo, desde música africana a música clásica, pasando por corales de varios tipos. Aquel concierto fue en una escuela de primaria que me pilla de camino al curro, así que un día de esa semana pasé por allí a ver si había algo esos días. ¡Bingo! Vi este cartel de ese concierto y decidí que iría a verlo.


El mismo día del concierto, volví a pasar para confirmar la hora y entonces me di cuenta de que yo conocía al chico que sale en la foto, J., el de en medio. No me sorprendió mucho, era el profesor de percusión de la colega española que estaba por aquí hasta hace poco (yo misma fui a una clase con él) y además ya lo había visto cantar y tocar en el concierto del año pasado. Está metido en todos los berenjenales, musicalmente hablando. Así que allí me fui yo, un viernes por la noche, de concierto en Swakopmund.

Me encantó, me lo pasé muy bien, salvo en el momento en el que me sacaron a bailar allí en medio. Pero bueno, incluso entonces me reí mucho y me regalaron una pulsera, así que no me quejo, jejeje. Y reencontrarme con J. fue estupendo. Su cara de alucine fue maravillosa, qué divertido.

Ésta es parte de una de las canciones que tocaron, geniales todas.


A la mañana siguiente, mientras paseaba por el centro comprando algunas cositas, me sorprendió un grupo de chavales tocando marimbas y otros instrumentos de percusión. Me quedé allí clavada un buen rato, escuchándolos. Daba gusto oírlos tocar.


Así es Namibia. En cualquier momento, en cualquier lugar, puedes deleitarte con sus ritmos, con sus músicas. Namibia, un país en el que se saca música hasta de las piedras. Que sí.


África es pura música.

miércoles, 12 de marzo de 2014

En la Luna

Esta mañana, de camino al trabajo, una pareja de franceses en un todo terreno me ha preguntado por dónde debían ir hacia Walbis Bay, una ciudad a apenas 35 km de Swakopmund. Les he indicado el camino y les he odiado un poquito. Ay, ellos, los turistas. “Ojalá yo fuera turista”, he pensado. Y luego me he recriminado a mi misma que no me puedo quejar, que en realidad me pasé el fin de semana haciendo de turista. ¿Que no bastó? Claro que no. Pero tampoco hay que ser ambiciosa, no. Porque yo el sábado estuve en la Luna.

O así es como anuncian la excursión al desierto de gravas que rodea parcialmente Swakopmund. Creo que ya he contado que está ciudad está rodeada de desierto por todas partes menos por una, que da al Océano Atlántico. En realidad, la ciudad está limitada en el sur por el río Swakop, que es a la vez el que impide que las dunas del desierto vayan hacia el norte. Así, el desierto del Namib está formado por dunas, al sur del río Swakop, y por grandes llanuras de grava, al norte del río.

Así que me fui a la Luna, al norte del río Swakop.

Fue una tarde agradable, tres turistas alemanes y yo, con nuestro guía local, un chico de una de las tribus que hablan con chasquidos (no recuerdo cuál era). Fuimos al Dorob National Park, descubrimos muchas de las plantas que habitan el desierto (¡¡en el desierto crecen melones de forma natural!!), plantas preciosas capaces de subsistir con el agua de la niebla, tocamos música con piedras, condujimos por cañones en los que se han rodado la última de Mad Max, conocimos qué minerales hay en el desierto y la cantidad de minas de uranio que hay en él, recorrimos el cauce seco del río Swakop e incluso vimos una gacela. Y un avestruz. El plato fuerte fue visitar la Welwitchia mirabilis, una planta endémica del desierto del Namib y, por supuesto, contemplar el paisaje lunar.

Es impresionante la welwitchia, aunque casi pego al guía cuando preguntó qué creíamos que era, una flor, una planta o un árbol. Ay, Dios. “Las flores y los árboles son plantas”, le dije. Menos mal que me dio la razón. A lo que iba, la welwitchia es una planta impresionante. Podríamos decir que es un árbol: su tronco crece hundido en tierra y fuera tiene dos únicas hojas, que crecen de manera continua, muriendo sus extremos y partiéndose por la erosión. Son plantas dioicas, es decir, hay plantas macho y hembras, y son muy longevas, se cree que pueden vivir más de mil años. Plantaría una en casa, me molan las plantas extrañas, pero así como los ginkgos han tenido mucho éxito, no creo que consiguiera cultivar una welwitchia...















sábado, 8 de marzo de 2014

Cosas que me llevo de los viajes

Hace unas semanas me puse a pensar en las cosas de los viajes que me llevo a casa. No sé por qué me lo planteé, pero preparé una lista mental que me parece interesante compartir. Y que publico hoy porque la entrada que tenía prevista incluye vídeos y la conexión que tengo en Namibia no es tan rápida como necesitaría que fuera. A lo que iba, la lista. No sé si el orden que he puesto es el correcto, soy incapaz de saber qué es lo que compro más, pero más o menos está todo lo que suelo comprar. Creo.

Chocolate. Antes no compraba nunca, excepto cuando iba a Bruselas (ay, el chocolate belga), pero desde que descubrí un chocolate con sal suizo, siempre que puedo acabo en algún supermercado buscando chocolate con sal, para intentar escoger el más delicioso. Y, ya que estoy, acabo comprando otros chocolates que me parecen originales, o diferentes a los que encuentro en mis supermercados habituales. Obviamente, cuando voy por Bélgica es cuando más chocolate compro, pero últimamente, vaya donde vaya, siempre vuelvo con alguno curioso. También en los aeropuertos se pueden descubrir algunas maravillas de chocolate.

Vino. Me gusta el vino y me gusta tener por casa vino de sitios diferentes. La probabilidad de dar con un vino adecuado es baja, pero me suelo arriesgar cuando viajo por países que tienen producción propia. Compro algo de precio medio (no muy bajo para asegurar cierta calidad, no muy alto por si se rompe la botella por el camino) y a la aventura. Luego es genial ir a comer a casa de alguien y presentarte con vino sudafricano, croata o italiano. Aunque hoy en día puedes encontrar vino de casi cualquier sitio en tu ciudad, siempre tiene su gracia eso de pasearlo por aviones.

Comida. Es genial pasearte por los supermercados de los sitios que visitas: ves realmente lo que comen sus gentes, lo que es su día a día, lo iguales o diferentes que somos. Me gusta ir a los supermercados y comprar cosas que aguanten bien el viaje, latas, a veces infusiones, los chocolates ya mencionados, lo que sea. Sólo el hecho de pasear por un supermercado ya es un gran recuerdo de un viaje. Llevarte cosas a casa es un premio.

Libros. Compro libros mucho menos de lo que quisiera, porque me controlo bastante. Me desespera ver el estante de libros sin leer crecer en volumen y procuro limitar sus compras, tanto en casa como cuando estoy por ahí. Disfruto mucho de visitar librerías, aunque sus libros estén en idiomas que nunca entenderé. Como viajo sobre todo al extranjero y en general a países en el que el idioma no es el inglés, tampoco tengo muchas posibilidades de comprar libros que pueda leer, así que el autocontrol es más sencillo. Ya tengo algunas librerías favoritas en las ciudades que visito con cierta regularidad y me parece casi un sacrilegio no entrar en ellas, aunque acabe por no comprar nada.

Harry Potter. Éste es un subapartado del anterior. Mi colección de harrypotters internacionales aumenta a un ritmo muy, muy lento. A veces no me acuerdo de que no tengo un libro en el idioma del país que estoy, a veces no encuentro librerías, a veces están cerradas a las horas que tengo libre. Aquí sólo hay dos opciones: o el viaje es provechoso (y encuentro el libro) o es un fracaso (y no lo consigo, por cualquier motivo anterior). Me frustra sobre todo en algunos países en los que he estado varias veces y aún no he conseguido el libro. Y me frustra no tenerlo aún en alemán, cuando soy ya una experta en visitar sus aeropuertos. Pero cada HP que me queda por comprar, viaje que tengo pendiente, así que no me agobio demasiado.

Ropa y complementos. No es que vaya expresamente de compras cuando estoy fuera, pero me hace gracia comprarme algo de los países que he estado, si las circunstancias hacen posible un paseo por tiendas de ropa y complementos. Una camiseta, unos pendientes, un pañuelo,… Cualquier cosa es válida para mí como recuerdo. A veces he ido vestida casi totalmente con ropa que he comprado fuera de mi país: el abrigo veneciano, las botas belgas, el gorro escocés, el bolso vienés, los pendientes malteses, el pañuelo namibio… y así, hasta el infinito. Creo que estos son los recuerdos que más disfruto de los viajes. Un día cualquiera, te pones en casa unos pendientes y recuerdas de dónde vienen, de un lugar, de un viaje, de cierta gente. Y sólo esa tontería ya te hace sonreír.

Lana y telas. Estos son últimas adquisiciones. Lana he comprado un par de veces, telas sólo estando en Namibia. Son recuerdos estupendos también: acabas con una bufanda con lana comprada en otro país o con una funda de portátil hecha de tela de otro.

Recuerdos clásicos. De estos cada vez compro menos. Imanes, postales o cualquier cosa típica de las tiendas de recuerdos. Siempre que puedo las visito, siempre que veo algo que me parece chulo, lo compro, pero cada vez son más iguales en todo el mundo y cada vez busco más algo curioso, algo que no tenga, algo diferente. Y, todo hay que decirlo, mis padres ya están hasta las narices de que llene su nevera de imanes.

Qué bonita lista. Estos días me he dedicado a cumplir unos cuantos puntos de los arriba mencionados. En la foto, mis nuevas telas namibias. Adoro la amarilla.

jueves, 6 de marzo de 2014

Día nacional de oración

Hoy ha sido día nacional de oración aquí en Namibia. Me lo han contado dos colegas. Se celebraba para rendir homenaje a las víctimas de la violencia de género. Gender base violence (GBV) lo llaman aquí. O passion killing. Por lo visto, las muertes por violencia de género han aumentado espectacularmente en los últimos meses: si en 2013, 25 mujeres murieron aquí a mano de sus parejas, en estos dos meses (y poco) de 2014 ya han muerto 16. Así, hoy la gente se ha reunido en todo el país, en homenaje a las víctimas, para una oración conjunta.

Cuando les contaba a estas colegas que las cosas en España no son tan diferentes y que es un problema también muy extendido, han flipado. Hemos estado comentando lo aberrante y terrorífico que es, lo sorprendente, lo absurdo de este terrible fenómeno global. Cuando hablábamos de las causas o de las soluciones, una lo ha tenido muy claro: si la gente se casara, esto no pasaría, porque esto pasa porque la gente se va a vivir junta sin casarse. Yo le iba a contestar que es un problema que va mucho más allá de la religión y de Dios, pero luego he recordado que esta colega, en mi última visita, no vino un sábado a trabajar porque tenía que pasarse el día en la Iglesia. Yo intento ser muy respetuosa con cualquier creyente y no creyente y, aunque simplificar el tema de la violencia de género con un “es porque son unos pecadores” me parece absurdo, he preferido no entrar en discusión. Es un problema demasiado serio para simplificarlo así.

La cuestión es que aquí en Namibia la gente es muy religiosa, católica para más señas. Así que muchos piensan así, que todo ese mal es fruto del pecado. Yo creo que es precisamente lo contrario, la violencia es el mal, el pecado si se quiere llamar así. Y a pesar de saber que en este país son muy religiosos, me ha alucinado lo de día nacional de oración. Me parece muy bien rendir homenaje a las víctimas de la violencia de cualquier tipo, pero me ha sorprendido mucho. De hecho, esta colega me ha dicho que le hubiera encantado ir al estadio de Swakopmund donde se reunía hoy la gente para rezar y ha insinuado que no ha ido porque yo estaba aquí. Yo no soy su jefa, así que supongo que podría haber ido si hubiera querido. Pero ya me lo ha dicho por la tarde. El día nacional de oración empezaba a las 10 de la mañana, a las 12 había cinco minutos de silencio y luego seguía durante varias horas más.

Yo soy nueva en esto de días nacionales de oración, así que no tenía ni idea de si los colegas namibios querían ir o no. Luego, leyendo la prensa namibia, he descubierto que era obligatorio para todos los trabajadores (imagino que trabajadores públicos) asistir a las oraciones de su ciudad. Madre mía, igual les he obligado a incumplir un mandato gubernamental. También he descubierto que hoy estaba prohibido vender alcohol en tiendas (aquí no se puede vender alcohol en tiendas ni los sábados por la tarde ni domingos o festivos). No sé muy bien la relación entre la no venta de alcohol y el homenaje a las mujeres asesinadas, pero en un país en el que el alcoholismo es un problema latente, no creo que algo así sirva para mucho. Igual que un matrimonio religioso no acaba con la violencia de género, la prohibición de vender alcohol algunos días de la semana no acaba con el problema de alcoholismo. Creo yo.

Me ha flipado mucho esto del día nacional de oración. Pero más me ha flipado descubrir que mañana, 7 de Marzo, es el día mundial de la oración de las mujeres. Y que se celebra aquí, en Swakopmund.

Y yo que creía que ya no tenía nada que contar sobre Namibia

miércoles, 5 de marzo de 2014

Namibia

Llevo ya varios días en Namibia y aún no he contada nada de aquí. La verdad es que tengo la impresión de que ya lo he contado todo sobre Namibia. ¿Que no? Yo diría que sí. No en vano es el cuarto lugar en el que he pasado más tiempo en mi vida. El tercero si no contamos el mar.

Así que me he puesto a brujulear por el blog, para ver qué había contado y qué me quedaba por contar. Y, sí, creo que ya lo he contado todo, o casi todo y he decidido recopilarlo en un único post. A modo de resumen o de homenaje en éste el que será mi (dicen) último viaje (laboral) a Namibia.

La primera vez que estuve aquí, apenas fue una semana. Ya entonces sentí que esta ciudad, Swakopmund, era la Cicely africana, aunque también es, como me dijeron, África para principiantes. En aquel momento, me sorprendió la seguridad laboral del sitio en el que estoy. Y hablé de aves y mamíferos, y de peces, bueno, de pesca.


El segundo viaje, hace más o menos un año, fue más largo, tuve algo de tiempo libre y pude conocer algo más de la zona. Fui a ver la (impresionante) colonia de leones marinos de Cape Cross, a la que se llega a través de una carretera en mitad del desierto. Hice una excursión al desierto, donde descubrí que si hay micro-agua, hay micro-elefantes. E incluso tuve tiempo de sumirme en la melancolía que este lugar, este continente suele provocar en mí. Ah, y me llevé a casa unos elefantes namibios.

El tercer viaje, en septiembre, fue el más largo, con días de vacaciones incluidos. Fue tan largo que ya tenía hasta mis propias rutinas namibias y fui capaz de crear un listado de curiosidades namibias. En aquellos días, tuve tiempo de pasear por el antiguo muelle, donde perdí un pendiente que acabé recuperando. También visité alguna vez la laguna que hay en la desembocadura del río Swakop, con sus flamencos y otras aves, donde además hay un interesante ejemplo de cabezonería humana. En esos días, contemplaba con curiosidad a los turistas que se paseaban por la ciudad, con un poco de envidia, hasta que por fin me convertí en uno de ellos y visité Etosha, making of incluido. Ah, Etosha, qué maravilla. Esta vez de Namibia me traje unas trencitas en la cabeza y algo de arte y telas.


Después de todo esto, ¿qué más puedo contar?

Mi vida aquí estos días es una continuación, casi una imitación de mis viajes anteriores. Hay alguna diferencia, es verano y oscurece más tarde y la colega española ya no está por aquí. Pero todo lo demás sigue más o menos su curso, sigue igual. Estoy en el mismo hotel, hasta en la misma habitación con vistas al faro. Tengo las mismas rutinas diarias, lo que da a este viaje una tranquilidad y seguridad que me encanta. Estoy empezando a planear lo que haré este fin de semana, espero ir a algún sitio nuevo. Y luego ya empezará la cuenta atrás, porque el viernes de la semana que viene ya empiezo el viaje de vuelta.

Y eso es todo. No puedo contar mucho más sobre Namibia porque creo que ya lo he contado todo. Al menos todo lo que yo he vivido. Es así.

La foto, la bandera de Namibia, claro.

domingo, 2 de marzo de 2014

Océanos

De océanos de hielo...  


... a océanos de fuego.


Saludos desde Swakopmund, de nuevo en el Hemisferio Sur, de nuevo en la Southern Exposure.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Entre dos aguas

Octubre de 2010. Estoy sentada en la terraza de un restaurante en Estambul. Es de noche y hemos llegado hasta allí en un microbús. Es el día de la cena de grupo, ese día en las reuniones en las que todos salimos a cenar juntos, la social dinner la llaman los guiris. A mi lado, una colega italiana que siempre me trata con infinito cariño me cuenta lo mayor que (dice ella) es y lo poco que le queda para jubilarse. Enfrente, un colega griego al que acabo de conocer, criado en Alemania y con trabajo en España, se sorprende de que conozca una película griega que a los dos nos entusiasma, “Un toque de canela”. A su lado, una colega alemana que trabaja en Malta charla con él en alemán, poniéndose al día porque hace muchos años que no se ven, tal vez contándole sus vaivenes sentimentales. En algún momento de la noche, me encuentro con una colega (y amiga) francesa en el baño. Nos reímos. “He bebido mucho vino”, dice una. “Y yo”, dice la otra. Seguimos riendo. Nuestra conversación se desarrolla en ese inglés perfecto que tenemos todos después de unas cuantas copas de vino. Reímos de lo bien que nos lo pasamos cuando nos encontramos, hablamos de lo maravilloso del lugar, decidimos quiénes son los chicos más guapos de la reunión.

Es una noche mágica, como mágica es toda Estambul. Estambul es puro sentido, es vista, es olfato, es oído, es gusto, es tacto. Estambul es la visión de los minaretes de sus mezquitas, el olor a especias, el sonido del canto del muecín llamando a la oración, el gusto del zumo de granada, el tacto de sus piedras.

Estoy allí, en esa terraza en Estambul y oigo cómo un músico toca una guitarra española dentro del restaurante. Toca varias canciones. De repente, suena esto:


Sí, “Entre dos aguas”. Sólo que yo aún no sé que se llama “Entre dos aguas”. Es sólo una canción que me suena. Pero el chico griego la conoce muy bien y me habla de la canción, de Paco de Lucía y de que él también toca la guitarra. Así, en Estambul, descubro que esa canción que me suena es de Paco de Lucía y que se llama “Entre dos aguas”, gracias a un griego criado en Alemania.

Esa noche, alguien da una noticia de que otro colega ha conseguido un trabajo con una colega griega presente en esa cena. Ella está feliz, entusiasmada. Esa noche, volviendo al hotel en taxis, un colega francés se deja una mochila en uno. Él no se preocupa demasiado, porque no había nada de valor dentro.

No sé por qué recuerdo todos aquellos pequeños detalles de esa noche.

Noviembre 2010. Cadaqués. Estoy cenando con el colega griego y varios compañeros suyos de trabajo en el que es su campo base mientras realizan unos muestreos en la zona. Estoy recorriendo la costa catalana, en plena road movie, yendo por los puertos, reuniéndome con pescadores, responsables de cofradías, muestreadores. Esa misma mañana, he recibido una llamada desde Bruselas y me han ofrecido ser la silla de una reunión por tres años y aún no sé muy bien qué decidir. Y ahí estoy, en mitad de un grupo de gente que no conozco, disfrutando de una ya fría noche de otoño. Yo he llevado productos típicos de mi tierra (sobrassada, aceitunas, queso mahonés) y un italiano cocina platos de pasta maravillosos. En algún momento de la noche, vuelve a sonar “Entre dos aguas”, la pone el chico griego en su portátil y hablamos de Estambul, del trabajo, de música, de guitarras, de cine. Tras la cena, salimos a tomar algo (café, infusión) en el Casino. Dan fútbol por la tele. Juega el Barça. Champions creo.

Febrero 2014. Mi hermana la gafapasta envía un correo que dice “¿Habéis oído lo de Paco de Lucía?”. Entro en twitter pero ya me imagino que es “lo”. De repente viene todo esto a mi mente. Estambul, las guitarras, los colegas, Cadaqués. Pienso en el chico griego, que ahora trabaja en Alemania y sé de él a través de otros, porque hace tiempo que no nos escribimos. Pienso en toda esa gente que compartió conmigo aquellos días. En cómo me he ido cruzando con unos y otros, aquí y allí, en los que ya se han jubilado pero aún siguen al pie del cañón, en los que veo muy de tanto en tanto pero con los que mantengo esa complicidad que sólo el tiempo da, en los que ya no se hablan entre ellos, en los que aún no se han jubilado, en los que me he encontrado de nuevo pero no he sabido ubicar. Y trato de recordar cuándo volví a escuchar “Entre dos aguas”. No oírla así como si nada, sino cuándo la he vuelto a escuchar de verdad, consciente de ello, como la escuché en Estambul y en Cadaqués. Y no lo recuerdo. Casi juraría que, desde entonces, no la había vuelto a escuchar. ¿Es posible? Sí.

No sé nada de música y no sé nada de de flamenco. Así que esto es todo lo que puedo contar sobre Paco de Lucía.

La foto, Estambul, octubre 2010.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Kotor

Aunque ya hace más de una semana que volví de Montenegro, aún tenía pendiente escribir sobre la ciudad que visité el último día, Kotor.

De Kotor dicen que es el único fiordo del Mediterráneo, aunque en realidad es el cañón sumergido de un antiguo río (los fiordos se forman por la erosión de glaciares). En cualquier caso, la ciudad de Kotor está rodeada de impresionantes acantilados, al fondo de una espectacular bahía. Aunque sufrió el terremoto que también afectó Stari Bar, al ser declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, todo su casco antiguo está restaurado. El casco antiguo, amurallado, es pequeño y muy agradable de recorrer. Pero lo verdaderamente espectacular de Kotor es el paisaje que lo rodea, sobre todo subiendo a la fortaleza que se encuentra por encima de la ciudad.

La subida a la fortaleza bien vale el esfuerzo, las vistas son impresionantes y es uno de esos lugares en los que aún puedes pasearte por sus ruinas, perderte por sus rincones y tocar sus piedras sin que nadie te riña. Es un lugar vivo, muy vivo. Según iba subiendo, iba pensando “vale, no hace falta que suba más”. Pero no pude evitar acabar en lo más alto de la fortaleza, alucinando con un paisaje que ya hacía rato me había dejado con la boca abierta.

Ya bajando, descubrí, a los pies de la fortaleza, saltando por un agujero de la muralla, una pequeña iglesia en mitad de un valle. El silencio, la paz, la tranquilidad que allí se respiraba es difícil de describir. Y de nuevo en mi camino de bajada, estuve casi un cuarto de hora parada a mitad de camino, simplemente mirando, contemplando, disfrutando de ese increíble paisaje que tenía delante. Y, entonces, salió el sol.

Kotor bien vale una visita. O dos.











miércoles, 12 de febrero de 2014

Stari Bar

No sé si quedó claro el otro día, pero la ciudad montenegrina en la que estuve de reunión las dos últimas semanas no me entusiasmó especialmente. Vaya por delante que no tengo nada de criterio y a mí en general los sitios a los que voy me gustan o me gustan mucho, pero he visto que con los años me he vuelto crítica y ahora soy capaz de etiquetar sitios que visito como “me gusta poco”.

Digamos que Bar me gustó poco.

Por una serie de circunstancias, mis días de turismo montenegrino sufrieron una severa alteración respeto a los planes iniciales. Cosas que pasan y que están fuera de nuestro alcance. Total, que al final tuve ocasión de visitar lo que era la antigua ciudad de Bar, Stari Bar.

Stari Bar es una ciudad amurallada, a unos 4 quilómetros de la costa, a los pies de una zona montañosa. Se llamó Antibari porque se encuentra justo enfrente de la ciudad italiana de Bari, separadas ambas por el Adriático. Es una de esas ciudades por las que ha pasado todo el mundo: formó parte del Imperio Bizantino, el Reino Serbio, la República Veneciana o el Imperio Otomano. Lo que implica, entre otras cosas, que le han caído muchas bombas encima, dañándola bastante. Tampoco ayudó mucho un terremoto que tuvo lugar en 1979, momento en el que la ciudad fue abandonada, trasladándose los habitantes en la costa, junto al puerto y formando lo que es la actual Bar.

Así, Stari Bar es ahora una ciudad inhabitada, que se puede visitar por 2 € la entrada (más 1 € por el mapa, que recomiendo). Llegué allí en una mañana lluviosa y me pareció maravillosa por muchos motivos. Primero, porque tiene ese encanto de los sitios abandonados pero parcialmente cuidados (hay edificios reconstruidos, algunos como museos). Segundo, porque tiene buenas vistas: el mar, la montaña. Tercero, porque te dejan campar a tus anchas, puedes tocar todas las piedras que quieras, meterte por todos los caminos que te apetece y explorar todos los rincones. Esto, si lo haces en una mañana laborable de invierno, te puede convertir en la única visitante de la ciudad (no sólo de ese día, posiblemente también de esa semana… y de las últimas semanas).

Total, que Stari Bar bien vale una visita.

Ruinas, edificios reconstruidos, seguir el entramado de sus calles con un mapa en la mano (mapa, paraguas y cámara de foto son una complicada combinación), ver cómo el sol se acaba colando entre las nubes, el baño turco reconstruido (maravilloso), observar las mezquitas cercanas, escuchar la llamada a la oración e incluso el paseo de vuelta a Bar bajo una lluvia constante. Todo valió la pena. Y la visita al mercado. Y los funghi porcini secos que allí compré para traerme de vuelta a casa.

Bien pensado, Bar (o mejor, su ciudad antigua) me gustó bastante más de lo que había pensado.












lunes, 10 de febrero de 2014

Siempre es igual

Siempre es igual, cuando viajo.

Los días antes del viaje son alegres, emocionantes. Dónde voy. Cómo es el sitio. Qué podré ver si consigo tener algo de tiempo libre. Surfeo por la red averiguando cómo es el hotel al que voy, cómo voy a ir del aeropuerto al hotel y del hotel al lugar de la reunión, qué hay cerca, qué puedo ver, qué cuentan los viajeros que han estado por allí. Miro la previsión del tiempo, decido si hace falta chubasquero, paraguas y/o botas de agua.

El día antes del viaje es el infierno. Odio hacer la maleta. Me agobio, me estreso. Se me ocurren un millón de cosas mejores que hacer que hacer la maleta. Primero hago una lista o cojo una lista de viajes anteriores: es la manera de no olvidarme nada. Selecciono la ropa en función del tipo de reunión y del tiempo que hace en el lugar al que viajo. Siempre sigo el mismo orden para hacer la maleta: primero, ropa y zapatos; luego, los productos de higiene y, al final, todo lo demás: el papeleo, los cables para cargar cámaras y móvil y lo que será mi ocio esos días: libros y música. Mientras hago la maleta y una vez está hecha, el mismo pensamiento: no quiero ir. Quiero quedarme. No quiero alejarme de mi vida y de mi rutina. Cuanto más hace que no viajo, ese “no” es mayor. Cuanto más largo es el viaje, ese “no” es mayor. Y tengo la sensación de que cuanto mayor me hago, ese “no” también es mayor.

Y llega el día del viaje. Si madrugo, lloriqueo recreándome en el “no, no, no”. Y luego llego al aeropuerto. Ah, el aeropuerto. Me encantan los aeropuertos. El verano de estudiante en el que trabajé en uno, lo disfruté tanto, ¡tanto! Llego al aeropuerto y ya noto el cosquilleo del viaje. Y, de repente, el “no” se transforma en “sí”. Qué digo en “sí”, en “¡¡SÍ!!”. Y ahí es cuando empiezo a disfrutarlo, por fin recuerdo por qué me gusta tanto esto de viajar: el ambiente temporal del aeropuerto, gente yendo y viniendo, nombres de lugares exóticos en las pantallas.

Luego llego a mi destino y lo disfruto mucho, sí, en general mucho. Hay reuniones buenos, malas y regulares. Depende de lo que sean, de dónde sean y de con quién sean. Pero siempre, siempre, lo mejor viene al acabar de reunión: cuando desconectas del día, sales con los colegas (y a veces ya amigos), tomas algo, o paseas, o vas de compras, o simplemente te metes en tu habitación y te tumbas a leer un rato. En mitad del viaje, a veces hay algún momento de debilidad, sobre todo si el viaje es muy largo. De repente recuerdas que deberías estar en el cumpleaños de alguien, cenando en algún sitio que te gusta con amigos, comiendo por ahí con tu familia o tirada en el sofá de tu casa. Pero no. Estás en un lugar que igual es bonito o que es horrible, con gente que puede que te caiga bien, o puede que no, haciendo un trabajo que en ese momento te encanta o lo odias. Pero al cabo de un rato te das cuenta de que eres una privilegiada y esos momentos de melancolía es el peaje que tienes que pagar por conocer lugares que, de otra manera, tal vez nunca conocerías.

Y llega el día de hacer la maleta de vuelta. ¡Qué rápido ha pasado! Y qué fácil se hace la maleta al volver. Bueno, no siempre. Depende de lo que hayan cundido las compras de los últimos días, si es que las ha habido. Yo estoy mejorando mucho en el tema maletas: cada vez llevo menos cosas, mejor aprovechadas. Cada vez llevo menos quilos a la ida, porque nunca sabes qué querrás meter dentro a la vuelta. Y ahí está, la maleta hecha y contando las horas para volver a casa, a tu zona de confort. Aunque, sin darte cuenta, en esos días acabas de ampliar tu zona de confort. Porque sabes que, si alguna vez vuelves al sitio en el que estás, ya no sentirás esa inquietud que sientes cuando vas a un lugar nuevo, no. Ya tendrás una seguridad, tal vez ficticia, pero muy agradable.

Yo disfruto mucho del viaje, mucho. Incluso de las largas horas de espera en los aeropuertos. Siempre intento hacer lo que me apetece hacer: leo, duermo, reviso cosas del trabajo, paseo por tiendas que me gustan. Intento tomarme el (o los) día(s) de viaje como un paréntesis de relax, un tiempo que tienes que pasar allí sí o sí. Así que lo disfruto. Suelo leer mucho cuando voy de viaje. Y me encanta.

Por fin en tierra. Aterrizar en mi isla es un regalo para la vista. Oh, ¡qué bonita es! Está mal que yo lo diga, pero ¡es tan bonita! En realidad, lo maravilloso es la sensación de volver a casa: aquí estoy, de vuelta. Y ya en el aeropuerto de destino, saliendo del avión o esperando la maleta, no puedo evitar volver a sentir la chispa de emoción de viajar. Intento pensar si ya sé cuándo y dónde será mi próximo viaje. Y empiezo a fantasear con ello. Por dónde volaré, qué llevaré, a quién veré, cómo irá, qué podré ver. Y empiezo a contar las semanas o los días que faltan para volver a sentir esta vorágine de sentimientos tan contradictorios como reales. Positivos y negativos, buenos y malos. Pero nunca, nunca indiferentes.

Siempre es igual, cuando viajo.

En la foto, la subida a la fortaleza de Kotor, en Montenegro, el viernes pasado. Viajar es igual que subir allí: duro, difícil, con ganas de tirar la toalla por al camino, pero tan emocionante, bonito y satisfactorio como llegar a la cima y contemplar el paisaje.

lunes, 27 de enero de 2014

Roma

La última vez que estuve en Roma, nevó. Pero no fue nieve de esa difusa, un aguanieve absurdo por lo frío y poco espectacular, no. Fue una nevada en toda regla, de esas históricas de las que todo el mundo se acuerda. Una nevada espectacular. Aquel día, también nevó en mi ciudad. Todo el mundo recuerda aquel día, todo el mundo recuerda lo que hizo en ese inusual día en el que mi ciudad se tiñó de blanco. Cuando alguien me dice aquello de “¿Te acuerdas de aquella nevada?”, yo sólo puedo decir “No. Yo no estaba. Yo estaba en Roma. Pero allí también nevó”.

La última vez que estuve en Roma, hacía frío, mucho frío. No recuerdo demasiado, como ya comenté aquí. Sé que estaba enferma. Sé que estuve en una reunión. Y sé que, a la vuelta, estuve casi una semana de baja, por un virus que me subió la fiebre a temperaturas que ya ni recordaba posibles, que me dejó destrozada y que me hizo perder varios quilos.

La última vez que estuve en Roma, llegué un domingo por la tarde, tal día como hoy, el último domingo de enero, hace exactamente dos años. Entonces, venía de pasar un fin de semana en Barcelona con amigos. Hoy, también he volado desde Barcelona y también debía haber pasado el fin de semana allí con ellos, pero esta vez decidí quedarme en casa. Me esperan por delante dos semanas fuera de casa, y necesitaba estar allí estos últimos días, para acabar de organizarme. Aquel domingo, no nevó. De hecho, no nevó hasta el viernes siguiente, cuando ya acababa la reunión. Nevó mucho esa tarde de viernes. Y esa noche. Al día siguiente, las calles romanas estaban blancas, blancas de nieve.

Podría contar muchas cosas de la última vez que estuve en Roma pero, como ya me pasó entonces, no sé por dónde empezar, no supe por dónde empezar, no sabría por dónde empezar. Roma es una ciudad fascinante, bella, increíble bajo la nieve, increíblemente triste.

Hace pocos días, por casualidad, encontré las fotos de aquella Roma nevada. No pude verlas. Parece que hace tanto tiempo, parece que han pasado tantas cosas. Y en realidad, apenas hace dos años y apenas ha pasado nada.

Hoy he vuelto a Roma. Estoy sólo de paso, sólo unas horas de camino a mi destino final, una ciudad a orillas del Adriático. Una escala patrocinada por las habituales malas conexiones aéreas entre países de la cuenca mediterránea. Ha sido extraño volver a Roma. Pero ha sido también bonito. Bonito para quitarme ese toque triste, amargo, que recordaba de la Roma nevada. O, si no eliminarlo, al menos dejarlo allí, en esos días de nieve de hace dos años. Roma sigue siendo igual de bella, igual de fascinante, igual de fría a finales de enero. Pero esta vez sin nieve. Esta vez sin apenas tiempo. Esta vez sin nada más que disfrutar de un par de horas en la ciudad, como si nunca antes hubiera estado.

Hoy he vuelto a Roma y ha sido una visita relámpago. Deambular por sus callejuelas, admirar algunos de sus monumentos, saborear su comida y hasta convencer a mis compañeros de escala para dar un paseo después de cenar, con temperaturas que apenas sobrepasan los cero grados, hasta mi lugar favorito, la Fontana di Trevi. Se me ponen los pelos de punta, cada vez que la veo. Incluso sin nieve. Nunca olvidaré lo que sentí la primera vez que la vi, hace ya más de ocho años, en el que fue mi primer viaje de trabajo internacional, allí, la cosa más espectacular e inesperada, en medio de unas callejuelas intrincadas. Aquella vez, hacía calor, mucho. Luego volví a verla bajo la nieve. Y, de nuevo, hoy. Sólo unos minutos, unos instantes.

Hoy he vuelto a Roma. Ya lo he dicho, ha sido bonito y extraño. Cada paso me ha hecho pensar en otros pasos, cada esquina me ha hecho pensar en otros momentos, cada rincón me ha hecho recordarlo bajo la nieve.

Recuerdos. Eso es todo lo que queda de aquella Roma bajo la nieve.

Pero hoy, no ha habido nieve.

Ni muchas otras cosas.

Sólo estaba ella, Roma.

Mágica. Sublime. Inmensa. Impresionante. Bella.

Y algunas fotos.







jueves, 12 de diciembre de 2013

Raro, raro

Ay, Bruselas, Bruselas.

Curiosa ciudad, ésta.

Una ciudad con edificios en los que el primer piso es el 01 y el segundo piso es el 1.


Igual es que se lo han quitado a otros edificios que no tienen primero. ¡Ni cuarto!


Es tan rara esta ciudad, que hasta hay tostadoras en las mesas de los restaurantes.



Así no me sorprende que en el Parlamente Europeo se tomen decisiones raras. Nosotros, por si acaso, comemos cada día vigilando a los europarlamentarios.


Menos mal que siempre nos quedará el chocolate. De las variedades más curiosas. Hasta de confeti.

Ahora que lo pienso, esta tableta se parece un poco a unas gráficas que hecho hoy, ¿no?

Ay, Bruselas, Bruselas.