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domingo, 24 de agosto de 2014

Vacaciones

Mañana vuelvo al trabajo después de 18 días (laborables) de vacaciones.

Dieciocho días.

Nunca, nunca, nunca en mi vida laboral me había cogido tantos días de vacaciones seguidos (exceptuando cuando me fui a Creta, pero de hecho allí no estuve de vacaciones, precisamente). No sé si volveré a cogerme tantos días seguidos el año que viene (si sigo contratada). Está muy bien lo de las vacaciones largas, pero me ha pasado lo que siempre he pensado que me pasaría si me cogía muchos días: no quiero volver al trabajo.

Vale, esto sonará totalmente superficial en un país con una tasa de desempleo vergonzosamente alta, pero trabajar me quita muchas horas de hacer cosas que me gustan. Y vaya por delante que mi trabajo me gusta, y mucho, no me puedo imaginar a mí misma haciendo otra cosa, pero ciertamente, trabajar me quita mucho tiempo libre. Y haber tenido tantos días en los que he podido hacer (más o menos) lo que quería me hace sufrir pensando que a partir de mañana, mi vida no va a seguir siendo como lo han sido las últimas semanas. Por eso llevo toda la tarde lloriqueando al respecto. Bueno, exagero, tampoco ha sido para tanto.

El otro día le decía a mi padre que tenía la sensación de que había aprovechado muy bien las vacaciones. Me miró como si fuera una extraterrestre y tuve que añadir la coletilla “para no hacer nada”. Y, repasando lo que he hecho estas vacaciones, básicamente no he hecho nada. Nada interesante ni trascendente quiero decir. De hecho, de las dos cosas que me propuse hacer esta última semana de vacaciones (cortarme el pelo, lavar el coche), sólo he hecho una (averiguad cuál). En mi defensa, diré que había pronóstico de lluvia varios días (y ayer cayeron cuatro gotas). La limpieza del coche tendrá que esperar.

Estos días he estado mucho en casa. Lo necesitaba. He disfrutado de estar en casa, del sofá y de la tele. He visto muchas series y bastantes películas. He leído bastante, todo en papel, aprovechando que no tenía que coger aviones. He cuidado de mis plantas, cosechado tomates y pimientos. Incluso he tirado la planta de Navidad que llevaba variaos semanas meses muerta. He tejido mucho, mucho, mucho, hasta que me han dolido los dedos y eso me permite pensar que igual acabaré un jersey a tiempo para utilizarlo este invierno. He cosido un gorro playero. He limpiado poco. He estado mucho tiempo con familia y amigos. He ido bastante a la playa, a playas del norte, sur, este y oeste de mi isla, a pequeñas calas y grandes arenales. He ido a bailar (ball de bot y lindy hop), a varios conciertos y a verbenas, incluyendo una noche de arte. He ido a varios cumpleaños (uno greco-romano) y a un velatorio. He ido algunos días al trabajo, algunas horas, por la tarde, con premeditación y alevosía, al menos una vez por semana, algunas semanas algo más. No he hecho casi nada de la lista de deberes laborales que me traje para las vacaciones, ni siquiera lo que era hiperurgente. He mirado el correo del trabajo casi cada día y he respondido algunos mensajes, los que me apetecía responder. He paseado por mi ciudad. He acompañado a familiares a médicos y pruebas médicas. Sólo he pasado dos noches fuera de casa, ni siquiera seguidas y ha sido en un lugar tan lejano como la casa de mi hermana, a 40 km de la mía. He hecho poco deporte, incluyendo una clase de energy jump. He cocinado poco, pero he preparado yogures y pan varias veces. Me he comprado unas sandalias preciosas por internet. No he tenido ningún amor de verano. He dormido menos de lo que pensaba, no he sentido necesidad de dormir como si hubiera un mañana, no me lo pedía el cuerpo. Pero no pasa nada, en un par de meses, me pongo a hibernar. He dormido algunas siestas, no tantas como hubiera querido, pero ¡hay tanto que hacer estando de vacaciones!

Y supongo que he hecho más cosas, pero se han quedado en el limbo de los recuerdos olvidados de estas vacaciones.

Mañana será otro día. Y habrá que madrugar.



Feliz inicio de semana.

domingo, 27 de julio de 2014

El cuestionario de Proust

Todo empezó con un post de Molinos sobre el cuestionario de Proust, comparando sus respuestas con las que en su día dio David Bowie. Después, Gordipé y Bichejo también dieron sus versiones del cuestionario. Y yo, aunque no conozco mucho a Proust, iba contestando mentalmente a las preguntas que iba leyendo así que pensé, ¿y si las escribo?

Pues aquí están.

¿Cuál es tu idea de la felicidad perfecta?
Un día junto al mar, en una playa de arena blanca, aguas cristalinas, una sombrilla para cuando me canse el sol y un libro para los ratos que no esté en el agua viendo peces. Y si tuviera a alguien querido a mi lado, pues mejor.

¿Cuál es su característica más relevante, más importante?
Soy transparente. La gente que me conoce no se acuerda de mí. Me refiero a la gente que me conoce poco. A veces es estupendo, puedes evitar a indeseables, pero a veces es un poco rollo que ni las puertas automáticas se abran a tu paso. Lo bueno es que no soy transparente para la gente que de verdad me conoce. Menos mal.

¿Cuál consideras que es tu mayor logro?
 Haber acabado la tesis doctoral. En diez años, pero la acabé. Fue un esfuerzo personal brutal, mental y físico. Creo que aún no me he recuperado y eso que hace ya dos años.

¿Cuál es tu mayor temor?
 Perder a la gente que quiero, verles sufrir. Y últimamente tengo un temor absurdo de no reproducirme.

¿Con qué figura histórica te identificas más?
 Anita Conti. Alguien una vez me llamó por ese nombre, desconocido para mí. Cuando busqué quién era me di cuenta de que me habían soltado un piropo como la copa de un pino: fotógrafa, escritora, exploradora y primera oceanógrafa francesa. Me gusta pensar que el que me llamó por ese nombre no estaba equivocado y me parezco a ella. Ojalá.

¿A qué persona viva admiras más?
Creo que a nadie en concreto. A los que son capaces de compaginar vida familiar y vida laboral y mantenerse cuerdos.

¿Quiénes son tus héroes en la vida real?
Los que siguen creyendo que la humanidad vale la pena y trabajan aportando su granito de arena en condiciones adversas: desde voluntarios en zonas de conflicto bélico hasta médicos que les recortan el sueldo pero no pierden la sonrisa cuando te atienden.

¿Cuál es el rasgo qué más deploras de ti mismo?
La baja autoestima. No me quiero demasiado, sobre todo a nivel físico (una vez me dijeron “Tú eres guapa, lo que pasa es que no lo sabes”) y eso hace que en los campos en los que me siento más segura, como el laboral, actúe a veces de manera que algunos interpretan como pedantería.

¿Cuál es el rasgo que más deploras en los demás?
 La falta de coherencia.

¿Cuál es tu viaje favorito?
Los cuatro meses que pasé en Creta, por la isla y por el ritmo de vida pausado que llevaba allí. De los que me quedan por hacer, me encantaría hacer alguna vez un voluntariado en la África negra.

¿Cuál es para ti la virtud más sobrevalorada?
 La fortaleza. Sí, mola lo de ser fuerte y tal, pero todos necesitamos de vez en cuando alguien en quien apoyarnos. Y eso no es malo.

¿Qué frases o palabras usas más?
 No hace mucho me he dado cuenta de que acabo muchas frases con un “¿eh?”. También uso mucho “ostras”.

¿De qué te arrepientes más?
Me he arrepentido de muchas cosas en mi vida, pero a corto plazo. A medio y largo plazo las he ido olvidando, así que muy transcendentales en mi vida no debieron ser. Eso sí, debería haber hecho más tonterías de jovencita. De más reciente, me arrepiento de no haber cambiado un vuelo de avión para pasar un fin de semana con alguien que me pidió que lo hiciera. Me encantaría saber qué hubiera pasado si lo hubiera hecho. Espero que esto también lo acabe olvidando, pero no estoy tan segura.

¿Cuál es tu estado actual de ánimo?
En tonos de gris.

Si pudieras cambiar algo de tu familia, ¿qué cambiarías?
Me hubiera gustado que hubiera sido más numerosa, tener más hermanos y, en general, más familia cerca. Y que cierta intolerancia de mi padre desapareciera.

¿Cuál es tu posesión más valiosa?
En términos puramente económicos, mi CocheCapricho, aunque no sólo económicos, porque llegó a mi vida en el momento que más necesitaba un capricho superficial. Sentimentalmente, no lo sé. He asumido que podría vivir sin muchas cosas de las que me consideraba inseparable (un anillo, una tobillera). Tal vez este portátil, creo que toda mi vida actual está aquí dentro. Pero estoy hiperorgullosa de mi colección de Harry Potter en idiomas varios.

¿Cuál consideras que es el estado vital más miserable?
Sentirte solo cuando estás rodeado de gente. Tener cerca a alguien a quien quieres y saber que nunca le podrás tener. Sentir dolor, de cualquier tipo.

¿Dónde te gustaría vivir?
En una casa con una puerta roja, con un pequeño jardín con uno (o dos) Ginkgo biloba y un pequeño espacio para cultivar un huerto y flores. Cerca del mar, junto a una zona con rocas para bucear viendo peces y a una distancia a pie de una gran playa de arena blanca. Preferiblemente, en una isla mediterránea. La mía me sirve. Pero quiero una puerta roja.

¿Cuál es tu ocupación favorita?
Leer, escribir, buscar la velocidad/abertura de diafragma adecuadas para que la foto quede como quiero, tejer, bailar, tirarme en el sofá sin pensar en qué hora es, estar con la gente que quiero (familia, amigos) y pasar el tiempo con ellos. Estar cerca o en el mar u otra masa de agua.

¿Qué cualidad te gusta más en un hombre?
El sentido del humor, la conversación inteligente y la fortaleza. Y esto último no es contradictorio con la respuesta a la pregunta once. Me gustan los hombres que no se amedrantan cuando me hago la dura. Y unos ojos profundos. Me miran un poco asín y me enamoro.

¿Qué cualidad te gusta más en una mujer?
La perseverancia para conseguir cosas que aparentemente sólo consiguen hombres sin caer ni en la seducción de sus superiores, ni en la masculinización de su comportamiento. La maternidad llevada con naturalidad y no como un don de su superioridad moral hacia las que (aún) no tenemos hijos.

¿Cuáles son tus nombres favoritos?
 Ni idea. De pequeña tenía nombres favoritos, ahora ya no (ja, de algo parecido hablé aquí).

¿Cuál es tu lema?

“Estudiad como si fuerais a vivir eternamente; vivid como si fuerais a morir mañana” (San Isidoro de Sevilla). No sé si la cita y/o el autor son correctos, pero me encanta la filosofía que encierra.

Y con esto de un bizcocho, aquí se acaba el cuestionario de Proust.

miércoles, 2 de julio de 2014

Un día

De repente, llega un día en que todas tus preocupaciones, todos tus cabreos, todas tus frustraciones, todos tus problemas, todas tus tristezas, toda esa energía negativa que circula a tu alrededor alcanza cuotas extremas y de repente, sin más, lo liberas todo de golpe con una cascada de lágrimas incontrolables.

Ese día ha llegado hoy.

Todo, todo, todo se ha ido acumulando y todo, todo, todo ha acabado saliendo a borbotones, sin poder detenerlo. En realidad no ha salido todo, porque los que tienen la mala suerte de pillarte cerca en ese momento te miran con cara de sorpresa y te dicen “Pero si eso que te he dicho… ¡no era para tanto!”. Y tú lo admites, con los ojos rojos, cogiendo un segundo paquete de pañuelos, sorbiendo los mocos e hipando sin control. Y te intentas controlar. Porque claro, “eso” que ha desencadenado la cascada no era, ni mucho menos, para tanto. Pero todas las minucias negativas de tu vida personal, sentimental, familiar, laboral y social tienen que salir fuera en algún momento y de alguna manera.

Y ha sido hoy.

Es así. No es nada terrible, ni horrible, ni siquiera preocupante. Pero hay veces que hay que parar, que tienes que decir basta, que el mundo tiene que comprender, al menos una vez, que lo de ser fuerte es agotador. Y si encima tienes faringitis y estás menstruando, pues aún más agotador.

Mañana volveré con fuerza, energía y alegría.

Hoy, simplemente, es hoy. Un día.

En la foto, un pececito triste que fotografié la semana pasada en Copenhague. A ratos, me siento identificada con él.

Y encima, va Bichejo y cuelga este video en twitter y ahí estaba yo, llorando a moco tendido. De bonus track, la canción original de la peli (“Frozen", que ya comenté aquí).


viernes, 27 de junio de 2014

Azul

Tengo una pequeña mancha azul en el pie izquierdo, en la cara interna, justo al lado del (excesivo en mi caso) puente y no muy lejos de mi lunar del talón. Es una mancha de pintura. Hace ya varios días que la tengo y no se acaba de borrar. Debo admitir que no he puesto mucho empeño en eliminarla. Es pequeñita, casi medio centímetro de largo y un par de milímetros de ancho, pero no tengo ganas de que desaparezca. Es uno de los pocos recuerdos físicos que conservo de los últimos días de mar. Otro es una anilla metálica que era circular y, por un golpe mal dado, se volvió elíptica. Y el tercero es una pegatina de un local que alguien pegó bajo un asiento de mi coche en una última noche de copas (y botellón, ¡a mi edad!) en tierra.

En el mar, todo se degrada por el salitre y, de vez en cuando, hay que picar la pintura de los barcos y volver a pintar. En nuestros días de mar, hubo tiempo también para eso. Algunas gotas de pintura azul cayeron dispersas por el exterior de la cubierta del puente. Yo, que tenía que salir fuera a ponerme mis zapatos de seguridad de suela en desintegración, me debí manchar con esas gotas en algún momento. Fueron manchas diminutas, casi sutiles: una en uno de mis calcetines, una en el pie.

Mi mancha en el pie me recuerda que, no hace tantos días, yo estaba en el mar. Con todo lo que eso significa.

Volver a tierra fue toda una vorágine, no sólo de sentimientos, sino también de eventos. No todos agradables. Los escasos días en casa, antes de volver a coger un avión, fueron mucho más frenéticos de lo esperado, con algún susto hospitalario familiar incluido. Así que, casi sin tener tiempo de pensarlo, pasé del barco a casa, de casa al hospital y del hospital al avión. Sin tiempo para digerir como se merece los días de mar, engullida por una nueva vorágine viajera, con sus propias complicaciones digamos que personales de las que tal vez, sólo tal vez, algún día hablaré.

Por eso, esta mancha azul me ayuda a recordar el mar, las cosas buenas del mar. Es un vínculo sutil y extraño, no es bueno añorar cosas que sólo han pasado unos días antes, pero tampoco quiero desprenderme de esta conexión tan bruscamente. Los días de mar deben desaparecer sutilmente, no a golpe de un nuevo viaje que elimine lo anterior, sino diluirse poco a poco, como los restos de pintura azul en mi pie izquierdo. Y así, un día, cuando desaparezca la pintura, desaparecerá también ese vínculo invisible, esa conexión que aún perdura.

Pero la anilla y la pegatina seguirán ahí.

En la foto, mis zapatos de seguridad, con sus suelas desintegrándose y algunas gotas de pintura azul rodeándolas.

martes, 24 de junio de 2014

Deshaciendo el equipaje

Por motivos varios y diversos, voy con un poco de retraso en publicar cosas escritas en los últimos días. Esto está escrito desde el jueves pasado y tenía que haberlo publicado entonces, pero bueno, aquí está.

Deshaciendo la maleta de la campaña. Ahora sí que lloro. De verdad. Quince días en el mar. Dan para mucho, mucho. Hay mil y un momentos, mil y una anécdotas, mil y un instantes vividos, sufridos, disfrutados. Momentos que se grabarán para siempre en mis retinas, momentos que ya he olvidado, momentos que no quisiera olvidar, momentos que quisiera que no hubieran pasado jamás.

Siempre lo digo, siempre. Cada campaña es única y diferente, totalmente nueva. De cada una tengo recuerdos claros y precisos. Otras muchas cosas las he ido olvidando, claro. Otras las mezclo ya. Pero siempre hay algo, algo, que hace que cada campaña sea especial, única.

¿Qué recordaré de esta campaña en el futuro? ¿Qué es lo que recuerdo ya ahora?

Un fin de semana terrorífico, con muestreos nulos, enganches, roturas y destrucción de aparejos ajenos. Una tecla de uno de mis portátiles que se salió de sitio. Un amanecer desde el portillo de mi camarote en el puerto de Maó, con una sonrisa en los labios, yendo a dormir después de una noche genial. Una partida de futbolín entre risas incontrolables. El desayuno en mi sitio de siempre, junto al mercado, unas pocas horas después. Los delfines que vimos. Los atunes que nunca capturamos. Los pulpos asados en popa. Trabajar en el parque de pesca hasta las once de la noche con los colegas, tras la única noche de copas en tierra y habiendo dormido sólo tres horas. La cara de ilusión de la gente que llegó asustada a la campaña y te da las gracias por haberles invitado. Tener la sensación de no querer estar, en ese momento, en ningún otro lugar. Salir del puente después de la una de la mañana, después de más de 18 horas trabajando allá arriba. Subir y bajar escaleras, subir y bajar escaleras, subir y bajar escaleras. El pinzamiento del gemelo de mi pierna derecha. Algunos pinchazos de dolor y no en el gemelo, precisamente. Abrazos con las colegas en los días en los que necesitas abrazos. Las divertidas conversaciones en el puente. También las serias. El trabajo duro, durísimo. Las toneladas de muestras analizadas. El color de los muestreos a poco fondo, con kilos y kilos de algas e invertebrados de preciosas tonalidades. La bajada en zodiac a desembarcar a un científico y embarcar ensaimadas, con caña de por medio y un motor que casi no responde. Hablar con amigos pescadores por la radio. La niebla que nos rodeó completamente algunas mañanas. La luna llena que tanto juego dio. Los cafés que me tomé, creo que más que en toda mi vida anterior junta. La sensación de que por las noches no dormía, sino que caía en coma profundo. Mi rincón favorito en el barco, en popa, junto a la amura de babor, en el momento que llegaba el lance a bordo. Mis botas de seguridad desintegrándose, esperándome fuera, en la cubierta del puente. La gente.

Ah, la gente.

El personal científico. Mis chicos, los míos. Desde becarios a jubilados, pasando por técnicos e investigadores, incluyendo gente de otros países. Se ha hablado español con numerosos acentos (incluyendo mejicano), catalán también con varios acentos, gallego e incluso inglés y francés. La tripulación del barco. También son ya mis chicos. Eu falo galego. Aunque aún no sé si que me traten como a uno de ellos es bueno o malo (“A veces creo que no os dais cuenta de que soy una chica”, les dije un día). Sus palabras amables, sus charlas agradables, su respeto sereno, sus historias increíbles. A veces se me hace difícil agradecer el trabajo de todos ellos, científicos y tripulantes. Una ronda de cervezas en tierra y unas ensaimadas a bordo me siguen pareciendo poco. Ha sido duro, mucho, no lo voy a negar. Y, en general, ha habido más sonrisas, agradecimientos y enhorabuenas que quejas y caras largas. De esas también hay, claro.

Y yo, como soy tonta, me olvido de todo lo malo, que lo hubo, y bastante. Supongo que estará por ahí reflejado en alguno de los diarios de a bordo que escribí. El oficial, de trabajo y las notas tomadas a lápiz que compartí aquí (I, II y III). Ya se me ha olvidado eso que dije una y mil veces estos días de “Yo no vuelvo a ser jefa”. Sí, se me ha olvidado ya. Lo sabía. Ja. Y el año que viene, me volveré a quejar de no cumplir la promesa que hago en los días malos. Porque sólo recuerdo los días buenos. Porque el mar es lo que tiene: es mágico, es especial, es increíble. Es casi irracional. Y vivirlo es una experiencia tan enriquecedora y sorprendente que nunca te deja indiferente. Para bien o para mal.
Volver a tierra siempre es un momento duro, difícil. De melancolía contenida por lo que dejas atrás, de alegría sincera por reencontrarte con lo que tienes en tierra. Son días de ruleta rusa de emociones. De sonreír con recuerdos, de llorar de añoranza. Es difícil de explicar y es difícil de entender para quien no lo ha vivido.

De verdad, lloro. Literalmente. Se me pasará, no os preocupéis.

En las fotos, algunos de estos momentos.











domingo, 22 de junio de 2014

Palabras escritas a lápiz (y III)

Con un poco de retraso, llega la última entrega de palabras escritas a lápiz desde el mar. El último día, actualicé desde un barco en mitad del mar. Hoy actualizo desde un avión en mitad del cielo. Maravillas del mundo moderno.

Lunes, 16 de Junio
 Hoy vemos tres islas a la vez: Mallorca, Cabrera y Dragonera. De verdad.
En el mar, también hay días de silencio.
Casi me duermo de pie.
Crisis total de sueño.
Sopor absoluto en el puente.
En esta campaña, estoy tan cansada que creo que por las noches no duermo, sino que entro en coma.
Llevo tanto en este barco que cuando suena la alarma del radar, ya sé quitarle el sonido yo misma.
Me paseo descalza por el puente (pero con calcetines, ¿eh?).

Martes, 17 de Junio
 Acumulación de jerséis en mi silla en el puente.
Ayer, simulacro con Salvamento Marítimo.
Hoy, último día en el mar. Entre la risa y el llanto. Bueno, igual no tanto.
Me encanta esta estación de muestreo pegada a Dragonera.
Sé que esto se acaba pero la verdad es que no tengo la sensación de que esto se acaba.
Último café de la campaña.
Voy a echar de menos estos cafés a media tarde.
Today, open air BBQ (on the deck).

domingo, 15 de junio de 2014

Palabras escritas a lápiz (II)

Seguimos en el mar, escribiendo a lápiz.

Miércoles, 11 de Junio
Hoy, en el puente, Pink Floyd.
Cuando quiero ser borde, puedo ser muy borde.

Jueves, 12 de Junio
“Desde el cielo con amor, dígame”, contesta al teléfono el capitán desde el puente. “Desde el laboratorio seco con más amor”, le contesto yo desde el susodicho laboratorio.
Maó da resaca.
Anoche despertamos a un oficial con nuestra charla. Mejor dicho, esta mañana despertamos a un oficial con nuestra charla.
Una campaña no es campaña sin galletas Príncipe.
Tercer café de la campaña. Creo que he tomado más estos días que en todo el año pasado.

Viernes, 13 de Junio
No hay nada como empezar el día con una buena bronca del jefe.
Qué bonita es la costa norte de Mallorca desde el mar.
Se me ha montado el gemelo derecho. Ay, qué dolor.
Ver una pareja de delfines surcando un mar en completa calma es un auténtico regalo para los sentidos.
Peces voladores. Aquí y allá. Surcando los aires a ras de mar.
Qué bonita es mi isla.
Hoy es uno de esos días en los que me enamoro de mi trabajo.

Sábado, 14 de Junio
El mar es ahora mismo una balsa de aceite.
Hoy he tenido uno de esos sueños que hacen que te levantes con una sonrisa triste en los labios. Ah, la amargura de los sueños imposibles.
Quiero un abrazo.
Trabajar con este barco vale 9000 euros al día. Y lo pagamos entre todos. Trabajar horas infinitas me parece casi una obligación moral.
Hoy, en el puente, suena The Boss.
Qué largos son los fines de semana de trabajo.
Otro café.
Manchando los estadillos de chocolate.
Ahora que ha pasado la luna llena, los temas de conversación en el puente se han diversificado: comida, política, idiomas, fútbol, pesca, sexo.
“¡Atunes por babor!”. “¡Atunes  por babor!... ¿Eso son atunes? ¿No son delfines?”. “¡Delfines por babor!”. “¡Delfines por babor!”.
Eu falo galego.
Ahora que se están instaurando ya algunas rutinas, se acerca el final.
Hoy he visto un atardecer que soy incapaz de describir. Zodiac. Barco. Dragonera. Rojos y naranjas. Palabras clave para recordarlo.
Me dice el capitán: “Estás mejor ahora que cuando te conocí hace 11 años” y le contesto “Eso es que llevas muchos días de mar y me miras con buenos ojos”. Y salta un oficial “No, ¡si el otro día ya me lo había comentado!”.

Domingo, 15 de Junio
Qué grande ayer el momento zodiac.
Según llega el momento de volver a tierra, te das cuenta de que las coas que dejaste allí pendientes siguen esperando tu regreso, no han desaparecido en este tiempo, aunque tengas la sensación de que se han diluido.
¡¡Delfines!! ¡¡Delfines!! ¡¡Delfines!!
Hoy tenemos vientos de hasta fuerza 7 y fuerte marejada. Y esto casi no se mueve. Una pasada.
Qué bordes pueden llegar a ser algunos cuando son bordes.
En el mar, cada días es un día largo, único, diferente. Nunca hay dos días iguales. Siempre pasan mil cosas. Hoy tenemos a una cuarta parte del personal embarcado con diarrea.
Acabo de ver que he apuntado con lápiz una misma cosas dos veces. No diré cuál. Ni siquiera la reproduciré.
El fin de semana pasado fue un infierno laboral. Éste, una delicia. A pesar del viento y la fuerte marejada.
Anoche me tomé una manzanilla para relajar mis músculos contraídos (gemelo, espalda) bajo una luna espectacular.
Hoy hemos desayunado cruasanes. De cena, pizza, huevos, patatas y lomo fritos. Quedan 50 minutos. Estoy salivando.
De postre hoy ha habido ensaimadas, traídas ayer desde tierra.

miércoles, 11 de junio de 2014

Palabras escritas a lápiz (I)

Palabras escritas a lápiz desde el mar.


Jueves, 5 de Junio
En el mar, no hay dos atardeceres iguales. Cada uno es único y especial.
Veces que he pensado que no quiero volver de jefa el año que viene: 2 ó 3 ó 4.
Veces que me he preguntado cuántos días llevo ya a bordo: 1 ó 2. Cuántos días llevo a bordo: 1.
Poner la lista de reproducción de tus canciones favoritas y que salga justo la que quieres oír.
Necesitar una goma de borrar y no saber si subir dos cubiertas o bajar dos cubiertas para conseguir una.
A veces, el aislamiento tecnológico tiene sus ventajas.

Viernes, 6 de Junio
En un día de mar pasan miles de cosas y pasas por miles de estados de ánimo diferentes.
Días que necesitas que te tonteen. Días que necesitas que te ignoren. Días que te volverías a casa. Días que alargarías momentos hasta el infinito. Y todo, todo, en un solo día.
Que alguien le diga a mi jefe que deje de llamarme tanto.
Que alguien les diga a los hombres que dejen de tontear con chicas con las que no quieren nada.
Hablar con un miembro de la tripulación de la novia y ex novias de alguien que fue tu ex algo. Y percibir en su mirada que él lo sabe. O igual no.
Como estoy parte del día sin cobertura, en vez de escribir en twitter, escribo mis pensamientos a lápiz sobre papel.
Hola, soy la que lleva ya dos días en el mar y sólo ha hecho una foto.
Nadie se lee las notas a pie de página.
Necesito que pase algo muy bueno hoy.
Necesito que pase algo muy bueno en mi vida.
Tiempo que han tardado en el puente en hablar de sexo: dos días. Conversaciones sobre huevos pajilleros: infinitas.
Hacer un muestreo nulo a las 9 de la noche es una putada, sobre todo si llevas muestreando desde las 8 de la mañana.
Capricho o no capricho, that’s the question.

Sábado, 7 de Junio
Temas habituales de conversación en el puente: sexo, comida, alcohol y sexo.
Hoy no he tenido tiempo de ir a comer, sólo un bocadillo de agujas. El capitán le ha puesto a su bocadillo chorizo del cocido.
No sé si tendré tiempo de cenar.
Se me están deshaciendo las suelas de los zapatos de seguridad.

Domingo, 8 de Junio
Ayer, además de armar un desastre, en el último lance cogimos una ánfora.
He dormido 5 horas. O menos.
“Desde el cielo con amor”, respuesta habitual cuando suena el teléfono en el puente.
Hoy me he tomado mi primer café de 2014. Con leche y canela.

Lunes, 9 de Junio
Son las 10 de la mañana y aún no se ha hablado de sexo en el puente.
Nuevos temas de conversación: política y coches.

Martes, 10 de Junio
Estoy a punto de quedarme dormida de pie.
Hace dos días que se habla poco de sexo en este puente. Eso sí, por la radio escuchamos declaraciones sexuales entre patrones de arrastreros que trabajan por la zona.
Hoy he soñado que volvía a Etosha, pero no podía entrar porque todo estaba inundado.
Momento broma “¡Eh! Que desde aquí se ven tres islas: Mallorca, Menorca e Ibiza”. Alguno se lo sigue creyendo.

domingo, 18 de mayo de 2014

Capricho

Hace unos días, una persona con mucha más edad que yo y, por tanto, mucha más experiencia, me contó lo que hacía cada vez que se encaprichaba de algo: espera un tiempo, para descubrir si eso que desea es simplemente un capricho o si realmente es algo que necesita.

Aunque él simplemente lo contaba para explicar por qué tardó varios años en comprarse un reloj que le gustaba y no lo explicaba como un consejo, a mí me pareció un consejo maravilloso.

Y decidí seguirlo.

Así que, hace unos días, decidí tomarme las cosas con calma y esperar, para tratar de decidir si algo que me apetece es sólo un capricho o es algo más.

Y así estoy, esperando.

Ya veremos.

En la foto, una pequeña caracola que me traje de mis días de mar. Un pequeño capricho. Éste sí.

lunes, 12 de mayo de 2014

Desde tierra

Me despierto a la misma hora que me despertaba a bordo, poco después de las siete, incluso antes de que suene el despertador. Menos mal, porque a pesar de no trabajar hoy, anoche me olvidé de quitar la alarma del móvil. He dormido casi nueve horas, me fui a dormir muy pronto. Recuerdo haberme despertado por la noche con ganas de ir al baño y, al levantarme, notar la pelusa de la alfombra que tengo junto a la cama y preguntarme dónde estaba. No estaba en el barco, de eso me di cuenta porque la cama era muy grande, no había madera protegiendo sus lados y el suelo estaba más cerca. Y por la alfombra, claro. Estaba en casa, estaba en tierra.

Voy al baño. Qué grande es mi baño. Qué grande es mi lavabo.

Voy a la cocina a desayunar. No hay nadie. Contraste inmenso con las últimas semanas, en las que desayunaba en un comedor para unas treinta personas. Siempre nos encontrábamos los mismos desayunando a esa hora, algunos tripulantes, algunos científicos, nos dábamos los buenos días y desayunábamos juntos. Le preguntábamos a la jefa cuáles eran los planes del día y charlábamos de esa manera que se charla cuando sólo hace minutos que te has despertado: pausada, tranquila, sin prisas. Hoy voy a desayunar sola.

Después de desayunar, no saldré a la cubierta, a ver el mar, la costa, las luces del día. Luego no subiré al puente, no pasaré allí las primeras horas del día. Hoy no hay artes cogiendo muestras, no habrá especies a triar, crustáceos o moluscos (mis responsabilidades a bordo) a muestrear. El primer turno de comida no se irá a las once y mi comida hoy será más tarde de mi hora habitual, las doce. Igual hoy beberé algo de vino con la comida, ¿por qué no? En mi casa no hay ley seca.

Hoy será día de deshacer maletas, poner lavadoras, sacar la ropa de verano (cuando me fui, aún era invierno, cálido, pero invierno), ordenar cajones, armarios, organizar las plantas, alucinar con lo mucho que han crecido, recontar los tomates que ya han empezado a salir. Hoy no habrá subidas y bajadas por escaleras empinadas, atardeceres en el mar ni paseos por cubierta buscando las zonas de mejor cobertura para hacer una llamada o descargar el correo. Hoy tengo internet de alta velocidad.

Por la tarde, si no me olvido (que me conozco), iré a clase de lindy hop, la gente me preguntará por el viaje, por el mar y yo contestaré sin mucho entusiasmo, no porque no lo sienta, sino porque hoy es el día después, el día de resaca melancólica, el día que todo cambia de golpe. Diré que sí, que esto que hago mola mucho, que ha estado muy bien, que ha sido muy interesante pero se me notará ese poso de tristeza que se siente unas horas, tal vez unos días, después de volver del mar, de pasar casi tres semanas en un barco sin tocar tierra, compartiéndolo todo con la misma gente, viviendo un día a día tan intenso como inolvidable.

Mañana volveré al trabajo, a la rutina, y la melancolía post-marina desaparecerá casi por obligación. La vorágine del día a día me atrapará y volveré a una vida normal tan distinta a la vida marina que nunca sabes cuál prefieres, incluso cuál es la real. Y vuelves a tener vida social, vuelves a poder quedar con tus amigos y a hacer esas cosas que haces en tierra que te gustan tanto. Y los días de mar se diluyen, quedan lejanos, parecen casi un sueño. Pero pasarán los días y, de vez en cuando, recordarás el mar, la inmensidad del mar y lo volverás a añorar. Inevitablemente. El mar.

En 23 días, vuelvo al mar.

En la foto, último atardecer a bordo, el del sábado, junto a la costa murciana.

viernes, 9 de mayo de 2014

Aquí, ahora

Hoy es una noche perfecta.

Estoy sentada en cubierta, junto al punto de reunión de proa, para poder tener conexión a internet. Hace la temperatura perfecta: no hay viento y me basta una chaqueta para no tener frío. Enfrente, veo las luces de la costa murciana. Sí, ya hemos llegado a la costa murciana y estamos delante de Águilas.

Sólo nos queda un día de trabajo en el mar y menos de 36 horas para volver a tierra. Cartagena es nuestro puerto de destino.

Tierra. Qué lejana y qué cercana a la vez.

He salido a descargar el correo y ver si contestaba alguno. Luego me he dado cuenta de que es viernes y, aunque contestara hoy, la gente no lo vería hasta el lunes. Así que el correo puede esperar.

He recordado que apenas he escrito nada en el diario de campaña. Desde que soy jefa de campaña, llevo un diario que intento actualizar cada día. Escribo las incidencias del trabajo, los problemas, las alegrías y las chorradas. Lo que se me ocurre cada día, en cada momento. Escribo notas que me serán útiles en futuras campañas y escribo cosas que sé que me gustará recordar cuando vuelva a leer lo que he escrito. En esta campaña, como no soy jefa, no sabía si escribirlo o no. He escrito sólo dos días, hoy es el tercero. Es una pena, lo que ya no he escrito, ya lo he olvidado. No todo, pero sí algunas cosas. Pero hoy quería escribir.

Si contara todo lo que se vive en un barco…

Algún día revisaré todos mis diarios, los leeré y de ahí sacaré algo. Contaré cosas que ahora no soy capaz de contar. Ah, qué maravilla, el tiempo. El tiempo te acaba dando la libertad de hablar sobre cosas de las que en su momento te sentiste prisionera. El tiempo te da una perspectiva muy diferente de todo lo que has vivido, te relativiza los problemas, te suaviza las alegrías y te endulza las penas.

Hoy he escrito mucho, bueno, bastante, en ese diario de campaña. No creo que lea lo que he escrito en una buena temporada. Algunas cosas sí son interesantes, laboralmente hablando. Otras son personales, reflexiones, ideas, chorradas varias. A veces es más fácil escribir ideas que dejar que ronden como locas por la cabeza.

Mañana toca hacer la maleta. Doble maleta: la que me llevo a casa y la caja con cosas varias que quedará a bordo, para mi próxima visita aquí, a este barco, en menos de un mes. Los finales son siempre momentos extraños, raros, de alegría por volver a casa, a tus rutinas, tu vida normal. De dejar atrás las rutinas que habías adquirido aquí. Yo hasta me he enganchado a ir al gimnasio. Ja. He ido más al gimnasio estos días aquí que en toda mi vida anterior. Flipante.

Por un lado, me quedaría aquí más tiempo: ya tengo mis rutinas, ya tengo confianza con la gente. Por otro lado, se agradece volver a casa, a las rutinas terrestres. Es el momento justo de volver, el momento exacto. Tampoco es bueno encariñarse demasiado con los lugares ni con las gentes en un entorno así. Al fin y al cabo, esto no es la vida real. Es tan sólo un minúsculo cascarón en medio del océano, con menos de medio centenar de personas a bordo.

La fragilidad de un barquito de papel en un charco de lluvia. Pero, aunque sea de papel, ¿no es también ese barquito real? ¿No es ese charco todo un océano para ese barquito?

En la foto, la costa murciana, ahora mismito.

martes, 29 de abril de 2014

Desde el mar

Llevamos cuatro días en el mar.

Estoy disfrutando como una enana. De verdad.

Aunque vaya al mar cada año, hacía muchos que no lo vivía como lo estoy viviendo aquí: sin grandes responsabilidades. Soy una más de la manada, del equipo, de las 20 personas que formamos parte de la tripulación científica. Hago lo que me dicen: separo especies, mido y abro bichos, escrito palotes, sumo números, limpio, ordeno. Lo que sea. No tengo que tomar grandes decisiones, no tengo que solucionar problemas, no tengo que tener planes B por si el plan A no sale bien, no tengo que mirar el parte del tiempo para organizar los muestreos, no tengo que reñir a nadie. Y eso mola mil. Hasta tengo tiempo de ir al gimnasio ¡al gimnasio! En mis campañas nunca tengo tiempo de ir al gimnasio. Es curioso, yo nunca voy al gimnasio en tierra, pero aquí he ido un par de días. Bueno, a hacer bici y algunos estiramientos, tampoco es para tirar cohetes. Y estoy durmiendo mis horas, como un tronco, aunque eso implique perderme partidas de cartas. Pero me conozco y si no duermo lo suficiente, no soy persona.

El tiempo acompaña, tenemos buena mar. Y que dure.

He visto especies que nunca había visto. He visto lugares que nunca había visto. He muestreado especies que nunca había muestreado.

Hemos estado donde Europa y África se separan.

Trabajamos muchas horas, más algún ratito extra que le dedico al trabajo de tierra. Pero de momento no me siento cansada. La emoción, el subidón de estar aquí, ahora, haciendo esto es más fuerte que nada y las horas y horas que pasamos de pie apenas se notan.

Estos días estoy recordando qué me gustó de este trabajo, que me enganchó.

Me encanta lo que hago.

Así, tal cual.

Pero a veces hacen falta momentos que te lo recuerden. Para tener fuerzas en los momentos más difíciles, menos maravillosos, más complicados.

Y aunque pasemos muchas horas encerrados por debajo del nivel del mar, sin ver la luz del día ni el océano, sabemos que está ahí. El mar. A apenas unos centímetros. Rodeándonos. El mar y toda su vida infinita. Y alucinante.









martes, 8 de abril de 2014

Mil océanos

Siempre estuvo a mil océanos de mí.

Lo comprendo ahora, con la perspectiva que sólo el tiempo da.

Creo que siempre fui consciente del mar insondable que nos separaba. Pero lo ignoré, lo ignoré de esa estúpida manera que sólo es posible por la ilusión, ésa que te impide ver y aceptar la realidad. O tal vez no creí que fuera tan insondable, ese mar que nos separaba. Tal vez creí que esos mil océanos no eran, en realidad, tantos. Y me lancé a ese mar, con esperanzas de llegar a la otra orilla. A nado. Sin chaleco salvavidas. Una y otra vez.

Lo intenté. Una y otra vez.

Pero mil océanos son difíciles de surcar a nado.

Imposibles.

Incluso cuando lo tuve cerca, muy cerca, incluso en aquella mañana en una ciudad cubierta de nieve en la que contemplé cómo dormía. Incluso entonces estaba lejos, a mil océanos de mí. Supongo que yo lo sabía. O debería haberlo sabido.

Juro que a veces creí atisbar la costa, juro que en contadas ocasiones creí estar cerca de tener éxito en mi hazaña. Pero esa costa que creía tan cercana no era más que un espejismo. Fata Morgana. Y a veces es muy sencillo creer en espejismos. Sobre todo si quieres creer.

Pero lo sabía, claro que lo sabía. Lo sabía porque me sentía Julia Roberts en “Pretty Woman”, cuando está en la bañera y le dice a Richard Gere que lo va a pasar tan bien con ella que no la dejará marchar. Él le dice que, con lo que le cuesta su compañía, seguro que la deja marchar. Y ella contesta, para sí: “Pero ahora estoy aquí”.

“Pero ahora estoy aquí”.

La de veces que pasó esa frase por mi mente.

Pero ahora estoy aquí.

Pero ahora estoy aquí. Y aunque no sé cuándo volveré a estar aquí, ni así, ni contigo, ahora estoy aquí. Y lo demás no importa.

Pero ahora estoy aquí.

Obviamente, mi vida no es una comedia romántica. A mí sí me dejó marchar. Qué digo, ¿marchar? Nunca fui capaz de atravesar los mil océanos que nos separaban, ni tan siquiera atisbar la costa.

La costa. Ja. Pura Fata Morgana. Pura pirotecnia.

Era imposible, no había ni un ápice de esperanza. Pero así y todo me lancé al mar, una y otra vez.

Pero ahora estoy aquí.

Tal vez era simple necesidad de un final feliz.

Ilusiones absurdas.

Y cuando por fin ves que es imposible surcar mil océanos, cuando ves que si sigues lanzándote a ese mal insondable lo único que conseguirás es ahogarte, tienes que ponerte a salvo. No queda otra. Y la única salvación posible es alejarte de la costa, de la orilla, caminar tierra adentro, lejos, para que nadie te alcance. Para ni siquiera oír el murmullo de las olas de esos océanos.

Hace más de un año que eché a correr tierra adentro, con un único objetivo: alejarme del mar.

A veces parece que hace siglos de aquello. A veces parece que fue ayer.

Y, entretanto, hago caso a Murakami. Así que bailo, bailo, bailo.

Literal y metafóricamente.

Y así, el mundo sigue rodando.

miércoles, 2 de abril de 2014

Festival de primavera

Hoy estoy bastante enfadada con el mundo. Y por varios motivos.

Uno de ellos es que una persona que creía que confiaba en mí, me ha demostrado que no. Para nada.

Todo ha venido por el Festival de primavera que celebramos cada año. En primavera, claro. Hoy, mientras tomaba el café (es un decir, no me gusta el café), le contaba algunas de las cosas que haremos este año en el Festival de primavera a alguien que normalmente participa en este festival, pero que este año no puede participar. Por ejemplo, le contaba que este año haríamos tartas. No recuerdo exactamente la conversación, no sé si he mencionado que haríamos tartas de manzana, pero bueno, hablábamos de las tartas. Más tarde, cuando salía del despacho hacia el baño me he encontrado con el sumo responsable del Festival de primavera (que no participa en el festival, porque es sumo responsable de muchas cosas y no puede estar por todo). En su mirada ya he visto que no venía muy contento, ponía esa cara que pone o, mejor, que solía poner cuando me echaba broncas (ahora hace tiempo que no me las echa).

- Oye, este año en el Festival de primavera, vamos a hacer tartas de manzana, ¡¡¡no tartas de fresa!!!

Yo le he mirado así, con la expresión “¿Qué me estás contando?” que pones cuando alguien interrumpe tu camino hacia el baño.

- Sí, ya. – le he contestado- Tartas de manzana… - y me he parado un segundo pensando dónde he escrito yo lo contrario, dónde he metido la pata, cuándo me he equivocado. Y no se me ha ocurrido nada- ¿Me he equivocado en algún lado? ¿Dónde he puesto tartas de fresa?

- Es que le has dicho a esa persona con la que has hablado esta mañana que íbamos a hacer tartas de fresa, ¡¡¡pero vamos a hacer tartas de manzana!!!

Y me he encogido de hombros y le he dicho “Me habré equivocado”. Luego ha aprovechado el cabreo momentáneo para interrogarme sobre la planificación de otros eventos del festival, como el torneo de mini-golf.

La cuestión es que según han pasado las horas, me he estado preguntando realmente si yo he dicho lo de “tarta de fresa”. Puede que sí, claro que sí, puede que me haya equivocado, pero tengo muy claro que una tarta de fresa y una tarta de manzana no son lo mismo. De hecho, en el Festival de primavera del año pasado, hicimos tartas de manzana, tartas de fresa y ¡hasta muffins de chocolate! Pero este año sólo haremos tartas de manzana. La verdad es que creo que sólo he mencionado que haríamos “tartas” sin entrar en detalles. Pero bueno, la cuestión que me ha acabado de cabrear no es esa.

No.

Me he dado cuenta de que el sumo responsable del Festival no confía en mí. Le ha dado a la persona con la que he hablado esta mañana un 100% de credibilidad y a mí un 0%. Cero patatero. Y me ha cabreado, mucho. No es que yo, por ser yo, requiera de él un 100% de credibilidad pero, puestos en igualdad de condiciones, ¿no debería darme al menos un 50%? O incluso un poco más. La persona con la que ha hablado volvió el lunes al trabajo después de varios meses de ausencia, para trabajar esta semana y volver a ausentarse varios meses más. Como ella misma me ha dicho, se despierta cada noche cada dos horas. Pero aún así, aún siendo una persona con falta de sueño (eso creo que crea problemas de concentración) y que ha estado desvinculada del trabajo (y, por supuesto, de la preparación del Festival) su credibilidad ha sido del 100%. Y la mía del 0%.

Me he cabreado mucho. Porque entonces he pensado que si me ha dado la responsabilidad de organizar el Festival de primavera (entre otros muchos eventos de los que me encargo yo ahora cuando no debería hacerlo), tal vez es porque él no quiere (o no puede) hacerlo y no porque confía en mí. Y se me ha caído el alma a los pies. No confía en mí.

Después de más de 13 años rindiendo pleitesía al sumo responsable, ¿ahora resulta que no confía en mí?

Pues estamos bien.

Igual ya no me echa broncas porque me da por imposible.

Y encima, no puedo cogerme días libres porque la put- aplicación que tengo que utilizar para solicitarlos ha decidido dejar de funcionar en mi ordenador. Y ya he perdido la cuenta de las horas que llevo luchando contra ella.

En fin.

Sean felices.

viernes, 14 de marzo de 2014

Horario guiri

En los últimos meses, se ha oído bastante hablar sobre el tema de los horarios, de lo poco europeos que son y de cómo afectan al rendimiento laboral. Cualquiera que se haya movido un poco fuera del país, se habrá dado cuenta de que en España comemos y cenamos a horas mucho más tardías que el resto del mundo, lo que hace que las noches se alarguen más de lo que parece sano y nuestras horas de sueño sean menos.

Durante mucho tiempo, yo estaba convencida de que el resto del mundo estaba equivocado y que nuestros horarios eran estupendos. No sé si es porque ahora he viajado más que cuando pensaba eso o porque me estoy haciendo mayor, pero creo que nuestros horarios son pura bazofia y cada vez más me gustaría ser europea, en cuanto a horarios, me refiero.

Me parece una barbaridad, por ejemplo, que las series del prime time empiecen después de las 10:30 de la noche y acaben pasada la medianoche. Siempre me pregunto si yo soy la única en el país que madruga. Yo tengo un horario de entrada al trabajo bastante flexible, entre las 7:30 y las 9:00, pero me gusta llegar sobre las 8. Y no me gusta levantarme y salir corriendo al trabajo, me gusta desayunar tranquilamente leyendo un rato y escuchando la radio. Así, mi hora buena para levantarme serían las 6:30. Si viera las series o películas del prime time, dormiría apenas 6 horas, que a mí no me bastan. Hace bastante que dejé de ver cosas en la tele que empiezan a la hora que me estoy planteando ya meterme en la cama. Si quiero ver alguna serie, las sigo por internet. Me niego a pasar sueño en el trabajo por los horarios despóticos de la tele. Aunque admito que a veces me engancho y mis horarios no son todo lo regulares que desearía.

Cuando yo era pequeña, los telediarios empezaban como ahora, a las 9. Pero acababan a las 9:30, en dos minutos daban el tiempo y luego hacían algo que durara media hora o menos (creo recordar) y ya a las 10 empezaba la película. Sigo pensando que las 10 es muy tarde para empezar a ver cualquier cosa, pero había esos programas de media hora (sitcoms americanas, creo recordar) que te entretenían un rato y luego ya te ibas a dormir. Ahora todo empieza tarde. Hasta los programas protagonizados por niños empiezan a las tantas. Y parece que acaban sólo un ratito antes de que suene el despertador.

Lo del horario europeo lo he disfrutado especialmente estos días en Namibia (vale, no es muy adecuado llamarlo “horario europeo” estando en África, pero de alguna manera lo tenía que llamar. Venga, horario guiri.). Me levanto antes de las 7, trabajo de 8 a 1 y de 2 a 5 y me voy al hotel. Paseo un rato, voy al súper, lo que sea. Ceno cuando tengo hambre, sean las 7 o las 8, a las 9 y pico ya he hecho casi todo lo que tenía que hacer y antes de las 10 suelo meterme en la cama a leer o ver alguna serie. Duermo 8 horas de sobra, a veces me despierto incluso antes de que suene el despertador, porque he dormido como una bendita y he descansado estupendamente.

Lo de las comidas es otra barbaridad. Aquí desayuno a las 7 y pico y como de 1 a 2. Perfecto. En casa, yo no me puedo ir de mi oficina antes de las 2.30 (es decir, tengo que estar obligatoriamente en la oficina de 9 a 2:30 y cubrir el resto de horas entre las 7:30 de la mañana y las 7 de la tarde, menos los viernes, que por algún motivo que desconozco, no me cuentan las horas si trabajo después de las 3.30). Lo que decía. Yo desayuno sobre las 7 y no suelo comer hasta casi las 3. Aunque en medio tomo una merienda (sí, en Mallorca llamamos merienda también a lo que tomamos a media mañana), suelo llegar a comer desesperada de hambre. ¿Por qué no puedo ir a comer a la 1.30 que es lo que me pide el cuerpo? No tengo un trabajo de atención al público, así que me resulta difícil explicar la tiranía horaria. Igual que me resulta difícil explicar por qué no puedo trabajar un viernes un rato por la tarde, que suelen ser días que mi nivel de concentración es bastante alto.

He oído por ahí que se estaban planteando atrasar una hora los horarios, para corregir esto. ¿QUÉ? Atrasar los horarios no nos llevará a modificar los hábitos. Y viviendo en la comunidad autónoma más oriental del país, os aseguro que si se hace, me dará algo. En Baleares, en invierno a las 5.30 ya es noche cerrada. Pero totalmente cerrada. ¿Os imagináis vivir en un sitio en el que fuera de noche a las 4.:30? Yo sí, porque ya lo he vivido. Cuando estuve en Creta, viví 3 semanas en el horario de invierno y me quería morir. A las 4 era ya casi de noche y a las 4.30 ya era noche cerradísima. Claro, amanecía prontísimo pero, ¿para qué?

No, el cambio de hábitos no implica un cambio de huso horario, implica un cambio en las costumbres. ¿Qué sentido tiene trabajar hasta las 7, las 8, las 9 de la tarde? ¿Qué sentido tiene cuando los horarios escolares acaban antes de las 2 de la tarde (al menos en mi comunidad)? ¿Para qué queremos tener tiendas abiertas hasta más allá de las 9 de la noche? ¿Gimnasios hasta las 10? Vale, no voto porque las tiendas cierren a las 5, como aquí en Swakopmund, que a las 6 ya no hay nadie por la calle y a las 7 da hasta miedo salir. Tampoco que los gimnasios abran a las 5 de la mañana como aquí. Pero si los horarios laborales acabaran antes, las tiendas podrían cerrar antes (también abrir) y las teles podrían emitir sus programas a una hora más decente. Y, ¿qué ganaríamos con eso? Calidad de vida, calidad de sueño, más tiempo con los nuestros. En resumen, más felicidad. Al menos yo.

Sinceramente, no creo que se produzca ningún cambio. Yo intento adecuar mis hábitos a los horarios que me resultan cómodos, aunque vaya un poco a contracorriente y acabe viendo las series de las que todo el mundo habla con semanas de retraso. Viva el horario guiri.

En la foto, puesta de sol desde mi balcón namibio. En un par de horas, me voy al aeropuerto para empezar mi odisea de regreso. Mañana a mediodía, en casa.

jueves, 6 de marzo de 2014

Día nacional de oración

Hoy ha sido día nacional de oración aquí en Namibia. Me lo han contado dos colegas. Se celebraba para rendir homenaje a las víctimas de la violencia de género. Gender base violence (GBV) lo llaman aquí. O passion killing. Por lo visto, las muertes por violencia de género han aumentado espectacularmente en los últimos meses: si en 2013, 25 mujeres murieron aquí a mano de sus parejas, en estos dos meses (y poco) de 2014 ya han muerto 16. Así, hoy la gente se ha reunido en todo el país, en homenaje a las víctimas, para una oración conjunta.

Cuando les contaba a estas colegas que las cosas en España no son tan diferentes y que es un problema también muy extendido, han flipado. Hemos estado comentando lo aberrante y terrorífico que es, lo sorprendente, lo absurdo de este terrible fenómeno global. Cuando hablábamos de las causas o de las soluciones, una lo ha tenido muy claro: si la gente se casara, esto no pasaría, porque esto pasa porque la gente se va a vivir junta sin casarse. Yo le iba a contestar que es un problema que va mucho más allá de la religión y de Dios, pero luego he recordado que esta colega, en mi última visita, no vino un sábado a trabajar porque tenía que pasarse el día en la Iglesia. Yo intento ser muy respetuosa con cualquier creyente y no creyente y, aunque simplificar el tema de la violencia de género con un “es porque son unos pecadores” me parece absurdo, he preferido no entrar en discusión. Es un problema demasiado serio para simplificarlo así.

La cuestión es que aquí en Namibia la gente es muy religiosa, católica para más señas. Así que muchos piensan así, que todo ese mal es fruto del pecado. Yo creo que es precisamente lo contrario, la violencia es el mal, el pecado si se quiere llamar así. Y a pesar de saber que en este país son muy religiosos, me ha alucinado lo de día nacional de oración. Me parece muy bien rendir homenaje a las víctimas de la violencia de cualquier tipo, pero me ha sorprendido mucho. De hecho, esta colega me ha dicho que le hubiera encantado ir al estadio de Swakopmund donde se reunía hoy la gente para rezar y ha insinuado que no ha ido porque yo estaba aquí. Yo no soy su jefa, así que supongo que podría haber ido si hubiera querido. Pero ya me lo ha dicho por la tarde. El día nacional de oración empezaba a las 10 de la mañana, a las 12 había cinco minutos de silencio y luego seguía durante varias horas más.

Yo soy nueva en esto de días nacionales de oración, así que no tenía ni idea de si los colegas namibios querían ir o no. Luego, leyendo la prensa namibia, he descubierto que era obligatorio para todos los trabajadores (imagino que trabajadores públicos) asistir a las oraciones de su ciudad. Madre mía, igual les he obligado a incumplir un mandato gubernamental. También he descubierto que hoy estaba prohibido vender alcohol en tiendas (aquí no se puede vender alcohol en tiendas ni los sábados por la tarde ni domingos o festivos). No sé muy bien la relación entre la no venta de alcohol y el homenaje a las mujeres asesinadas, pero en un país en el que el alcoholismo es un problema latente, no creo que algo así sirva para mucho. Igual que un matrimonio religioso no acaba con la violencia de género, la prohibición de vender alcohol algunos días de la semana no acaba con el problema de alcoholismo. Creo yo.

Me ha flipado mucho esto del día nacional de oración. Pero más me ha flipado descubrir que mañana, 7 de Marzo, es el día mundial de la oración de las mujeres. Y que se celebra aquí, en Swakopmund.

Y yo que creía que ya no tenía nada que contar sobre Namibia

lunes, 10 de febrero de 2014

Siempre es igual

Siempre es igual, cuando viajo.

Los días antes del viaje son alegres, emocionantes. Dónde voy. Cómo es el sitio. Qué podré ver si consigo tener algo de tiempo libre. Surfeo por la red averiguando cómo es el hotel al que voy, cómo voy a ir del aeropuerto al hotel y del hotel al lugar de la reunión, qué hay cerca, qué puedo ver, qué cuentan los viajeros que han estado por allí. Miro la previsión del tiempo, decido si hace falta chubasquero, paraguas y/o botas de agua.

El día antes del viaje es el infierno. Odio hacer la maleta. Me agobio, me estreso. Se me ocurren un millón de cosas mejores que hacer que hacer la maleta. Primero hago una lista o cojo una lista de viajes anteriores: es la manera de no olvidarme nada. Selecciono la ropa en función del tipo de reunión y del tiempo que hace en el lugar al que viajo. Siempre sigo el mismo orden para hacer la maleta: primero, ropa y zapatos; luego, los productos de higiene y, al final, todo lo demás: el papeleo, los cables para cargar cámaras y móvil y lo que será mi ocio esos días: libros y música. Mientras hago la maleta y una vez está hecha, el mismo pensamiento: no quiero ir. Quiero quedarme. No quiero alejarme de mi vida y de mi rutina. Cuanto más hace que no viajo, ese “no” es mayor. Cuanto más largo es el viaje, ese “no” es mayor. Y tengo la sensación de que cuanto mayor me hago, ese “no” también es mayor.

Y llega el día del viaje. Si madrugo, lloriqueo recreándome en el “no, no, no”. Y luego llego al aeropuerto. Ah, el aeropuerto. Me encantan los aeropuertos. El verano de estudiante en el que trabajé en uno, lo disfruté tanto, ¡tanto! Llego al aeropuerto y ya noto el cosquilleo del viaje. Y, de repente, el “no” se transforma en “sí”. Qué digo en “sí”, en “¡¡SÍ!!”. Y ahí es cuando empiezo a disfrutarlo, por fin recuerdo por qué me gusta tanto esto de viajar: el ambiente temporal del aeropuerto, gente yendo y viniendo, nombres de lugares exóticos en las pantallas.

Luego llego a mi destino y lo disfruto mucho, sí, en general mucho. Hay reuniones buenos, malas y regulares. Depende de lo que sean, de dónde sean y de con quién sean. Pero siempre, siempre, lo mejor viene al acabar de reunión: cuando desconectas del día, sales con los colegas (y a veces ya amigos), tomas algo, o paseas, o vas de compras, o simplemente te metes en tu habitación y te tumbas a leer un rato. En mitad del viaje, a veces hay algún momento de debilidad, sobre todo si el viaje es muy largo. De repente recuerdas que deberías estar en el cumpleaños de alguien, cenando en algún sitio que te gusta con amigos, comiendo por ahí con tu familia o tirada en el sofá de tu casa. Pero no. Estás en un lugar que igual es bonito o que es horrible, con gente que puede que te caiga bien, o puede que no, haciendo un trabajo que en ese momento te encanta o lo odias. Pero al cabo de un rato te das cuenta de que eres una privilegiada y esos momentos de melancolía es el peaje que tienes que pagar por conocer lugares que, de otra manera, tal vez nunca conocerías.

Y llega el día de hacer la maleta de vuelta. ¡Qué rápido ha pasado! Y qué fácil se hace la maleta al volver. Bueno, no siempre. Depende de lo que hayan cundido las compras de los últimos días, si es que las ha habido. Yo estoy mejorando mucho en el tema maletas: cada vez llevo menos cosas, mejor aprovechadas. Cada vez llevo menos quilos a la ida, porque nunca sabes qué querrás meter dentro a la vuelta. Y ahí está, la maleta hecha y contando las horas para volver a casa, a tu zona de confort. Aunque, sin darte cuenta, en esos días acabas de ampliar tu zona de confort. Porque sabes que, si alguna vez vuelves al sitio en el que estás, ya no sentirás esa inquietud que sientes cuando vas a un lugar nuevo, no. Ya tendrás una seguridad, tal vez ficticia, pero muy agradable.

Yo disfruto mucho del viaje, mucho. Incluso de las largas horas de espera en los aeropuertos. Siempre intento hacer lo que me apetece hacer: leo, duermo, reviso cosas del trabajo, paseo por tiendas que me gustan. Intento tomarme el (o los) día(s) de viaje como un paréntesis de relax, un tiempo que tienes que pasar allí sí o sí. Así que lo disfruto. Suelo leer mucho cuando voy de viaje. Y me encanta.

Por fin en tierra. Aterrizar en mi isla es un regalo para la vista. Oh, ¡qué bonita es! Está mal que yo lo diga, pero ¡es tan bonita! En realidad, lo maravilloso es la sensación de volver a casa: aquí estoy, de vuelta. Y ya en el aeropuerto de destino, saliendo del avión o esperando la maleta, no puedo evitar volver a sentir la chispa de emoción de viajar. Intento pensar si ya sé cuándo y dónde será mi próximo viaje. Y empiezo a fantasear con ello. Por dónde volaré, qué llevaré, a quién veré, cómo irá, qué podré ver. Y empiezo a contar las semanas o los días que faltan para volver a sentir esta vorágine de sentimientos tan contradictorios como reales. Positivos y negativos, buenos y malos. Pero nunca, nunca indiferentes.

Siempre es igual, cuando viajo.

En la foto, la subida a la fortaleza de Kotor, en Montenegro, el viernes pasado. Viajar es igual que subir allí: duro, difícil, con ganas de tirar la toalla por al camino, pero tan emocionante, bonito y satisfactorio como llegar a la cima y contemplar el paisaje.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

De matanzas

Un cerdo murió.

Era lo que tocaba.

Ya lo dicen, eso de que a todo cerdo le llega su sanmartín.

A éste le llego en un sábado frío de finales de noviembre.

Yo aún dormía.

Cuando llegué, ya no tenía cabeza y estaba a punto de ser colgado de sus patas traseras.

Cuando llegué, había 3.5ºC.

Cuando llegué, no llovía.

Luego, a lo largo del día hubo limpieza de intestinos, herramientas cortantes, frito a media mañana, música tradicional, pimentón y pimienta negra, lluvia, frío, pies secándose junto al fuego, agujas e hilo, delicias gastronómicas colgadas esperando a madurar.

También hubo una cena que me perdí, porque tenía que volver a casa, a preparar la maleta para un nuevo viaje (glups).

Nunca me dejaré de sorprender de lo mucho (de lo todo) que se aprovecha de un cerdo.

Qué gran criatura.













martes, 26 de noviembre de 2013

Una lección

La secuencia inicial de la película “Qué les pasa a los hombres” debería ser de visionado obligatorio para todas las mujeres del mundo.

Una lección magistral.

La mejor de todas.

Es ésta.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Absurdidad

A veces tienes que enfrentarte a cosas aunque no quieras. Es lo que tiene ser adulto. Enfrentarte a situaciones que preferirías evitar, de las que saldrías corriendo si realmente pudieras hacer lo que quieres. Pero estás ahí, la aguantas, más bien que mal o más mal que bien, dependiendo del caso. Supongamos que bien. Vas ahí, aguantando, pensando que aunque queda ahí un deje de tristeza que no acaba de desaparecer, lo llevas bien, lo controlas. Ja, eres una campeona. Una adulta campeona. Te enfrentas a lo que querías evitar y estás razonablemente bien. Vale, sí, la situación es ciertamente incómoda y las cosas no son lo que eran, pero ahí estás, aguantando como la adulta que eres. Y en ese momento, cuando crees que está todo controlado, bajas la guardia un segundo, un sólo segundo, un maldito e insignificante segundo y, sin darte cuenta, te precipitas de nuevo al abismo. La tristeza infinita te invade. De nuevo. Con más fuerza, con más intensidad que nunca. Y odias de nuevo ser adulta. No poder decir “téntol”, como cuando jugabas de pequeña y querías parar el juego. “Téntol”. Alto. Stop. Basta. A ver, paremos, reflexionemos, un segundo. ¿Qué coño es esto? ¿Qué mierda es este nudo en el estómago que casi no te deja comer y te provoca náuseas? Un momento, ¿no era yo esa adulta que tenía todo controlado y tiraba adelante sin problemas? Pues no. Parece que no. Como esas heridas que no están del todo cicatrizadas y las vuelves a mojar, alargando aún más su cura. Claro, sí, están mejor que hace un tiempo, sin duda. Bueno, digamos que probablemente. Pero siguen ahí, aunque te hayas pasado muchos meses ignorándolas, haciendo como que no existen. Heridas que se acabarán curando, pero para eso tienes que ser estricta en su curación, aunque esas curas duelan. Ah, cómo duelen las heridas cuando les pones alcohol encima. Pero ese alcohol es necesario para que acaben curando y puedas seguir tirando hacia adelante.

Y así, casi por una tontería, casi una absurdidad, pasas de una tristeza infinita que creías superada a una absurda tristeza infinita que duele casi más que la anterior. Porque no quieres aceptarla, porque no quieres sufrirla. Pero ahí está, la muy cabrona. Y no te deja avanzar.