Conté por aquí hace ya unos días cómo fue mi último baño de la temporada. Sólo que, en realidad, no fue el último.
A veces, el otoño tiene estas cosas. Y te sorprende con más días de buen tiempo de los esperados.
Ya lo dije yo durante las lluvias de finales de agosto: si las tormentas de final del verano llegan pronto, el buen tiempo suele prolongarse más de la cuenta, como este año.
Llevamos toda la semana con temperaturas rozando los 30º, así que hoy he aprovechado un ratito después de comer y, en vez de dormir la siesta, me he ido a la playa.
He ido una playa que hacía algunos años que no iba, que me gusta por varios motivos (es de arena pero hay rocas, hay muchos peces, cubre en seguida y está recogida del viento sur que soplaba hoy), pero a la que es imposible ir en pleno verano, de la cantidad de gente que hay. He ido a una playa que no es muy grande, que tiene una isla en medio, sobre la que se levanta un restaurante. Con un puente de madera que une la arena con la isla.
El agua estaba un poco más turbia de lo normal, resultado de estas altas temperaturas, que hacen que las algas profileren felices. Pero aún así, he entrado al mar con careta y tubo y he disfrutado viendo muchas especies: barracudas nadando muy cerca de la superficie, espáridos de varias especies, salmonetes escarbando en la arena con sus barbas, lisas de varios tamaños, salemas hervíboras, tordos peleándose, estrellas de mar de brillantes colores rojos. He visto el gran azul, ahí fuera.
He nadado hasta que me han dolido las piernas, se han quejado los brazos y se me ha puesto la piel de gallina por el frío.
He leído tumbada en la orilla, sintiendo el calor del sol en mi piel y la brisa mucho más cálida de lo que esperaba.
Y he vuelto a nadar y a ver peces y más peces, disfrutando del mar en calma y del que, ahora sí, ha sido el (probablemente, tal vez, digo yo, vaya usted a saber) el último baño de la temporada.
Más uno.
En la foto, el mar, hoy.
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