domingo, 22 de marzo de 2020

Primera semana

Llevamos una semana de confinamiento. Bueno, ocho días ya. Son días extraños, muy extraños. Intento llevar cierta rutina, porque estoy teletrabajando, pero tengo que admitir que esta semana me ha costado mucho concentrarme y seguir un horario pautado. Supongo que me adaptaré, supongo que la incertidumbre dejará paso a la anhelada rutina pero, aún así, estos primeros días han sido raros. No ayuda esa tos tonta que tengo desde hace una semana que no ha ido a más y procuro no darle importancia. No por mí, pero tener a mi lado a una persona de grupo de riesgo no es tranquilizador. Tampoco es ver su cara de susto cuando en un programa cualquiera de la televisión hablan de saturación de hospitales y de que, a partir de cierta edad, no se podrá hacer nada por los pacientes. Me mira y me dice: “Si hace un mes superé un ictus, ¡no me voy a morir ahora de esto!”. Digo yo que no. Pero aún así, hay que tomar precauciones, ser muy cauta. He salido a la calle tres veces desde el sábado pasado: dos para tirar la basura, una para hacer algo de compra. Fue muy extraño, me dio mucha pena, ver las calles de mi barrio tan vacías, tan desoladas. Pero, a la vez, fue maravilloso no ver gente, saber que la mayoría se quedan en sus casas, nos quedamos en nuestras casas. Ver letreros con arcoíris en algunos balcones; globos de colores en otros.

Los aplausos son una alegría. Salir a las ocho de la tarde al balcón cada día, ver a vecinos unidos, aplaudiendo, saludándonos, con canciones de ánimo saliendo por algunas ventanas de fondo. No he participado en ninguna cacerolada. He perdido la cuenta de cuántas hay y de para qué son y, sinceramente, creo que ahora necesito concentrarme en las cosas positivas. He vuelto a hacer yoga. Empecé con algunos saludos al sol y ahora ya sigo alguna de esas clases en directo que hay en internet. He seguido conciertos caseros en directo. Me he reído con memes divertidos y he borrado vídeos y audios apocalípticos y catastrofistas, algunos a medio ver o escuchar, otros sin ni siquiera abrir. Ya sé cómo de mal va la situación cuando me informo por la radio o por la tele, no necesito que me lo estén contando continuamente.

Tampoco nos piden tanto. Quedarnos en casa, en nuestro hogar, confortables, con comida, televisión, conexión a internet y toda la cultura que podamos imaginarnos a nuestro alcance. Lo he leído hoy por ahí, no deja de ser curioso que lo que nos esté ayudando a mantener la cordura son esas asignaturas que se consideran “marías”. Música, deporte, pintura. La creatividad y la cultura nos salvan, nos mantienen cuerdos porque, al fin y al cabo, es lo que nos hace humanos. Sé que no es solo quedarnos en casa, sé que estos son tiempos difíciles y, lo que viene después, desde el punto de vista económico y social, va a ser muy duro. Pero, ahora mismo, de momento, a día de hoy, nuestra obligación social y moral es quedarnos en casa.

Y, mientras tanto, ha llegado la primavera. Mi bosque de gingkos está en plena explosión primaveral. Lo observo cada día, las yemas verdes que se empezaron a vislumbrar hace unos días ya han explotado en grupos de hojas verdes y diminutas. Y las que quedan por salir. Y lo mucho que les queda por crecer. La vida sigue así, creciendo a borbotones. A pesar de todo.

Cuidaos. Y quedaos en casa

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En la foto, mi gingko primaveral.

sábado, 14 de marzo de 2020

Esto también pasará

Son días extraños, son tiempos extraños.

Están pasando muchas cosas en muy poco tiempo, a un ritmo vertiginoso. Pero, a la vez, parece que esto va a durar para siempre, que no acabará nunca.

No sé cómo lo viven los demás. Yo voy de un extremo a otro. En un momento, lo único que quiero es acurrucarme en una esquina y llorar e, instantes después, me pongo a hacer cosas rutinarias, del día a día, como si nada hubiera pasado, como si un virus no hubiera puesto nuestras vidas patas arriba. A ratos, me resulta imposible concentrarme en cosas simples, como leer; pero también me arrebujo entre las sábanas, con un libro entre manos, alargando la hora de levantarme, como si fuera un sábado por la mañana cualquiera.

No sabemos lo que nos espera, no sabemos qué va a pasar.

Hace un mes, mis planes de vida eran organizar los viajes de trabajo de las siguientes semanas (Roma, Argel) y preparar un proyecto personal que suponía un reto muy grande. Dos días después, mi madre estaba en la UCI, recuperándose de un susto gordo, muy gordo. Diez días después, el proyecto se iba al garete. Y, en paralelo, el mundo hablaba de un virus nuevo que ya empezaba a cambiar nuestras vidas, a anular eventos, a causar estragos.

Hoy, en un súper de mi barrio que habitualmente está vacío, había un aforo limitado que una chica controlaba, a la entrada. La gente iba por la calle, casi como un día normal, pero todos sabemos que no es un día normal y, lo que da aún más vértigo, que los próximos días van a ser todo menos normales.

Tenemos que seguir los consejos sanitarios, informarnos por medios oficiales, lavarnos mucho las manos, evitar tocarnos la cara, quedarnos en casa, cuidarnos y cuidar a los que nos necesitan. Es el mejor momento de la historia para que pase esto: tenemos un sistema sanitario robusto (a pesar de recortes que tanto daño hacen ahora), tenemos fuentes fiables de información (no difundáis bulos, no fomentéis el pánico) y tenemos medios tecnológicos suficientes para hacer que, aunque estemos aislados en casa, podamos entretenernos, trabajar y estar en contacto con nuestros seres queridos.

Estamos viviendo algo que no sé si marcará nuestras vidas, pero sí que será imposible olvidar. Eso está claro, independientemente de lo que pase en los próximos días. Llenemos esos días de cosas bonitas, de cosas buenas, creemos recuerdos para cuando, en unos años, hablemos de estos días, lo hagamos con una sonrisa, podamos decir lo de “¿Te acuerdas cuando…?” y detrás haya algo que nos haga sonreír. El concierto que seguiste online, el libro que leíste, la nueva receta que cocinaste, la película que disfrutaste o la serie a la que te enganchaste solo porque alguien te recomendó. La nueva rutina que creaste con amigos o que reforzaste (un mensaje de buenos días por la mañana, una llamada cuando notas que alguien está un poco más preocupado de lo normal). Incluso la limpieza a fondo que hiciste en casa o el curso online que siempre quisiste hacer, pero para el que nunca encontraste tiempo. Se me ocurren muchas, muchas cosas para hacer en casa estos días de las que nos podemos llevar recuerdos bonitos. Quédate en casa, por ti, por los tuyos, por todos. Vale la pena el esfuerzo.

Porque podéis estar seguros de algo: esto también pasará.

En la foto, el más pequeño de mis ginkgos, adelantándose a la primavera.

miércoles, 1 de enero de 2020

Uno de enero

Año nuevo, agenda nueva.

Me encanta estrenar agenda. Sigo con el mismo modelo: una Moleskine pequeña, semana vista. Este año, cambio a Harry Potter por El Principito. Soy más de HP, pero no me voy a quejar, me encanta.

Me encanta estrenar año. Todo puede pasar este año. No hago propósitos, ni planes específicos y tampoco espero nada especial del año.

Mentira, espero mucho, qué digo mucho, lo espero todo. TODO. Luego ya pasará lo que tenga que pasar, pero ahora mismo, creo que 2020 va a ser la bomba.

Feliz inicio de todo.


martes, 31 de diciembre de 2019

2019

No ha sido el peor año de mi vida. Pero tampoco el mejor. Ha sido un año raro, de alternancia de colorines, de días grises, de días azules, de momentos grises, de momentos azules. Lo normal en la vida, vamos.

Ha sido el año en el que he vuelto a cogerle el gusto a la lectura, allá por el mes de agosto, gracias a Arturo Pérez-Reverte y su “El tango de la guardia vieja” y gracias a Elizabeth J. Howard y sus Crónicas de los Cazalet (me quedan aún tres libros por leer, qué felicidad). Pero aún estoy cogiendo carrerilla. Ha sido un año de muchos viajes, muchos de ellos cortos y nacionales, oh, Madrid, amigos y teatro (“El Rey León”, “La función que sale mal”, “El médico”). Ha sido volver a destinos europeos conocidos varios, incluyendo Copenhague, Bruselas, Roma (siempre Roma). Ha sido volver a Namibia, aunque estuve poco tiempo y malísima y (ahora sí) no sé si volveré. Ha sido El Cairo y las pirámides de Giza, menudo regalo, sigo sin acabar de creerme que yo estuviera allí. He estado en todas mis islas, en todas, y a veces con repetición.

Ha sido un año de reiniciarme, de reinventarme, de parar, respirar y ver por dónde seguir; de ver quién está ahí, y quién sólo pasaba por ahí. De reírme mucho, mucho. De llorar también mucho. Se han ido de manera inesperada tres personas relativamente cercanas, tres personas que apreciaba y ahora, de repente, no están. Me temo que esto va a ser cada vez más habitual a partir de ahora. Cosas de hacerse mayor.

Pienso en 2019 y se me vienen a la mente unos cuantos momentos malos. Pienso en momentos bonitos y, madre mía, se me viene a la mente un montón de instantes tontos, absurdos, con gente bonita y querida, con risas, confidencias, abrazos y más risas. Gente bonita de mi vida: gracias por estar ahí. Y a ti, 2019..., pues hasta luego.

domingo, 22 de diciembre de 2019

Sobre una duna

Son tres fotos en blanco y negro. En la primera, aparecen cuatro hombres de espaldas a la cámara, subiendo una duna enorme. Uno de ellos, a la izquierda, va adelantado, arrodillado sobre la arena. Otro, el que va rezagado, camina apoyando solo las manos, no las rodillas. A la derecha, los que van en medio, combinan ambas técnicas: uno apoya rodillas y manos, el otro solo las manos.

En la segunda foto, ya les vemos las caras. Están cerca de la cumbre, tirados sobre la arena, mirando sonrientes a la cámara. Alguno lleva gafas de sol, todos llevan gorras y van vestidos con pantalones cortos y camisas de manga larga arremangadas, con un aire militar. Al fondo, una nube blanca. Se les ve felices, se están divirtiendo.

En la tercera foto, los cuatro están ya en la cima de la duna. La foto está borrosa, es una pena, pero ahí están con sus gorras y sus sonrisas, felices de haber llegado allí, a lo alto de la duna.

Detrás de la foto, un sello indica el laboratorio que reveló las fotos, “LABORATORIO FOTOGRAFICO Ragon. Aaiun”, y una inscripción revela dónde fueron tomadas, “Aaiun a 23-12-62 Sáhara”.

Es el día antes de Nochebuena. Un grupo de chavales que está haciendo la mili en el Sáhara, que entonces era territorio español, aprovecha unas horas libres para subir a lo alto de una de las dunas del imponente desierto junto al que llevan tiempo viviendo. Vienen de distintas partes del territorio español. Llegar allí ha sido una aventura. Horas y horas de tren, desde variopintos lugares del país, hasta llegar a Cádiz. Y de allí, un barco que les lleva a la costa sahariana. Para algunos, es la primera vez que suben en un barco. Para algunos, es incluso la primera vez que ven el mar. Y allí están, los cinco (no debemos olvidar al que tomaba las fotos), a sólo unas horas de la que para algunos será seguramente su primera Navidad fuera de casa, subiendo una duna entre risas. Y calor, porque aunque fuera diciembre, en el desierto siempre hace calor. Imaginad el momento, imaginad lo importante que debía ser para gastar tres fotos en algo así. No hace tanto, nos pensábamos mucho lo de hacer fotos, había que revelarlas, había que pagar por cada foto, no era cuestión de desperdiciar ninguna. Así que imaginad entonces, hace casi 60 años; 57 se cumplirán mañana exactamente.

No sé mucho más de estas fotos. Ni siquiera sé si el orden que yo he inventado es el adecuado, pero yo diría que es probable. Pero me flipan muchas cosas de ellas. No debió ser fácil hacerlas. Quiero decir, ahora sacamos el móvil del bolsillo y en segundos puedes compartirla con medio mundo. Entonces, no. Entonces había que asegurarse de tener una cámara, un carrete; había que llevar a revelarlas, que yo no sé nada de cuando el Sáhara era español, pero tampoco creo que hubiera demasiados laboratorios fotográficos en El Aaiún. Al menos había uno, Ragon se llamaba. No sé cuántas copias hicieron, no sé si esperaron a volver a casa para enseñárselas a sus familiares o si las enviaron por correo postal estando allí. Pero ahí están, esas fotos, de unos chavales pasándoselo bien, el día antes de Nochebuena, en un lugar extraño, lejano, exótico.

Uno de los chavales es mi padre. El que sale rezagado en la primera foto, el que lleva gafas de sol. El día antes de tomar estas fotos, había cumplido 22 años. Hoy, hubiera cumplido 79.

Cómo te echo de menos, papi.






lunes, 16 de diciembre de 2019

Roma. 2019

Vuelvo de pasar dos semanas en Roma. Han sido dos semanas laboralmente complicadas, que me han dejado un regusto amargo. Ayer, aprovechando que mi vuelo era a mediodía, madrugué para pasear por la ciudad, verla de día, cosa que no he podido hacer en estas dos semanas. No diría que ese paseo me haya reconciliado con la ciudad porque ella no tiene la culpa de lo que ha pasado, pero sí que me ha quitado un poco ese gusto amargo del que hablaba.

Roma es sucia, caótica, ruidosa y exagerada. Pero aún así, la amo, de manera totalmente irracional, como son la mayoría de amores. Es imposible justificar ese amor, esa felicidad que me embarga cuando me pierdo por sus calles o cuando contemplo sus famosos (y no tan famosos) monumentos. Roma, a primera hora de la mañana, en un frío domingo de invierno, sin apenas turistas, es deliciosa. La Roma nocturna es también fascinante, pero esa la tengo más vista.

He viajado tantas veces a Roma que la conozco bastante bien. He viajado tantas veces, que podría contar múltiples historias sobre lo que allí he visto, sobre lo que allí he vivido. He reído mucho y he sido muy feliz en Roma, pero también he vivido momentos malos. Ayer, volví a tirar una moneda en la Fontana di Trevi, porque a pesar de todo, de su suciedad, de su caos, de su ruido y de su exageración, quiero volver, claro está. Siempre.

Las fotos, algunos detalles de Roma con la réflex. Hacía mucho que no la llevaba de viaje.







domingo, 3 de noviembre de 2019

Madrid

Madrid me fascina. Lo digo desde la perspectiva de alguien que nunca ha vivido en Madrid; lo digo desde mi punto de vista de viajera ocasional y turista esporádica.

En Madrid tengo la sensación de que puede pasar cualquier cosa. En cualquier sitio. En cualquier momento. Todo parece posible en Madrid. Tengo la sensación de que la ciudad guarda miles de historias fascinantes, simultáneas y, estando allí, yo misma podría pasar a formar parte de alguna de ellas en cualquier momento. Yo, estando en Madrid, veo historias en todas partes. En el metro. En el autobús. En un restaurante. En el teatro. En sus parques. Incluso mirando por la ventana de cualquier hotel en el que me he alojado. Por algún extraño motivo, Madrid fomenta mi creatividad, mi mente se vuelve loca y no para de imaginar cuál es la historia de ese señor que pasea un perro por un parque o de ese músico que toca en los vagones del metro. Igual es la altitud. Igual es eso, sí. Yo vivo a nivel del mar y estar a 600 y pico metros me debe trastornar. Yo qué sé.

He estado en otras ciudades grandes y he sentido cosas interesantes también, desde el amor desmesurado (Roma) hasta la tristeza (Bruselas), pero son sensaciones diferentes. Lo de Madrid es fascinación. Simplemente.

Madrid es, además, una referencia de mi infancia, de mi vida. Películas, series, hasta el telediario se emite desde Madrid. Es el centro de todo. En Madrid ves cosas que salen en la tele. En Madrid se representa la misma noche El rey león, Billy Elliot y un montón de obras de teatro más. Hay innumerables restaurantes sirviendo desayunos, comidas y cenas a la vez. Hay tiendas de todo tipo. Cualquier cosa que necesitas, la puedes encontrar allí. Y no en un único sitio. Jolín, si hasta hay un montón de ginkgos repartidos por sus parques y calles, incluyendo el más espectacular de todos, el de la Quinta de la Fuente del Berro, cuyas hojas ya deben estar volviéndose doradas.

Me fascina y aún así le veo un montón de defectos. Muchísimos. Se me reseca la nariz. Hace frío. No tiene mar. Es muy grande. Hay mucha gente. Hay mucha contaminación. Pero hay algo que está por encima de todo eso, hay algo que me hace sentir cómoda cuando estoy allí, hay algo que me provoca un subidón extraño, inexplicable y difícilmente superable. Y más ahora, que ya me empiezo a orientar un poco, que ya sé dónde están algunas cosas, que por algunas zonas me siendo cómoda yendo de un sitio a otro sin necesidad de consultar google maps.

A veces, en Madrid, no me siento invisible. Eso os sonará a chorrada, pero yo estoy acostumbrada a ir por la calle y que nadie me mire. Ni yo mirar a nadie. Y en Madrid me di cuenta de que había gente que me miraba. Gente con la que te cruzas y te mira a los ojos. Un chaval con el que te cruzas mientras va corriendo haciendo deporte. Otro en el metro. O simplemente cruzando un semáforo. La gente te mira a la cara, lo que parece extraño en un lugar tan grande y con tanta gente yendo y viniendo sin parar.

He tenido la suerte de viajar bastante a Madrid en los últimos tres años. Qué digo bastante, un montón. Si en dos meses, he ido tres veces. Han sido viajes de todo tipo: para ir a reuniones, para ir a exámenes y escapadas con amigos. Aunque no siempre he podido, he intentado aprovechar esos viajes, aunque fueran de trabajo, para hacer cosas que me gustan (cine, teatro, libros, visitas guiadas, ginkgos, tiendas, bares y restaurantes que me gustan) o para ver a amigos que viven allí (¡Hola!) o incluso que pasaban por allí, como yo. Y, a pesar de haber ido tanto últimamente, siempre me gusta ir, siempre hay algo nuevo que ver o siempre tengo la sensación (igual es sólo eso, una sensación) de que algo emocionante va a pasar. Y tengo una curiosa impresión, igual absurda, de que la vida me cunde más cuando estoy en Madrid.

Luego flipáis con que al afamado pianista le chifle Madrid. Si es que es normal que le chifle. Pero, a diferencia de él, yo no creo que pudiera ser feliz viviendo en Madrid. Pero yendo de vez en cuando, viajando allí de tanto en tanto, sí que lo soy.

En la foto, unas hojas cualquiera, en Madrid, hace sólo unos días.