Estoy en Marsella, una ciudad que no me gusta para participar en un congreso al que no quería venir.
Pero aquí estoy, he venido.
Tengo una presentación de 3 minutos (¡¡tres minutos!!) y un póster que cuenta lo mismo que la presentación (bueno, un poco más).
Encima, soy la moderadora de mi sesión. Veréis qué risas. Hacer una introducción sobre un tema que hasta un rato no tenía ni controlado, vigilar que otros 5 científicos locos sólo hablen 3 minutos de sus locuras científicas y dirigir un debate de otros 20 minutos. Repito: veréis qué risas. Eso será el martes por la tarde. Ja, ja, ja. Si es que me río sola. ¿A quién se le ocurre hacerme moderadora? A alguien que no me conoce, claro.
Esta tarde he ido al lugar de la reunión, para inscribirme y colgar el póster.
Primera sorpresa: han escrito mi nombre mal en la identificación.
Bueno, el real también. Ahora casi me llamo como una mala de Harry Potter. Hmmmm, me mola.
Segunda sorpresa: el lugar donde se celebra el congreso es una pasada, con unas vistas increíbles.
No, si al final también me reconciliaré con Marsella, como ya me pasó con Bruselas.
Tercera
sorpresa: colgando mi póster (que ha llegado sucio y arrugado), me
encuentro a un colega griego, con el que compartí despacho durante mi
exilio cretense, hace cinco años. Genial.
De vuelta al hotel, cuarta
sorpresa: mi reproductor de mp3 (se llama Blauet, porque es azul –blau- y
pequeñito) estaba en el bolsillo de mi cazadora. Ayer tuve un momento
de pánico porque no lo encontraba por casa. Ni ayer ni esta mañana. Así
que me resigné a viajar sin música. Y resulta que Blauet ha hecho todo
el viaje conmigo, en un bolsillo de una cazadora que he llevado en la
mano, tirado por cualquier lado, metido en la mochila, puesto en el
compartimento de equipajes e incluso he llevado encima. Y ni se ha
caído. Y ni me he enterado hasta volver al hotel. Increíble. Y
maravillosa sorpresa.
A ver qué nos depara esta semana. Un congreso
con más de 800 participantes. Supongo que reencuentros con colegas,
estudios interesantes, vida social y disfrutar de esta ciudad que,
cuando la visité por primera vez hace año y medio, no me gustó
demasiado. Ya veremos.
Intentaré actualizar estos días, pero quién sabe cómo irá esto.
Bonne nuit.
domingo, 27 de octubre de 2013
sábado, 26 de octubre de 2013
El último +1
Conté por aquí hace ya unos días cómo fue mi último baño de la temporada. Sólo que, en realidad, no fue el último.
A veces, el otoño tiene estas cosas. Y te sorprende con más días de buen tiempo de los esperados.
Ya lo dije yo durante las lluvias de finales de agosto: si las tormentas de final del verano llegan pronto, el buen tiempo suele prolongarse más de la cuenta, como este año.
Llevamos toda la semana con temperaturas rozando los 30º, así que hoy he aprovechado un ratito después de comer y, en vez de dormir la siesta, me he ido a la playa.
He ido una playa que hacía algunos años que no iba, que me gusta por varios motivos (es de arena pero hay rocas, hay muchos peces, cubre en seguida y está recogida del viento sur que soplaba hoy), pero a la que es imposible ir en pleno verano, de la cantidad de gente que hay. He ido a una playa que no es muy grande, que tiene una isla en medio, sobre la que se levanta un restaurante. Con un puente de madera que une la arena con la isla.
El agua estaba un poco más turbia de lo normal, resultado de estas altas temperaturas, que hacen que las algas profileren felices. Pero aún así, he entrado al mar con careta y tubo y he disfrutado viendo muchas especies: barracudas nadando muy cerca de la superficie, espáridos de varias especies, salmonetes escarbando en la arena con sus barbas, lisas de varios tamaños, salemas hervíboras, tordos peleándose, estrellas de mar de brillantes colores rojos. He visto el gran azul, ahí fuera.
He nadado hasta que me han dolido las piernas, se han quejado los brazos y se me ha puesto la piel de gallina por el frío.
He leído tumbada en la orilla, sintiendo el calor del sol en mi piel y la brisa mucho más cálida de lo que esperaba.
Y he vuelto a nadar y a ver peces y más peces, disfrutando del mar en calma y del que, ahora sí, ha sido el (probablemente, tal vez, digo yo, vaya usted a saber) el último baño de la temporada.
Más uno.
En la foto, el mar, hoy.
A veces, el otoño tiene estas cosas. Y te sorprende con más días de buen tiempo de los esperados.
Ya lo dije yo durante las lluvias de finales de agosto: si las tormentas de final del verano llegan pronto, el buen tiempo suele prolongarse más de la cuenta, como este año.
Llevamos toda la semana con temperaturas rozando los 30º, así que hoy he aprovechado un ratito después de comer y, en vez de dormir la siesta, me he ido a la playa.
He ido una playa que hacía algunos años que no iba, que me gusta por varios motivos (es de arena pero hay rocas, hay muchos peces, cubre en seguida y está recogida del viento sur que soplaba hoy), pero a la que es imposible ir en pleno verano, de la cantidad de gente que hay. He ido a una playa que no es muy grande, que tiene una isla en medio, sobre la que se levanta un restaurante. Con un puente de madera que une la arena con la isla.
El agua estaba un poco más turbia de lo normal, resultado de estas altas temperaturas, que hacen que las algas profileren felices. Pero aún así, he entrado al mar con careta y tubo y he disfrutado viendo muchas especies: barracudas nadando muy cerca de la superficie, espáridos de varias especies, salmonetes escarbando en la arena con sus barbas, lisas de varios tamaños, salemas hervíboras, tordos peleándose, estrellas de mar de brillantes colores rojos. He visto el gran azul, ahí fuera.
He nadado hasta que me han dolido las piernas, se han quejado los brazos y se me ha puesto la piel de gallina por el frío.
He leído tumbada en la orilla, sintiendo el calor del sol en mi piel y la brisa mucho más cálida de lo que esperaba.
Y he vuelto a nadar y a ver peces y más peces, disfrutando del mar en calma y del que, ahora sí, ha sido el (probablemente, tal vez, digo yo, vaya usted a saber) el último baño de la temporada.
Más uno.
En la foto, el mar, hoy.
jueves, 24 de octubre de 2013
Por qué
Hoy hay huelga general en la enseñanza. Y aunque yo no trabajo en ese ámbito, la apoyo.
¿Por qué?
Porque no me parece bien que se recorte en educación. Si hay falta de dinero, se puede recortar de muchas, muchas partes, pero no en educación (ni en sanidad, ni en investigación).
Porque creo que la educación debe ser para todos y no para las élites. Y a veces tengo la sensación de que la educación acabará siendo como antes, para los ricos. Formo parte de la primera generación de mi familia (por las dos partes) con estudios universitarios. Y me gustaría que mis hijos y nietos tuvieran también la posibilidad de realizarlos.
Porque me parece absurdo que cada gobierno nuevo que entra, se invente una nueva reforma educativa y vayamos siempre, siempre, de mal en peor.
Porque cada vez hay menos becas, menos ayudas, menos profesores y más alumnos por clase. Y eso no puede ser bueno. Para nada.
Igual no lo sabéis, pero en mis islas, los docentes se pasaron en septiembre varias semanas de huelga. Era una huelga apoyada por profesores, padres de alumnos y sindicatos. La prensa la simplificó como una huelga “contra el TIL”. Pero, ya digo, eso es simplificar.
El origen de todo sí es la aplicación del TIL: el Tratamiento Integral de Lenguas. O tal vez no es el origen, tal vez fue la gota que colmó el vaso tras todo tipo de recortes que ya hace mucho que la educación está sufriendo. La idea teórica del TIL es fabulosa: los niños saldrán de los colegios baleares sabiendo castellano, catalán e inglés. ¿Quién no querría eso? El problema es la implantación: de golpe, de un día para otro, pasando por encima de las decisiones de supresión cautelar del Tribunal Superior de nuestras islas. De hecho, el político que habló de implantarla de manera gradual, fue destituido de su cargo. También lo fueron varios directores de centros de Menorca, porque se negaron a implantar de golpe el TIL (porque así se decidió en el consejo escolar). Y otros han dimitido ya. Por una vez, docentes, padres y sindicatos se pusieron de acuerdo. Alguna razón tendrían, ¿no? Dice el gobierno balear que no, que el TIL estaba en su programa electoral (no lo está) y que tienen el apoyo de la mayoría absoluta en las urnas (cuando les votaron el 26.6% de los que podemos votar). Qué queréis que os diga. Para mí eso no es gobernar para el pueblo, para mí eso es gobernar para las urnas. Y no es lo mismo.
Os voy a contar una cosa. Soy licenciada en Ciencias Biológicas, doctora en Ecología Marina (con título de doctora europea, porque hice al menos una estancia en el extranjero de más de tres meses, escribí la tesis en inglés y la defendí, en parte, en ese idioma) y tengo el nivel C1 de inglés. Estoy cursando (por tercera vez) el C2, pero no me he llegado a presentar nunca a los exámenes (espero hacerlo este curso). Por si alguien no lo sabe, C2 es nivel de nativo. Participo de manera regular en reuniones internacionales, en las que hablo en inglés, uso inglés en mi día a día muy habitualmente y, de hecho, en menos de un año he pasado un total de seis semanas en Namibia dando unos cursos a colegas namibios. En inglés, claro. Y digo y perjuro que yo, si fuera profesora, no querría ni muerta tener que dar clases a niños y adolescentes en inglés. ¿Por qué? Porque no soy nativa, mi inglés es aprendido, me hago entender perfectamente y entiendo a los demás. Pero yo no querría ser ejemplo de nadie. No querría que mis hijos tuvieran a una profesora como yo enseñándoles en inglés. Yo puedo enseñar mis conocimientos en inglés a unos alumnos, pero no creo estar capacitada para que ellos aprendan de mí MI inglés. Preferiría que alguien les enseñara biología y que alguien les enseñara en inglés. No que su nivel de biología fuera más bajo de lo esperado sólo para que pudieran cursar esa asignatura en inglés. Y sí, al cabo de unos años, si han hecho esto desde pequeñitos, me parecería estupendo que alguien les enseñara biología en inglés. Pero de manera progresiva, de manera casi natural. No de sopetón.
Esa es mi opinión.
Y por eso, apoyo la huelga de educación en general y la huelga de docentes de mis islas en particular.
Y ya que estoy, que sepáis que el conflicto lingüístico del que hablan en prensa es una visión muy parcial de lo que aquí ocurre. Conozco a bastante gente trabajando en educación y todos a los que les pregunto me contestan lo mismo: en el día a día, en la vida real, no existe tal conflicto. Los niños aprenden y estudian sin problemas lingüísticos, no hay esa conflictividad. Si un niño tiene problemas de aprendizaje con un idioma, existen herramientas para ayudarlo. Sí, seguro que alguien os cuenta de historia truculenta sobre este tema, claro que las habrá, de todo hay, pero no es la norma. Por supuesto que hay problemas, por supuesto que hay gente extremista en todos los bandos que provoquen situaciones absurdas, incómodas y estúpidas. A mí me han insultado por la calle por hablar en castellano, cuando soy totalmente bilingüe, pero con mi familia –de origen peninsular- hablo en castellano, pero también me han dicho despectivamente que hable “en cristiano” alguna vez que me he dirigido a alguien en catalán. Pero os aseguro que eso no es la norma, sólo la excepción. Eso sí, vende mucho, porque genera polémica. Y a la gente le gusta la polémica.
Así que hoy el blog está de verde.
Y al que no le guste, que no mire.
¿Por qué?
Porque no me parece bien que se recorte en educación. Si hay falta de dinero, se puede recortar de muchas, muchas partes, pero no en educación (ni en sanidad, ni en investigación).
Porque creo que la educación debe ser para todos y no para las élites. Y a veces tengo la sensación de que la educación acabará siendo como antes, para los ricos. Formo parte de la primera generación de mi familia (por las dos partes) con estudios universitarios. Y me gustaría que mis hijos y nietos tuvieran también la posibilidad de realizarlos.
Porque me parece absurdo que cada gobierno nuevo que entra, se invente una nueva reforma educativa y vayamos siempre, siempre, de mal en peor.
Porque cada vez hay menos becas, menos ayudas, menos profesores y más alumnos por clase. Y eso no puede ser bueno. Para nada.
Igual no lo sabéis, pero en mis islas, los docentes se pasaron en septiembre varias semanas de huelga. Era una huelga apoyada por profesores, padres de alumnos y sindicatos. La prensa la simplificó como una huelga “contra el TIL”. Pero, ya digo, eso es simplificar.
El origen de todo sí es la aplicación del TIL: el Tratamiento Integral de Lenguas. O tal vez no es el origen, tal vez fue la gota que colmó el vaso tras todo tipo de recortes que ya hace mucho que la educación está sufriendo. La idea teórica del TIL es fabulosa: los niños saldrán de los colegios baleares sabiendo castellano, catalán e inglés. ¿Quién no querría eso? El problema es la implantación: de golpe, de un día para otro, pasando por encima de las decisiones de supresión cautelar del Tribunal Superior de nuestras islas. De hecho, el político que habló de implantarla de manera gradual, fue destituido de su cargo. También lo fueron varios directores de centros de Menorca, porque se negaron a implantar de golpe el TIL (porque así se decidió en el consejo escolar). Y otros han dimitido ya. Por una vez, docentes, padres y sindicatos se pusieron de acuerdo. Alguna razón tendrían, ¿no? Dice el gobierno balear que no, que el TIL estaba en su programa electoral (no lo está) y que tienen el apoyo de la mayoría absoluta en las urnas (cuando les votaron el 26.6% de los que podemos votar). Qué queréis que os diga. Para mí eso no es gobernar para el pueblo, para mí eso es gobernar para las urnas. Y no es lo mismo.
Os voy a contar una cosa. Soy licenciada en Ciencias Biológicas, doctora en Ecología Marina (con título de doctora europea, porque hice al menos una estancia en el extranjero de más de tres meses, escribí la tesis en inglés y la defendí, en parte, en ese idioma) y tengo el nivel C1 de inglés. Estoy cursando (por tercera vez) el C2, pero no me he llegado a presentar nunca a los exámenes (espero hacerlo este curso). Por si alguien no lo sabe, C2 es nivel de nativo. Participo de manera regular en reuniones internacionales, en las que hablo en inglés, uso inglés en mi día a día muy habitualmente y, de hecho, en menos de un año he pasado un total de seis semanas en Namibia dando unos cursos a colegas namibios. En inglés, claro. Y digo y perjuro que yo, si fuera profesora, no querría ni muerta tener que dar clases a niños y adolescentes en inglés. ¿Por qué? Porque no soy nativa, mi inglés es aprendido, me hago entender perfectamente y entiendo a los demás. Pero yo no querría ser ejemplo de nadie. No querría que mis hijos tuvieran a una profesora como yo enseñándoles en inglés. Yo puedo enseñar mis conocimientos en inglés a unos alumnos, pero no creo estar capacitada para que ellos aprendan de mí MI inglés. Preferiría que alguien les enseñara biología y que alguien les enseñara en inglés. No que su nivel de biología fuera más bajo de lo esperado sólo para que pudieran cursar esa asignatura en inglés. Y sí, al cabo de unos años, si han hecho esto desde pequeñitos, me parecería estupendo que alguien les enseñara biología en inglés. Pero de manera progresiva, de manera casi natural. No de sopetón.
Esa es mi opinión.
Y por eso, apoyo la huelga de educación en general y la huelga de docentes de mis islas en particular.
Y ya que estoy, que sepáis que el conflicto lingüístico del que hablan en prensa es una visión muy parcial de lo que aquí ocurre. Conozco a bastante gente trabajando en educación y todos a los que les pregunto me contestan lo mismo: en el día a día, en la vida real, no existe tal conflicto. Los niños aprenden y estudian sin problemas lingüísticos, no hay esa conflictividad. Si un niño tiene problemas de aprendizaje con un idioma, existen herramientas para ayudarlo. Sí, seguro que alguien os cuenta de historia truculenta sobre este tema, claro que las habrá, de todo hay, pero no es la norma. Por supuesto que hay problemas, por supuesto que hay gente extremista en todos los bandos que provoquen situaciones absurdas, incómodas y estúpidas. A mí me han insultado por la calle por hablar en castellano, cuando soy totalmente bilingüe, pero con mi familia –de origen peninsular- hablo en castellano, pero también me han dicho despectivamente que hable “en cristiano” alguna vez que me he dirigido a alguien en catalán. Pero os aseguro que eso no es la norma, sólo la excepción. Eso sí, vende mucho, porque genera polémica. Y a la gente le gusta la polémica.
Así que hoy el blog está de verde.
Y al que no le guste, que no mire.
miércoles, 23 de octubre de 2013
"Gravity" de Alfonso Cuarón
Ayer, aprovechando lo de la fiesta del cine, fui a ver “Gravity”. Hacía mucho, mucho que no iba al cine. Y ayer conseguimos reunirnos 7 amigos para hacerlo. Genial. Ya podría haber más promociones de este tipo para animarnos a ir, porque no sólo es un gusto no arruinarse por una tarde de cine, sino que me encantó el ambiente y la animación que había en el cine. Hacía mucho, mucho tiempo que no lo veía así.
Imagino que todo el mundo sabe a estas alturas de qué va “Gravity”: es la historia de dos astronautas, Sandra Bullock y George Clooney, que quedan flotando perdidos en el espacio, tras la destrucción de su nave. La historia me pareció lo suficientemente interesante como para decidirme a verla. Como científica, debería ver el tema espacial como una parte más de la investigación científica, de la búsqueda del conocimiento, pero el espacio me impresiona tanto que me parece increíble casi todo lo relacionado con él. Supongo que es un problema de desconocimiento, o de perspectiva, o de ignorancia. Hablar de millones de años luz, de estrellas que vemos pero que ya hace mucho que desaparecieron, de la velocidad de la luz. Todo eso me parece impresionante, casi irreal. Me pasa un poco lo mismo con la física de partículas, con las partes más pequeñas de la materia. Tanto el espacio como las diminutas partículas existen, lo sé; se estudian, lo sé; me lo creo, claro, pero me parecen tan, tan difíciles de comprender que a veces creo que su estudio científico es casi, casi un acto de fe (aunque en realidad es simplemente la superior capacidad de ciertas mentes de comprenderlo y estudiarlo).
Pero vayamos a la película. La verdad es que pensaba que pasaría más miedo o más angustia de la que pasé. Y realmente me resultaron (algo) más angustiosas las escenas en el interior de las naves que las exteriores. Me pasó algo parecido en Namibia: en general, África me da sensación de inmensidad, una especie de vértigo espacial de sentirse muy pequeñito en algo muy grande. Y cuando fui a Etosha, pensé que esa sensación sería aún más devastadora y fue justamente lo contrario: en Etosha no sentí el vacío de inmensidad, esa melancolía perturbadora que he sentido en general en Namibia. Con “Gravity” ha sido similar, no sentí tanta sensación de angustia por la inmensidad en las escenas del espacio, sentí más lo contrario, casi claustrofobia en las escenas interiores.
La película me ha gustado mucho. Le veo algunos peros, pegas (científicas y cinematográficas), pero me resultó muy adecuada. Visualmente es muy atractiva (esos planos de la Tierra, el punto de vista personal, la inmensidad del espacio, algunas metáforas visuales). Y el guión es intrigante sin ser agobiante. A los 40 minutos de película estaba intrigada por saber qué pasaría después, qué diablos podría ocurrir en la casi hora que quedaba de película. Pensé que podría hacerse más pesada, más aburrida y a la par más angustiosa. Y no. Fue amena y me hizo sufrir poco.
Debo admitir que, en parte, me esperaba otra cosa. Tengo la mala costumbre de pensar qué haría yo con una historia a partir de lo poco que sé antes de verla. Eso me lleva a numerosas decepciones y numerosas sorpresas. En este caso, me había imaginado una historia bien diferente, tirando más a la ciencia-ficción, pero esto era casi un deseo o esperanza, porque sabía que dirigía Cuarón y no lo veía haciendo alguna historia con extraterrestres por el medio.
No me gusta mucho la Bullock, lo admito, pero aquí está más que aceptable y hubo momentos en los que hasta me olvidé de que era Sandra Bullock y me la creí como doctora perdida en el espacio. George Clooney mola. Siempre.
Una peli recomendable, pero tampoco le daría los millones de Óscars a los que (supongo) estará nominada. Y ya que estoy, aprovecho para recomendar otras películas de Cuarón, como “Hijos de los hombres” de la que ya hablé aquí (también del libro en el que se basa) y “La princesita”, que es una película absolutamente deliciosa.
Imagino que todo el mundo sabe a estas alturas de qué va “Gravity”: es la historia de dos astronautas, Sandra Bullock y George Clooney, que quedan flotando perdidos en el espacio, tras la destrucción de su nave. La historia me pareció lo suficientemente interesante como para decidirme a verla. Como científica, debería ver el tema espacial como una parte más de la investigación científica, de la búsqueda del conocimiento, pero el espacio me impresiona tanto que me parece increíble casi todo lo relacionado con él. Supongo que es un problema de desconocimiento, o de perspectiva, o de ignorancia. Hablar de millones de años luz, de estrellas que vemos pero que ya hace mucho que desaparecieron, de la velocidad de la luz. Todo eso me parece impresionante, casi irreal. Me pasa un poco lo mismo con la física de partículas, con las partes más pequeñas de la materia. Tanto el espacio como las diminutas partículas existen, lo sé; se estudian, lo sé; me lo creo, claro, pero me parecen tan, tan difíciles de comprender que a veces creo que su estudio científico es casi, casi un acto de fe (aunque en realidad es simplemente la superior capacidad de ciertas mentes de comprenderlo y estudiarlo).
Pero vayamos a la película. La verdad es que pensaba que pasaría más miedo o más angustia de la que pasé. Y realmente me resultaron (algo) más angustiosas las escenas en el interior de las naves que las exteriores. Me pasó algo parecido en Namibia: en general, África me da sensación de inmensidad, una especie de vértigo espacial de sentirse muy pequeñito en algo muy grande. Y cuando fui a Etosha, pensé que esa sensación sería aún más devastadora y fue justamente lo contrario: en Etosha no sentí el vacío de inmensidad, esa melancolía perturbadora que he sentido en general en Namibia. Con “Gravity” ha sido similar, no sentí tanta sensación de angustia por la inmensidad en las escenas del espacio, sentí más lo contrario, casi claustrofobia en las escenas interiores.
La película me ha gustado mucho. Le veo algunos peros, pegas (científicas y cinematográficas), pero me resultó muy adecuada. Visualmente es muy atractiva (esos planos de la Tierra, el punto de vista personal, la inmensidad del espacio, algunas metáforas visuales). Y el guión es intrigante sin ser agobiante. A los 40 minutos de película estaba intrigada por saber qué pasaría después, qué diablos podría ocurrir en la casi hora que quedaba de película. Pensé que podría hacerse más pesada, más aburrida y a la par más angustiosa. Y no. Fue amena y me hizo sufrir poco.
Debo admitir que, en parte, me esperaba otra cosa. Tengo la mala costumbre de pensar qué haría yo con una historia a partir de lo poco que sé antes de verla. Eso me lleva a numerosas decepciones y numerosas sorpresas. En este caso, me había imaginado una historia bien diferente, tirando más a la ciencia-ficción, pero esto era casi un deseo o esperanza, porque sabía que dirigía Cuarón y no lo veía haciendo alguna historia con extraterrestres por el medio.
No me gusta mucho la Bullock, lo admito, pero aquí está más que aceptable y hubo momentos en los que hasta me olvidé de que era Sandra Bullock y me la creí como doctora perdida en el espacio. George Clooney mola. Siempre.
Una peli recomendable, pero tampoco le daría los millones de Óscars a los que (supongo) estará nominada. Y ya que estoy, aprovecho para recomendar otras películas de Cuarón, como “Hijos de los hombres” de la que ya hablé aquí (también del libro en el que se basa) y “La princesita”, que es una película absolutamente deliciosa.
lunes, 21 de octubre de 2013
Etosha. Making of.
Pero hay mucha historia más allá de las fotos. El making of. El cómo se hizo.
Todo empezó una mañana de viernes, a las seis de la mañana, con un coche cargado hasta los topes.
Saliendo de la ciudad al alba y recorriendo bastantes quilómetros, los primeros, entre una densa niebla.
Y después, el cielo se fue despejando, la temperatura subiendo y recorrimos quilómetros y quilómetros de paisaje con pocas variaciones: desierto, sabana. Y poco más. Ah, hacía mucho calor.
Algún pueblo por el camino. Incluso paramos a hacer las últimas compras en un súper junto a una iglesia que parece totalmente fuera de lugar, allí, en mitad de África.
Llegamos a primera hora de la tarde a Etosha, entrando por su entrada nororiental, con intención de dormir en Namutoni, uno de los tres campings en los que se puede pernoctar. Qué calor. Pero estaba lleno, así que atravesamos medio parque hasta llegar al segundo camping, Halali. Allí montamos el campamento base por una noche, rodeados de turistas mucho, mucho más equipados que nosotros, hicimos una hoguera y cenamos.
Ah, y cargamos los móviles. Que sí, que estábamos en mitad de África, pero también en pleno siglo XXI.
Después nos acercamos a la poza de agua, rodeados del sonido de las hienas. En ella nos encontramos con algunas hienas y cuatro rinocerontes. No sabemos muy bien qué pasó, pero intuimos que había una movida sentimental entre dos machos y una hembra. Un pequeño estaba por allí en medio, molestando más que nada. Las fotos nocturnas son malas, malísimas.
Tras un merecido descanso, nos levantamos al alba, para ir de nuevo a la poza y encontrarnos con esto:
Es decir, la nada, la nada más absoluta (bueno, un algunos otros pringados madrugadores como nosotros, claro). Pasó un rato hasta que llegaron algunas aves (las primeras, las gallinas de Guinea, simpatiquísimas).
Seguimos nuestro camino. Quilómetros y quilómetros de sabana, de pistas de tierra blanca, de polvillo que se te mete en la nariz, en las orejas, por todo. Quilómetros y quilómetros sin ver ni un solo animal. Eso también es Etosha.
A media mañana, casi deshidratados del calor, parada estratégica en el tercer camping, Okaukuejo. No había sitio para acampar. Tras lloriquear un rato, conseguimos un sitio. Y al final, lo compartimos con una pareja que tampoco tenía sitio. Comimos felizmente a la sombra, a los pies de su estanque, viendo un documental de La 2 en vivo y en directo. O qué monas las gacelas saltarinas. O qué monos los oryx. O qué monos los kudus. O qué monas las cebras. O qué simpático ese chacal dando por saco a todo el mundo. O qué monas las jirafas que llegan a lo lejos. O qué monos los elefantes que vienen por ahí. Al final, la naturaleza te supera y ves casi con normalidad tener un elefante a pocos metros dándose un baño con su trompa autónoma. Y de normal no tiene mucho. Al menos no en mi vida.
Hacía calor, mucho (¿lo había dicho ya?), así que un ratito en la piscina nos ayudó a refrescarnos y coger fuerzas para un paseo durante la tarde. Más quilómetros y quilómetros de polvo. Sabanas inmensas. Depresiones salinas. Y animales, sí, más animales.
Ni un león. Ni un guepardo. Ni un leopardo.
Pájaros y pájaros cuyos nombres ya no recuerdo.
De vuelta al camping, montaje de la tienda (de esas que se montan en tres segundos y se desmontan en tres horas), cena de lujo y un rato más junto a la charca.
Un rinoceronte. Jirafas. Un elefante. Oh. Un elefante solitario. Mala señal. Si van sólo es que son violentos y los han echado de la manada. O están locos. Y ahí está, el elefante, dando por saco al pobre rinoceronte, molestándolo. Y ese momento, con el elefante mirándonos, incapacitada total para tirar una foto que hubiera sido preciosa, con el elefante de cara. Terror absoluto. ¿Nos ve? ¿Nos va a atacar? ¿Es suficiente esta barrera protectora? ¡Si apenas tiene un metro de altura! Posición de “yo salgo corriendo si hace falta”. Al final, el elefante se pierde en la lejanía y nos vamos a dormir a nuestra tienda.
A la mañana siguiente, de nuevo madrugón al alba y de nuevo hacia la poza. Y nos encontramos esto.
La nada, la nada más absoluta. Y encima, la foto queda borrosa.
Un corto paseo matinal y dejamos Etosha atrás, de vuelta hacia la civilización, seiscientos y pico quilómetros de carretera, esquivando jabalíes verrugosos.
Y de vuelta a la ciudad, con la cámara llena de fotos y la retina saturada de imágenes increíbles.
Inolvidable.
domingo, 20 de octubre de 2013
Harry Potter inglés
La mayoría de libros de mi colección friki de Harry Potter los he comprado en alguno de mis viajes. Sin embargo, de vez en cuando a mi hermana la gafapasta se le ocurre regalarme uno. La versión en inglés es uno de ellos. Me lo regaló en las Navidades de 2010-2011 y lo compró aquí en nuestra ciudad. Curiosamente, años después me regalaría un libro electrónico con un vale que me permitía descargar gratuitamente este libro, así que es el único HP que tengo en formato papel y electrónico. Y también es uno de los pocos de mi colección que realmente podría leer. Je, je.
(Y sí, la segunda foto está borrosa, pero me da pereza repetirla).
Harry Potter and the Philosopher’s Stone.
Palma. Diciembre 2010-Enero 2011.
sábado, 19 de octubre de 2013
Cactus
Ayer tiré el cactus de mi foto de perfil, mi súper-cactus-nave-nodriza. Éste.
Era un cactus fabuloso, que adoraba. No recuerdo cuándo lo compré, pero hace mucho, mucho. Era un cactus de esos pequeñajos que se venden en todas partes. Hace años le hice una foto que presenté a un concurso de fotografía. Esta foto.
La llamé “Generaciones”. Entonces ya tenía varios años, era un cactus mediano y ya tenía pequeños cactus a su alrededor. La foto es de enero de 2007, hace seis años y medio. Así que calculo que el cactus tenía ahora unos 10 años.
Cuando me mudé de casa, el cactus fue casi lo primero que se vino conmigo. Miento: el cactus se mudó a mi casa antes incluso que yo, como demuestran estas fotos que me envió mi hermana estando yo en Creta, en verano de 2008. Por lo que veo, entonces ya había separado algunos de los pequeños cactus. Si mal no recuerdo, esa nueva maceta se la regalé, un tiempo después, a una amiga.
Las primeras fotos que tengo del cactus florido son de mayo de 2009, pero no sé si tuvo flores antes. No creo, porque un evento así seguro que lo hubiera fotografiado. Porque aquello fue todo un acontecimiento. ¡Una flor! ¡Tenía un cactus florido! Fue una grata e increíble sorpresa. Primero salió una, pero luego vinieron más, muchas más. En las fotos no lo veo claro, pero juraría que entonces el cactus ya estaba en el que ha sido en los últimos años su lugar en mi balcón: al fondo, en la esquina, junto al Aloe vera.
Con los años, el cactus creció más y más, y siguió echando flores, como se ve en estas fotos de 2010, 2011 y 2012.
Se hizo grande, muy grande. Así que hace un año, le volví a quitar algunos pequeños cactus, que sembré y repartí entre mi hermana y alguna amiga (como ya conté aquí y aquí).
Le he hecho muchas fotos al cactus y a sus flores. Sus flores. A veces una, a veces dos, a veces tres. Hasta seis simultáneas ha llegado a tener. La peculiaridad de sus flores era su futilidad: sus tallos tardaban días, tal vez un par de semanas en crecer, pero sus flores permanecían abiertas sólo unas horas. A veces, me iba por la mañana a trabajar estando el capullo cerrado y, al volver por la noche, ya se había mustiado. A menudo, florecían por la noche. Con nocturnidad y alevosía. De hecho, mis favoritas son dos series que hice dos noches noche, en mayo de 2012 y de 2013, jugando con la réflex y utilizando por trípode una silla de la cocina.
Revisando unas fotos de mayo, ahora me doy cuenta de que el cactus ya había perdido algo de su color, volviéndose más amarillento. Pero seguía floreciendo como siempre.
Fue en verano cuando empecé a notar que su superficie perdía su color habitual y se volvía marrón. Y uno de los cactus estaba seco y arrugado. No le di demasiada importancia, pero enseguida noté que el tono marrón se extendía por toda la planta. Incluso algunos capullos que le salieron no llegaron a desarrollarse.
En septiembre estuve todo el mes fuera y, en uno de los viajes, mi padre (que es el que pasa por casa a cuidar de mis plantas cuando no estoy) me dijo lo que ya hacía tiempo sabía “Tu cactus está enfermo. Creo que deberías tirarlo”.
De vuelta de Namibia, comprobé que ya estaba casi prácticamente marrón. Aunque conservaba la ligera esperanza de rescatar alguno de los cactus pequeños y trasplantarlo. Pero dejé pasar demasiado tiempo y ayer, cuando me puse a arrancar cactus me di cuenta de que ya no había nada de hacer: todo el cactus estaba seco y vacío en su interior, era pura fibra, una enorme masa de fibra y vació, terriblemente punzante.
Y decidí que había llegado el momento de tirarlo. Con un guante de jardín improvisado (formado por un guante de horno, un trapo y una bolsa de plástico) y un cuchillo, corté el cactus en trozos y lo metí en dos bolsas grandes. Dos bolsas grandes.
No sé de qué ha muerto. Tal vez era ya demasiado grande para su maceta, la tierra no era capaz de alimentarlo como tocaba y no le llegaba agua y alimento suficiente. Tal vez simplemente había ya cumplido su función, era demasiado viejo y le había llegado su hora. No sé, no sé nada de cactus. Sólo sé que su aspecto era tristemente penoso.
Ha sido un gran compañero. Y es difícil describir lo que sentía cada vez que me regalaba una flor: ilusión, alegría, vitalidad, vida. Ver un cactus florecer en tu balcón no sé si es algo habitual. Para mí era una sensación muy especial.
Admito que el ojito derecho de mis plantas es mi bosque de ginkgos, pero este cactus, sin duda, ocupaba un lugar privilegiado entre mis plantas favoritas de casa.
Lo bueno es que voy a conseguir uno de sus hijitos que mi hermana aún tiene. Le di unos cuantos así que recuperaré uno. Pasará mucho antes de que vuelva a tener un cactus florido en mi balcón. Pero si una vez lo tuve, sé que lo puedo volver a tener.
Era un cactus fabuloso, que adoraba. No recuerdo cuándo lo compré, pero hace mucho, mucho. Era un cactus de esos pequeñajos que se venden en todas partes. Hace años le hice una foto que presenté a un concurso de fotografía. Esta foto.
La llamé “Generaciones”. Entonces ya tenía varios años, era un cactus mediano y ya tenía pequeños cactus a su alrededor. La foto es de enero de 2007, hace seis años y medio. Así que calculo que el cactus tenía ahora unos 10 años.
Cuando me mudé de casa, el cactus fue casi lo primero que se vino conmigo. Miento: el cactus se mudó a mi casa antes incluso que yo, como demuestran estas fotos que me envió mi hermana estando yo en Creta, en verano de 2008. Por lo que veo, entonces ya había separado algunos de los pequeños cactus. Si mal no recuerdo, esa nueva maceta se la regalé, un tiempo después, a una amiga.
Las primeras fotos que tengo del cactus florido son de mayo de 2009, pero no sé si tuvo flores antes. No creo, porque un evento así seguro que lo hubiera fotografiado. Porque aquello fue todo un acontecimiento. ¡Una flor! ¡Tenía un cactus florido! Fue una grata e increíble sorpresa. Primero salió una, pero luego vinieron más, muchas más. En las fotos no lo veo claro, pero juraría que entonces el cactus ya estaba en el que ha sido en los últimos años su lugar en mi balcón: al fondo, en la esquina, junto al Aloe vera.
Con los años, el cactus creció más y más, y siguió echando flores, como se ve en estas fotos de 2010, 2011 y 2012.
Se hizo grande, muy grande. Así que hace un año, le volví a quitar algunos pequeños cactus, que sembré y repartí entre mi hermana y alguna amiga (como ya conté aquí y aquí).
Le he hecho muchas fotos al cactus y a sus flores. Sus flores. A veces una, a veces dos, a veces tres. Hasta seis simultáneas ha llegado a tener. La peculiaridad de sus flores era su futilidad: sus tallos tardaban días, tal vez un par de semanas en crecer, pero sus flores permanecían abiertas sólo unas horas. A veces, me iba por la mañana a trabajar estando el capullo cerrado y, al volver por la noche, ya se había mustiado. A menudo, florecían por la noche. Con nocturnidad y alevosía. De hecho, mis favoritas son dos series que hice dos noches noche, en mayo de 2012 y de 2013, jugando con la réflex y utilizando por trípode una silla de la cocina.
Revisando unas fotos de mayo, ahora me doy cuenta de que el cactus ya había perdido algo de su color, volviéndose más amarillento. Pero seguía floreciendo como siempre.
Fue en verano cuando empecé a notar que su superficie perdía su color habitual y se volvía marrón. Y uno de los cactus estaba seco y arrugado. No le di demasiada importancia, pero enseguida noté que el tono marrón se extendía por toda la planta. Incluso algunos capullos que le salieron no llegaron a desarrollarse.
En septiembre estuve todo el mes fuera y, en uno de los viajes, mi padre (que es el que pasa por casa a cuidar de mis plantas cuando no estoy) me dijo lo que ya hacía tiempo sabía “Tu cactus está enfermo. Creo que deberías tirarlo”.
De vuelta de Namibia, comprobé que ya estaba casi prácticamente marrón. Aunque conservaba la ligera esperanza de rescatar alguno de los cactus pequeños y trasplantarlo. Pero dejé pasar demasiado tiempo y ayer, cuando me puse a arrancar cactus me di cuenta de que ya no había nada de hacer: todo el cactus estaba seco y vacío en su interior, era pura fibra, una enorme masa de fibra y vació, terriblemente punzante.
Y decidí que había llegado el momento de tirarlo. Con un guante de jardín improvisado (formado por un guante de horno, un trapo y una bolsa de plástico) y un cuchillo, corté el cactus en trozos y lo metí en dos bolsas grandes. Dos bolsas grandes.
No sé de qué ha muerto. Tal vez era ya demasiado grande para su maceta, la tierra no era capaz de alimentarlo como tocaba y no le llegaba agua y alimento suficiente. Tal vez simplemente había ya cumplido su función, era demasiado viejo y le había llegado su hora. No sé, no sé nada de cactus. Sólo sé que su aspecto era tristemente penoso.
Ha sido un gran compañero. Y es difícil describir lo que sentía cada vez que me regalaba una flor: ilusión, alegría, vitalidad, vida. Ver un cactus florecer en tu balcón no sé si es algo habitual. Para mí era una sensación muy especial.
Admito que el ojito derecho de mis plantas es mi bosque de ginkgos, pero este cactus, sin duda, ocupaba un lugar privilegiado entre mis plantas favoritas de casa.
Lo bueno es que voy a conseguir uno de sus hijitos que mi hermana aún tiene. Le di unos cuantos así que recuperaré uno. Pasará mucho antes de que vuelva a tener un cactus florido en mi balcón. Pero si una vez lo tuve, sé que lo puedo volver a tener.
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