jueves, 12 de noviembre de 2020

El primero


He escrito por aquí algunas veces sobre ginkgos, sobre los que tengo en casa o sobre los que me encuentraba en alguno de los viajes que antes hacía. Pero nunca he escrito sobre el primer ginkgo o cómo descubrí su existencia.

Fue en la carrera, no sé si en primero o en tercero (creo que en tercero, pero qué se yo), cuando en una asignatura de botánica nos hablaron por primera vez de esta especie, Ginkgo biloba, no sólo única en su género, sino también en su familia, Ginkgoaceae. Vimos imágenes de sus peculiares hojas, nos contaron que era un fósil viviente (es decir, una especie no extinta que es parecida a otras que solo se encuentran como fósiles) y supimos de sus semillas olorosas que hace millones de años dispersaban los dinosaurios. El profesor nos dijo que en nuestra universidad, a solo unos metros del edificio donde estudiábamos, había uno plantado. Así que lo fui a ver, claro. No todos los días se tiene la oportunidad de ver un fósil viviente.

Hoy he vuelto a verlo. Lo recordaba más pequeño pero claro, han pasado ya veinte años. No es que no lo haya visto desde entonces, supongo que sí, pero no sé cuánto hace. Mucho tiempo, seguro. El árbol sigue ahí, cerca de la Facultad de Ciencias, con algunas hojas ya amarillas como toca, con una copa bastante tupida, precioso. La sorpresa ha sido que, un poco más allá, en una zona por la que antes circulaban y aparcaban coches, hay otro ginkgo sembrado. Es un árbol diferente, más desgarbado, con ramas por todo el tronco pero lo he reconocido en seguida, a lo lejos. Me he acercado, claro, cómo no me iba a acercar. Ha sido precioso.

A ver si vuelvo más adelante, a verlos amarillos, con lo cerca que los tengo.

 En las fotos, el primer ginkgo y mi nuevo descubrimiento, hoy.




domingo, 2 de agosto de 2020

Veranos

Llevo unos días pensando mucho en los veranos eternos de hace unos años. No, no me refiero a los veranos de mi infancia y adolescencia, aquellos veranos que discurrían entre playa y playa y más playa, interrumpida por un mes en el pueblo manchego de mi padre o en algún lugar de la tierra de mi madre, en el norte de España. Aquellos eran veranos interminables. Me refiero a los veranos de hace cinco, seis, ocho años, veranos que parecían eternos, porque tenía la sensación de que los veranos serían siempre así: Algún viaje de trabajo que intentaba disfrutar al máximo y días de vacaciones que pasaba en la isla, disfrutando de sus playas; de noches de amigos, música, bailes y fiesta; de domingos de playa con la familia. Me acuerdo especialmente de las tardes de esos domingos, cuando llegaba a casa con el pelo aún salado del mar y la piel caliente por el sol; cuando bajaba las persianas, cerraba las ventanas y encendía el aire acondicionado y la tele, en cualquier canal que hicieran lo que fuera, y pasaba la tarde dormitando en esas siestas pesadas pero maravillosas de las que te despiertas con legañas en los ojos. Sí, en aquel momento pensaba que aquellos veranos serían eternos, y casi me aburría ante la idea de que durarían para siempre.

Llevo tres años sin esos veranos. Hace dos años, fue un verano de médicos, hospitales, tratamientos y ese nudo en el pecho que sientes cuando sabes que algo está yendo mal, muy mal. El año pasado, fue el primer verano sin mi padre, por lo que hubo que habituarse a volver a su playa favorita sin él, a volver a su restaurante favorito sin él, a volver a nadar en el mar sin él. Era inevitable, y lo sigue siendo, volver a pensar en aquel su último día de playa y su “Bueno, habrá que meterse otra vez, quién sabe cuándo podremos volver”. Y este verano, ¿qué puedo decir de este verano? Lo es todo menos normal. Pandemia, mascarillas, incertidumbre de todo tipo. Incertidumbre mundial, incertidumbre laboral (qué queréis que os diga, esto me inquieta sobremanera) y no quiero ni pensar en mi propia incertidumbre personal, que trato de obviar porque en el fondo, qué más dan mis problemas individuales ya, si todo es un caos.

Sí, pienso mucho en esos veranos que parecían eternos, porque obviamente no lo eran. Y, curiosamente, pienso mucho en mi padre últimamente. Tal vez sea alguna fase del duelo que no tenía controlada, que no sabía que llegaría ahora, casi dos años después de su muerte. Tal vez sea porque le encantaba el verano y esos domingos de playa maravillosos. Tal vez lo tengo presente porque me siento totalmente perdida, no sé qué va a pasar en las próximas semanas, en los próximos meses. Ni idea de lo que va a ser mi vida en los próximos años. Y odio esa incertidumbre, yo que soy mucho de organizar, de planificar, de tener las cosas claras antes de enfrentarme a ellas. Y, en momentos así, me iría estupendo tener una referencia, alguien que me calmara, alguien que me diera seguridad, alguien que me dijera “Tranquila, todo va a salir bien”, aunque fuera mentira. Porque no, no sé si algo va a ir bien y no, no tengo a nadie que me lo diga. Y supongo que, por eso, me siento perdida. Y supongo que, por eso, echo de menos esos veranos en los que todo estaba controlado y que parecían eternos.

En la foto, una puesta de sol cualquiera, en el mar, hace unos días, en este verano extraño.

sábado, 20 de junio de 2020

Fin

Hoy acaba el estado de alarma, después de 98 días, más de tres meses. Si hace un año nos cuentan que íbamos a vivir esto, no lo hubiéramos creído. ¿Os acordáis lo que hacíais estos días hace un año? Yo estaba a punto de viajar a El Cairo. Parece que fue otra vida.

Es difícil resumir y entender lo que han significado estas semanas de los últimos meses. A nivel personal, a nivel social, a nivel global. No hemos salido mejores de esto, no vamos a salir mejores. Simplemente, se ha intensificado el verdadero yo de cada uno. Habrá gente a la que le habrá servido para algo; a otros, para poco y algunos, los menos afortunados, ni siquiera han llegarlo a verlo acabar.

A mí hay varias cosas que me han llamado la atención de todo esto, dos están relacionadas con cosas que creímos siempre que eran positivas y, realmente, no lo son tanto. ¿Os acordáis cuando se presumía de que España era uno de los países con mayor esperanza de vida? No sé para qué sirve eso si somos incapaces de cuidar a nuestros mayores, apartándolos de la sociedad, dejándolos en residencias donde, por desgracia, tantos han muerto. Que sí, que la vida es así, que la gente no puede cuidar de sus mayores, que todo el mundo trabaja fuera hoy en día, que vivimos muy rápido, nuestro ritmo diario es incompatible con sus requerimientos. Pero esa misma necesidad que ha sentido la gente de correr a los bares a tomarse la cerveza con sus amigos, esa necesidad de sentirse parte de la tribu la hemos dejado solo para la parte del ocio, para el disfrute, no para la responsabilidad y los cuidados. Y, ¿os acordáis cuando, en las épocas peores de cualquier crisis, algunas comunidades –como la mía– seguían aguantando gracias al turismo? El turismo lo era todo, el turismo nos salvaba pero, ese mismo turismo nos ha llevado ahora a una situación absolutamente impensable hace unos meses. Lo hemos jugado todo a una carta, nos hemos arriesgado y hemos perdido. Nos esperan tiempos difíciles, mucho.

Yo he aprendido muchas cosas de mí misma en estos meses y no todas me gustan, la verdad. Otras igual sí. Y me ha servido para muchas cosas también este estado de alarma. Puede que la más importante es descubrir que, aunque no lo creas, puedes vivir sin muchas cosas que pensabas imprescindibles. Aunque miento al decir que es una lección aprendida de estos días. Tal vez sí ha sido la traca final de un aprendizaje de varios años. Eso tiene un lado positivo y otro negativo. El positivo es la capacidad de adaptación: pase lo que pase, puedo sobrevivir. El negativo es un poso de desasosiego del que no soy capaz de desprenderme, un punto de pasotismo, un “me apetece esto pero, si no lo hago, tampoco pasa nada”. Me asusta un poco eso, no sé a qué va a derivar o hacia dónde va a ir. Supongo que podría obtener algo positivo de ello, pero aún no soy capaz de verlo. Supongo que volverá el entusiasmarme por las cosas. Supongo que, en algún momento, recuperaré la ilusión por la vida más allá de las cuatro paredes de mi casa. Y de mi balcón, tal vez mi gran descubrimiento de este estado de alarma. Volver a ilusionarme con las plantas, descubrir la felicidad que me da ese pequeño espacio que no es fuera, pero tampoco es dentro.

Sigo teniendo días en los que siento que me voy a comer el mundo y días en los que solo quiero hacerme un ovillo y dejar pasar las horas. Ya lo dije en algún momento: no hago mucho caso ni a los unos ni a los otros. ¿Veis? De nuevo el desasosiego. Y aún así, en estas circunstancias, en esta incertidumbre, hay pequeños detalles que me tocan de manera peculiar, casi exageradamente. Un libro que me hace llorar como hace tiempo que no hacía. Una conversación que me deja una sonrisa en los labios durante horas. Una luz encendida que me da una paz inexplicable. El movimiento tranquilizador de una cortina ondulándose por efecto de la brisa primaveral. No creo que esto, el observar así los detalles, el sentirlos, vaya a cambiar cuando acabe el estado de alarma, al menos no inmediatamente, mientras no volvamos del todo a la vorágine anterior a esto. O sí, qué sé yo ya. Todo es incierto, todo es caos, todo está aún por escribir.

En las fotos, mis ginkgos el día 15 de marzo, primer día del estado de alarma, y hoy, 20 de junio. Menuda aventura la de estos 98 días, en tantos y tantos sentidos.

domingo, 7 de junio de 2020

En fase

Dos semanas en Fase 1.

Dos semanas en Fase 2.

La vida sigue, mayormente confinada, pero con algunas excepciones, con algunos alivios, navegando suavemente hacia eso que llaman “nueva normalidad”.

Si duermo mucho y bien, al día siguiente soy feliz. Si duermo poco o mal, lo veo todo negro. Creo que esto ya lo conté.

Mañana entramos en Fase 3 pero, en realidad, no creo que mi vida cambie demasiado a cómo ha sido en las últimas semanas. Teletrabajo. Empezar a quedar con amigos. Y poco más. Quiero recuperar lo de salir a caminar, a primera hora de la mañana. Pero ahora que las noches empiezan a ser cálidas, me gusta pasar un rato sentada en el balcón, tranquilamente, leyendo, escuchando música, viendo series o, simplemente, estando ahí. Así que se me hace tarde, no me voy a dormir tan pronto como acostumbraba al principio de la pandemia, cuando aún era invierno.

Madre mía, mi balcón. Ha tenido que llegar una pandemia para volver a enamorarme de él.

Hacía años que mi huerto urbano no resplandecía como ahora. Qué digo, hacía un par de años que ni siquiera tenía huerto urbano.

Me he vuelto a enamorar de mi balcón, de las plantas, de contemplar la vida pasar, tranquilamente.

He aprendido a hacer amigurumis, como el monstruo de la foto, tejido a partir de restos de lanas de otros proyectos, por eso tiene esos colores tan locos. Ha tenido que llegar una pandemia para aprender a tejer amigurumis.

Ayer pensé que, si en la nueva normalidad voy a dejar de viajar, o viajar muy poco, podría adoptar un perro. O un gato. Siempre quise tener un perro. Pero con tanto viaje… No sé, igual hay que tener nuevos objetivos ahora que parece que vamos a estrenar una normalidad nueva.

Ayer pensé que, aunque esta vida me encanta, algún día volveremos a la normalidad, no a la nueva, sino a la vieja. O, incluso en la nueva normalidad, tendré que volver a hacer cosas que ahora me parecen innecesarias, como coger un coche e ir a la oficina, como coger un avión e ir a una reunión. Si puedo hacer lo uno y lo otro desde casa, ¿qué necesidad tengo de moverme? Ha tenido que llegar una pandemia para poder teletrabajar, al menos temporalmente.

Mi objetivo en la Fase 3 es ir a la playa. Sí, lo sé, podría haber ido en la Fase 2, pero no sé, no me ha cuadrado, no he podido. Y pintarme las uñas de los pies, que ya es época de sandalias. Aunque estos días va a llover y, de hecho, esta mañana ha tronado mientras aún estaba en la cama. Y luego se ha puesto a llover. Ah, qué delicia.

Hoy he tenido un buen día: anoche, dormí mucho y bien.

domingo, 10 de mayo de 2020

Fase 0

El tiempo pasa rápido y lento a la vez. No me aburro, siempre tengo algo que hacer, pero hay días pesados y densos y luego hay otros que se me escapan entre los dedos. Con las semanas me pasa lo mismo, a veces incluso simultáneamente. Creo que hace ya mucho que salí a dar mi primer paseo, pero solo hace una semana. No he dado muchos más; otro, creo, pero ha sido una semana cargada de cosas. He estrenado mis sábanas de ginkgos. Y un jabón de Alepo que compré en Marsella hace ya mucho tiempo. Estoy intentando hacer masa madre. He pintado mandalas. Mis pequeñas orquídeas están floreciendo. He conducido por primera vez después de muchas, muchas semanas, aunque para ello ha tocado cambiar una batería. Me he cortado el flequillo. Sigo aprendiendo a tejer amigurimis. Y por fin he conseguido comprar tierra para trasplantar mis tomateras, ahora, justo ahora, cuando la mitad de las plantitas no han sobrevivido a dos días al sol sin agua. Eso, lo de olvidarme de regar me recuerda que también ha sido una semana muy intensa, de mucho trabajo. En cualquier caso, esto es solo lo que recuerdo. Seguro que hay un montón de otras cosas que he vivido, que he hecho, que he disfrutado, pero que igual ahora no recuerdo o que recuerdo más lejanas.

Ésta ha sido la semana de la fase 0. Hemos empezado a hacer otras cosas, más cosas. Poco a poco. Seguimos sin saber a dónde vamos, qué pasará o qué significará esto en nuestras vidas. Me sigue fascinando y aterrorizando lo que estamos viviendo a partes iguales. Me sigue alucinando lo que hemos conseguido pero también todo lo que podemos aún perder. Porque esto no ha acabado, ni mucho menos. Y eso es lo que me hace encoger el corazón, que aún estamos empezando y ya hay quien se piensa que estamos de celebraciones.

En la foto, mis pequeñas orquídeas floreciendo con mis ginkgos al fondo.

lunes, 4 de mayo de 2020

Séptima semana

Ha llegado mayo. Ha llegado el calor. Han llegado los primeros pasos en dirección a eso que llaman “nueva normalidad”, que me suena fatal y que es una manera de evitar decir que nada será igual, al menos por un tiempo. Esta semana he descubierto mi nuevo patrón de sueño: un día duermo bien, un día duermo mal. Aunque no se cumple siempre, claro que no. En cualquier caso, si duermo mal, al día siguiente estoy de mal humor; si duermo bien, me parece que todo es maravilloso. Me estoy acostumbrando a esta rutina, a esta alternancia de días malos y días buenos y no les doy demasiada importancia, ni a los unos ni a los otros. Cada día es nuevo, cada día hay que tomarlo como viene y sacar de él lo que podamos, según las circunstancias.

He descubierto que una vieja mesa de playa, ésa que usábamos hace muchísimos años cuando comíamos debajo de los árboles junto al mar, cabe perfectamente en mi balcón. Está en perfecto estado. La pongo junto a la mesa de cultivo, donde los fresales y el tomillo están desbordados ya, y me siento con una silla de playa a tomar un poco el aire, el sol o el vermut. O con una fitball que tiene el tamaño perfecto, para trabajar al aire libre por la tarde, cuando el sol ya no da en el balcón. Pero mi alergia a la primavera ha podido con mi nuevo descubrimiento y he tenido que eliminar mis ratos de balcón, porque el picor de ojos, de nariz y los estornudos me dan dolor de cabeza y complican mi vida. Así que el tendedero de ropa ha recuperado su posición, aunque con tanto polen acabará dentro de casa, ya veréis.

Sigo sin tener tierra para trasplantar mis tomateras, pero intuyo que pronto la conseguiré. Uno de mis objetivos para el próximo fin de semana: arreglar las plantas. Mis ginkgos siguen echando hojas como si no tuvieran nada más que hacer en su vida, como efectivamente ocurre. De momento no están creciendo más, solo algunas ramas que chocan ya con los cristales de la galería. Y el sábado salí a caminar. Una vez, en mi rango de un quilómetro desde mi lugar de residencia. Vi el mar. Cincuenta días después, vi el mar. Nunca, nunca, nunca en toda mi vida había estado tanto tiempo sin ver el mar. Y ahí sigue.

En la foto, vistas lejanas del mar, en mi paseo del sábado.

martes, 28 de abril de 2020

Sexta semana

Echo de menos cosas muy concretas, como conducir mi coche o mojar mis pies en el mar, y cosas mucho más abstractas, como viajar o abrazar. Echo de menos mil y una cosas, cada día, en casi todo momento. Echo de menos cosas que ni sabía que tenía, como la tranquilidad de volver de la compra y meter en el armario las cosas sin tener que desinfectarlas. Y echo de menos cosas que no he vivido, pero que sé que me he perdido en estas semanas que llevamos confinados, risas, cenas, viajes. Y de todas las cosas que echo de menos, creo que son estas últimas las más dolorosas. Volveré a conducir, a mojar los pies en el mar, a viajar y a abrazar Volveré a meter en el armario la compra sin tener que desinfectarla. Y claro que volverá a haber risas, cenas y viajes, pero esas risas, cenas y viajes que no hemos vivido, no las vamos a recuperar. Sentir añoranza por lo que no has tenido, por lo que no has vivido es una melancolía absurda pero qué menos que permitirnos cierta melancolía en mitad de una pandemia.

Y aún así… Aún así, a pesar de eso, a pesar de esa melancolía, sigue habiendo un montón de cosas maravillosas estos días. Recibir un libro sorpresa por el Día del Libro. Hacer videollamadas con amigos. Comprobar que todo el mundo sigue bien de salud. Caminar bajo el sol de camino al supermercado, sintiendo la brisa primaveral en la cara. Intercambiar sonrisas y saludos desde los balcones a la hora del aplauso. Conversaciones que se alargan y se alargan. Dormir (casi) ocho horas seguidas y sentir que te puedes comer el mundo. No sé, hay un montón de cosas que hacen que los días vayan pasando y que, a pesar de todo, sigamos adelante. Solo hay que fijarse un poco en que están ahí.

En la foto, el libro sorpresa que recibí de Rata Corner por el Día del Libro.