He escrito por aquí algunas veces sobre ginkgos, sobre los que tengo en casa o sobre los que me encuentraba en alguno de los viajes que antes hacía. Pero nunca he escrito sobre el primer ginkgo o cómo descubrí su existencia.
Fue en la carrera, no sé si en primero o en tercero (creo que en tercero, pero qué se yo), cuando en una asignatura de botánica nos hablaron por primera vez de esta especie, Ginkgo biloba, no sólo única en su género, sino también en su familia, Ginkgoaceae. Vimos imágenes de sus peculiares hojas, nos contaron que era un fósil viviente (es decir, una especie no extinta que es parecida a otras que solo se encuentran como fósiles) y supimos de sus semillas olorosas que hace millones de años dispersaban los dinosaurios. El profesor nos dijo que en nuestra universidad, a solo unos metros del edificio donde estudiábamos, había uno plantado. Así que lo fui a ver, claro. No todos los días se tiene la oportunidad de ver un fósil viviente.
Hoy he vuelto a verlo. Lo recordaba más pequeño pero claro, han pasado ya veinte años. No es que no lo haya visto desde entonces, supongo que sí, pero no sé cuánto hace. Mucho tiempo, seguro. El árbol sigue ahí, cerca de la Facultad de Ciencias, con algunas hojas ya amarillas como toca, con una copa bastante tupida, precioso. La sorpresa ha sido que, un poco más allá, en una zona por la que antes circulaban y aparcaban coches, hay otro ginkgo sembrado. Es un árbol diferente, más desgarbado, con ramas por todo el tronco pero lo he reconocido en seguida, a lo lejos. Me he acercado, claro, cómo no me iba a acercar. Ha sido precioso.
A ver si vuelvo más adelante, a verlos amarillos, con lo cerca que los tengo.
En las fotos, el primer ginkgo y mi nuevo descubrimiento, hoy.