Los libros llegan a ti de mil y una forma diferentes. Algunos los compras porque te atrae el título, te gusta el autor o alguien te lo ha recomendado. Otros te los regalan o te los prestan. Éste llegó a mí a través de un concurso. Como ya conté aquí, fui seleccionada como súperfan de Peter May y, entre los regalos que recibí, uno fue una copia de esta novela, varias semanas antes de que se publicara. Todo un lujo, la verdad.
Me costó empezar a leer este libro. No creo que fuera por temor a que no me gustara (aunque igual sí), sino porque creía difícil olvidar a Fin Macleod, el protagonista de la trilogía de Lewis (de la que, por cierto, aún tengo que leerme el último tomo), un personaje al que adoro. Me encanta Fin y creo que estoy posponiendo leerme el último libro de la trilogía porque no quiero despedirme de él. Así que empecé leyendo este libro con cierta reticencia. Pensaba que iba a añorar a Fin, pero desde el capítulo tres, ya adoraba a Jack, su protagonista. Jack es un anciano que vive en Glasgow y que 50 años atrás formó parte de un grupo de música junto con otros cuatro amigos, con los que huyó a Londres en busca de fama. De aquellos cinco muchachos, sólo tres volvieron a su ciudad natal, no mucho después. Y ahora, los tres, junto al nieto de Jack reemprenden de nuevo el camino hacia Londres, para enfrentarse a la parte más oscura de lo que pasó durante aquella huída.
El libro, como los de la trilogía de Lewis, está contado a dos voces y a dos tiempos: el presente en tercera persona, desde el punto de vista de Jack y los eventos de 50 años atrás en primera persona, por el propio Jack. Me ha gustado mucho, muchísimo, a pesar de mis reticencias iniciales o tal vez precisamente por ellas. Aunque se suelen etiquetar las novelas de Peter May como novela negra, yo diría que son siempre mucho más que eso, especialmente ésta. De hecho, la parte criminal de la historia es bastante secundaria; aunque es la desencadenante de mucho de lo que acontece en la novela, no tiene un papel tan fundamental como por ejemplo en los libros de la trilogía de Lewis. De cualquier forma, a mí eso no me ha parecido nada negativo, al contrario: la historia de la huída de los muchachos, de lo que ocurrió en Londres y, sobre todo, sus historias ya de adultos, con sus frustraciones, con esa visión de la vida que sólo la gente que tiene una edad y ha vivido mucho, es más que suficiente para enganchar. Casi, casi, la intriga de una muerte (o más de una) es lo de menos. Jack es un tipo cansado, frustrado, pero con una vitalidad y un pasado fascinante, como va descubriendo poco a poco su nieto, Ricky, un personaje al que odias cuando aparece por primera vez, pero que evoluciona maravillosamente a lo largo de la novela.
Una novela muy recomendable, como me parecen a mí todas las de este autor. Al menos las que he leído hasta ahora. Y basada en la propia huída de su autor a Londres cuando era jovencito, como él mismo cuenta aquí.
sábado, 28 de febrero de 2015
miércoles, 25 de febrero de 2015
Trevi
El otro día estuve en la Piazza di Trevi, donde está la fuente del mismo nombre. He estado allí ya dos veces este año. Y sólo estamos en Febrero. Fue una promesa estúpida que me hice a mí misma hace un año: cada vez que fuera a Roma, iría a la Fontana. Desde que me prometí aquello, he ido ya cuatro veces.
La Fontana di Trevi es mi lugar favorito de Roma, ya lo conté aquí. Incluso estando en obras como ha estado las últimas veces que la he visitado. Esta última vez, bajo la lluvia, haciendo algunas fotos (como si no tuviera ya suficientes fotos…) y tras tirar una moneda para asegurar que regresaré, pensé en esa absurda promesa mía, en esa absurda insistencia. ¿Por qué voy, por qué tengo que ir, por qué quiero ir? Y me sorprendí de mi propia obstinación en volver y volver allí, habiendo aún lugares de Roma que no conozco (SIEMPRE hay lugares de Roma por descubrir). Me di cuenta que volver a lugares conocidos (y queridos como ése) me impedía descubrir lugares nuevos.
Y entonces lo comprendí.
La Fontana di Trevi es sólo una metáfora.
Hasta que no me aleje de ella, hasta que no me separe de ella, no podré abrir mi mente y conocer otros lugares que, seguramente, son igual de impresionantes. O más. La Fontana está ahí, es bellísima, verla me hace feliz, verla me hace querer volver, incluso cuando me está diciendo a gritos que no vaya, con todos esos andamios que la tapan. Pero yo, cabezona, sigo yendo, una y otra vez. “Hasta aquí”, pensé el otro día. Y allí estaba yo, delante de la Fontana, despidiéndome de ella, dejándola ir, dejándome ir yo. Preguntándome por qué diablos no puedo superar esa adicción. Y decidida a superarla.
Después de echarle un último vistazo y salir por una calle lateral en plan heroína lánguida y trágica, pensé “Menuda estupidez. Mi Fontana es mía (o mejor, mi adicción a la Fontana es mía) y hago con ella lo que quiero. Volveré”. Y me quedé un poco más tranquila.
Pero mientras mi mente racional y cabezona me decía que tengo todo el derecho del mundo a volver a la Fontana cuando quiera, mi corazón sabía que estaré un tiempo sin verla. Aunque sea por obligación. Porque esto de viajar a Roma hasta la extenuación ha sido una racha que, creo, casi ya se acabado.
Y porque tal vez, realmente, de verdad, debería dejar de ir a la Fontana.
O no.
No sé si me explico.
La Fontana di Trevi es mi lugar favorito de Roma, ya lo conté aquí. Incluso estando en obras como ha estado las últimas veces que la he visitado. Esta última vez, bajo la lluvia, haciendo algunas fotos (como si no tuviera ya suficientes fotos…) y tras tirar una moneda para asegurar que regresaré, pensé en esa absurda promesa mía, en esa absurda insistencia. ¿Por qué voy, por qué tengo que ir, por qué quiero ir? Y me sorprendí de mi propia obstinación en volver y volver allí, habiendo aún lugares de Roma que no conozco (SIEMPRE hay lugares de Roma por descubrir). Me di cuenta que volver a lugares conocidos (y queridos como ése) me impedía descubrir lugares nuevos.
Y entonces lo comprendí.
La Fontana di Trevi es sólo una metáfora.
Hasta que no me aleje de ella, hasta que no me separe de ella, no podré abrir mi mente y conocer otros lugares que, seguramente, son igual de impresionantes. O más. La Fontana está ahí, es bellísima, verla me hace feliz, verla me hace querer volver, incluso cuando me está diciendo a gritos que no vaya, con todos esos andamios que la tapan. Pero yo, cabezona, sigo yendo, una y otra vez. “Hasta aquí”, pensé el otro día. Y allí estaba yo, delante de la Fontana, despidiéndome de ella, dejándola ir, dejándome ir yo. Preguntándome por qué diablos no puedo superar esa adicción. Y decidida a superarla.
Después de echarle un último vistazo y salir por una calle lateral en plan heroína lánguida y trágica, pensé “Menuda estupidez. Mi Fontana es mía (o mejor, mi adicción a la Fontana es mía) y hago con ella lo que quiero. Volveré”. Y me quedé un poco más tranquila.
Pero mientras mi mente racional y cabezona me decía que tengo todo el derecho del mundo a volver a la Fontana cuando quiera, mi corazón sabía que estaré un tiempo sin verla. Aunque sea por obligación. Porque esto de viajar a Roma hasta la extenuación ha sido una racha que, creo, casi ya se acabado.
Y porque tal vez, realmente, de verdad, debería dejar de ir a la Fontana.
O no.
No sé si me explico.
martes, 24 de febrero de 2015
Invierno
El invierno, en mi huerto urbano, no es especialmente espectacular. Y supongo que por eso me he olvidado bastante de mis plantas durante varias semanas. Pero, no nos engañemos, ellas siguen ahí y, hace ya unos días, les dediqué un rato para adecentarlas e irnos preparando para la primavera que ya se acerca.
Recolecté algunas zanahorias. Deliciosas y diminutas. Las que sembré en diciembre progresan adecuadamente. Y sembré algunas más.
Los guisantes que planté han superado mi indiferencia y crecen sanos, felices y llenos de flores y algún que otro fruto.
Mis mini-cactus tienen un color estupendo. Y siguen engordando.
Los pequeños fresales han superado las noches de mucho frío de las últimas semanas, unos mejor que otros, pero intuyo que en cualquier momento empezaré a recolectar fresas. Escasas y diminutas, pero mis fresas.
Sembré mis bulbos de narcisos que guardaba desde el invierno pasado y, ¡sorpresa!, están vivos y dan unas hojas muy verdes y fuertes (la foto tiene ya 10 días, ahora están aún más bonitos).
Y mi bosque de ginkgos, ay, mis ginkgos. Necesitaron una limpieza en profundidad para eliminar la plaga de cochinillas que los maltrataba desde hace muchos meses y quedaron limpitos, peladitos, sin una sola hoja, pero sanos y llenos de energía, como siempre. En su limpieza, me fijé en que sí, ya están ahí formándose las primeras yemas de sus hojas. Cualquier día me dan una sorpresa. Lo sé. La espero con ganas.
Recolecté algunas zanahorias. Deliciosas y diminutas. Las que sembré en diciembre progresan adecuadamente. Y sembré algunas más.
Los guisantes que planté han superado mi indiferencia y crecen sanos, felices y llenos de flores y algún que otro fruto.
Mis mini-cactus tienen un color estupendo. Y siguen engordando.
Los pequeños fresales han superado las noches de mucho frío de las últimas semanas, unos mejor que otros, pero intuyo que en cualquier momento empezaré a recolectar fresas. Escasas y diminutas, pero mis fresas.
Sembré mis bulbos de narcisos que guardaba desde el invierno pasado y, ¡sorpresa!, están vivos y dan unas hojas muy verdes y fuertes (la foto tiene ya 10 días, ahora están aún más bonitos).
Y mi bosque de ginkgos, ay, mis ginkgos. Necesitaron una limpieza en profundidad para eliminar la plaga de cochinillas que los maltrataba desde hace muchos meses y quedaron limpitos, peladitos, sin una sola hoja, pero sanos y llenos de energía, como siempre. En su limpieza, me fijé en que sí, ya están ahí formándose las primeras yemas de sus hojas. Cualquier día me dan una sorpresa. Lo sé. La espero con ganas.
domingo, 22 de febrero de 2015
"La teoría del todo" de James Marsh
Leí “Breve historia del tiempo”, el libro más conocido de Stephen Hawking, siendo adolescente. Aunque ahora mismo no recuerdo nada del libro, sé que me flipó, me alucinó y me hizo pensar mucho, algo maravillosa para mi mente inquieta de entonces (la de ahora no sé si es tan inquieta, igual sí). La historia de Stephen Hawking me llamaba mucho la atención: ese pobre señor en una silla de ruedas y teniendo una mente tan brillante como la suya. No sé, me parecía extraño y contradictorio. Con el tiempo, la manera de pensar cambia y te das cuenta de que lo de encasillar a la gente con etiquetas es un error descomunal y que los prejuicios no sirven de nada.
Pero yo había venido aquí a hablar de cine.
Fui a ver “La teoría del todo” sabiendo bastante de la historia de Hawking. Es decir, cuando a los 21 años le dicen que le quedan 2 años de vida, ya sabía yo que le quedaban más, porque aún sigue vivo. (Y no me acuséis de spoiler con esto, porque quien no sepa que Hawking vivió mucho más que esos 2 años, se merece que le cuenten el final de todas las películas del mundo). A lo que iba, la historia cuenta la relación de Hawking con su primera mujer, desde que se conocen. Cómo se enfrenta a su enfermedad, cómo esa enfermedad marca su vida y sus avances como investigador.
A mí la peli me ha encantado. Y mucho (aunque por ahí dicen que hay muchas razones por las que no debería ganar el Óscar). Me parece una película sencilla, bien tratada, elegante y que deja claras sus intenciones. Por ahí dicen que habla poco de ciencia. Bueno, yo creo que esta película es una historia de amor, la ciencia es sólo la ocupación de su protagonista y creo que en eso es clara desde el mismo póster. No es una película de divulgación científica (que sí, que andamos necesitados de eso, pero no es el caso). Repito, me ha encantado, me ha parecido tierna, romántica, dura y respetuosa. No olvidemos que sus protagonistas siguen vivos, así que tampoco creo que haya que ir más allá de lo que pretendía contar: superación, amor y respeto. Está muy bien hecha, y tanto él (Eddie Redmayne) como ella (Felicity Jones) lo hacen genial.
Lo que más me ha flipado es la reacción de él cuando le dicen que le quedan dos años de vida: se pone a hacer un doctorado. Con un par. Plas, plas, plas. (Aplausos). Me encanta. De verdad. Eso demuestra la gran madera de científico que tiene este hombre.
Muy recomendable.
Pero yo había venido aquí a hablar de cine.
Fui a ver “La teoría del todo” sabiendo bastante de la historia de Hawking. Es decir, cuando a los 21 años le dicen que le quedan 2 años de vida, ya sabía yo que le quedaban más, porque aún sigue vivo. (Y no me acuséis de spoiler con esto, porque quien no sepa que Hawking vivió mucho más que esos 2 años, se merece que le cuenten el final de todas las películas del mundo). A lo que iba, la historia cuenta la relación de Hawking con su primera mujer, desde que se conocen. Cómo se enfrenta a su enfermedad, cómo esa enfermedad marca su vida y sus avances como investigador.
A mí la peli me ha encantado. Y mucho (aunque por ahí dicen que hay muchas razones por las que no debería ganar el Óscar). Me parece una película sencilla, bien tratada, elegante y que deja claras sus intenciones. Por ahí dicen que habla poco de ciencia. Bueno, yo creo que esta película es una historia de amor, la ciencia es sólo la ocupación de su protagonista y creo que en eso es clara desde el mismo póster. No es una película de divulgación científica (que sí, que andamos necesitados de eso, pero no es el caso). Repito, me ha encantado, me ha parecido tierna, romántica, dura y respetuosa. No olvidemos que sus protagonistas siguen vivos, así que tampoco creo que haya que ir más allá de lo que pretendía contar: superación, amor y respeto. Está muy bien hecha, y tanto él (Eddie Redmayne) como ella (Felicity Jones) lo hacen genial.
Lo que más me ha flipado es la reacción de él cuando le dicen que le quedan dos años de vida: se pone a hacer un doctorado. Con un par. Plas, plas, plas. (Aplausos). Me encanta. De verdad. Eso demuestra la gran madera de científico que tiene este hombre.
Muy recomendable.
jueves, 19 de febrero de 2015
Bite Sweater
Desde que me he enganchado a esto de tejer con dos agujas, me dedico a navegar por la red buscando información, ideas y patrones para mis proyectos. Y realmente hay una cantidad increíble de cosas. Es agradable ver que hay más gente compartiendo la misma locura, la verdad. En una de esos paseos virtuales, recalé en la página de Pearl Knitter.
Pearl Knitter es un proyecto de dos sevillanas, Asunción y Clara, madre e hija, en el que se aúnan todo eso que voy yo buscando por la red: ideas, información y patrones, además de una tienda online. Me suscribí a su lista y un buen día descubrí una iniciativa que me atrajo desde el primer momento “¿Tejemos juntas?”. La idea era formar un grupito de varias tejedoras, cada una en su ciudad, pero todas tejiendo el mismo proyecto pero en distintos colores, un jersey, el Bite Sweater. Me lo pensé un poco antes de apuntarme, porque en teoría era para tejerlo en dos semanas (ejem, ejem) y a mí me pillaba un viaje por el medio (qué raro). Pero al final me animé y me apunté.
En un principio pensé el hacerme el jersey para mí, pero con esto que se acercaban los grandes fastos del cumple de mi hermana la gafapasta, decidí hacerle un regalo. Hasta le dejé escoger el color, aunque ella escogió el que yo misma ya había pensado par a mí: vino. Y así fue como empezó una aventura que duró más de dos semanas (claro, pero qué bien) en la que a través de correos y de un grupo en facebook fuimos progresando todas en nuestros jerseys, cada una a nuestro ritmo, cada una con nuestros problemas (hay, qué duro es deshacer y volver a hacer). Pero siempre contando con el apoyo de Asunción y Clara, que nos han ayudado a todas a conseguir acabar nuestros jerseys de una manera más que satisfactoria. ¡Muchas gracias por todo vuestro apoyo!
Me lo he pasado estupendamente tejiendo en compañía. Por un lado me picaba ver cómo otras avanzaban más que yo, por otro me encantaba ver cómo poco a poco el jersey cogía forma. Por no hablar de los días que me he hostilizado por no poder tejer ya que estaba por ahí de reuniones. Pero bueno, al final esto es un hobby y hay que hacerlo cuando una puede (“Mamá, soy muy adicta a las agujas”, le dije ayer a mi madre. “No me digas nada, ya sé yo lo que enganchan”, me contestó ella). También me he reído mucho con mi hermana, cuando le pedía por whatsapp que se midiera partes de su cuerpo para poder continuar avanzando y se medía mal, así que tenía que enviarle esquemas clarificadores como éste:
El jersey ha quedado tan bonito que me lo hubiera quedado yo.
Pero una promesa es una promesa y mi hermana ya lo tiene en su poder. Y ya lo ha estrenado. Espero que lo disfrute mucho.
Cualquier día me hago yo uno igual para mí, qué os pensáis.
Las fotos son regulares, las hice rápido y mal. Los colores de verdad son los de la primera foto. La segunda la he dejado en blanco y negro, porque salía en azul. Misterios de la fotografía digital.
Pearl Knitter es un proyecto de dos sevillanas, Asunción y Clara, madre e hija, en el que se aúnan todo eso que voy yo buscando por la red: ideas, información y patrones, además de una tienda online. Me suscribí a su lista y un buen día descubrí una iniciativa que me atrajo desde el primer momento “¿Tejemos juntas?”. La idea era formar un grupito de varias tejedoras, cada una en su ciudad, pero todas tejiendo el mismo proyecto pero en distintos colores, un jersey, el Bite Sweater. Me lo pensé un poco antes de apuntarme, porque en teoría era para tejerlo en dos semanas (ejem, ejem) y a mí me pillaba un viaje por el medio (qué raro). Pero al final me animé y me apunté.
En un principio pensé el hacerme el jersey para mí, pero con esto que se acercaban los grandes fastos del cumple de mi hermana la gafapasta, decidí hacerle un regalo. Hasta le dejé escoger el color, aunque ella escogió el que yo misma ya había pensado par a mí: vino. Y así fue como empezó una aventura que duró más de dos semanas (claro, pero qué bien) en la que a través de correos y de un grupo en facebook fuimos progresando todas en nuestros jerseys, cada una a nuestro ritmo, cada una con nuestros problemas (hay, qué duro es deshacer y volver a hacer). Pero siempre contando con el apoyo de Asunción y Clara, que nos han ayudado a todas a conseguir acabar nuestros jerseys de una manera más que satisfactoria. ¡Muchas gracias por todo vuestro apoyo!
Me lo he pasado estupendamente tejiendo en compañía. Por un lado me picaba ver cómo otras avanzaban más que yo, por otro me encantaba ver cómo poco a poco el jersey cogía forma. Por no hablar de los días que me he hostilizado por no poder tejer ya que estaba por ahí de reuniones. Pero bueno, al final esto es un hobby y hay que hacerlo cuando una puede (“Mamá, soy muy adicta a las agujas”, le dije ayer a mi madre. “No me digas nada, ya sé yo lo que enganchan”, me contestó ella). También me he reído mucho con mi hermana, cuando le pedía por whatsapp que se midiera partes de su cuerpo para poder continuar avanzando y se medía mal, así que tenía que enviarle esquemas clarificadores como éste:
El jersey ha quedado tan bonito que me lo hubiera quedado yo.
Pero una promesa es una promesa y mi hermana ya lo tiene en su poder. Y ya lo ha estrenado. Espero que lo disfrute mucho.
Cualquier día me hago yo uno igual para mí, qué os pensáis.
Las fotos son regulares, las hice rápido y mal. Los colores de verdad son los de la primera foto. La segunda la he dejado en blanco y negro, porque salía en azul. Misterios de la fotografía digital.
lunes, 16 de febrero de 2015
Roma nocturna
En lo que va de año, he viajado dos veces a Roma. A veces, con las reuniones pasan estas cosas. Pasan épocas yendo a lugares originales, distintos y hasta inesperados. Y a veces, de repente, parece que todas las reuniones se hacen en el mismo sitio. Ya lo dicen, todos los caminos llevan a Roma.
Roma me gusta siempre. En primavera, en verano, en otoño y en invierno. No, creo que en primavera nunca he estado. Pero sé que me gustaría.
Lo peor de estar allí en invierno, por trabajo y sin cogerte ningún día de vacaciones es que apenas ves Roma de día. O simplemente no la ves en absoluto. O, mejor aún, lo poco que ves es de noche. No he paseado mucho en estos dos viajes a Roma, un rato por las tardes, algunas tardes, cuando el trabajo lo permitía. Y así, mi visión más reciente de Roma es ésta: la Roma nocturna.
Roma me gusta siempre. En primavera, en verano, en otoño y en invierno. No, creo que en primavera nunca he estado. Pero sé que me gustaría.
Lo peor de estar allí en invierno, por trabajo y sin cogerte ningún día de vacaciones es que apenas ves Roma de día. O simplemente no la ves en absoluto. O, mejor aún, lo poco que ves es de noche. No he paseado mucho en estos dos viajes a Roma, un rato por las tardes, algunas tardes, cuando el trabajo lo permitía. Y así, mi visión más reciente de Roma es ésta: la Roma nocturna.
domingo, 15 de febrero de 2015
De cigalas, langostas, bogavantes y nombres científicos
Hacía tiempo que quería deleitaros con esta lección magistral, en concreto desde las Navidades, pero ha ido pasando el tiempo y no me he puesto a escribirla hasta ahora. No importa el momento, esta lección magistral es de utilidad a lo largo del año.
Hoy vamos a aprender las diferencias entre cigala, langosta y bogavante.
¿Qué tienen en común? Son crustáceos. En concreto, crustáceos decápodos, esto es tienen diez patas. Aunque las patas no son exactamente lo que vosotros creéis que son las patas, pero bueno, eso es otra cosa, ya hablaremos otro día de la morfología de los crustáceos.
La cigala (nombre científico Nephrops norvegicus, nombre en inglés Norway lobster) es esto:
Hasta aquí bien, ¿no?
La langosta ya no es tan fácil, hay varias especies de langosta. Pero nos centraremos en la más abundante en mis islas, Palinurus elephas, llamada en inglés spiny lobster. Aquí la llamamos langosta roja. Sería ésta:
Y, finalmente, el bogavante. También hay varias especies, pero nos centraremos en el que hay por nuestras aguas europeas, Homarus gammarus, llamado en inglés European lobster o common lobster.
A mí no me parece muy difícil distinguirlos. Vale, yo tengo un doctorado en decápodos crustáceos peeeeero creo que a simple vista podríamos distinguir una cigala, una langosta y un bogavante, ¿no? Yo juraría que sí. Pero no. Lo he visto a menudo en series de televisión y películas: aparece un ejemplar de alguna de estas tres especies y se le llama indistintamente con cualquiera de los tres nombres. Por ejemplo, en “Buscando a Nemo”, cuando el padre de Nemo y Dori se encuentran a un banco de peces juguetones a los que les encanta hacer formas, aparece esto:
Y lo identifican, en la versión española, como “langosta”. Cada vez que lo veo, se me ponen los pelos de punta. No es una langosta, es un bogavante. Y no es el único caso, es un error habitual en las traducciones. De hecho, si escribís en google “langosta roja”, aparecen imágenes de varias especies. ¿Por qué esta confusión? Me imagino que no sólo por la similitud de estos bichos, sino por sus nombres en inglés: Norway lobster, spiny lobster, common lobster. Todos ellos tienen en común una palabra: lobster. Langosta. De ahí que sea un fallo habitual el llamarlos erróneamente, pero no debería conducir a identificarlos erróneamente. De hecho, en la versión original, en “Buscando a Nemo” hablan del genérico “lobster”.
Y por cosas como ésta, niños y niñas, es por lo que Linneo creó la nomenclatura científica.
Segunda lección magistral del día.
Los nombres vulgares de las especies cambian no sólo por países, sino por regiones y hasta por pueblos. Eso hace que una misma especie se llame de diferentes maneras según dónde estés o que un mismo nombre se utilice para diversas especies. Lineo ideó un sistema de nomenclatura universal: cada especie tiene un nombre, común para todos los lugares y para todos los idiomas. Un nombre científico siempre está formado por dos palabras, la primera es el nombre que corresponde al género y la segunda a la especie (un mismo género puede componerse de varias especies, pero la combinación género-especie es siempre únicas). El nombre científico es en latín, se escribe en cursiva (o subrayado cuando es a mano) y la primera letra del género es en mayúscula (todo lo demás en minúscula). Por ejemplo, Merluccius merluccius, que es el nombre científico de una especie concreta de merluza. Luego la cosa se complica, con la identificación de especies, con la presencia de subespecies, con la inclusión del nombre de la primera persona que describió la especie de distintas formas según si el nombre ha cambiado o no, etc, etc. Pero en esencia, lo importante es que los científicos tenemos un sistema que impide confusiones habituales en el uso común de los nombres de las especies.
Así, cuando me voy a una reunión a contar alguna historia de la cigala, si digo Nephrops norvegicus todo el mundo me entiende, hable el idioma que hable y esté en el país que esté. Obviamente, es una nomenclatura de imposible aplicación en nuestro día a día, pero sin duda de gran utilidad. Pero eso no significa que no haya que tener cierto rigor a la hora de nombrar las especies que nos rodean (o que nos comemos).
Hoy vamos a aprender las diferencias entre cigala, langosta y bogavante.
¿Qué tienen en común? Son crustáceos. En concreto, crustáceos decápodos, esto es tienen diez patas. Aunque las patas no son exactamente lo que vosotros creéis que son las patas, pero bueno, eso es otra cosa, ya hablaremos otro día de la morfología de los crustáceos.
La cigala (nombre científico Nephrops norvegicus, nombre en inglés Norway lobster) es esto:
Hasta aquí bien, ¿no?
La langosta ya no es tan fácil, hay varias especies de langosta. Pero nos centraremos en la más abundante en mis islas, Palinurus elephas, llamada en inglés spiny lobster. Aquí la llamamos langosta roja. Sería ésta:
Y, finalmente, el bogavante. También hay varias especies, pero nos centraremos en el que hay por nuestras aguas europeas, Homarus gammarus, llamado en inglés European lobster o common lobster.
A mí no me parece muy difícil distinguirlos. Vale, yo tengo un doctorado en decápodos crustáceos peeeeero creo que a simple vista podríamos distinguir una cigala, una langosta y un bogavante, ¿no? Yo juraría que sí. Pero no. Lo he visto a menudo en series de televisión y películas: aparece un ejemplar de alguna de estas tres especies y se le llama indistintamente con cualquiera de los tres nombres. Por ejemplo, en “Buscando a Nemo”, cuando el padre de Nemo y Dori se encuentran a un banco de peces juguetones a los que les encanta hacer formas, aparece esto:
Y lo identifican, en la versión española, como “langosta”. Cada vez que lo veo, se me ponen los pelos de punta. No es una langosta, es un bogavante. Y no es el único caso, es un error habitual en las traducciones. De hecho, si escribís en google “langosta roja”, aparecen imágenes de varias especies. ¿Por qué esta confusión? Me imagino que no sólo por la similitud de estos bichos, sino por sus nombres en inglés: Norway lobster, spiny lobster, common lobster. Todos ellos tienen en común una palabra: lobster. Langosta. De ahí que sea un fallo habitual el llamarlos erróneamente, pero no debería conducir a identificarlos erróneamente. De hecho, en la versión original, en “Buscando a Nemo” hablan del genérico “lobster”.
Y por cosas como ésta, niños y niñas, es por lo que Linneo creó la nomenclatura científica.
Segunda lección magistral del día.
Los nombres vulgares de las especies cambian no sólo por países, sino por regiones y hasta por pueblos. Eso hace que una misma especie se llame de diferentes maneras según dónde estés o que un mismo nombre se utilice para diversas especies. Lineo ideó un sistema de nomenclatura universal: cada especie tiene un nombre, común para todos los lugares y para todos los idiomas. Un nombre científico siempre está formado por dos palabras, la primera es el nombre que corresponde al género y la segunda a la especie (un mismo género puede componerse de varias especies, pero la combinación género-especie es siempre únicas). El nombre científico es en latín, se escribe en cursiva (o subrayado cuando es a mano) y la primera letra del género es en mayúscula (todo lo demás en minúscula). Por ejemplo, Merluccius merluccius, que es el nombre científico de una especie concreta de merluza. Luego la cosa se complica, con la identificación de especies, con la presencia de subespecies, con la inclusión del nombre de la primera persona que describió la especie de distintas formas según si el nombre ha cambiado o no, etc, etc. Pero en esencia, lo importante es que los científicos tenemos un sistema que impide confusiones habituales en el uso común de los nombres de las especies.
Así, cuando me voy a una reunión a contar alguna historia de la cigala, si digo Nephrops norvegicus todo el mundo me entiende, hable el idioma que hable y esté en el país que esté. Obviamente, es una nomenclatura de imposible aplicación en nuestro día a día, pero sin duda de gran utilidad. Pero eso no significa que no haya que tener cierto rigor a la hora de nombrar las especies que nos rodean (o que nos comemos).
Suscribirse a:
Entradas (Atom)