En el
aeropuerto de Johannesburgo, hay una figura de Mandela, a tamaño natural. Creo recordar que está hecha de pequeñas cuentas, pero no estoy totalmente segura. Es una figura grande, no sé si él era muy alto o la figura es más grande de lo que él era. La figura lleva una de esas camisas tan coloridas,
camisas Madiba las llaman, el nombre de la tribu de Mandela y como le conocían en Sudáfrica. Muy cerca de la figura, hay precisamente una tienda de este tipo de camisas.
He seguido con atención las noticias de la muerte de Mandela, desde que me enteré el jueves por la noche. Ha habido una especie de evolución en la información, al principio todo, absolutamente todo, eran halagos hacia su figura, hacia su labor en la eliminación del apartheid. Luego la cosa se fue diluyendo, con críticas no a él ni a su labor, sino a aquellos que en su día lo condenaron y ahora lo alaban, y con una visión un poco más realista de la situación actual de Sudáfrica: sí, no hay apartheid, pero la situación dista mucho del mundo de igualdad por el que Mandela luchó.
Recuerdo una conversación sobre Mandela, a los pies del faro de
Swakopmund, hace apenas de 3 meses. Hablaba con una española afincada allí sobre la visión que tienen los namibios de Mandela. Me sorprendió, lo admito. Me sorprendió porque para ellos Mandela es una figura que los países del primer mundo han ensalzado y adoran, un representante del fin del apartheid, cuando en realidad, Mandelas hubo muchos, gente luchando contra el apartheid hubo mucha y, en realidad, sus Mandelas son diferentes a los nuestros. No es que infravaloran la labor que hizo, sino que la relativizaban en un contexto mucho más amplio, en un contexto que nosotros ni siquiera conocemos. Digamos que los blancos convertimos a Mandela en un héroe, cuando héroes hubo muchos más.
Supongo que también lo del fin del apartheid se ve muy distinto en Sudáfrica o Namibia que cómo lo vemos en Europa. Como decía antes, la sensación que tuve yo en Namibia es que el apartheid no existía sobre el papel, pero sí en la realidad. No conozco Sudáfrica, pero de lo que conozco de Namibia puedo decir que allí la igualdad está muy lejos de ser real. En Swakopmund no hay un solo negocio, ni uno solo, cuyo dueño sea negro. Los blancos son, en general, los ricos. Los negros, los pobres. No verás negros viviendo en los lujosos chalets que hay a orillas del mar, igual que no verás blancos viviendo en Mondesa. No hay colegios exclusivos para blancos y colegios exclusivos para negros, pero no son tantas las escuelas que son interraciales en la práctica. Como tampoco son tantos los restaurantes en los que hay clientes de ambas razas. Cuando estuvimos en Etosha, los únicos visitantes negros del parque (además de nuestro acompañante) eran niños de colegios cercanos, que vimos el último día. La noche que cenamos en el restaurante de Okauko, nuestro amigo negro era el único cliente de color y juraría que el trato hacia él del camarero negro era diferente que hacia nosotras, dos chicas blancas.
La realidad es ésta: aún queda mucho por hacer. Y no nos pensemos que en nuestra cómoda Europa las cosas son mejor. Hace unas semanas, estando en
Copenhague, viví una experiencia que me llamó la atención. Estaba haciendo cola en recepción, esperando para pedir un certificado de mi estancia en el hotel (suena tan raro como es), cuando las chicas que había justo delante de mí (unas nórdicas muy rubias) hicieron un gesto tan sutil como racista. Había dos recepcionistas: uno negro y otro blanco y rubio. Ambos estaban atendiendo a otros clientes, a punto de acabar los dos, pero el chico negro acabó antes, apenas unos segundos, pero antes y se dirigió a las chicas sonriendo. Ellas lo ignoraron y miraron al chico rubio, que acababa en ese preciso instante de atender a otro cliente y se dirigieron a él. Así. Sin más. Con total disimulo, o con total descaro. Por despiste o por racismo. No lo sé. Pero la cara que se le quedó al recepcionista negro fue todo un poema. En dos segundos se recompuso y pasó a sonreírme a mí y a atenderme (súper profesionalmente, súper diligentemente, súper educadamente). Me llamó mucho la atención, mucho, mucho y me pareció una situación bastante desagradable.
Y ahora Mandela ha muerto. Su labor fue increíble, sí, pero necesitamos muchos más Mandelas para lograr vivir en una sociedad como con la que él soñaba. Entre las muchas frases suyas que estos días circulan por doquier, hay una que me parece especialmente significativa: “La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo”. Es así. Si esas muchachas rubias hubieran vivido con naturalidad desde pequeñas la realidad interracial del mundo, probablemente su reacción hubiera sido distinta. Si yo desde pequeña hubiera conocido la realidad interracial del mundo (de pequeña, para mí los negros eran sólo cabecitas oscuras en las huchas del Domund), no hubiera necesitado viajar a Namibia para saber cómo se siente un negro en mitad de un mundo blanco, porque es exactamente igual que cómo se siente un blanco en mitad de un mundo negro. Porque sí, al fin y al cabo, todos somos iguales.