viernes, 20 de septiembre de 2013

Ellos. Y yo.

Los veo a menudo, deambulando por las calles más céntricas de la ciudad, descargando sus mochilas llenas de polvo y arena a la puerta de los hoteles o mirando a su alrededor en el comedor del hotel el primer día que bajan a desayunar. Se les identifica fácilmente: son blancos, en general entre 30 y 50 años, van en parejas o en grupos y visten con ropas de safari. Son los turistas.

Antes de venir a Swakopmund la primera vez, leí en algún sitio (o tal vez me contaron) que éste es un importante enclave turístico, así que me imaginaba que habría muchos más turistas pululando por la ciudad de lo que a posteriori vi. Entonces era diciembre, verano aquí y a punto de empezar la temporada alta, pero no vi demasiados. En la siguiente visita, en abril, final del verano aquí tampoco vi muchos. Es ahora, al final de verano en Europa cuando parece que hay más, o tal vez es porque esta vez me fijo más y los observo con detenimiento.

Me gusta verles llegar a sus hoteles cansados de días y días de desierto y/o aventuras, un poco aturdidos. Cogen sus mochilas llenas de polvo y vuelven a la civilización después de días recorriendo carreteras de sal. También los veo partir, cargando en coches y autobuses maletas, entre resignados a abandonar las comodidades de la vida de la ciudad, e ilusionados por descubrir nuevos lugares exóticos allá fuera. Los veo pasear por la tarde por el centro de la ciudad, ya prácticamente muerta a esas horas, buscando algún lugar para tomar algo, una tienda de recuerdos abierta, un lugar donde cenar o algo que según la guía de viajes vale la pena visitar y fotografiar. Y pienso, “¡Ja! Esto no es lo que esperabais, ¿verdad? No es la ciudad maravillosa llena de bares, pubs y locales entretenidos que deseabais encontrar después de días de desierto, no. ¡Se siente!”. Y les miro con cierto aire de superioridad del que se pasea por un lugar en el que sigue siendo extraño, pero no tanto como ellos, del que conoce qué tiendas cierran a las 5 y cuales abren hasta las 6, del que ya hace tiempo que se resignó a tomar algo a media tarde en una terracita, porque aquí a las 7 ya es noche cerrada desde hace rato y hace mucho más que todo el mundo se ha recogido en sus casas, lejos del centro. Los miro y pienso “Ay, pobres, aquí llegan, a la civilización, cansados, agotados, a una ciudad cuyo centro no es más que grandes avenidas vacías, llenas de arena y casitas de aspecto germánico. Bienvenidos a la África para principiantes”. Y sigo mi paseo, o mi camino hacia el súper para comprar la cena o simplemente de vuelta al hotel pensando eso “Ay, pobres…”.

Pero, en realidad, les envidio.

Les envidio. Y mucho. Les envido porque son turistas, porque están de vacaciones, porque están disfrutando del viaje de su vida o tal vez de un viaje más a un país exótico. Les envidio porque conocen de este país mucho más que yo, porque han visto lo que hay más allá de estas anchas avenidas arenosas, más allá de los límites de esta ciudad. Les envidio porque han visitado el desierto, las dunas, tal vez han subido a la Duna 7, la más alta del mundo, han visto animales exóticos, seguramente ya han estado en Etosha o irán pronto; tal vez se han apuntado a hacer sandboard, han conocido ya la colonia de flamencos de Walbis Bay y han hecho alguna excursión para ver ballenas y delfines . Igual han estado en la capital, Windhoek, o en la ciudad del sur, Luderitz y tal vez se han acercado a la ciudad fantasma de Komanskop, en la que la arena ya se está comiendo las casas (allí sí). Igual incluso han sobrevolado el desierto en avioneta, viendo el (supongo que) increíble espectáculo del desierto llegando al Atlántico. Tal vez ya han ido a Cape Cross a ver su colonia de leones marinos y seguramente han visto mujeres himba en sus poblados originales y no sólo al final del paseo, sentadas en el suelo intentando venderte sus pulseras y otros abalorios. Tal vez han dormido alguna noche en el desierto, bajo las estrellas. Y no sólo eso. Probablemente su viaje no se ha limitado a Namibia, seguro que no. Probablemente han estado en otros países cercanos Botwsana, Angola, Zambia, Zimbabue, Sudáfrica. Y han visitado sus campings, sus asombrosos paisajes naturales. Han estado en las cataratas Victoria, incluso se han paseado por Johannesburgo e incluso por lugares increíbles que ni siquiera sé que existen.

Les envidio porque están aquí de paso, porque Swakopmund será un puntito más de su largo viaje, en el que harán las fotos más o menos típicas que se hacen aquí: el faro, el muelle, las casas coloniales alemanas. Porque los hoteles sencillos y austeros que hay por aquí les parecen verdaderos lujos después de dormir días y días en tiendas de campaña. Porque están viendo mucha más Namibia, mucha más África que yo.

Yo también quiero ser turista.

La foto, de la ciudad, hecha el otro día desde el muelle. Jugando a ser turista por un rato.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Curiosidades rumanas

 Estoy tan sumergida en mis rutinas namibias que casi se me ha olvidado ya que estuve a principios de mes a orillas del Mar Negro. Aunque ya le dediqué una entrada en el blog al Casino de Constanza y a mi paseo por Bucarest, me quedaba una cosa pendiente: algunas curiosidades dignas de contar (nos centraremos en las cosas curiosas y/o divertidas y/o interesantes y simplemente ignoraremos las veces que nos timaron).

Una cosa tal vez obvia para muchos es que en Rumanía hubo romanos (Rumanía proviene de Romania, tierra de romanos). Eso implica varias cosas: el idioma proviene del latín y, aunque hablando no había quién los entendiera (al final, un poco), muchas palabras escritas eran muy familiares. También hace que encontrar ruinas romanas en la zona no sea extraño. O estatuas de Rómulo y Remo con la loba. La de la foto es de Constanza, pero vi otra en Bucarest.


Otra cosa que me gustó fue un restaurante, el “Caru’ cu bere”, lleno siempre hasta los topes, tanto de turistas como de locales.

Su carta es chulísima…


… el interior impresionante…


 … y hasta el exterior es curioso.


En ese mismo restaurante, me encontré un curioso letrero en el baño de señoras.


Y, en la cuenta, te explican qué es una buena propina y una propina excelente.


En el parque en el que me perdí estuve paseando la mañana del sábado, me encontré un curioso memorial a Michael Jackson…


 … adornado incluso con grullas de papel.


Y, ardillas. En el parque había ardillas. [Nota: Curiosamente, un año antes, en la misma reunión, me pasó algo parecido: recorriendo un parque en mitad de la ciudad, nos encontramos un grupo de ardillas. El parque era El Retiro y la ciudad Madrid, claro].


También me encontré con jugadores de ajedrez en mitad del parque.


Y cómo no, los libreros se sorprenden de que compres HP en un idioma que no entiendes. Pero eso ya lo conté aquí.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Lunch break


¿Veis esa cosita redonda, plateada y brillante en mitad de la foto? (Hay que agrandar haciendo clic, si no sí que no se ve nada).


 Sí, ésta.


Es el pendiente que perdí el otro día, cuando fui a pasear por el muelle de Swakopmund. No me di cuenta hasta que llegué al hotel, así que ayer, durante la pausa para comer, decidí acercarme de nuevo allí, para intentar recuperarlo, sin muchas esperanzas, la verdad.

Y ahí estaba. Encima del tejado de un recinto que hay casi al final del muelle, antes del restaurante. Al verlo he pensado “Ahí se queda, de ahí no lo puedo coger”. Para inmediatamente pensar “Jolín si es un tejado plano, está lejos del borde, ¡no voy a quedarme sin pendiente!”. Y así arriesgué mi vida (¡¡¡jajaja!!!) atravesando la barandilla de madera y recuperándolo (ligeramente rozado, dañado, pero enterito).

De vuelta al trabajo, con una sonrisa en los labios y el pendiente en el bolsillo, me paré en un banco de madera pintado de rojo y desconchado a comerme un bocadillo, sintiendo rugir el océano justo delante de mí, a escasos metros. Y estando allí se me ocurrió que me daba tiempo de ir hasta la laguna de la desembocadura del río Swakop, donde sé que hay flamencos, a ver si tenía suerte y había algunos cerca.

Y los había.

Cerca, muy cerca. Maravillosamente cerca. Disfrutando también de su lunch, con sus patas esmirriadas, sus rodillas invertidas, sus picos encorvados y sus colores del blanco al rosa, ¡oh esos cuellos rosas! He estados haciéndoles fotos un buen rato (compacta, siempre compacta. La réflex nunca está a mano cuando se la necesita), tapándome con un pañuelo, no por camuflarme, sino por poder mirar a través de la pantalla. Son preciosos, estos lindos flamencos.

Y hoy he vuelto allí. A mediodía he ido directamente con la comida junto a la laguna. Y allí he estado comiendo, contemplando a los flamencos, haciéndoles fotos y cargándome de energía.

Lo dicho. Son preciosos, estos lindos flamencos.









martes, 17 de septiembre de 2013

"Dublineses" de James Joyce

Durante los días que pasé en Dublín a principio de año, visitamos de manera más o menos recurrente varias librerías. Las librerías me encantan y los precios de los libros allí eran más que asequibles. Una combinación perfecta, vamos. No sé cuántas librerías visitamos, probablemente media docena, o incluso más, pero en todas ellas (o en casi todas) había una obra destacada en sus estanterías: “Dubliners” de James Joyce.

En cada librería sentí la tentación de comprar el libro. ¿Qué mejor manera que recordar una ciudad que has visitado que con un libro sobre sus habitantes, escrito además por uno de sus ciudadanos más ilustres? No había leído nada de James Joyce, pero admito que es un autor que siempre me ha dado un poco de vértigo, porque siempre he creído que sería difícil de leer. Y más en inglés. Así al final opté por no comprarlo y me decanté por otros libros, prometiéndome que intentaría conseguir una versión traducida y leerla.

Creo que no había vuelto a pensar en ello hasta hace unas semanas, cuando me puse a ojear una colección de libros que tienen mis padres, estando en su casa y mientras hablaba por teléfono con mi hermana la gafapasta. Es una colección que compraron durante mi adolescencia y de la que entonces leí unos cuantos libros. Y entre esos libros estaba “Dublineses”. Vi el libro, lo cogí, lo ojeé y se lo pedí prestado a mis padres. Como había acabado hace poco de leer otro libro en papel, me puse con él casi de inmediato. Aunque admito que la edición me daba un poco de pereza: la letra es pequeña y un poco borrosa, no demasiado agradable a la vista. Y la verdad es que la traducción no me ha gustado mucho.

“Dublineses” lo forman quince relatos cortos, historias variadas con un común telón de fondo: Dublín. Son historias con protagonistas muy variados: desde niños a adultos y también de longitud variada. Algunos relatos me han gustado mucho, otros bastante, otros poco y otros me han dejado totalmente indiferente. Tal vez el relato más conocido es el último (y más largo) del volumen: “Los muertos”, que me ha sorprendido de una manera muy curiosa, pues el principio no parece indicar, para nada, el tipo de historia que cuenta. Me dejó con la boca abierta. Además, este relato me ha permitido conocer una canción tradicional irlandesa, “The Lass of Aughrim” y descubrir a Ewan McGregor interpretándola en “Nora” (película en la que da vida precisamente a James Joyce y que tengo que ver). También he descubierto que John Houston hizo una película basada en él y que también tengo que ver, claro.

Dos fragmentos del relato:

“De manera que ella tuvo un amor así en su vida: un hombre había muerto por su causa”.

“Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida”.

Uff.

lunes, 16 de septiembre de 2013

En el muelle

Hoy iba a actualizar con el último libro que me he leído, pero la actualidad (mi actualidad, quiero decir) se impone y prefiero escribir sobre el paseíto de esta tarde por el jetty, el muelle de Swakopmund.

Hoy ha sido un día de esos durillos, cansados, extraños. Ya por la mañana, la ciudad ha amanecido cubierta por la niebla (tan odiosa para mí, tan necesaria en tierras desérticas, porque si hay micro-agua, hay micro-elefantes), con lo que todo estaba mojado y he salido del hotel con la desagradable sensación de frío hasta en los huesos. El día ha sido largo y cansado y, de vuelta al hotel, me debatía si encerrarme en la habitación a ver películas deprimentes o sacar fuerzas de flaqueza e ir hasta la piscina a nadar un rato. Lo de la piscina me moló mucho el otro día pero admito que me daba pereza no tanto por los casi 30 minutos a pie de la ida como por los casi 30 minutos a pie a la vuelta, por estas anchas y desiertas avenidas, ya rozando la noche.

Cuando he estado a la altura del muelle, he visto que había bastante gente paseando por él. Nunca había hecho ese paseo, sí que me había acercado a él alguna vez, pero solía tener el acceso cerrado, por el mal tiempo, o simplemente era demasiado de noche o estaba demasiado solitario como para decidirme a pasearme por él. Pero hoy, a pesar de las olas, el viento y la niebla que aún duraba, estaba abierto y parecía que había cierta animación, así que me he dirigido a él.

El muelle de Swakopmund es una construcción de principios del siglo XX, en la época de la colonización alemana. Swakopmund no contaba con un puerto, el más cercano era Walbis Bay, a menos de 40 Km, pero era colonia inglesa. A finales del siglo XIX se construyó uno, con su faro (que veo desde la habitación del hotel), pero la naturaleza pudo con él y el puerto se acabó colmatando, debido a la arena arrastrada por la corriente de Benguela. Y se construyó el muelle. Años después, tras la ocupación sudafricana, Walbis Bay pasó a ser el principal puerto de la zona (y lo sigue siendo), la importancia de Swakopmund decayó y el muelle dejó de usarse como embarcadero. Tras muchos años de degradación, finalmente se restauró y se reinauguró en 2006, siendo ahora fundamentalmente lugar de paseo y zona de pesca con caña (hay un trozo del muelle reservado sólo para eso), además de albergar algún restaurante.

Como decía, me he dirigido a este muelle histórico, y lo he recorrido entre la niebla y el viento, sintiendo el rugiente Atlántico bajo mis pies, casi sintiendo a ratos que el muelle se movía, que estaba en un barco en vez de un muelle. Y he visto la ciudad desde otra perspectiva: el faro y las palmeras, las playas, las casas de aspecto germánico, el edificio en el que estoy trabajando estos días y allí, a lo lejos, el desierto, siempre el desierto. He hecho fotos, muchas fotos (y eso que sólo llevaba la compacta). He sentido el viento en la cara, la niebla en la piel, el sol calentándome apenas el rostro y el océano infinito allí, al final del muelle. He pasado un buen rato en el muelle. He cargado las pilas. He sentido ganas de gritar y saltar de felicidad. Y he perdido un pendiente. Eso lo he visto al volver al hotel, pero tengo una interesante secuencia de auto-fotos en las que se ve el pendiente saliéndose de mi lóbulo de la oreja y luego, simplemente, ya no sale.

Hay momentos sencillos que te cambian el día, que te alegran, que te llenan de ilusión y energía. Mi paseo por el muelle de hoy ha sido uno de esos momentos. Y que vengan muchos más.












domingo, 15 de septiembre de 2013

Harry Potter italiano

Tengo que ponerme al día con mi colección friki de Harry Potter, así que hoy toca la versión italiana del primer libro.

Lo compré en el aeropuerto de Roma, haciendo escala de vuelta de una reunión en Mazara del Vallo, en Sicilia. Recuerdo haber recorrido Mazara con un compañero en busca de una librería infantil, él para comprar un regalo a sus hijos, yo buscando este libro. No encontramos ninguna. Después, cuando se lo comentamos a un colega italiano nos dijo “¿Una librería en Mazara? ¡JAJAJAJAJAJA!”. La portada no la he visto repetida, de momento, en ningún otro idioma.

Harry Potter e la pietra filosofale.


Aeropuerto de Roma, Italia. Diciembre 2010.


sábado, 14 de septiembre de 2013

Rutinas namibias

Llevo aún pocos días en Swakopmund, pero ya tengo instauradas algunas pequeñas rutinas namibias, supongo que resultado (al menos en parte) de que es la tercera vez que estoy aquí en menos de un año.

Mis días namibios son bastante simples. El día empieza de la forma más normal: desayuno en el hotel. Casi todos los camareros ya saben que desayuno té, así que me lo traen ya sin preguntar. También soy rutina para ellos. El hotel en el que estoy, es también una famosa cafetería, así que hay una serie de habituales que ya conozco de anteriores viajes (y otros que han venido mucho antes por aquí que yo, de años antes). Dos señores ya mayores (por lo visto hace años, a uno le acompañaba su esposa), acompañados de un perrito ya bastante viejo, desayunan siempre en una de las mesas de fuera, aunque haga frío como hace ahora. Un cincuentón de pelo largo y coleta llega cada mañana a su mesa reservada, a la que poco después llega también su hijo, igual de alto, más larguirucho y delgado, casi enfermizo. Apenas intercambian palabras sumergidos en sus dispositivos electrónicos con acceso a internet (móviles o tabletas). Una chica morena que llega a tomar su café y siempre habla con los de recepción, como si fuera de la casa (tal vez lo sea).

Tras el desayuno, mi colega española residente aquí pasa casi siempre a recogerme y vamos paseando hasta el trabajo. El día en la oficina es largo: todo el día hablando, explicando en inglés. A media mañana hacemos una pequeña parada: café, té, fruta, galletas, un cigarro con vistas al mar las que fuman (o las que las acompañamos). A mediodía, salimos a comer a alguno de los restaurantes del centro (casi siempre a éste) o comemos allí algún sándwich, fruta o comida preparada que venden en cualquiera de los supermercados de la zona. Tras el trabajo, de regreso al hotel dando un paseo.
En este paseo, o al mediodía, siempre se acerca algún chico para intentar vendernos alguna baratija artesanal (los típicos llaveros hechos con semillas makalami por aquí abundan) sin darse cuenta de que ya nos la ha ofrecido varias veces en los últimos días, bien porque todas las blancas somos iguales, bien por culpa del serio problema de alcoholismo que por aquí impera.

La vida post-trabajo aquí es muy limitada. Cuando acabas de trabajar a las cinco en una ciudad que cierra a esas horas, es difícil hacer algo. Un paseo por el centro o junto al mar, un salto a algún supermercado para comprar algo de cenar o simplemente la habitación del hotel. A las seis, la ciudad cierra, a las siete ha muerto totalmente y ya es noche cerrada. En el hotel, un rato de trabajo, internet, alguna peli, un rato de lectura.

Y dormir.

En Namibia duermo mucho. Aprovecho para dormir y dormir. O al menos para meterme pronto en la cama y descansar.

Hoy se ha roto un poco la rutina. A pesar del fin de semana, la falta de tiempo nos obliga a trabajar incluso los fines de semana durante esta visita. Pero hoy, después del trabajo, la colega española, una colega namibia y yo hemos pasado la tarde en una piscina de este gimnasio que inauguraron hace pocos meses. Cubierta claro, porque aquí aún hace un frío invernal. Nadar, ¡qué gusto! He tenido que venirme a Namibia para recordar lo mucho que me gusta este deporte, lo bien que me sienta y lo maravilloso que es estar en contacto con el agua. Aunque sea en una piscina cubierta. Y tras el baño, un trozo de quiche y un zumo natural.

Mañana es domingo y toca madrugar de nuevo y seguir con la rutina namibia. Y seguiremos con ella unos cuantos días más.

No está mal, esto de las rutinas.

La foto, de esta mañana, de la calle con nombre del río que desemboca en los límites de esta ciudad, del que también ella toma su nombre. Y al fondo, mi lugar de trabajo durante gran parte de este mes.