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martes, 26 de abril de 2016

Delfines a proa

Llevo ya dos días en el mar (hoy es el tercero) y mi vida loca de los últimos tiempos me ha impedido sentarme a reflejar adecuadamente lo que ha pasado desde mi viaje a la isla del viento. Visita relámpago a Roma (ah, de eso tengo que escribir), fiestón de cumpleaños de una bloguera-oveja-rizosa en Torremolinos y hacia el mar.

Y, curiosamente, repaso las entradas del blog de los últimos años y, glups, igual no cuento nada porque ya lo he contado todo. O mejor dicho, lo que estoy viviendo ya lo he contado.

Por ejemplo, quería haber contado que me iba al Primer Festival de Primavera de la temporada (y ya estoy en él). Gone fishing. Pero eso ya lo conté. Hace exactamente dos años y dos días.

Y ayer (antes de quedarme sin cobertura) quería haber contado que era el segundo día en el mar y que los delfines nos habían sorprendido en la proa, al atardecer. Pero eso ya lo conté también. Hace exactamente un año y dos días. No hemos tenido niebla, ni huevos al nido para cenar. Pero algunas cosas se repiten, hasta tengo los mismos turnos de comida que el año pasado.

Fue un poco confuso, descubrir esta repetición de situaciones, de recuerdos. Estaba yo tan emocionada después de ver delfines saltando a nuestro alrededor durante un atardecer espectacular (lo son siempre, los atardeceres en el mar) que esta repetición en mi vida me desinfló un poco.

Pero no nos desilusionemos. Las situaciones se repiten, pero no son iguales. No tengo el mismo camarote, no dedico mi tiempo libre a las mismas cosas y hasta tenemos un par de acuarios en los que disfrutar de las maravillas marinas desde otro punto de vista. Como la de la foto, Alcyonum palmatum, la mano de muerto, un cnidario que no solemos ver así, en todo su esplendor.

Esperemos que continúe la buena mar. Y los avistamientos de delfines.

martes, 12 de abril de 2016

La isla del viento

Conozco Menorca mejor desde el mar que desde tierra firme. Es una verdad de la que fui consciente el otro día, abandonando la isla en barco, después de pasar en ella una semana intentando, en parte, compensar ese desequilibrio. No en vano, llevo quince años pasando unos días al año circunnavegándola. Quince años, se dice pronto. El mismo tiempo hace que la pisé por primera vez. Ciutadella y Maó fue lo primero que conocí de ella, lo único durante bastante tiempo. Luego fui más allá de estos puertos, de estas ciudades, la he ido recorriendo y descubriendo más. Es de esos lugares a los que, cuanto más voy, más aprecio.

Hace unos años escribí que Menorca es perfecta, o casi. Escribí que es el complemento elegante, silencioso, tranquilo y sutil de una isla más espectacular, ruidosa, montañosa y bulliciosa como es Mallorca. Tan cercanas, tan lejanas, tan iguales, tan diferentes.

Poco más puedo añadir. Sigo suscribiendo todas y cada una de esas palabras.

Menorca es el verde de sus campos, el azul de sus aguas y cielos, el blanco de sus casas, el amarillo de sus flores que colorean los campos en primavera. Menorca es las vacas, las carreteras tranquilas, los puertos naturales que ha colonizado el hombre, el viento que azota sus campos desde cualquier dirección, los faros que recuerdan a los navegantes que ahí, entre aguas turbulentas, hay tierra firme.

La isla blanca, la isla del viento, la isla de los campos, la isla plana.

El otro día, dejé Menorca echando de menos la época en la que viví allí, lo que no deja de ser curioso, porque yo nunca he vivido en esa isla.

Las fotos son de estos días en Menorca. Con el móvil, con la compacta y con la réflex. De todo.












 


lunes, 4 de abril de 2016

Entre islas

Estoy tejiendo en un barco a punto de zarpar hacia una isla que me encanta. Estoy en la cubierta superior, en el exterior, en un lugar casi idílico, si no fuera por los ensordecedores ruidos de las chimeneas que tengo a ambos lados. Supongo que por eso estoy sola, no hay casi pasajeros en el barco y, los pocos que hay, se resguardan del ruido y del viento en el interior. Los barcos son ruidosos, muy ruidosos, qué os voy a contar yo. No veo a nadie. Podría haber habido un apocalipsis zombi en el rato que llevo a bordo y ni me habría enterado.

Zarpamos. Meto las agujas en la mochila y bajo a la cubierta inferior, pero aún sigo fuera. Apenas hay media docena de personas, si llegan, pululando por esa cubierta. Miro cómo quitan las amarras y cómo el barco se aleja despacito del muelle. “Hélices laterales”, pienso para mí. El viento sigue soplando y levanta algunas pequeñas olas. Son muy bajitas, pero aún no hemos salido del puerto. La previsión eran olas de medio metro, minucias marinas, pero hace muchas horas que miré el último parte. Y el mar es imprevisible. Una lancha juguetea con el barco como un ratón con un gato: se queda parada en su camino, se aleja a toda velocidad, se acerca con curiosidad, nos rodea… Pero se mantiene siempre a una distancia prudente.

Miro la costa, el horizonte. En seguida distingo, en la lejanía, una boya. Mi instinto pescador me lleva a buscar su compañera, o sus compañeras. Están muy lejos, pero las veo bien. Según nos acercamos, las veo claramente: hay redes caladas. Es instintivo: salgo al mar y busco boyas. En dos meses me pasaré muchas horas buscando boyas, no vaya a ser que volvamos a liarla, como hace dos años en el Festival de Primavera. Cerca de las olas, un grupo de windsurfistas aprovecha el viento haciendo piruetas. Uno atraviesa la estela que deja una lancha motora que se dirige hacia el puerto a buena velocidad y pega un buen salto. Debe molar hacer windsurf con este viento. Si tienes equilibrio, claro.

Entonces me pregunto cómo debe ser el puente de este barco. He pasado muchas horas en puentes de mando. Son lugares fascinantes. Algunos incluso tienen una rueda de timón de madera, aunque apenas se usa. Capitanear un barco de este tamaño tiene muy poco de romántico. Todo son botones, pantallas y alarmas que no paran de sonar. Bueno, al menos los que yo conozco. Me ponto a buscar el camino hacia el puente, por curiosidad, y encuentro una reja cerrada con un candado y, detrás, una escalera. Ja. Por ahí se debe subir. Pierdo la oportunidad de lloriquear por una visita al puente cuando un marinero se me acerca y me aparto para dejarlo pasar. Otra vez será.

Es hora de buscar flota amiga. Cuando estoy en el mar, a veces me da por utilizar lenguaje pirata. No tardo en distinguir un barco, en la lejanía. Es uno de los arrastreros que se dirigen al puerto del que hemos partido, después de su jornada de trabajo. Fuerzo la vista para ver quién es, pero necesito la ayuda del zoom de la cámara para identificar el barco. Luego veo otro, más lejos. De nuevo, la cámara me permite ver quién es y cómo se dirige a un puerto vecino. Y allá, a lo lejos, un tercer barco. Esta vez sí, esta vez el objetivo me devuelve la imagen que quiero. Cojo el móvil y marco el nombre de un barco que ya no se llama así pero no me importa, para mí siempre llevará el nombre antiguo. Después de un par de tonos, contesta una voz familiar al otro lado de la línea. “Hola, guapa”. ¿Veis? Flota amiga. Nos intentamos poner al día, hace mucho que no nos vemos ni hablamos, pero se corta tres veces (problemas de cobertura; recordad, estamos en el mar), así que colgamos, tras prometer que pasaré un día de visita. Claro que lo haré.

Ahora sí, ahora voy al interior. Me dirijo al salón de proa; me gusta más, aunque con un barco en movimiento, éste se nota menos en la popa. Y mejor en la parte central. Ahí, viviendo peligrosamente, a proa. No me cuesta encontrar un sitio con mesa para sentarme, en estribor. Qué vacío está el barco, qué vacío. Entonces me doy cuenta de que nadie me ha pedido la tarjeta de embarque, ni la mía ni la de mi coche rojo que va en la bodega. En estos tiempos de seguridad máxima, parece casi imposible que algo así pase. Pero aún hay rincones en la tierra así de tranquilos.

Estoy escribiendo a bordo de un barco, navegando entre dos islas. Miro el mar, notando el suave balanceo que provoca en el barco. Hay dos tipos de movimiento, el balance y el… vaya, no me acuerdo. Es igual. El barco se balancea ligeramente. El mar está algo picado y trato de averiguar a qué escala corresponde. Algunas olas rompen, se ve espuma. ¿Marejadilla o marejada? Si estuviera en el puente seguramente discutiría con el capitán sobre esto: él diría marejadilla, yo marejada. La gente de mar siempre es más tolerante que los que somos marinos ocasionales. Escucho mis canciones favoritas en modo aleatorio. En una tele, dan una peli, creo que es Maléfica, porque he visto a la Jolie con unos cuernos. No me interesa.

Estoy leyendo a bordo de un barco desde el que no atisbo tierra. El día está nublado y una neblina reduce mucho la visibilidad. Continúa el balance y me pregunto por qué me reí cuando alguien me insinuó que me llevara biodramina. Ah, ya lo sé, porque nunca me ha hecho efecto. El balance me provoca un ligero dolor de cabeza, aunque tal vez es por el viento que he aguantado fuera durante más de una hora. Sí me provoca somnolencia, aunque igual es porque me he levantado a las seis. Leo un relato que me hace lloriquear y me recuesto en mi asiento para seguir leyendo.

Estar aquí, en mitad de ninguna parte, me hace feliz.

Si alguna vez me pierdo, buscadme en el mar.

En la foto, dejando mi isla atrás.

martes, 22 de marzo de 2016

Miedo. O lo que sea

Cuando se estrelló aquel avión en Barajas, pasé varias semanas obsesionada con los aviones. Yo vivía en Creta y aviones comerciales sobrevolaban todas las noches mi casa, hasta horas intempestivas, de camino al aeropuerto, a apenas 10 Km de donde yo estaba. Tenía que coger un vuelo un mes después y me aterraba la idea de hacerlo. Pero según pasaban los días, el miedo se fue diluyendo y cogí mi vuelo sin problemas.

Cuando ETA mató a dos guardia civiles en mi isla y tras las sucesivas explosiones que se produjeron días después, todo me parecía sospechoso, todo me parecía inseguro. Mi isla, la isla de la calma era vulnerable, tanto o más que cualquier otro lugar. Durante días, pensé en el tema, en las bombas, en lo que había ocurrido, pero poco a poco la inseguridad se fue diluyendo y el miedo desapareció.

Tras los atentados de París de Noviembre, pasé unas semanas en un estado similar a los anteriores, ese miedo que no sé si es miedo, esa inseguridad, esa sensación de que puede pasar cualquier cosa, en cualquier lugar. Hice dos viajes antes de final de año, totalmente a desgana, a dos destinos que podrían ser tan objetivos como cualquier otro, pensando que no tenía por qué pasar nada, pero que tampoco nadie nos garantiza que no vaya a pasar. En el primero de ellos coincidí con dos colegas francesas, muy afectadas por lo sucedido. Fue un viaje frío y triste. Era una de esas reuniones en las que después siempre salimos a cenar, a veces en grupos grandes y reímos y disfrutamos de coincidir con gente que normalmente ves poco. Esa vez fue diferente, estábamos todos más dispersos y poco animados. Todas las noches cenaba con las colegas francesas, pronto y sin apenas risas, intentando hacer normales unos días que no tenían nada de normales. Las colegas argelinas y marroquíes se sintieron muy incómodas aquellos días, se sintieron inseguras, observadas y acusadas de unos delitos que no tenían nada que ver con ellas. Fueron días raros, mucho. Pero, de nuevo, esa sensación de incomodidad, de inseguridad, de miedo, de lo que sea, se acabó diluyendo como un recuerdo pasado.

Esta mañana, cuando de camino a la oficina he oído que había habido dos explosiones en el aeropuerto de Bruselas, se me han puesto los pelos de punta. Luego he pasado más de media mañana en una reunión y, al salir, he descubierto que el terror se había extendido al metro de Bruselas. Maelbeek. Maelbeek. Maelbeek es “mi” estación de metro en Bruselas, la que está en los bajos del edificio de la Dirección General a la que normalmente voy por trabajo. A principios de mes estuve en ese aeropuerto, estuve en esa estación. El primer día me llamó la atención los dos militares armados que me encontré nada más salir del vagón del metro, en el mismo andén. Hace tres semanas, Bruselas me pareció tan fría y gris como siempre. Lucho desde hace años con esa extraña relación amor-odio que mantengo con esa ciudad y, en mi último viaje, me pareció que Bruselas se hallaba en una extraña calma tensa. Militares armados en estaciones de tren y metro no es algo que suela yo ver en mi día a día. Fui, hice mi trabajo, visité la Grand Place a dos grados bajo cero antes de las ocho de la mañana y actué con total normalidad, con un poso de no-sé-qué, de ese uf, de ese miedo, de esa inseguridad, de esa extraña sensación que no quieres llamar miedo, pero que de alguna forma se debe llamar.

Esta semana quería escribir una entrada sobre ese último viaje a Bruselas, sobre las cuatro fotos que hice, sobre esa ciudad gris que me acoge de tanto en tanto con un abrazo frío. Pero ya no lo haré, me parece totalmente superficial.

Madre mía, la entrada que escribí hace ahora tres semanas, desde el aeropuerto de Bruselas, me parece de una frivolidad espantosa. En ese aeropuerto, hoy ha muerto gente.

Hoy no he llorado porque estaba en la oficina. Ver las imágenes de sitios que conozco, el aeropuerto, las calles que rodean Maelbeek, la plaza de la Bolsa, me ha desarmado. Me pregunto si los militares que había armados en la estación, alguno de los pasajeros con los que compartí vagón de metro aquellos días o los colegas que trabajan en uno de los edificios desalojados, justo encima de la estación han muerto o han resultado heridos.

“No tendrás que ir a Bruselas, ¿no?”, me han preguntado hoy algunos colegas en la oficina. “De momento, no”, he contestado. Pero sé que algún día tendré que volver. Algún día volveré a ese aeropuerto que aún permanece cerrado, algún día volveré a coger el metro y volveré a parar en Maelbeek. Y seguramente lo haré con un nudo en la garganta, pero lo haré. Porque eso que sentiré, eso que siento, no quiero llamarlo miedo, eso sería dejarnos vencer. Lo llamaré desasosiego. Pero ni siquiera el desasosiego nos impedirá seguir viviendo. No nos queda otra.

En la foto, póster “Bières de la Meuse” de Alphonse Mucha, en el interior de un bar, por delante del que pasé a una hora muy temprana, a dos grados bajo cero, en mi visita relámpago a la Grand Place hace tres semanas. Me encanta Mucha. Y necesitaba un poco de su color para esta entrada.

miércoles, 17 de febrero de 2016

Venidos a menos

“Venidos a menos” es un espectáculo gamberro y divertido, creado y protagonizado por David Ordinas y Pablo Puyol. Es tan gamberro que la sala donde estaba programado para los próximos días en Madrid ha decidido cancelarlo, por ser demasiado transgresor y fuerte. Yo no diría ni que es tan transgresor ni tan fuerte, pero de eso ya hablaré luego.

Vayamos por partes. Tenía ganas de ver este espectáculo desde que en verano vi a estos chicos en “Póker de voces”. “Venidos a menos” no tiene nada que ver con “Póker de voces”. Bueno sí: tienen que ver que son espectáculos protagonizados con gente con mucho talento, grandes artistas, que hay música y que hay humor (en distinta manera). En “Venidos a menos”, Ordinas y Puyol se ríen de sí mismos y de muchas otras cosas como de las relaciones, del sexo, de la religión y hasta de la corrupción. Es de esos espectáculos de risas continuas, de cachondeo, de decir verdades como la copa de un pino escondidas entre notas y humor. Sí, es un espectáculo descarado, donde se habla de temas casi tabús sin tapujos (los ya mencionados) y se dicen muchas palabras (más o menos) malsonantes como ésta y ésta y ésta y ésta y hasta ésta. Pero bueno, son todo palabras que están en el diccionario de la Real Academia Española.

Vale, no es un espectáculo fino y se basa mucho en un humor simple, pero no es nada fácil encontrar un día un espectáculo en el que te pases dos horas riendo. Encima con dos chicos majísimos, monísimos, simpatiquísimos, cercanos, amables, artistazos y súperprofesionales. Los señores que tenía al lado no creo que pensaran lo mismo que yo, se pasaron las casi dos horas con malas caras y no veían la hora de largarse. Pero bueno, yo creo que si te informas un poco antes, ya sabes a lo que vas. Muy claro lo dicen desde el principio que no es un espectáculo para todos los públicos.

Por eso me sorprende que hayan suspendido sus funciones en Madrid. A ver, si no te gusta un espectáculo, no vayas a verlo y punto. A mí no me gustan las películas porno, pero entiendo que tienen su público. Y me parece pornográfico lo que ganan los futbolistas y los millones que se mueve ese negocio. Y me parece vergonzoso muchas de las cosas que pasan en este país. Pero que dos artistas se suban a un escenario a cantar verdades, vale, soltando alguna barbaridad simpática… pues no sé, me parece tan exagerado como incomprensible. Y de cobardes.

Sólo espero que David y Pablo no se harten de vivir del arte y sigan haciendo grandes cosas. Es difícil, lo sé. Lo dice una que vive de la ciencia.

La foto es del domingo. Después también nos hicimos fotos con ellos. Qué majos son. Los dos son maravillosos, pero siento especial debilidad por David, lo admito…

Por cierto, la canción siete del CD (“Lo que hay que hacer…”) ¡es una jota mallorquina! O al menos se puede bailar como tal.

domingo, 7 de febrero de 2016

Diez días

Los últimos diez días han sido un poco locos. El viernes de la semana pasada me lo iba a coger libre: esa tarde volaba a Barcelona, el primer viaje del año, ¡viaje no laboral! Pero tenía que preparar el segundo viaje laboral del año, cinco días después, este sí ya laboral. Al final me cogí medio día libre, ilusa yo, pensé que en cuatro horas podría arreglarlo todo con la agencia con la que nos obligan a trabajar ahora. Para conservar su anonimato la llamaremos Viajes Palomita.

Me fui a casa sin recibir noticias de mi petición de vuelos, coche y hotel de Viajes Palomita. Desde casa vi que me habían contestado, pero no sólo no me habían enviado lo solicitado, sino que lo que me habían enviado estaba mal. Vale, era un pedido complicado: billetes para mí y mi jefe, ida en días diferentes, un coche de alquiler, una noche de hotel para mí en Barcelona y una noche de hotel para los dos en algún punto cerca de El Port de la Selva (Girona). Uy, no, ahora que lo leo no parece tan complicado, hasta yo lo podría tramitar, pero no me dejan. Así que les contesté pidiendo que rectificasen y me fui de viaje.

El fin de semana lo pasamos en Barcelona, en el viaje anual (casi) tradicional que emprendemos a finales de Enero para celebrar las fiestas mallorquinas de Sant Antoni en el barrio de Gràcia barcelonés (aunque a veces nos salimos de los límites de la ciudad, como el año pasado). Barcelona, como todas las grandes ciudades, provoca sentimientos contradictorios en mí: por un lado, me entusiasma su vida, su animación, las mil y unas posibilidades que ofrece; por otro, me agobia que todo sea tan grande, que todo esté tan lejos, que haya tanta gente por todo. Allí paseamos, celebramos el cumpleaños de mi hermana la gafapasta (ups, este año te has quedado sin entrada. Y aún te debo el regalo…). Fue un viaje un poco loco, efectivamente, sin planes claros, con paseos, música tradicional mallorquina, música swing, algunas de compras y hasta una visita improvisada al Liceu. De Barcelona me traje dos pares de zapatos para bailar swing, una falda y un CD de Joan Dausà, al que hacía sólo unos días había descubierto gracias a mi hermana la gafapasta y, precisamente, me regaló ella (el mundo al revés: su cumple y ella es la que me hace un regalo a mí…).

El lunes, para minimizar el impacto de la vuelta a la rutina, me lo cogí libre. Libre para poner lavadoras, marujear, dar clases de geografía a Viajes Palomita (“El hotel de día 4 tiene que ser en o cerca de Port de la Selva la población, no la calle de Barcelona. Es una población que está en la provincia de Girona, a unos 200 km al norte de Barcelona”, tuve que escribir textualmente en un correo), suplicar a Viajes Palomita que no me dieran un Seat Panda porque teníamos que viajar cuatro personas (y sus cuatro maletas) más de 400 kilómetros y pasear por la isla con un colega que venía a la tesis de un compañero de trabajo. Ver ponerse el sol junto a Sa Foradada, en la costa norte mallorquina fue un merecido descanso.

El martes fue un día intenso: defensa de tesis de un compañero, comida con colegas y una maleta por hacer para el viaje del día siguiente. ¿Viaje? Era mediodía y aún no sabía nada de mi viaje, a pesar de ya haber pedido emitir los billetes el día anterior. Para resumir la historia, conseguí mis billetes a las siete de la tarde, después de muchos nervios, muchos cabreos y muchos gritos por teléfono. Me considero una persona tranquila y comprensiva, pero Viajes Palomita me ha hecho perder varios años de vida por los nervios y cabreos que me han hecho pasar estos días.

Y el miércoles, de nuevo a Barcelona. Pero antes dos visitas al dentista, una propia y la otra de acompañante. Sólo diré que mi vuelo era a las 13:10 y salimos del dentista a las 11:20. En fin, para proseguir con el ritmo loco, corriendo al aeropuerto, llamada del jefe para pedirme unos datos urgentes y, tras trabajar un poco en el aeropuerto, llegué a Barcelona. Hotel cutre, reunión de trabajo durante un par de horas en una cafetería del centro y fin de la jornada a las siete y pico. Buena hora. Hacía un par de días que me rondaba por la cabeza una idea. Tengo que admitir que cuando supe que iba a pasar una tarde-noche en Barcelona, me monté mil planes en la cabeza: mi dualidad amor-odio hacia las grandes ciudades hace que tenga ganas de exprimir al máximo el tiempo que paso en ellas. Al final, el 90% de los planes que pasaron por mi cabeza tuvieron que ser descartados, pero me acerqué paseando al teatro Coliseum, donde hacía unos días habían reestrenado “The Hole” y… piqué, caí, volví a entrar en el agujero. Yo, que sólo unos días antes miré con cara rara a una conocida que me contaba que había ido sola al teatro, fui sola al teatro. Disfruté tanto o incluso más que cuando los vi aquí en Palma en Julio. Pero hasta ir al teatro se convirtió en un momento estresante: yo toda feliz, esperando a que empezara la función, y no hacía más que recibir llamadas telefónicas: el jefe para organizar la reunión del día siguiente, preguntarme cómo llevaba la presentación (mal, la tuve que acabar después del teatro) y contarme algunas cosas; mi madre para contarme cómo había ido la reunión de la comunidad de propietarios que me acababa de perder. Cuando por fin colgué todas las llamadas y la obra empezó, me lo pasé PIPA. Y luego, al hotel cutre a currar hasta las tantas.

El jueves, de vuelta al aeropuerto, encuentro con el jefe, recogida de coche, encuentro con otra jefa y, casi 200 Km después (en El Port de la Selva la localidad, no la calle), reunión con una docena de personas. Eran más de las nueve cuando llegamos a nuestro hotel en Figueres. Y a las ocho y media de la mañana siguiente ya estábamos en ruta hacia Francia, destino de nuestra siguiente reunión, bilingüe, multitudinaria y un poco confusa. Fue graciosa la performance que nos montamos la colega francesa y yo, cada una explicando las diapositivas de la presentación en su idioma. Toda una experiencia. Tuvimos que despedirnos rápidamente y, de nuevo en carretera, casi tres horas sin parar y sin comer, para que la jefa llegara a tiempo a su vuelo. Comimos después de las cuatro en el aeropuerto.

Viernes noche, llego a casa después de las nueve.

Por fin.

Sin ganas de moverme de casa en todo el finde, así que ni me planteo hacer planes. Mi intención de no moverme del hogar se vio ayer alterada por una visita a la piscina ayer y otra a los chinos a comprar tierra hoy (como se entere mi profe de Huerto Urbano Ecológico, me echa del taller). Y punto.

Tengo la sensación de que no he parado en los últimos diez días. Y necesitaba parar. Sigo necesitando parar. Así que me he pasado este domingo tarde de Carnaval en mi sofá, con una bolsa de agua caliente para esos dolores tan molestos como previstos y una infusión de jengibre. Y no me importa demasiado, lo de perderme el Carnaval, digo.

Total, yo siempre he odiado eso de disfrazarme.

Las fotos (del móvil y la compacta, no he llevado la réflex en ninguno de los dos viajes), de estos diez días un poco locos. Ahora necesito un poco de normalidad.









jueves, 14 de enero de 2016

Luces

Esta mañana, de camino a la oficina, estaba parada en un semáforo en rojo, bajo unas luces navideñas en forma de bolas, tres bolas de distintos tamaños que atravesaban la calle. Estaba ahí, contemplando las luces apagadas y pensando que en sólo unos días se iban a volver a encender, por una única noche, en vísperas del patrón de nuestra ciudad, para acompañar a las miles de personas que salen a disfrutar de esa velada especial en la calle, llena de hogueras y conciertos por las plazas del centro de la ciudad. Sonreía, porque este año sí voy a estar aquí (el año pasado me pilló en Roma, aunque los dos años anteriores sí que la disfruté) y mentalmente me iba organizando ya la noche, porque ayer me estudié el programa de fiestas, el horario de los conciertos de los grupos que quiero ver en las distintas plazas. Y estaba así, sonriendo cuando, de repente, las luces se han encendido. No en toda su potencia o al menos no lo parecía bajo esa luz clara de poco después del amanecer, pero ahí estaban, encendidas. He parpadeado, pensando que tal vez mi tonta emoción matutina me hacía ver visiones pero ahí estaban, encendidas. Ha durado sólo unos instantes, unos segundos y en seguida se han vuelto a apagar. El semáforo se ha puesto en verde y he seguido mi camino, sonriendo aún más.

Supongo que era alguna prueba que hacían, alguna cuestión técnica que desconozco, pero no puedo evitar pensar que esas luces encendidas inesperadamente durante unos instantes son algo positivo y esperanzador. Una señal de algo, de lo que sea, pero he querido pensar que traerán cosas buenas.

O eso creía yo esta mañana. Pero este mediodía me he enterado que ha muerto Alan Rickman y ya no sé muy bien qué pensar.

La foto, luces navideñas en mi ciudada. La foto, terrible, es de hace unos días, pero son luces.

viernes, 1 de enero de 2016

Día 1

Me encanta el día 1 de Enero. Me encantan los principios de año. Todo es nuevo, todo es posible, un folio blanco que tenemos delante para rellenar.

Hay por ahí quien dice que los cambios no se dan de un día para otro, que cada día es un nuevo comienzo, que las cosas no tienen por qué cambiar el 1 de Enero. Aguafiestas.

Vale, sí, tienen razón, al menos en parte, pero ¿qué más da? Hay que aprovechar cada oportunidad, cada comienzo, cada nueva posibilidad que se abre ante nosotros para cambiar lo que no nos gusta de nuestra vida, para mejorar lo que queremos mejorar, para ver las cosas de otra manera.

Por eso me gustan los principios de año. Y éste aún más, porque tenemos un día extra para disfrutarlo (o sufrirlo, ya se verá).

Ya dije ayer que mi 2015 ha sido bueno. Lo razonable sería ahora desear que 2016 sea igual que 2015. Pero, como le dije a alguien alguna vez, quiero más. Yo lo quiero todo.

Así que mi reto es que 2016 sea mejor que 2015. Yo voy a intentarlo, aunque está claro que no todo lo que nos ocurre depende exclusivamente de nosotros. Pero yo pondré todo de mi parte.

¿Y propósitos de Año Nuevo? No voy a hablar de los propósitos de cosas que me gustan (tipo disfrutar de la vida, etc, etc) porque eso sé que lo voy a hacer sí o sí. Hablo de hacer cosas que me cuestan un poco. Como ponerme en forma y quitarme algunos quilos. Y dedicarle algo más de cariño a mi casa, arreglando un par de habitaciones que están cercanas al caos y decorar algunas paredes que siguen vacías.

Y ya.

Sed felices. Y que el 2016 os traiga todo lo que deseáis.

En la foto, el pollo que hoy nos hemos comido. Igual no es una foto muy bucólica para empezar el año pero es la única que he hecho hoy. Y en mi familia, comer pollo a l’ast el primer día del año es tradición.

sábado, 19 de diciembre de 2015

En la tierra

Me gusta pensar que, algún día, mis tres ginkgos vivirán en un lugar más adecuado para ellos que una pequeña maceta en la galería de un piso de ciudad.

Me gusta pensar que vivirán en la tierra, que sus raíces crecerán en el sentido de la gravedad hasta donde quieran, que las puntas de sus raíces no encontrarán límites, no chocarán contra las paredes frías de una maceta de plástico.

Me los imagino junto a una casa de puerta roja, que crecerán y crecerán hacia el cielo azul, que sentirán el viento, la lluvia y cualquier inclemencia meteorológica que se presente sin casi inmutarse.

Me los imagino marcando el ritmo de las estaciones. Llenos de sus peculiares hojas verdes en verano, dando una sombra sobria y alargada. Hojas virando al amarillo a principios del otoño, deslumbrando con ese amarillo brillante que tienen a finales del otoño. En silencio, señoriales y desnudos en invierno, con una manta de hojas a sus pies, que me harán refunfuñar porque lo invadirán todo, pero también sonreír por sus peculiares formas. Y en primavera, decenas y decenas de diminutas yemas que se irán formando en las ramas desnudas, poco a poco, como si nada y, de repente, la explosión primaveral, cientos de diminutas hojas naciendo al unísono, bajo un sol tibio.

A veces me siento culpable, teniendo tres árboles en una maceta. Pero luego pienso en los planes que tengo para ellos y creo que, si pudieran, entenderían que esto es sólo temporal, que algún día los plantaré en su lugar definitivo, mucho más amplio, adecuado y coherente a su naturaleza, en la tierra a la que pertenecen.

En las fotos, mis ginkgos, hoy. No puedo dejar de mirarlos.






miércoles, 28 de octubre de 2015

Deshaciendo

Los hilos que ilustran esta entrada eran, hace un rato, la espalda (y parte del delantero) de un jersey. Lo he deshecho todo porque, aunque estaba quedando bien, en algún momento me lié con las medidas y las proporciones y estaba quedando muy grande. Demasiado. Le sobraban veinte centímetros de ancho. Así que, aunque me duele mucho deshacer, he deshecho.

Deshacer algo que tenías a medio tejer es aceptar que lo que habías hecho estaba mal, que no es lo que querías o lo que esperabas, que si sigues por ese camino, conseguirás algo que no es lo que planeabas. Deshacer implica que todo el trabajo que has hecho hasta ese momento, no sirve de nada, que tienes que volver a empezar de cero, que tienes que aceptar la derrota, que te han expulsado de la carrera y tienes que volver a la casilla de salida y empezar de nuevo.

Quiero pensar que, cuando deshago, aprendo. Eso es lo que dicen, cada vez que deshaces, todo lo anterior no cae en saco roto, aunque lo deshagas, aunque ya no exista, en el proyecto has aprendido muchas cosas, tanto haciendo como deshaciendo. A veces aprendes que debes ir con más cuidado cuando tomas medidas o haces cálculos, a veces aprendes que hay cosas que se te irán de las manos aunque creas que las tienes controladas, a veces aprendes que es mejor parar y rectificar que ser cabezona y seguir adelante.

Sin embargo, cada vez que deshago siento la sensación del fracaso. Fracaso de todo lo que no he hecho bien pero, sobre todo, fracaso por todo ese tiempo que he invertido y cuyo esfuerzo no se verá nunca reflejado. En realidad, supongo que sí, que ese esfuerzo quedará patente en el resultado final, que será mucho mejor una vez rectificado que si hubieras seguido adelante haciéndolo mal. Pero me cuesta verlo de una manera tan positiva, ver más allá del fracaso de tener que volver a empezar, de obviar todo lo hecho hasta ese momento.

Por si no os habéis dado cuenta, no hablo sólo de lanas. Hablo de preparar proyectos que luego no llegan a ningún lado, hablo de pasarte horas preparando currículos para un puesto que no te van a dar, hablo de relaciones que intentas hacer funcionar, hablo de dedicarte horas y horas de tu vida, muchas ilusiones y esperanzas, mucho esfuerzo invertido que luego, por cualquier motivo, se lo lleva el viento. Al principio, cuando empiezas con algo de eso, tienes la ilusión y la esperanza de que sí, que todo va funcionar perfectamente. Luego, hay un punto en el que empiezas a dudar. A veces sabes que debes parar ya y no seguir, pero a veces sigues esforzándote porque crees que oye, tal vez sí, y le dedicas aún más tiempo. Y luego, cuando por fin llegas al final, cuando ves que no ha servido para nada, porque ya tiras la toallas porque no te queda otro remedio, miras atrás y maldices el tiempo invertido en ese proyecto, en esa relación, en “eso” a lo que dedicaste tanto y no sirvió de nada.

Supongo que, con el tiempo, acabas aceptando que sí, que hasta de esas negativas y esos proyectos frustrados aprendes cosas buenas. Que el próximo irá mejor, porque ya tienes la experiencia previa, pero también tienes más miedos. Porque sabes que por mucho tiempo que le dediques, por mucho esfuerzo, puede salir mal. Y no te queda otra que pararte, respirar, deshacer el camino andado o los hilos tejidos y volver a arrancar. Con fuerzas, ilusión pero con un punto de precaución que, hasta entonces, no tenías.

Creo que a eso se le llama madurar.

martes, 29 de septiembre de 2015

Transparente

A lo mejor no os habéis dado cuenta, pero soy transparente.

Probablemente no os habéis dado cuenta precisamente por eso, porque soy transparente. Y no me veis.

Y no, no mola tanto como a simple vista parece.

Ser transparente no es un súperpoder. No es lo mismo ser transparente que ser invisible. Ser invisible sí que es un súperpoder. Pero ser transparente, no.

Ser transparente es lo que ocurre cuando la gente a tu alrededor no se da cuenta de que estás, de que existes. Cuando te cruzas con gente que conoces y no te saludan. Cuando intentas entrar a través de unas puertas automáticas y éstas no se abren. Cuando propones un plan a un grupo de gente y luego quedan para llevarlo a cabo y no te avisan. Cuando hablas con alguien que va contigo a clase de lo que sea y te dicen “Ah, ¿pero tú vas a mi clase?”. Cuando después de ir a algún sitio donde hay gente que conoces, no sólo no te ven sino que encima al día siguiente te preguntan por qué no fuiste. Cuando dices cosas en reuniones y nadie las oye, aunque luego alguien lo repite y reaccionan como si fuera la primera vez que lo escuchan. Cuando vas con alguien y te encuentras a un conocido común y éste sólo saluda a tu acompañante. Cuando sales con un grupo de amigas y nadie se acerca a ti. Cuando entrenas con gente durante semanas y luego, cuando te los encuentras por ahí, no te reconocen. Cuando coincides en reuniones (sociales o laborales) con gente de manera más o menos regular y cuando se presentan y les dices que ya os conocéis, te dicen que no. Cuando la gente te dice a la cara “Claro, no viniste porque no podías” y tú les tienes que convencer de que no, de que no fuiste porque nadie se acordó de invitarte.

No negaré que a veces sí que mola un poco ser transparente.

Pasar inadvertida.

Yo, durante muchos años, lo he sido sin que me importara.

De hecho, las pocas veces que no he sido transparente, me he sentido incómoda. Lo de ser visible no se lleva muy bien cuando estás acostumbrada a ser transparente.

Entre las veces que no he sido transparente, tengo que destacar especialmente cuando he estado en Namibia. Allí, en general, era visible. Muy visible. Mujer blanca en mitad del continente negro. Visibilidad total. Encima, mis rasgos son claramente no germanos, así que no podía pasar por una blanca namibia, descendiente de los antiguos colonos. Y aún así, incluso allí, en ocasiones fui transparente. En las veces que el número de turistas que se paseaban por la ciudad era importante, me volvía de nuevo transparente. Y molaba. Porque lo de ser visible se me hacía un poco incómodo. También fui muy visible, primero allí y luego aquí, cuando me hice las trencitas namibias. Sinceramente, pensaba que allí no llamarían la atención, pero me equivocaba: una blanca con peinado de negra no es algo habitual allí. Así que me hice doblemente visible. Mujer blanca con peinado negro. ¡Incluso me salió un novio himba! Pensé que al volver a mi continente blanco, volvería a mi transparencia, pero no: de vuelta a casa, las trencitas me hacían completamente visible. Me sorprendió e incluso me molestó. La gente lleva miles de peinados distintos, variados o mucho más originales que mis trencitas. Bueno, tal vez la gente que lleva esos peinados también es visible. Luego llegué a una terrible conclusión, cuando alguien me dijo lo que costaba hacerse el peinado que yo llevaba aquí: 10 euros por trencita. Yo llevaba 11. Así que tal vez mi visibilidad era meramente económica: la gente pensaba que me había gastado 110 € en ese peinado, cuando la realidad era que me había gastado menos de 5 €. Eso me hizo sentir muy incómoda con esa recién adquirida visibilidad. Tal vez por eso llevé por aquí las trencitas menos de una semana.

La cuestión es que últimamente me he cansado de ser transparente. Pero tampoco me siento muy cómoda siendo visible. Mostrar carne suele ser un buen truco para volverse visible pero, aunque tengo un generoso canalillo mostrable, no me gusta enseñarlo. Una cosa es ser visible y otra ser llamativa a base de escotes, ropa o complementos. Tampoco me sale. Así que ahí estoy, entre la disyuntiva de seguir siendo transparente o la tentación de visibilizarme un poco.

Y no sé qué hacer.

Porque ser transparente me cabrea. Pero ser visible me resulta incómodo.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Mis dos yos

Ya lo he comentado en alguna entrada anterior, la primera semana de septiembre organizamos una reunión en la oficina. Es decir, una de esas reuniones que hago a veces por el mundo (o sea, a Roma), la montamos nosotros en mi isla. Entre muchas otras cosas, esa semana me sirvió para descubrir una cosa de mí que no sabía: tengo dos yos. Y dos yos muy diferentes y casi contradictorios.

Mi yo laboral es el que me acompaña en esos viajes. Es un yo aparentemente fuerte, decidido, seguro de lo que hace. Es el yo de no callarme en las reuniones ni debajo de las piedras (sólo me he callado en una, en la que me advirtieron que yo no debía hablar, porque formaba de un grupo más grande claramente liderado por alguien que no era yo, claro). Mi yo laboral opina sobre todo, discute sobre todo y toma decisiones sin casi parpadear.

Mi yo personal es con el que convivo cuando estoy en mi isla y en mi entorno. Es un yo bastante más discreto, callado, casi tímido en público, aunque igualmente hablador con la gente más cercana. Es un yo transparente, ese que hace que en reuniones con gente que conozco poco, pase totalmente inadvertida, que la gente no me recuerde, que no sabe qué temas de conversación sacar ante la gente que apenas conoce.

Esa semana, mis dos yos se conocieron y chocaron. Y eso no se ha notado en la reunión, donde estaba mi yo laboral, ni fuera de ella cuando me he socializado con los colegas más cercanos, con los que me une una clara relación de amistad. Se ha notado fuera, pero sólo cuando con esos colegas he frecuentado lugares habituales míos, pero en los que suelo pasar inadvertida, la gente apenas me recuerda y soy sólo una más de un grupo más numeroso de gente. En ese ambiente, en ese momento, en ese lugar, de repente, mi yo laboral le dio cuatro tortas a mi yo personal y se hizo con el mando de mi vida. No fue grave, al contrario, fue divertido, interesante y muy positivo, pero también fue extraño. Mi yo personal empezó a abrazar a mi yo laboral, emocionado. Porque de repente ahí estaba yo, en un ambiente en el que suelo pasar desapercibida, siendo la reina de la pista. Literalmente.

O igual es que había bebido demasiado vino.

En la foto, mis zapatos de baile. Los pobres fueron, en parte, testigos del choque de mis dos yos. Y hasta protagonistas.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Abarcas rojas

El cuatro de Septiembre, pasará a los anales de la historia meteorológica mallorquina por la gran tormenta que cayó en la isla y de la que ya hablé aquí.

Curiosamente, esa mañana, cuando me calcé las abarcas menorquinas rojas que tengo, y que hacía mucho que no me ponía, me acordé de una foto que hice años atrás, en la época de mi exilio cretense, esta foto.

 
No recordé sólo la foto. Recordé perfectamente la sensación de pies mojados bajo la lluvia, en aquel día de otoño. Recordé que tenía que esquivar los caracoles que habían salido a dar la bienvenida a la lluvia. Recordé también la entrada del blog que hice entonces (otro blog, otro idioma) sobre las extrañas sensaciones que me inspiraba el otoño griego. Revisándola, he encontrado cosas que podrían perfectamente definir estos días, como lo de “Otoño es cuando llevas una semana el paraguas en la mochila y no llueve. O cuando finalmente lo sacas, empieza a llover” u “Otoño es cuando vas caminando y sale agua de la punta de tus abarcas”.

En todo eso pensaba, decía, el día cuatro cuando me ponía los zapatos. Y un segundo pensamiento pasó por mi mente “A ver si hoy no llueve”.

Ja.

Ja, ja.

Llovió y granizó. Y mucho. Y en una escapada que hice hasta el coche para comprobar si el granizo lo había abollado (en ese momento, pareció que no, pero finalmente fue sí), esquivando los charcos y mojándome los pies, hice esta otra foto.


Mucho ha cambiado entre ambas fotos. O muy poco. La tobillera cretense de entonces se ha transformado en una tobillera greco-namibia. Ahora llevo alguna tobillera más. Y las abarcas están más viejas. Pero lo demás… ah, lo demás. Yo creo que no ha cambiado tanto. O al menos, me siento la misma que entonces.

Siete años han pasado entre ambas fotos. Siete.

Ostras, sí que me duran las abarcas.

sábado, 5 de septiembre de 2015

Cuatro de septiembre

Ayer fue el último día de una reunión que me ha dejado sin fuerzas, exhausta, algo cabreada y que no pasará a los anales de mi historia laboral precisamente como una maravillosa reunión. Una semana en la que colegas de oficina me han preguntado “Cuando vas fuera a tanta reunión, ¿siempre es así? ¿Siempre trabajáis tantas horas?”. Pues sí. Muchas horas de trabajo, algunas no especialmente agradables, y que te obligan a seguir trabajando días después (por ejemplo, un sábado a las 8 de la mañana, uf). Una reunión cansada, por tener que organizarla, estar pendiente de todo, desde un enchufe extranjero que hay que sustituir hasta cómo organizar un transporte al aeropuerto en medio de un caos circulatorio.

Debo admitir, y lo admito, que las noches han sido divertidas, con una compañera inesperada de casa, con conversaciones sinceras en algunos de mis lugares favoritos de la ciudad, entre copas de vino y buena comida. Ah, y algún bailoteo de lindy hop y hasta boogie con un colega italiano, convenientemente jaleados por el resto de la tropa. Dios mío, hay vídeos de ese momento. Y están en posesión de mi enemigo declarado número uno. Pero no me importa: lo máximo que puede pasar es que me avergüence de lo mal que bailo. Aunque siempre le puedo echar la culpa a mi pareja de baile, aunque no es el caso.

Ayer, además, me entristeció intensamente una tontería tan tonta que, probablemente, al acabar esta frase, ya habré olvidado. Ay, pues no. Bueno, pero fue una chorrada de esas que, con el cansancio y el cabreo acumulado de toda la semana, se te clava en el corazoncito (o por ahí dentro) de una manera tonta, te pone los ojos rojos y te hace enfurruñar. Pero es tan tonta que al final de este párrafo, ya la habré eliminado de mi mente.

Pues tampoco.

Bueno, seguro que, dentro de un tiempo, cuando relea esto, ni siquiera sabré a qué me refería. Es muy probable. Suele pasar. Yo soy así.

Es igual. El cuatro de Septiembre pasará a los anales de la historia meteorológica mallorquina como el día que cayeron granizos de hasta 5 cm del cielo y se batieron records de lluvia. Porque sí, ayer granizó, llovió, tronó, sopló viento fuerte, hubo inundaciones, árboles caídos, vuelos con retraso, cancelaciones y carreteras colapsadas. Fue un día extraño, complicado, agotador. Fue un día de esos que probablemente sería mejor olvidar. Aunque sé que nunca lo olvidaré, porque mi CocheCapricho ha quedado marcado para siempre (en techo y capó) con unos pequeños cráteres fruto de la granizada matutina.

Snif, snif.

Estas son algunas de las imágenes de un día histórico (e histérico).







viernes, 10 de julio de 2015

Diario de a bordo

Desde que me ha tocado ser jefa del Festival de Primavera, llevo un diario a bordo. En realidad no fue iniciativa mía, aunque sí que es cierto que en algunas campañas previas había hecho ya una especie de diario o al menos anotaciones sueltas de cosas que pasaban, veía o vivía. Pero el primer año que me tocó ser jefa, el jefe me recomendó hacerlo: escribir cada día las cosas que habían pasado. Los días de mar son muy densos e intensos y, a menudo, las cosas que pasan a primera hora se acaban diluyendo entre las cosas que pasan un rato más tarde y, al final del día, o bien no las recuerdas o bien parece que pasaron varios día antes. Y, cuando vuelves a tierra, hay muchos detalles importantes que has olvidado. Algunos de esos detalles son importantes, a qué hora se acabó el trabajo cada día, incidencias hubo y cuándo fueron, por lo que lo que empecé a hacer hace años por recomendación lo he asumido como una tarea muy necesaria para el trabajo.

Escribir el diario cada día, después de largas horas en el puente, de subir y bajar escaleras y de la tensión que supone llevar una campaña, suele ser bastante cansado. Pero, aún así, intento hacerlo siempre. Incluso a lo largo del día voy anotando cosas que luego igual olvido, como cuánto cable hemos tenido que añadir en un determinado muestreo, si había barcos en la zona o los motivos por los que algún muestreo ha sido nulo.

Empecé a escribir los diarios de forma metódica y profesional. Reflejaban casi exclusivamente cosas laborales que pasaban, incidencias, problemas o ideas para mejoras en años siguientes. Con el tiempo, me he ido relajando y cada vez más anoto también anécdotas personales, cosas divertidas que pasan, mis enfados, si la comida está rica o quién se ha peleado con quién. Luego, en tierra, los repaso al menos una vez, cuando preparamos el informe preliminar en el que reflejamos las incidencias y problemas que hemos experimentado durante los días de mar. Y siempre me río. Me río porque aparecen anécdotas que ya no recordaba. Me río porque la perspectiva en tierra es muy distinta a la del mar. Me río porque me encuentro frases como “Qué putas, éste es mi diario y escribo lo que quiero” justo antes de una reflexión eterna sobre alguna chorrada que me ha pasado por la cabeza ese día.

Me gusta releerlos no sólo porque me resulta necesario laboralmente, sino porque veo reflejado en ellos lo que siento cada día, cómo va cambiando mi actitud según los días. Después de dos o tres semanas en el mar, a la vuelta lo recuerdas todo como un conjunto, un resumen, algo global, perdiendo los detalles del día a día. Pero es bucear en los recuerdos escritos lo que me da la perspectiva real de lo que viví a bordo, o al menos la idea de cómo yo viví esos días a bordo. Hay días fabulosos en los que no paro de escribir sobre lo feliz que estoy por tener un trabajo maravilloso. Y hay días en los que estoy tan enfadada y/o cansada que sólo escribo palabras sueltas (“Hemos hecho cuatro muestreos. Todo bien. Estoy muerta”). Hay días en los que incluso escribo sobre conversaciones que hemos tenido en el puente, sobre los delfines que hemos visto o sobre las copas que nos hemos tomado el día que entramos a puerto. También hay veces que escribo cosas que, cuando las releo, no sé qué significan. Y luego hay cosas sobre las que no escribo, muchas, pero al releer otras, a veces las recuerdo. A veces no y se quedan ahí, perdidas en algún rincón oscuro de mi memoria caprichosa.

Me gustan estos diarios. Aunque me suponen un esfuerzo cuando están en el mar, creo que son una herramienta estupenda, tanto laboral, como personal. Me ayudan a conocerme un poco mejor, a saber quién era y quién soy. Y, aunque sólo sea por eso, creo que vale la pena seguir con ellos.

En la foto, uno de los portillos de mi camarote .

lunes, 29 de junio de 2015

En el mar

Hace ya más de una semana que volví del mar. Ah, el momento del retorno, casi la parte más dura de este trabajo. Volver a tierra, volver a la normalidad, volver a una vida que has dejado apartada, casi olvidada, durante quince días en el mar.

A veces creo que hablo demasiado sobre el mar. Pero es mi vida. A veces creo que amo demasiado el mar. Pero es lo que siento.

Ésta ha sido mi quinta campaña en este barco, pero no sabría decir qué lugar ocupa en mi lista de campañas. Creo que la vigésima-sé-qué. O la trigésima-algo.

Qué más da. La cuestión es que, después de tantos años viviendo esto, sigo sintiendo una melancolía absurda a la vuelta, una añoranza por los días de mar. Aunque haya habido momentos malos, aunque haya habido momentos duros.

Esta campaña pasará a mi historia personal por ser la primera (creo) en la que he ido de jefa y en la que no he pensado o dicho en ningún momento lo de “El año que viene no vengo de jefa”. Igual es que me estoy haciendo mayor. Igual es que le estoy cogiendo el tranquillo a esto. Igual es porque eso no lo decido yo.

Ha sido ésta una campaña buena, muy buena. No ha habido grandes desastres, no ha habido momentos horribles, no me he querido tirar por la borda ningún día. Pero (siempre hay un pero), pero eso lo digo ahora estando en tierra: ha ido todo bien, todo ha salido como estaba planeado o, si ha habido fallos, los hemos solucionado sin demasiados problemas. Pero, decía, pero estando a bordo no puedo evitar estar tensa, preocupada, en guardia todos y cada uno de los días de mar, en todos y cada uno de los momentos en que estoy despierta. Dormida, entro en coma, ni siquiera sueño. O casi no sueño. O duermo tan profundamente que no recuerdo los sueños. Pero estoy en tensión, decía, inevitablemente, en guardia, pendiente de si lo que puede fallar, falla, si lo que puede ir mal, va mal, si los problemas que pudieran surgir, surgen.

A veces no pasa. A veces se alinean los astros y las cosas que pueden fallar, no fallan, lo que puede ir mal, no va mal y los problemas que pudieran surgir, no surgen. Y lo que falla, lo que va mal y los problemas que surgen, se arreglan.

No nos engañemos, no hemos estado en un crucero, no hemos estado tomando el sol y bebiendo mojitos. Pero hemos pasado quince días en el mar trabajando y sonriendo. Trabajando y sonriendo.

Y eso me parece maravilloso.

El año pasado me preguntaba qué recordaría de la campaña de entonces. Ahora me pregunto qué recordaré de ésta. Estas son algunas cosas que creo que recordaré: El primer domingo sin cruasán y la perturbación de la fuerza que eso provocó. La bronca pausada del jefe de máquinas cuando rompimos las cintas en el parque de pesca. Las conversaciones en el puente: del sexo al amol, pasando por cualquier tema imaginable. Las charlas por la radio con pescadores amigos. Atisbar pesqueros y clamar “Son flota amiga”. Los buenos días con sonrisas. El trabajo perfectamente coordinado de toda la tripulación: marineros, máquinas, cocina y puente, cómo admiro a toda esta gente, qué fácil hacen nuestro trabajo, qué placer trabajar con ellos. La banda sonora en el puente, desde Abba hasta Háblame del mar marinero, pasando por habaneras, cantadas por el capitán y oficiales. Descubrir a Josh Woodward gracias al primer oficial. Momentos de euforia inexplicables, momentos de tristeza inexplicables. Las reuniones del personal científico, en la sala de descanso. Los días de verano al principio de campaña, los días de temporal hacia la mitad. Los días lentos, silenciosos y pesados de mala mar. Los momentos de risas, charlas y bromas tras un día de mala mar. Las horas y horas que hemos pasando buscando boyas caladas en las zonas de muestreo. Las langostas que mueren en condiciones poco claras. El zafarrancho de limpieza en el puente, los viernes. Los garbanzos con callos. Llegar tarde a comer. Perderme todos los domingos los entrantes, los domingos son días de trabajo complicado. El mar de fondo. Más mal tiempo que hace cambiar los planes. Maó. La noche en Maó, el desayuno en Maó, apurar las horas en tierra bebiendo las cervezas que a bordo se nos prohíben. Cámaras de fotos que hacen de las suyas y nos hacen perder fotos y recuerdos. Barrer algas en cubierta. Trombas de agua (caps de fibló) a diestro y siniestro. Algún delfín. Los caramelos de menta. Despertar una mañana a los pies del Puig Major, justo delante de Sa Calobra. Ese momento de bajón, el penúltimo día en el que necesitaba mil abrazos y opté por la soledad de la proa, tirada allí, viendo unas estrellas increíbles sobre mi cabeza, respirando esa paz y tranquilidad que sólo me da el mar. Las ganas de llorar al ver las gambas rojas y las cigalas hervidas. El primer trago en tierra, aún en mitad de la descarga, con gran parte de la tripulación y algunos científicos. Los atardeceres. Los amaneceres. Los cielos estrellados. Los cielos rasos. Los cielos nublados. El mar en calma. El mar embravecido. El mar jugando al despiste.

El mar. El mar.

Ay, cómo lo echo de menos.