martes, 12 de abril de 2016

La isla del viento

Conozco Menorca mejor desde el mar que desde tierra firme. Es una verdad de la que fui consciente el otro día, abandonando la isla en barco, después de pasar en ella una semana intentando, en parte, compensar ese desequilibrio. No en vano, llevo quince años pasando unos días al año circunnavegándola. Quince años, se dice pronto. El mismo tiempo hace que la pisé por primera vez. Ciutadella y Maó fue lo primero que conocí de ella, lo único durante bastante tiempo. Luego fui más allá de estos puertos, de estas ciudades, la he ido recorriendo y descubriendo más. Es de esos lugares a los que, cuanto más voy, más aprecio.

Hace unos años escribí que Menorca es perfecta, o casi. Escribí que es el complemento elegante, silencioso, tranquilo y sutil de una isla más espectacular, ruidosa, montañosa y bulliciosa como es Mallorca. Tan cercanas, tan lejanas, tan iguales, tan diferentes.

Poco más puedo añadir. Sigo suscribiendo todas y cada una de esas palabras.

Menorca es el verde de sus campos, el azul de sus aguas y cielos, el blanco de sus casas, el amarillo de sus flores que colorean los campos en primavera. Menorca es las vacas, las carreteras tranquilas, los puertos naturales que ha colonizado el hombre, el viento que azota sus campos desde cualquier dirección, los faros que recuerdan a los navegantes que ahí, entre aguas turbulentas, hay tierra firme.

La isla blanca, la isla del viento, la isla de los campos, la isla plana.

El otro día, dejé Menorca echando de menos la época en la que viví allí, lo que no deja de ser curioso, porque yo nunca he vivido en esa isla.

Las fotos son de estos días en Menorca. Con el móvil, con la compacta y con la réflex. De todo.












 


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