Antes de empezar con una serie de entradas sobre mi último viaje (sé, lo sé, sé que no podré escribir sólo uno) quería compartir aquí el aspecto que presenta mi bosque de Ginkgo bilobas en estos días, en lo más crudo del crudo invierno.
Sí, mis ginkgos son unos tristes árboles pelados, sin hojas, vacíos, casi tristes. Lo bueno de mis ginkgos es que sé que en cualquier momento empezarán a emerger. Cuando acaben estos días de frío intenso, en el momento menos esperado, aparecerán las yemas en las puntas de sus ramas, preludio de una explosión de bellas hojas que iluminarán mi galería el resto del año.
Pero hasta entonces, ¡ay, hasta entonces!, hasta entonces mis ginkgos estarán así, como una metáfora de mí misma, vacíos y casi tristes. Pero también sabiendo que tras estos momentos de vacío y tristeza vendrán, porque tienen que venir, momentos alegres, llenos de luz y vida. En mi bosque de gingkos serán sus hojas, su vida. En mí misma no sé qué será. Pero algo tendrá que ser.
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