viernes, 29 de junio de 2018

Amanecer

Hoy ha sido el primero de veinte días en el que no he puesto el despertador. Veinte días. Casi tres semanas. Y, claro, he dormido fatal. Me he despertado cada dos horas, por culpa de las malditas prostaglandinas: a las dos, a las cuatro, a las seis. Las dos primeras veces, he conseguido dormir. La tercera ya no. Me sentía despierta, sin sueño y me he quedado en la cama un rato, tranquilamente, escuchando el silencio de primera hora de la mañana, interrumpido por los truenos. Sí, los truenos. Ha estado tronando, igual que anoche.

Tumbada en la cama, trataba de recordar los sueños de la noche. En los últimos días, sueño cosas relacionadas con el mar, con el último Festival de Primavera del que volví no hace aún una semana. Estos días me pasa siempre lo mismo: sé que he soñado con los días de mar, pero no recuerdo qué he soñado exactamente. Y así, tumbada, pensando en los sueños, en el mar y en los truenos, me ha parecido que estos marcaban el punto y final de los días de mar. Cuando embarcamos, hace veinte días, el día fue lluvioso, tormentoso. Salimos de puerto viendo relámpagos por todas partes, oyendo truenos en la lejanía. Por eso hoy, al volver a escuchar truenos, he vuelto a ese primer día y me ha parecido que, ahora sí, se cerraba el Festival de Primavera.

Luego me he dado cuenta de que ya estaba amaneciendo y me he asomado para ver si las nubes de tormenta estaban cerca o lejos, para intentar averiguar si después de los truenos vendría la lluvia. Y me he encontrado con un amanecer espectacular, con nubes negras, con el sol saliendo y con un arcoíris ahí, justo enfrente de mis narices. Y no he podido evitarlo, no he podido evitar pensar “Este amanecer, en el mar, sería la bomba”. Sí, debe haber sido la bomba, claro. He estado un rato contemplándolo. Y luego he corrido primero a por el móvil y luego, igual ya un poco tarde, a por la réflex, para intentar capturar esa luz, esa magia, ese momento único matutino que me he encontrado por casualidad. Y he descubierto que, en esta época del año, el sol sale exactamente por el principio de mi calle y roza, lateralmente, mi balcón durante un instante a primera hora de la mañana, para esconderse después detrás de un edificio y volver a pegar, ya con toda su fuerza, cuando está más alto. Y me he puesto a observar lo que me rodeaba. He visto texturas que ni sabía que existían. He descubierto que han pintado los cuartos de ascensores del edificio de enfrente. He oído varios despertadores sonar en pisos diferentes. He aceptado que las persianas están (mucho) más sucias de lo que me creía. He visto a una vecina salir con el pelo envuelto en una toalla a ver si la ropa tendida se había secado. Y he visto como, finalmente, el arcoíris, poco a poco se iba diluyendo.

Y he pensado que claro, que en el mar, esto hubiera sido maravilloso. Pero en mi balcón, bueno, en el fondo mi balcón no es más que la banda del barco que es mi casa, que lo que vivo es lo que hay de la barandilla para adentro y lo que hay más allá, sean casas, sea mar, sea el cielo matutino, está para contemplarlo.

Después de eso, me he tomado un antiinflamatorio y he conseguido dormir unas horas más. Cuando me he levantado, he decidido que era el momento, hoy sí, de cerrar el ciclo del mar. He vaciado por fin la mochila. He puesto lavadoras. He limpiado las botas de seguridad que ya necesitan ser reemplazadas. He recogido todas las cosas que me llevé al mar. Y he cerrado el ciclo. Hasta la próxima.

El otro día leí una frase, parece ser que de Leonardo Da Vinci que decía “Una vez que hayas probado el vuelo, siempre caminarás por la tierra con la vista mirando al cielo, porque ya has estado allí y allí siempre desearás volver”. Con el mar pasa lo mismo.

Exactamente.

Yo acabo de llegar y ya estoy deseando volver.

Las fotos, de ese ratito en el balcón, con la réflex.




 




domingo, 29 de abril de 2018

#Cuéntalo

Esta semana ha sido laboralmente agotadora. Organizábamos una reunión internacional en la oficina, que además yo co-coordinaba y eso siempre implica un extra de esfuerzo, un extra de energía y un extra de trabajo que me deja eso, agotada. El jueves salimos a cenar en grupo. Fue una cena divertida, a la que se apuntó casi todo el mundo de la reunión y que acabamos en mi garito favorito de swing. Así estábamos el viernes claro, cansados de trasnochar entre semana.

El viernes, hablaba con mi padre de la cena y, además de preguntarme qué tal había estado y cómo lo habíamos pasado, me preguntó si me había llevado el coche. No lo había hecho, el restaurante está a 15-20 minutos a pie desde casa y el local de swing a 10-15 minutos, así que no me compensaba. “¿Te acompañó alguien a la vuelta?”, insistió. “No, vine caminando”. Me miró con reprobación, qué digo reprobación, con preocupación, pero no dijo nada, se calló esa preocupación que vi claramente en su cara.

Tengo 40 años y mi padre se preocupa porque vuelva por la noche caminando sola a casa.

Eso me hace pensar si algún padre le advierte a su hijo cuarentón cuando sale que no viole, moleste, haga daño o acose a una mujer que no quiere saber nada de él. No, claro que no se lo dice. Debería ser obvio, no debería ser necesario decirle a nadie que no haga daño al prójimo, pero por lo visto no es obvio y sí es necesario. Pero ningún padre ni madre se lo debe decir a un hijo de 40 años, como probablemente tampoco se lo ha dicho cuando tenía 25, ni 18, ni 14. En cambio, a nosotras, a las hijas, desde bien niñas nos dicen lo que no tenemos que hacer. No ir solas de noche por la calle. No ir vestidas provocativas. No hablar con desconocidos. Porque luego si nos pasa algo, la culpa es nuestra, claro.

Cuando volvía a casa el jueves de esa cena, solo hacía unas horas que se había conocido la sentencia de la Manada. Obviamente, la tenía muy presente y solo podía pensar que, si me pasaba algo esa noche, me juzgarían por volver caminando sola a la una y pico de la madrugada y, además, vistiendo una falda por encima de la rodilla. Porque esa es otra. Cuando me vestía para esa cena, estuve a punto de cambiar la falda que tenía previsto ponerme desde el primer momento por unos vaqueros. Al final no lo hice. “Si alguien me quiere hacer algo, me lo hará con falda o con vaqueros”, pensé.

Leer estos días las historias detrás del #cuéntalo en las redes sociales es escalofriante. También lo son leer las respuestas de algunos hombres. Sí, es cierto, no todos los hombres son así. El problema es que todas las mujeres (o casi todas, aunque creo que aquí el casi sobra) han sufrido algún tipo de acoso, abuso, agresión o situación en la que se han sentido incómodas, desprotegidas o violentadas. Y es terrorífico ver como situaciones que no deberían ser para nada normales, las hemos asumido como tales. Y cuando empiezas a hablar, públicamente en redes sociales, con la fuerza que da el #cuéntalo, o en la intimidad con amigas que por fin se atreven a confesar cosas que hasta ahora no habían mencionado, salen historias desagradables y terroríficas, historias que oías que pasaban pero que no pensabas que había pasado a esa amiga o que no te has atrevido tú a confesar. Aún no he oído a ninguna mujer de mi entorno decir que nunca, absolutamente nunca, ha vivido alguna historia que podría compartir en el #cuéntalo.

Pero lo más terrorífico es ver la falta de empatía de algunos. A mí, el mismo jueves uno me dijo que no entendía eso que dicen las mujeres de que se bloquean ante una situación como la que vivió la víctima de la manada. Me hierve por dentro esa falta de empatía, esa absoluta indiferencia al miedo que podemos llegar a sentir. No sé nada de psicología, pero creo que ese bloqueo que casi todas sienten se debe a que no nos lo creemos: hemos oído siempre que eso pasa, pero no nos podemos creer que nos pase a nosotras; nos han advertido tantas veces de no hacer o vestir o hablar o enseñar cosas que pueden hacer que “provoquemos eso” que, cuando a pesar de hacer caso a todas las recomendaciones, cuando a pesar de cumplir las reglas esas que parece que nos van a mantener a salvo, pasa algo, nos parece imposible.

Tengo grabado en la mente una conversación que tuve con un compañero de clase de inglés, hace ya bastantes años. Yo tenía treinta y pico y él tendría veintipocos. El tema de la clase eran los delitos y el profesor nos enseñó una página web en la que la gente registraba los incidentes de cualquier tipo que había sufrido en cualquier lugar del mundo, de manera que cuando planearas visitar una ciudad, sabías qué lugares convenía evitar. Se incluían incidentes de todo tipo, incluyendo robos y violaciones. Una de las categorías era “hombres que te dicen cosas por la calle”. El chico se echó a reír; no podría entender que eso fuera un incidente, le parecía una tontería, absurdo. Yo sí que estaba estupefacta. Le intenté argumentar que que te digan cosas por la calle es muy desagradable y más aún en un país que no conoces. Se siguió riendo y me espetó el típico “es que sois unas exageradas” que hemos oído una y mil veces. El profesor nos obligó a cambiar de tema, para no entrar en una discusión demasiado seria, pero se me quedó grabada la cara del chico aún riéndose de nuestras “exageraciones” aún un rato después.

Con el tiempo, he pensado que tal vez a ese chico nadie le dijo nunca que a las mujeres no nos resulta agradable recibir comentarios por la calle. En general, nunca; en particular, cuando vas sola por la noche por la calle, o cuando eres una preadolescente con un cuerpo de mujer que no sientes aún tuyo. Porque seguramente a él nunca le han dicho nada por la calle que le haya hecho sentir incómodo. Igual tampoco le dijo nunca nadie que rozar con su cuerpo partes sensibles de una mujer desconocida, o directamente manosearla, no es agradable; o de una mujer conocida que no quiere que le hagas eso. Porque seguramente nunca le han rozado o tocado con lujuria sin él desearlo. O que hay ocasiones en las que, por muchas ganas que tengas, por mucho que hayáis llegado a un elevado nivel de intimidad, en el momento en que te dicen no, es no. Porque tal vez él nunca haya cambiado de idea en el último momento o, si lo ha hecho, su compañera seguramente lo ha entendido y no ha intentando abusar de él. El mismo jueves le comenté a una amiga que tengo la sensación de que muchos hombres no entienden lo terrorífico que es para una mujer que la penetren por cualquiera de sus orificios sin que ella lo desee. No sé, no creo que sea tan complicado empatizar con eso, porque ellos también tienen orificios por los que una penetración a la fuerza no les debe resultar nada agradable. La diferencia es que hay pocas posibilidades de que eso les ocurra a ellos y bastantes más a nosotras.

Otra cosa que me resulta complicado entender es la incapacidad que parecen tener algunos para saber cuándo una mujer quiere algo más o no; de no saber distinguir un sí de un no; de no poder entender que si no hay un sí claro, es un no. Por eso, por si alguien tiene dudas, aquí está este vídeo maravilloso que deja muy clara muchas cosas. Y es que, como también se dice bastante últimamente, igual lo que habría que hacer no es enseñarnos a nosotras a protegernos, sino enseñarles a ellos (y entiéndase por ellos los que lo hacen, no los hombres en general, claro) a no violarnos.

domingo, 22 de abril de 2018

Madrid

En el último mes y pico, he hecho dos viajes a Madrid, dos viajes por placer a Madrid, en claro contraste a los cuatro viajes por oposiciones que hice en esta época el año pasado.

Madrid es maravillosa.

Tiene muchas pegas también, claro. Muchas. Para mí las más importantes probablemente sean que hay mucha gente, está muy lejos del mar y el clima es tan, tan seco que yo lo noto en los labios y en la piel a las pocas horas de llegar. Y a mi vuelta, sigo teniendo los labios secos durante días, a pesar de todo el bálsamo que me ponga.

Pero también tiene un montón de cosas buenas. Y bonitas.

Tiene tuiteras guays, con las que no me he visto en este último viaje, pero sí en casi todos los anteriores.

Tiene mil opciones de ocio, de restauración y de todo.

Tiene historia, cultura, diversión y un montón de sitios verdes donde perderte.

Madrid es esa ciudad en la que una noche, haciendo una visita nocturna guiada, mientras un guía cuenta una historia de un fantasma que se aparece en un antiguo palacio que ahora es sede del Ministerio de Educación, los cinco que formáis el grupo (más el guía) veis unas luces extrañas y totalmente fuera de lugar en el palacio. Y os miráis unos a otros buscando una explicación racional a eso que acabáis de ver y pensando que, oye, igual el fantasma sigue ahí, por qué no.

Madrid es esa ciudad en la que puede estar lloviendo tres o cuatro días seguidos, como nos pasó hace mes y pico, y que aún así encuentras mil cosas para hacer, llámalo teatro (Billy Elliot es maravillosa), museos (por ejemplo, el Museo Arqueológico Nacional), exposiciones (la de Auswitch es tan dura como imprescindible) o simplemente de tiendas. O que puede alternar nubes y claros y pasarte el día quitándote y poniendo chaquetas, mirando por la ventana antes de salir del apartamento y echando a suertes cuanto te vas a abrigar ese día, como nos ha pasado esta semana.

Madrid es esa ciudad en la que se juegan finales de Copa del Rey y te pasas el día cruzándote con afición de uno u otro equipo, con sus camisetas, bufandas, cánticos, alegría y ganas de victoria, con un ambiente tan único, multitudinario y eufórico que te dan ganas de cantar y saltar con ellos, sean de tu equipo o no. Y aunque no tengas equipo.

Madrid es esa ciudad en la que un camarero te habla valenciano porque ha oído una charla mallorquina-valenciana en tu mesa.

Madrid es esa ciudad en la que un día, después de pasarlo pateándola, aprendiendo su historia, viendo tiendas, comiendo y bebiendo bien, estás volviendo al apartamento pero acabas en un local de cerveza artesana que te han recomendado varias veces. Y allí conoces a un grupo de chavales entre los que está uno cuyo hermano vive en tu isla. Qué digo en tu isla, en tu ciudad. Qué digo en tu ciudad, en tu barrio. Qué digo en tu barrio, en la calle de al lado. Y al final el grupo de tres se convierte en un grupo de seis y os pasáis horas charlando y buscando locales abiertos para tomar la última. Y cuando por fin decidís que sí, que esa era la última, acabas en una chocolatería que abre las 24 horas del día, llena de fotos de famosos en sus paredes y a la que entra un travesti con tipazo y peluca rosa fosforito.

Madrid es la bomba.

Viajar con gente bonita es genial.

Aunque en las dos noches que he pasado ahora allí haya dormido tanto (o tan poco) como esta primera noche en casa.

A veces, pasar sueño merece la pena.

En la foto, el templo egipcio de Debob, durante una visita guidada (y muy recomendable) que hicimos.. Me encanta.

miércoles, 11 de abril de 2018

Preguntas

La cantidad de cosas que le hubiera preguntado en su día. Muchas, muchísimas. Un montón de cuestiones que me rondaban por la cabeza, interrogantes sin resolver, tantas cosas que no entendí en su momento y de las que quería explicación. Y de repente, al tenerlo delante después de tanto tiempo, no tengo nada que preguntarle. Porque ahora, a estas alturas, ya nada me importa. Sí, tal vez seguiría sintiendo curiosidad por esas mismas cosas. Si las recordara. Porque ya no las recuerdo, no tengo ni idea de lo que me inquietaba, de lo que quería saber. Así que callo, no digo nada. Porque ya no quiero saber. Y aunque quisiera, qué rayos importa todo aquello ya.

domingo, 8 de abril de 2018

Una noche en Roma

Anoche vi una película italiana “La gran belleza” de Paolo Sorrentino porque se desarrollaba en Roma. La película no me gustó especialmente, aunque debo admitir que igual no le hice todo el caso que debiera, estaba entretenida en otras tonterías y yo solo quería ver Roma. Pero verla me ha hecho recordar esta entrada que escribí hace ya varios meses y que aún no había visto la luz. Así que aquí está.

Es diciembre y en mi viaje hacia las orillas orientales del Mar Negro, paso unas horas en Roma, una noche de escala. Una colega italiana me acoge en su casa, un piso alto, pequeño, muy acogedor, más allá del Vaticano y con ojos de buey cual ventanas, como si de un barco se tratara. Llego después de las siete de la tarde, tras dos aviones, un tren y un metro. Nos tomamos un vino blanco mientas nos ponemos al día y luego salimos. Tenemos planes para cenar, ambas con colegas que se encuentran en la ciudad en una reunión. Los conozco a todos, pero acabamos en dos grupos diferentes. Vamos al centro en motorino, con el sistema de motos público de la ciudad. He ido en moto por Roma. Flipo. Por el camino, vemos la basílica de San Pedro, el Castillo de Sant’Angelo, ruinas y columnas de los foros, el Capitolino al atravesar Piazza Venezia, la iglesia de Santa Maria la Maggiore. Me alucina recorrer Roma en moto y reconocer sus calles, saber en casi todo momento dónde estamos; me alucina conocer tan bien la ciudad.

En un momento del trayecto, paradas en un semáforo en rojo, ella se gira y me dice “I love this city”. “Me too”, grito desde atrás. Me encanta esta ciudad y en ese momento mágico, conociéndola desde una perspectiva diferente, me rindo definitivamente a sus pies.

Me encuentro con mis colegas, aún eufórica del viaje en moto y les propongo cenar en un sitio que conozco. Es un restaurante populoso en el que cené justo dos semanas antes, la noche de la estrella. Por el camino, reconozco una calle que una vez vi cubierta de nieve. Y el hotel en el que me alojé entonces. Nos alojamos, debería decir. Hoy chispea y hace frío, pero no nieva. Cenamos estupendamente, pero el frío hace mella en nosotros: las estufas de la terraza no son suficientes para calentar la noche. Caminamos hacia el Coliseo para entrar en calor. Lo fotografío por tercera vez en tres meses. No me canso de hacerlo. En la estación del metro, intento contactar con mi anfitriona para unirme al otro grupo, pero cuando lo logro, ya estoy de camino a su casa. Tengo frío y sueño, así que me retiro. Por el camino, intercambio mensajes que me hacen sonreír.

Llego a un barrio que horas antes me era totalmente desconocido y entro a una casa que no es mía. Me ducho, me pongo el pijama y se me ponen los pelos de punta al ver que el despertador sonará en menos de cinco horas. Poco después, oigo llegar a mi anfitriona pero soy incapaz de decir nada, el sueño puede conmigo.

Ay, Roma, soy tuya para siempre.

La foto es de esa noche, del Coliseo, claro, con una luna brillante, casi, casi llena.

martes, 27 de marzo de 2018

Luz

Hoy han cortado la electricidad durante unas horas en mi casa, por trabajos técnicos que tenían que hacer. No ha sido un corte inesperado, al contrario: hace días que la compañía había puesto un cartel en el portal, anunciando de un corte entre las 5:30 y las 8:30 de la mañana. Al cabo de unos días, apareció un segundo anuncio con los horarios de un segundo corte, el mismo día poco después. Pero el fin de semana pasado, desaparecieron ambos carteles.

Así, anoche me fui a dormir con la incertidumbre de si esta mañana habría o no luz. Suena a tontería, lo del corte de electricidad, pero ahora que hemos cambiado de hora, ni estar tan al este permite tener luz a las 5:30 de la mañana. Así que anoche dejé algunas cosas preparadas: la ropa para hoy, una linterna pequeña, una vela. Prepararme para ir a trabajar en total oscuridad no me parecía demasiado adecuado. No sé quién tuvo la brillante idea de cortar la luz a la hora de irse a trabajar, pero había que adaptarse. Que igual pensáis que oh, son vacaciones, no molestará tanto, pero no es así: en estas islas, las vacaciones escolares son la semana que viene, esta es una semana laboral normal. Corta, pero normal.

Esta mañana me he despertado casi una hora antes de que sonara el despertador, sobre las seis. Instintivamente, he mirado hacia mi radio despertador, esperando ver en sus números rojos la hora, pero solo he visto negrura. He comprobado la hora en el móvil y he comprendido que sí, que habían cortado la electricidad. He logrado dormirme y he tenido un extraño sueño en el que dormía en el comedor, en uno de mis sofás naranjas, junto a otras personas que conozco pero que ni siquiera me son cercanas o queridas. Soñaba que pasábamos la noche ahí, que me despertaba para ir a trabajar y que cuando me iba a duchar a la luz de las velas, tenía que pedir ayuda para sacar de la bañera algunas cosas que había en ella, incluyendo (agárrense) una bañera llena de agua.

Me he despertado en mitad del extraño sueño, gracias al despertador del móvil, el primero que suena siempre. Me he levantado rápido, porque sabía que el segundo despertador, la radio, hoy no sonaría. Y porque hoy, justamente hoy, tenía que ir antes a la oficina. Me he levantado y me he iluminado con una pequeña linterna, he encendido una vela y la he usado para iluminarme por la casa. No sabía cuándo iba a durar la pila de la linterna y sabía que la necesitaría después. Mientras me duchaba, me sorprendía de la luz cálida que emitía, de lo mucho que ilumina una simple llama, del silencio que había en la casa porque mi radio despertador no estaba en marcha.

No he desayunado, quería llegar pronto a la oficina y anoche preparé un bocadillo para comérmelo en cuanto tuviera tiempo hoy. Tampoco he hecho la cama. Cualquier cosa que hacía se complicaba por tener que ir paseando la vela conmigo a todas partes, así que lo he simplificado todo al máximo. Aún así, he perdido la cuenta de las veces que he tocado un interruptor de la luz que no ha encendido nada. En el baño, en la cocina, en mi habitación, en el pasillo. Sabía que no había electricidad, sabía que por muy oscuro que estuviera, tocar esos interruptores no serviría de nada, pero lo he seguido haciendo, instintivamente.

Al salir de casa, antes de las 7:30,
he apagado la vela, claro, y he encendido la linterna. Al cerrar la puerta, he oído como se cerraba otra en el piso superior. He bajado los cinco pisos iluminándome con la linterna, oyendo los pasos de alguien que bajaba solo unos escalones por detrás. También veía la luz de su linterna. Sabía que era un vecino, sabía que era alguien conocido, pero la oscuridad rota por nuestras linternas tintineantes es mala amiga de la confianza y he seguido bajando a buen ritmo, evitando que me alcanzara. No ha sido hasta llegar al portal cuando he visto que mi no-perseguidor era un preadolescente que vive en la planta de arriba, que salía también de casa, en la oscuridad, de camino al instituto, supongo.

Y toda esta tontería de la luz, de la electricidad, de ese ratito que he merodeado por casa como pollo sin cabeza, con velas y linternas, dándole a interruptores que no encendían nada, despistada, y un poco perdida, me ha parecido que es una buena metáfora de lo que es que se alteren cosas de nuestra vida, de nuestro día a día, de nuestro entorno, de nuestra gente. Una buena metáfora de lo que es perder unos referentes, perder algo que sabes que está ahí (si le doy al interruptor, se encenderá la luz), de lo incómodo que es, de lo confuso, de lo fácil que es cuando algo de nuestro entorno se altera; que sí, está claro, sigues adelante, te adaptas, pero vas un poco despistada, y un poco perdida. Como me siento yo a veces.

No sé si me explico.

En la foto, la vela iluminando mis baldosas de pececitos, en el cuarto de baño.

viernes, 23 de marzo de 2018

Pisa es cuqui

Pisa es cuqui.

Eso es lo primero que pensé después de pasar un par de horas paseando por la ciudad cuando llegué la primera tarde, en el viaje de trabajo que me llevó allí hace ya dos meses. No había planeado nada para esa tarde: tenía una conexión corta en Roma entre dos de los tres vuelos que me llevaron allí y no confiaba demasiado en llegar a la hora prevista. Pero sí, llegué. Y como el aeropuerto es pequeño y está cerca de la ciudad, llegué incluso antes de lo que creía. Pisa es cuqui hasta en eso.

Así que después de pasar un momento por el hotel, me dirigí a la plaza de los Milagros, que aparentemente estaba cerca. Lo estaba. Llegué en un momento perfecto, con el sol ya cayendo, con esa luz tan especial que precede al atardecer. La plaza de los Milagros es maravillosa y, al atardecer, más. El baptisterio, el camposanto (del que ya hablé aquí), la catedral y, cómo no, la famosa torre inclinada de Pisa que no es más que el campanario de la catedral, sorprendentemente alejado de ésta, maravillosamente inclinado. Esa tarde, paseé por las calles peatonales del centro, me crucé con multitud de estudiantes que entraban y salían de las numerosas facultades que hay en la ciudad, caminé por las orillas del río Arno y llegué hasta la pequeña Iglesia de Santa Maria della Spina. Recorrí Pisa en un ratito, porque Pisa es cuqui.

Al día siguiente, antes de la reunión, volví a la plaza de los Milagros y ya visité todos los edificios tranquilamente, subida a la torre de Pisa incluida. Por supuesto. Me mareé al entrar, flipé cuando me balanceaba mientras subía su escalera de caracol (y como yo, miles antes, como se ve perfectamente en las marcas que nuestros pasos han ido dejando) y di tantas vueltas en la terraza circular superior que pensé que me acabarían echando. Pero no, porque Pisa es cuqui y de los sitios cuquis no te echan.

Esa noche, después de la cena de grupo, acabamos de nuevo a los pies de la torre de Pisa. Aún volvería varias veces al día siguiente, antes y después de recorrer de nuevo la ciudad, atravesar el río Arno por el Ponte di Mezzo, donde una bandera con los colores del arco iris y la inscripción “PISA PEACE” ondeaba alegremente y flipar un poco más con esta ciudad pequeña, plana, universitaria, viva y alegre.

Pisa es muy cuqui, de verdad. Y fue genial empezar el año laboral viajero yendo allí.

Las fotos son del móvil, de la cámara compacta y de la réflex; hacía mucho tiempo que no la llevaba de viaje.
















domingo, 18 de marzo de 2018

Chania

Gatos por todas partes. Casas habitadas a medio construir. Comida deliciosa. Camareros extremadamente calmados. Aguas cristalinas. Montañas nevadas. Una tranquilidad extraña e inexplicable, la sensación de estar en casa, la frustración de no poder pasar más tiempo allí, la gratitud extrema de haber vuelto.

Volver a Creta ha sido un regalo, volver a Chania (La Canea), una maravilla. Como puse el otro día en instagram, si esa es la ciudad más bonita de Creta, se dice y ya está. Y si me explota el corazón de felicidad por estar de nuevo en esa isla, se dice y ya está.

Porque eso es ni más ni menos lo que sentí al volver a Creta, una explosión de felicidad.

Casi diez años de mi primera visita, los cuatro meses que pasé en el verano y otoño de 2008. Casi ocho años de mi segunda visita, unos días de reunión en Heraklion que completé con una visita a la zona donde vivía y una excursión (épica) a la garganta de Samaria, al magnífico sur. Y más de seis años después de mi última visita, en la que volví a estar en Chania y en la que aproveché para recorrer algunas partes de la parte occidental de la isla con unos colegas. Es la primera vez que estoy en Creta y no le dedico tiempo a disfrutarla. Y estoy sumamente arrepentida de no haberlo hecho.

Pero centrémonos en lo positivo. En la felicidad de ver un diminuto coche amarillo en mitad de Chania y pensar “uno como ese conducía yo por estas calles”. En la sorpresa por la temperatura suave de un día a las siete de la mañana, para pasear hasta el puerto veneciano. En volver a beber cerveza Mythos. En poder soltar alegremente las cuatro palabras que aún recuerdo de griego y que me confundan con autóctona. En deambular por el caso antiguo de la ciudad, lleno de obras, despertándose poco a poco del invierno, preparándose para la temporada turística. En sonreír al ver que el edificio abandonado que estaba junto al hotel en el que nos alojamos la última vez, hace más de seis años, sigue igual. En recordar la locura de algunas construcciones griegas. En la familiaridad de reconocer la hamburguesería donde comimos hace casi diez años S, MM y yo, cuando me fueron a visitar. En las risas de una noche de cervezas, ouzo, vino y raki. En encargar más comida de la que podríamos comer, pero intentarlo, claro que sí, de tan deliciosa que estaba. En las aguas transparentes del antiguo puerto veneciano, a las que daba ganas tirarse, incluso en la noche oscura. En reconocer el Museo Marítimo que en su día me sorprendió tan positivamente. En ver las montañas nevadas allí en la lejanía y soñar con pisarlas. En comprar una novela sobre Grecia de una autora que descubrí allí hace casi diez años, las galletas con relleno de color rosa nuclear y el pan de aceite que comía cuando vivía allí. Y en lo bien que nos lo hemos pasado incluso en las intensas horas de trabajo.

Lo dicho, volver a Creta me ha hecho explotar el corazón de auténtica felicidad. Lo digo y ya está.

Lástima que haya durado tan poco.

Prometo volver.

Las fotos están hechas con el móvil, aunque también hay una con la compacta.
















lunes, 12 de febrero de 2018

Vete a ver la ballena

Fui una niña inquieta y traviesa. Inquieta de no aguantar mucho tiempo sentada y traviesa de subirme a los árboles. Comía mal, muy mal. Con los años, he descubierto que no es que no me gustara comer, ni la mayoría de la comida, pero sentarme a la mesa era perder el tiempo que podría utilizar para hacer otras cosas. Cuando comía, me aburría. Y para entretenerme, a veces mi madre me dejaba levantarme de la mesa, ir a dar una vuelta por la casa y volver para seguir comiendo. “Anda, vete a ver la ballena”, me decía cuando empezaba con el repetitivo “ya no quiero más” que amenizaba día sí y día también nuestras comidas familiares. Así que yo me levantaba, me iba dando saltitos hacia el comedor, me imagino que salía al balcón si era verano o miraba a través de los cristales si era invierno, me entretenía observando cosas y, al cabo de un rato, volvía a la mesa, me sentaba y seguía comiendo más mal que bien.

“Vete a ver la ballena” era la frase mágica que me permitía escaquearme de estar sentada en la mesa y estar un rato a mi bola. “Vete a ver la ballena” es una frase de mi infancia, que siempre ha estado ahí, que nunca me planteé ni qué significaba ni si realmente alguien se creía que yo me iba a ver alguna ballena. Solo eso.

Hasta el otro día.

Porque el otro día, ojeando un diccionario Asturianu-Castellanu que los Reyes Magos le trajeron a mi madre (con cierto retraso), vi por casualidad la expresión en la entrada “ballena”, “Mandar a ver la ballena: expresión cariñosa o escasamente agresiva con que se manda a uno a paseo o se le manda alejarse para no molestar”.

Flipé.

Mi infancia en un diccionario.

Me encantó encontrarla, nos reímos mucho con la entrada que leí una, dos, tres o no sé cuántas veces. Me encanta lo de expresión “escasamente agresiva”, pero tengo que admitir que lo de “se le manda alejarse para no molestar” me ha abierto los ojos para saber lo que pasaba en aquellas comidas familiares: no es que se me permitiera un rato de diversión, de relax, de alejarme de las normas de estar sentada en la mesa comiendo, sino que se libraban de mí, me mandaban de paseo cariñosamente, para dejarles comer tranquilamente, sin mi cansino “no quiero más”. Y, ¿queréis saber la verdad? Tampoco me importa demasiado.

De hecho, creo que debería incorporar la expresión a mi vocabulario.

Vete a ver la ballena.

Si es que es maravillosa.

En la foto, la entrada del diccionario.

viernes, 2 de febrero de 2018

Libros 2017

He sufrido una importante crisis lectora en los últimos tiempos. Apenas he leído, porque no me apetecía, porque no encontraba el momento, porque no me enganchaba a los libros que estaba leyendo. Creo que poco a poco la voy superando y estoy intentando acabar esos libros que dejé a medias en 2017, ya que no dejé de leerlos porque no me gustaran, simplemente no me apetecía leer. No leer y no escribir vinieron de la mano, así que ni siquiera reseñé lo que había leído. Así que voy a hacerlo hoy, en plan resumen.

Compré “Confabulación” de Carlos del Amor en uno de mis viajes de oposiciones a Madrid. Es un libro cortito, que leí rápido. Su protagonista sufre una extraña enfermedad: es capaz de inventar recuerdos de cosas que no ha vivido y es incapaz de distinguir entre lo real y lo inventado. Cuando descubre su enfermedad, pone en duda todo lo que ha vivido, lo que recuerda haber vivido, porque es incapaz de distinguir lo que real o de lo que es inventado y se enfrente a los problemas que inventar recuerdos implica en su vida. Con este libro me ha pasado un poco lo que me pasó con “El bolígrafo de gel verde” de Eloy Moreno: son libros que no estoy segura de si me han gustado o no, porque son historias que no me parecen ni tristes ni alegres, pero que dejan con un regusto extraño que sólo puedo identificar como desasosiego. Sí, es el recuerdo que tengo más claro de este libro, el desasosiego que sentí cuando lo acabé. Y, a pesar del desasosiego, tengo un montón de páginas dobladas con frases para anotar en mi cuaderno. Me gusta mucho Carlos del Amor, sus reportajes que van más allá de la rutina de contar qué ocurre y me gustó mucho “La vida a veces” que leí el año pasado. Me gusta su manera de contar cosas, su poesía en prosa y su sensibilidad. Seguiré leyendo cosas suyas, sí.

Tenía muchas ganas de leer “El Macondo africano” de Javier Brandoli, “la narración de una maravillosa derrota” como dice su contraportada. En él, su autor, periodista, cuenta su vida durante cinco años en el sur del continente africano. Me gustaron muchas cosas de este libro, me encanta cómo refleja lo que es África, su locura y su caos maravillosos. Aunque yo solo he estado en Namibia y de manera puntual, he visto reflejados en este libro mucho de lo que sentí y viví allí. “Y entonces todo desembocó en un maravilloso sinsentido” es una de las frases que más definen todo lo que allí puede ocurrir. Igual que el “buenismo”, “muy extendido en África entre los occidentales que tanto aman esta tierra” y que define como “un racismo de algodón de azúcar […] que se basa en el principio de que un africano es bueno por ser pobre, y sus actos malos son fruto de la herencia recibida de Occidente”. O lo de “Hay formalismos en África que, aunque uno no comparta, debe aceptar para no ofender”. O esa sensación, cuando vives en un lugar y te das cuenta de que tu tiempo allí ha terminado, “mi inocencia se había ido diluyendo en golpes de realismo que me arrastraban lejos del Macondo del que estaba enamorado”. Y otra cosa que deberíamos tener presente siempre: “No olvides un privilegio por el simple hecho de que sea también una rutina”. Después de leerlo, quiero volver a África, claro.

“Firmin” de Sam Savage fue un regalo que me hizo un amigo al que quiero mucho. Firmin es una rata que nace y vive en el sótano de una librería de Boston, en los años 60. Es una rata culta y devoradora de libros, una auténtica filósofa. “Si hay algo para lo que resulte útil una formación literaria, es para dotarlo a uno de un sentido de la catástrofe”. A diferencia de sus hermanos, Firmin vive “más que todos ellos y, a cambio,” muere “mil muertes distintas”. “La vida es breve, pero, aún así, siempre podemos aprender un par de cosas antes de la traca final”. “Siempre creo que todo va a durar para siempre, pero nada dura para siempre”. “Quien no siente el deseo de volver a vivir la vada es porque la ha desperdiciado”. No son reflexiones de una rata cualquiera, no. Es un libro curioso, un poco triste y melancólico, pero que vale la pena.

Durante el año pasado, para celebrar el centenario del nacimiento de Jane Austen, un grupo de tuiteras locas creamos un club de lectura para leernos todas sus novelas y luego quedar virtualmente para hablar de ellas. Lo vamos haciendo a un ritmo un poco loco, pero yo no cejo en mi empeño de cumplir con lo pactado. De momento, me he leído ya “Sentido y sensibilidad” y “Orgullo y prejuicio”, aunque en realidad son relecturas, ya las había leído hace tiempo. Me gustan mucho las dos, me gusta mucho Jane Austen, así que no soy objetiva. Aprovechando el tirón, después vi las adaptaciones cinematográficas más recientes que han hecho de ambas. Eso sí, no he visto la famosa adaptación en serie de la BBC de la segunda, eso es algo que tengo pendiente.

Para acabar, “El cuento de la criada” de Margaret Atwood, tan de moda en los últimos tiempos por la adaptación, también en serie, que se ha hecho hace poco. No he visto la serie, pero cuando descubrí que era una distopía, me lancé a lo loco, soy muy fan de las distopías. Pero como siempre con este tipo de libros, me apasiona el planteamiento, me fascina la idea, pero luego uf, no sé, creo que nunca me convencen los finales. Me gusta el planteamiento, la trama, pero me parece que estas historias se acaban desinflando, como si después de una idea maravillosa inicial fuera imposible encontrar un final adecuado. En cualquier caso, me gustó y tengo ganas de ver la serie, claro, visualmente me parece muy interesante.

Y ahora a acabar los libros que vengo arrastrando desde 2017 y a ver si vuelvo a coger el ritmo lector.

miércoles, 31 de enero de 2018

El último día de enero

Me afectan mucho las estaciones, el invierno sobre todo. Igual es que soy signo de fuego, pero prefiero pasar calor en verano que frío en invierno. Además del frío, del invierno llevo mal la reducción de horas de sol y por eso sólo quiero dormir, dormir y dormir. Ojalá ser un oso para poder invernar, del uno de diciembre al uno de marzo, por ejemplo.

Los meses del frío se me hacen lentos, especialmente de mitad de diciembre a finales de enero. Ese mes y medio parece que nunca va a acabar. Antes le tenía cierta manía a la Navidad, que podría justificar esta lentitud, pero ya hace tiempo que no, que decidí disfrutarla tal y como viniera. Pero aún así, estas semanas se me hacen largas.

Supongo que lo de final-principio de año no ayuda especialmente. Desde principios de diciembre, y yo diría que cada vez antes, nos machacan con resúmenes del año, las fotos del año, los tweets del año, los muertos del año…, pero aún quedan semanas para que acabe el año y parece que no va a llegar. Luego, con el Año Nuevo, se empiezan a hablar de propósitos, de planes, de qué hacer, de cómo mejorar tu vida, de cómo ser más feliz en el año que empieza, pero enseguida te das cuenta de que todo es una continuación de lo anterior, de que sigue siendo invierno y haciendo frío, de que el año parece que no acaba de arrancar. Esa es mi sensación en enero: el año no acaba de arrancar. Tienes por delante un año enterito, nuevo, con mil cosas para hacer, planes, perspectivas, ilusiones, pero la cosa no acaba de arrancar.

Lo más curioso de todo es que una vez pasa enero, todo se precipita. Te lanzas al año con locura, los días se empiezan a alargar, empiezas a estornudar por culpa del polen, te pegas el primer baño en el mar de la temporada, luego el último y ya estás comprando el turrón. Es así, los diez meses y medio restantes pasan como un suspiro, hasta volver a llegar a mitad de diciembre, sorprendida porque ya se está acabando un año que no hace tanto parecía que no acababa de arrancar, y uno nuevo va a empezar, pero ni uno acaba aún ni el nuevo empieza aún.

Y vuelta a empezar.

La foto, de la semana pasada en Pisa, no tiene nada que ver con el texto, pero me apetecía ponerla.

sábado, 27 de enero de 2018

De huesos y semillas

No sé qué opináis de las reliquias, es decir, de esos trocitos de santos u otra gente que se meten en urnas y los fieles los contemplan con devoción. A mí me dan grima, mucha grima. Hace dos días acabé accidentalmente en una capilla con un montón de reliquias de un montón de santos. Bueno, accidentalmente... me voy a un camposanto y ¿qué espero encontrar allí? Pues no sé, la verdad, pero ¿trocitos de santos? No, definitivamente no. Vaya por delante que me parece estupendo meter en una urna transparente un trozo de la cruz o una espina de la corona de Jesús, pero ¿un hueso?, ¿una mandíbula?, ¿un cráneo? Menudo susto cuando el otro día me acerqué a ver "qué había en esas cajitas". Total, que ahí estaba yo accidentalmente mirando trocitos de santos, que uno era San Potito, que no sé ni qué trocito de los que había era San Potito, porque encima tenían trocitos de varios santos juntos en la misma urna, ¡¡trocitos de varios santos en una misma urna!! ¿Solo a mi me escandaliza? Mal rollo total, no disfruté del paseo por el camposanto ese nada de nada. El camposanto de Pisa, debería mencionar. Éste.


Porque he estado en Pisa. Y encima, qué frío. Que llevaba desde antes de las 9 pateando la ciudad y, de repente, qué frío tenía a eso de las once y pico de la mañana. Que ya, es enero y tal, pero yo qué sé. Que antes de las 9 estaba yo haciendo fotos a unas tumbas a través de unas barreras y no tenía ni frío ni mal rollo ni nada. Fotos como ésta.


Pero claro, no estaba viendo trocitos de gente. Dios, no me quito de la cabeza una mandíbula sin dientes. Para compensar el mal rollo de los huesitos, decidí ir a un sitio al que no pensaba ir ese día, en todo caso igual iba a ir ayer, si tenía tiempo: el jardín botánico. ¿Qué hay más lleno de vida que un jardín botánico? Pues eso. Pero claro, ESTAMOS EN ENERO. Árboles sin hojas, plantas sin hojas ni flores... vamos, que al entrar y ver ahí todo sin hojas, pensé "¿soy idiota o qué?". De ver huesos de santos a ver árboles desnudos, aparentemente muertos. Ahí, todos pelados, los pobres.


Pero no, a pesar de la impresión inicial y contra todo pronóstico FUE MARAVILLOSO.

No nos engañemos, yo iba allí a ver un ginkgo, que ya me había informado yo de que había un ginkgo, pero jo, QUÉ GUAY. Empecé dando vueltas ahí entre plantas dormidas y árboles sin hojas. Y pensé que no reconocería un ginkgo sin hojas. JA. A quién voy a engañar. Porque iba paseando tranquilamente y pensando en qué bien está este jardín botánico, cómo se nota que tiene fines didácticos más que económicos (forma parte de la Universidad de Pisa) y dónde estará el ginkgo y si seré capaz de reconocerlo cuando PUM, uy, esos dos de ahí parecen ginkgos. BINGO. Dos ginkgos abrazándose, o uno que se separó en dos muy cerca de la tierra, aún no lo tengo claro.


Estuve un rato haciendo el tonto bajo los ginkgos, fotos, jijiji a ver si puedo abrazarlos sin que nadie me vea, uy que no tengo que llegar tarde a la reunión, blablabla. Perdí un buen rato bajo ellos, luego fui al Museo Botánico que está dentro del parque donde, entre otras cosas, tienen un cuadro de un señor bizco, y seguí mi camino, mirando de vez en cuando hacia atrás, hacia los ginkgos que se abrazaban sin saber yo que lo mejor estaba por llegar. Encontré otro, EL ginkgo, uno sembrado en 1811, ¡¡¡¡1811!!!! Más de 200 años... Casi lloro de emoción, de verdad, qué maravilla de árbol, qué tronco más grueso, qué altura, QUÉ BELLEZÓN. Bajo ese ginkgo está la placa que explica el árbol, muy chulas estas placas, por cierto. Y he seguido ahí, más fotos, paseos por debajo, golpecitos al tronco para saludarlo, descartando un abrazo porque su tronco centenario era tan ancho que no había quién lo abrazara sin llamar ostentosamente la atención.



Total, que me estaba liando y aún tenía que ver más cosas. Fui a uno de los varios invernaderos que se pueden visitar, uno de plantas suculentas, cactus, vamos, que son preciosos. Un invernadero así de mono.


Y viendo catcus me he llevé otra sorpresa: tres ejemplares pequeñajos de Welwitschia mirabilis, una planta de esas extrañas, que no es que sea especialmente llamativa ni bonita, pero es fascinante y muy curiosa. Una planta que en su día vi en su hábitat natural, el desierto de Namibia, como conté aquí. Me emocioné tanto, tanto, tanto que empecé a dar grititos, menos mal que no había nadie en el invernadero, ventajas de hacer de guiri en pleno enero, oye.


Por cierto, qué genial lo de hacer turismo en ciudades en enero, de verdad. Total, que ya se me echaba el tiempo encima (no olvidemos que yo estaba allí por una reunión de trabajo, aunque no lo parezca), así que me fui a visitar en plan rápido la parte más nueva del jardín, una zona chulísima en la que hubiera pasado mucho más rato y en la que me encontré OTROS TRES GINKGOS. Y UN MONTÓN DE SEMILLAS. Las semillas de los ginkgos APESTAN (lo que les encantaba a los dinosaurios, por lo visto, que se las comían). Así que limité la recogida de semillas a solo 10, con sumo cuidado (la carne que las rodean, lo que huele mal, además es irritante). Y en mi locura emocional de recoger semillas, ni una foto les hice a los tres ginkgos. Cuando ya me iba, con las semillas apestosas escondidas en el bolso, me llevé otra sorpresa: entre las plantas que tenían a la venta justo a la entrada del jardín, tres pequeños ginkgos me miraban con carita de pena. “Llévanos contigo”, me decían. Pero fui fuerte y no me los llevé. Aún así, ahí me volví, más feliz que una perdiz con mis semillas de ginkgo, hacia el hotel, a comer algo rápido y a la reunión.


Ayer volví al jardín, bueno solo a la tienda, a comprar una camiseta de la Universidad de Pisa (bueno dos, que estaban de rebajas) y desde allí volví a mirar los tres pequeños ginkgos, en sus pequeñas macetitas, os juro que me ponían ojitos, pero me volví a resistir. Pero me costó mucho, mucho. Hoy, cuando se lo contaba a mi madre, me ha dicho muy seria “Haberte traído uno, mujer”. Ay. Me consuela pensar que ahora mismo tengo en mi poder semillas de ginkgos madrileños, romanos y pisanos. Y todo un reto conseguir que alguna germine.

Por cierto, lo olvidaba, alguna planta florecida había en el jardín. Pocas, pero alguna.



Ah, Pisa es cuqui, pero eso ya si acaso lo cuento otro día.

domingo, 7 de enero de 2018

De nieve y antigripales

Hace unos días pensaba en la cantidad de archivos que tengo en una carpeta de mi ordenador con entradas medio escritas para el blog que no he llegado a publicar. Tengo en la mente algunas de ellas, cosas que en su momento me ha apetecido a escribir aunque nunca he encontrado el momento de publicarlas, por pura pereza de sentarme delante del ordenador y dedicarle un rato a esto. Una de ellas, de la que me acordé por casualidad, estaba relacionada con las carreteras que se bloquean invierno sí e invierno también cada vez que nieva, con gente atrapada pasando horas y horas encerradas en sus coches. Mira tú por dónde que los acontecimientos de las últimas horas me han llevado a buscar eso que había escrito, que solo recordaba parcialmente, y tratar de rescatarlo.

En este caso, ni siquiera es una entrada, tan solo un párrafo en un archivo con varias ideas inconexas y desarrolladas a diferentes niveles. Ésta en concreto era un único párrafo, pero venía a decir lo mismo que he pensado hoy. Vaya por delante que creo que quedarse atrapado bajo la nieve en una carretera es una putada muy grande y, como todas las cosas graves que ocurren, suele ser la combinación de muchos factores. En este caso puede que haya habido falta de previsión de autoridades y responsables, pero también creo que necesariamente ha habido falta de concienciación de los usuarios; como alguien decía en twitter, falta de educación vial.

Lo de que se queden coches tirados en carreteras nevadas es como lo de tomarse un antigripal cuando te encuentras mal. Queremos que, a pesar de todo, nuestra vida siga igual, sin inconvenientes ni problemas y hacemos cualquier cosa para evitar los síntomas (los avisos de las autoridades en un caso y el malestar y cansancio en el otro) de que algo falla. ¿Hay aviso de nevadas intensas y recomiendan coger el coche solo en caso de emergencia? Bah, qué exagerados, no me van a fastidiar el fin de semana. ¿Tengo fiebre, tos, dolor de garganta y no puedo respirar de los mocos? Bah, me tomo algún medicamento milagroso y sigo con mi vida como si nada. Que cada uno hace con su vida lo que quiere, claro, pero esto tiene sus consecuencias. Si te lanzas a la carretera sin consultar el parte, sin llevar cadenas, sin ir preparado por si la nevada prevista es igual o peor de lo que dicen, te arriesgas no solo a quedarte tirado, sino a bloquear una carretera e impedir a otros vehículos (quitanieves incluidos) que a lo mejor sí que están viajando por necesidad o sí que van preparados y si no fuera por tu imprudencia podrían haber llegado a su destino. Si a pesar de encontrarte mal te tomas cualquier medicamente paliativo (porque gripes y resfriados solo se curan con el tiempo, cuando el cuerpo es capaz de liquidar los virus que los provocan) y sigues con tu vida, vas a trabajo o a pasar el fin de semana paseando por la montaña, te arriesgas a contagiar a tus compañeros y a que tu enfermedad, sea la que sea, empeore más de lo que debería.

Y esto me lleva a dos líneas de pensamiento divergente que solo puedo resumir por aquí porque me alargo demasiado. La primera, la de las retenciones, muestra algo de lo que ya hablé alguna vez: las responsabilidades. Parece que es imposible que la gente asuma sus responsabilidades. Repito, creo que en casos como éste lo que ocurre es una acumulación de errores de diferentes personas, entres u organismos, pero nadie asume las responsabilidades. Unos echan la culpa a los que se han quedado atrapados, otros a la concesionaria, otros al gobierno. Nadie, nadie entona el mea culpa y acepta que algo ha hecho mal. Se ve que queda feo o algo, lo de asumir responsabilidades. La segunda línea está relacionada con las enfermedades. Yo creo que hay que escuchar el cuerpo y cuando se está mal, hay que parar. Por supuesto, hay que recurrir a la medicina cuando es necesario, pero ahora que ya han pasado la época de regalos, los anuncios de juguetes y perfumes se han sustituido por anuncios de medicamentos que te hacen sentir feliz, alegre y curado mientras estás enfermo. Me pone mala ver anuncios de medicamentos. Ya sé que es una industria, un negocio, pero que no paren de vendernos que si estás malo lo que hay que hacer es tomar algo que oculte los síntomas y seguir como si nada, me parece poco adecuado. Pero, ya lo digo, parece que lo que se lleva ahora es ignorar los problemas o los inconvenientes o las cosas que alteran negativamente nuestra rutina y seguir viviendo como si nada. Con todas las consecuencias. Y eso me lleva a pensar que nos hemos vuelto una sociedad de niñatos caprichosos que solo buscan la mejor manera de ignorar los síntomas de que algo falla.

En la foto, mis huellas sobre la nieve recién caída en Ispra, en el norte de Italia, hace ya ocho años. Creo que no he vuelto a ver tanta nieve junta desde entonces.

lunes, 1 de enero de 2018

Uno de Enero

Cada año lo digo: me encanta el uno de Enero, me encanta la sensación de empezar de cero, de borrón y cuenta nueva, de tener un año entero por delante por descubrir, por disfrutar, por vivir. Sé que es un pensamiento con un punto ingenuo, inocente, casi infantiloide, pero a mí me encanta. Si tu año anterior ha sido bueno, puedes ignorar ese empezar de cero y seguir con tu vida; pero si ha sido regular, lo de empezar de cero, lo de cambiar el último dígito del año puede servir para ver los 365 días que hay por delante como un lienzo en blanco, algo nuevo por descubrir.

Yo no me puedo quejar de 2017, para nada, más bien al contrario, como ya conté ayer (el año pasado, juas, juas, juas), pero es verdad que las últimas dos semanas del año se me han hecho muy cuesta arriba y necesitaba un punto de inflexión para recuperar el positivismo y las energías. El cambio de año, las doce campanadas, son la excusa perfecta para volver a empezar. Y aquí está el año nuevo y aquí está el día uno y aquí está todo el principio.

Lo de empezar el año bailando swing hasta las tantas de la mañana también ayuda, la verdad. Y si en 2017 fui feliz bailando, me parece muy lógico empezar 2018 feliz bailando.

Otra cosa chula de empezar el año es estrenar agenda. Un año más, me inclino por la Moleskine pequeña, semana vista y una hoja rallada en la que escribir las listas que me ayudan a organizarme la vida. Me la compré en el aeropuerto de Roma, hace casi tres meses. Después de dos años de “El pequeño príncipe” ahora toca “Alicia en el País de las Maravillas” y aunque admito que el color azul de este año me chirría, me gusta demasiado como es para plantear cambiar. Y la frase de la portada me parece, un año más, acertadísima.

Ah, y los propósitos, el año nuevo suele venir acompañado de propósitos. Yo no tengo lista ni objetivos muy claros, pero sí unas cuantas cosas que me gustaría cumplir. Escribir más por aquí, publicar más, que últimamente sí que escribo pero nada acaba publicado. Centrarme de nuevo en mis hobbies, en leer, en tejer, en cuidar mis plantas, que llevo meses de cansancio o hartura o simplemente pereza. Poner en marcha la #operaciónbikini2018, para conseguir volver a los buenos resultados que conseguí con la #operaciónbikini2017. Ponerme en forma, al menos un poquito, al menos para sentirme algo mejor. Volver a disfrutar trabajando, que llevo también un tiempo un poco descentrada. Y ya está, eso es todo. Lo demás es simplemente disfrutar, esperar que el año nuevo sea benévolo y tomar lo que venga con alegría y en buena compañía. Y bailar. Y estar cerca del mar. Y disfrutar de la gente que quiero.

Que se cumplan todos vuestros deseos.

En la foto, la agenda de 2017 a la izquierda y la nueva de 2018, tan azul que hiere, a la derecha.