domingo, 29 de abril de 2018

#Cuéntalo

Esta semana ha sido laboralmente agotadora. Organizábamos una reunión internacional en la oficina, que además yo co-coordinaba y eso siempre implica un extra de esfuerzo, un extra de energía y un extra de trabajo que me deja eso, agotada. El jueves salimos a cenar en grupo. Fue una cena divertida, a la que se apuntó casi todo el mundo de la reunión y que acabamos en mi garito favorito de swing. Así estábamos el viernes claro, cansados de trasnochar entre semana.

El viernes, hablaba con mi padre de la cena y, además de preguntarme qué tal había estado y cómo lo habíamos pasado, me preguntó si me había llevado el coche. No lo había hecho, el restaurante está a 15-20 minutos a pie desde casa y el local de swing a 10-15 minutos, así que no me compensaba. “¿Te acompañó alguien a la vuelta?”, insistió. “No, vine caminando”. Me miró con reprobación, qué digo reprobación, con preocupación, pero no dijo nada, se calló esa preocupación que vi claramente en su cara.

Tengo 40 años y mi padre se preocupa porque vuelva por la noche caminando sola a casa.

Eso me hace pensar si algún padre le advierte a su hijo cuarentón cuando sale que no viole, moleste, haga daño o acose a una mujer que no quiere saber nada de él. No, claro que no se lo dice. Debería ser obvio, no debería ser necesario decirle a nadie que no haga daño al prójimo, pero por lo visto no es obvio y sí es necesario. Pero ningún padre ni madre se lo debe decir a un hijo de 40 años, como probablemente tampoco se lo ha dicho cuando tenía 25, ni 18, ni 14. En cambio, a nosotras, a las hijas, desde bien niñas nos dicen lo que no tenemos que hacer. No ir solas de noche por la calle. No ir vestidas provocativas. No hablar con desconocidos. Porque luego si nos pasa algo, la culpa es nuestra, claro.

Cuando volvía a casa el jueves de esa cena, solo hacía unas horas que se había conocido la sentencia de la Manada. Obviamente, la tenía muy presente y solo podía pensar que, si me pasaba algo esa noche, me juzgarían por volver caminando sola a la una y pico de la madrugada y, además, vistiendo una falda por encima de la rodilla. Porque esa es otra. Cuando me vestía para esa cena, estuve a punto de cambiar la falda que tenía previsto ponerme desde el primer momento por unos vaqueros. Al final no lo hice. “Si alguien me quiere hacer algo, me lo hará con falda o con vaqueros”, pensé.

Leer estos días las historias detrás del #cuéntalo en las redes sociales es escalofriante. También lo son leer las respuestas de algunos hombres. Sí, es cierto, no todos los hombres son así. El problema es que todas las mujeres (o casi todas, aunque creo que aquí el casi sobra) han sufrido algún tipo de acoso, abuso, agresión o situación en la que se han sentido incómodas, desprotegidas o violentadas. Y es terrorífico ver como situaciones que no deberían ser para nada normales, las hemos asumido como tales. Y cuando empiezas a hablar, públicamente en redes sociales, con la fuerza que da el #cuéntalo, o en la intimidad con amigas que por fin se atreven a confesar cosas que hasta ahora no habían mencionado, salen historias desagradables y terroríficas, historias que oías que pasaban pero que no pensabas que había pasado a esa amiga o que no te has atrevido tú a confesar. Aún no he oído a ninguna mujer de mi entorno decir que nunca, absolutamente nunca, ha vivido alguna historia que podría compartir en el #cuéntalo.

Pero lo más terrorífico es ver la falta de empatía de algunos. A mí, el mismo jueves uno me dijo que no entendía eso que dicen las mujeres de que se bloquean ante una situación como la que vivió la víctima de la manada. Me hierve por dentro esa falta de empatía, esa absoluta indiferencia al miedo que podemos llegar a sentir. No sé nada de psicología, pero creo que ese bloqueo que casi todas sienten se debe a que no nos lo creemos: hemos oído siempre que eso pasa, pero no nos podemos creer que nos pase a nosotras; nos han advertido tantas veces de no hacer o vestir o hablar o enseñar cosas que pueden hacer que “provoquemos eso” que, cuando a pesar de hacer caso a todas las recomendaciones, cuando a pesar de cumplir las reglas esas que parece que nos van a mantener a salvo, pasa algo, nos parece imposible.

Tengo grabado en la mente una conversación que tuve con un compañero de clase de inglés, hace ya bastantes años. Yo tenía treinta y pico y él tendría veintipocos. El tema de la clase eran los delitos y el profesor nos enseñó una página web en la que la gente registraba los incidentes de cualquier tipo que había sufrido en cualquier lugar del mundo, de manera que cuando planearas visitar una ciudad, sabías qué lugares convenía evitar. Se incluían incidentes de todo tipo, incluyendo robos y violaciones. Una de las categorías era “hombres que te dicen cosas por la calle”. El chico se echó a reír; no podría entender que eso fuera un incidente, le parecía una tontería, absurdo. Yo sí que estaba estupefacta. Le intenté argumentar que que te digan cosas por la calle es muy desagradable y más aún en un país que no conoces. Se siguió riendo y me espetó el típico “es que sois unas exageradas” que hemos oído una y mil veces. El profesor nos obligó a cambiar de tema, para no entrar en una discusión demasiado seria, pero se me quedó grabada la cara del chico aún riéndose de nuestras “exageraciones” aún un rato después.

Con el tiempo, he pensado que tal vez a ese chico nadie le dijo nunca que a las mujeres no nos resulta agradable recibir comentarios por la calle. En general, nunca; en particular, cuando vas sola por la noche por la calle, o cuando eres una preadolescente con un cuerpo de mujer que no sientes aún tuyo. Porque seguramente a él nunca le han dicho nada por la calle que le haya hecho sentir incómodo. Igual tampoco le dijo nunca nadie que rozar con su cuerpo partes sensibles de una mujer desconocida, o directamente manosearla, no es agradable; o de una mujer conocida que no quiere que le hagas eso. Porque seguramente nunca le han rozado o tocado con lujuria sin él desearlo. O que hay ocasiones en las que, por muchas ganas que tengas, por mucho que hayáis llegado a un elevado nivel de intimidad, en el momento en que te dicen no, es no. Porque tal vez él nunca haya cambiado de idea en el último momento o, si lo ha hecho, su compañera seguramente lo ha entendido y no ha intentando abusar de él. El mismo jueves le comenté a una amiga que tengo la sensación de que muchos hombres no entienden lo terrorífico que es para una mujer que la penetren por cualquiera de sus orificios sin que ella lo desee. No sé, no creo que sea tan complicado empatizar con eso, porque ellos también tienen orificios por los que una penetración a la fuerza no les debe resultar nada agradable. La diferencia es que hay pocas posibilidades de que eso les ocurra a ellos y bastantes más a nosotras.

Otra cosa que me resulta complicado entender es la incapacidad que parecen tener algunos para saber cuándo una mujer quiere algo más o no; de no saber distinguir un sí de un no; de no poder entender que si no hay un sí claro, es un no. Por eso, por si alguien tiene dudas, aquí está este vídeo maravilloso que deja muy clara muchas cosas. Y es que, como también se dice bastante últimamente, igual lo que habría que hacer no es enseñarnos a nosotras a protegernos, sino enseñarles a ellos (y entiéndase por ellos los que lo hacen, no los hombres en general, claro) a no violarnos.

1 comentario:

  1. Este vídeo es buenísimo, no se puede explicar mejor. A mi lo que me preocupa DE VERDAD no es sólo los tíos que no entienden lo indefensas que nos sentimos ante una posible agresión (en cualquier grado, también que te digan cosas por la calle), sino todos esos que hacen bromas y coñas relacionadas con el tema, así, con los amigotes. Te dicen que están haciendo el tonto, que no es en serio, pero yo no les veo haciendo bromas sobre descuartizar cadáveres, por ponerte un ejemplo. Lo otro les hace gracia porque no le dan importancia, muchas veces está mezclado con otras cosas que están normalizadas y que no tendrían que estarlo. Y eso da terror. De los temas pequeños vienen después las situaciones graves.

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