miércoles, 12 de febrero de 2014

Stari Bar

No sé si quedó claro el otro día, pero la ciudad montenegrina en la que estuve de reunión las dos últimas semanas no me entusiasmó especialmente. Vaya por delante que no tengo nada de criterio y a mí en general los sitios a los que voy me gustan o me gustan mucho, pero he visto que con los años me he vuelto crítica y ahora soy capaz de etiquetar sitios que visito como “me gusta poco”.

Digamos que Bar me gustó poco.

Por una serie de circunstancias, mis días de turismo montenegrino sufrieron una severa alteración respeto a los planes iniciales. Cosas que pasan y que están fuera de nuestro alcance. Total, que al final tuve ocasión de visitar lo que era la antigua ciudad de Bar, Stari Bar.

Stari Bar es una ciudad amurallada, a unos 4 quilómetros de la costa, a los pies de una zona montañosa. Se llamó Antibari porque se encuentra justo enfrente de la ciudad italiana de Bari, separadas ambas por el Adriático. Es una de esas ciudades por las que ha pasado todo el mundo: formó parte del Imperio Bizantino, el Reino Serbio, la República Veneciana o el Imperio Otomano. Lo que implica, entre otras cosas, que le han caído muchas bombas encima, dañándola bastante. Tampoco ayudó mucho un terremoto que tuvo lugar en 1979, momento en el que la ciudad fue abandonada, trasladándose los habitantes en la costa, junto al puerto y formando lo que es la actual Bar.

Así, Stari Bar es ahora una ciudad inhabitada, que se puede visitar por 2 € la entrada (más 1 € por el mapa, que recomiendo). Llegué allí en una mañana lluviosa y me pareció maravillosa por muchos motivos. Primero, porque tiene ese encanto de los sitios abandonados pero parcialmente cuidados (hay edificios reconstruidos, algunos como museos). Segundo, porque tiene buenas vistas: el mar, la montaña. Tercero, porque te dejan campar a tus anchas, puedes tocar todas las piedras que quieras, meterte por todos los caminos que te apetece y explorar todos los rincones. Esto, si lo haces en una mañana laborable de invierno, te puede convertir en la única visitante de la ciudad (no sólo de ese día, posiblemente también de esa semana… y de las últimas semanas).

Total, que Stari Bar bien vale una visita.

Ruinas, edificios reconstruidos, seguir el entramado de sus calles con un mapa en la mano (mapa, paraguas y cámara de foto son una complicada combinación), ver cómo el sol se acaba colando entre las nubes, el baño turco reconstruido (maravilloso), observar las mezquitas cercanas, escuchar la llamada a la oración e incluso el paseo de vuelta a Bar bajo una lluvia constante. Todo valió la pena. Y la visita al mercado. Y los funghi porcini secos que allí compré para traerme de vuelta a casa.

Bien pensado, Bar (o mejor, su ciudad antigua) me gustó bastante más de lo que había pensado.












lunes, 10 de febrero de 2014

Siempre es igual

Siempre es igual, cuando viajo.

Los días antes del viaje son alegres, emocionantes. Dónde voy. Cómo es el sitio. Qué podré ver si consigo tener algo de tiempo libre. Surfeo por la red averiguando cómo es el hotel al que voy, cómo voy a ir del aeropuerto al hotel y del hotel al lugar de la reunión, qué hay cerca, qué puedo ver, qué cuentan los viajeros que han estado por allí. Miro la previsión del tiempo, decido si hace falta chubasquero, paraguas y/o botas de agua.

El día antes del viaje es el infierno. Odio hacer la maleta. Me agobio, me estreso. Se me ocurren un millón de cosas mejores que hacer que hacer la maleta. Primero hago una lista o cojo una lista de viajes anteriores: es la manera de no olvidarme nada. Selecciono la ropa en función del tipo de reunión y del tiempo que hace en el lugar al que viajo. Siempre sigo el mismo orden para hacer la maleta: primero, ropa y zapatos; luego, los productos de higiene y, al final, todo lo demás: el papeleo, los cables para cargar cámaras y móvil y lo que será mi ocio esos días: libros y música. Mientras hago la maleta y una vez está hecha, el mismo pensamiento: no quiero ir. Quiero quedarme. No quiero alejarme de mi vida y de mi rutina. Cuanto más hace que no viajo, ese “no” es mayor. Cuanto más largo es el viaje, ese “no” es mayor. Y tengo la sensación de que cuanto mayor me hago, ese “no” también es mayor.

Y llega el día del viaje. Si madrugo, lloriqueo recreándome en el “no, no, no”. Y luego llego al aeropuerto. Ah, el aeropuerto. Me encantan los aeropuertos. El verano de estudiante en el que trabajé en uno, lo disfruté tanto, ¡tanto! Llego al aeropuerto y ya noto el cosquilleo del viaje. Y, de repente, el “no” se transforma en “sí”. Qué digo en “sí”, en “¡¡SÍ!!”. Y ahí es cuando empiezo a disfrutarlo, por fin recuerdo por qué me gusta tanto esto de viajar: el ambiente temporal del aeropuerto, gente yendo y viniendo, nombres de lugares exóticos en las pantallas.

Luego llego a mi destino y lo disfruto mucho, sí, en general mucho. Hay reuniones buenos, malas y regulares. Depende de lo que sean, de dónde sean y de con quién sean. Pero siempre, siempre, lo mejor viene al acabar de reunión: cuando desconectas del día, sales con los colegas (y a veces ya amigos), tomas algo, o paseas, o vas de compras, o simplemente te metes en tu habitación y te tumbas a leer un rato. En mitad del viaje, a veces hay algún momento de debilidad, sobre todo si el viaje es muy largo. De repente recuerdas que deberías estar en el cumpleaños de alguien, cenando en algún sitio que te gusta con amigos, comiendo por ahí con tu familia o tirada en el sofá de tu casa. Pero no. Estás en un lugar que igual es bonito o que es horrible, con gente que puede que te caiga bien, o puede que no, haciendo un trabajo que en ese momento te encanta o lo odias. Pero al cabo de un rato te das cuenta de que eres una privilegiada y esos momentos de melancolía es el peaje que tienes que pagar por conocer lugares que, de otra manera, tal vez nunca conocerías.

Y llega el día de hacer la maleta de vuelta. ¡Qué rápido ha pasado! Y qué fácil se hace la maleta al volver. Bueno, no siempre. Depende de lo que hayan cundido las compras de los últimos días, si es que las ha habido. Yo estoy mejorando mucho en el tema maletas: cada vez llevo menos cosas, mejor aprovechadas. Cada vez llevo menos quilos a la ida, porque nunca sabes qué querrás meter dentro a la vuelta. Y ahí está, la maleta hecha y contando las horas para volver a casa, a tu zona de confort. Aunque, sin darte cuenta, en esos días acabas de ampliar tu zona de confort. Porque sabes que, si alguna vez vuelves al sitio en el que estás, ya no sentirás esa inquietud que sientes cuando vas a un lugar nuevo, no. Ya tendrás una seguridad, tal vez ficticia, pero muy agradable.

Yo disfruto mucho del viaje, mucho. Incluso de las largas horas de espera en los aeropuertos. Siempre intento hacer lo que me apetece hacer: leo, duermo, reviso cosas del trabajo, paseo por tiendas que me gustan. Intento tomarme el (o los) día(s) de viaje como un paréntesis de relax, un tiempo que tienes que pasar allí sí o sí. Así que lo disfruto. Suelo leer mucho cuando voy de viaje. Y me encanta.

Por fin en tierra. Aterrizar en mi isla es un regalo para la vista. Oh, ¡qué bonita es! Está mal que yo lo diga, pero ¡es tan bonita! En realidad, lo maravilloso es la sensación de volver a casa: aquí estoy, de vuelta. Y ya en el aeropuerto de destino, saliendo del avión o esperando la maleta, no puedo evitar volver a sentir la chispa de emoción de viajar. Intento pensar si ya sé cuándo y dónde será mi próximo viaje. Y empiezo a fantasear con ello. Por dónde volaré, qué llevaré, a quién veré, cómo irá, qué podré ver. Y empiezo a contar las semanas o los días que faltan para volver a sentir esta vorágine de sentimientos tan contradictorios como reales. Positivos y negativos, buenos y malos. Pero nunca, nunca indiferentes.

Siempre es igual, cuando viajo.

En la foto, la subida a la fortaleza de Kotor, en Montenegro, el viernes pasado. Viajar es igual que subir allí: duro, difícil, con ganas de tirar la toalla por al camino, pero tan emocionante, bonito y satisfactorio como llegar a la cima y contemplar el paisaje.

jueves, 6 de febrero de 2014

Budva, la aventura

A pesar de llevar en Montenegro más de una semana, de momento he visto entre poco y nada del país. El trabajo nos consume y encima estamos encerrados en un hotel que tiene todo lo que necesitamos (trabajo, comida, ¡internet!, ¡¡gimnasio!!, ¡¡¡piscina!!!). Así que las salidas al exterior han sido escasas y fundamentalmente nocturnas. Sólo el domingo nos aventuramos a ir más allá de la recepción del hotel, salimos de la zona de confort y nos lanzamos al exterior.

La idea era ir a Kotor, una ciudad por lo visto espectacular, pero cuando llegamos a la estación de autobuses, descubrimos que quedaban dos horas para el siguiente bus. Así que decidimos cambiar el destino e ir a Budva, una ciudad más cercana. Menos mal. Tardamos una hora en recorrer los menos de 40 quilómetros que separan Bar (nuestra base de operaciones) de Budva. Ir y volver a Kotor hubiera sido una aventura fascinante y me hubiera hecho llegar tarde a la reunión nocturna que teníamos programada.

Budva como ciudad está bien, pero lo verdaderamente apasionante en este viaje fue precisamente eso, el viaje. El autobús de la ida (la línea se llamaba Magic Lines, sólo digo eso) era pequeño y antiguo, pero lo sorprendente es que la mayoría de letreros estaban en español: “Salida de socorro”, “cómo actuar en caso de emergencia” y la placa con la información del autobús, ésta:





¿Veis algo raro? Sí, la matrícula. Obviamente, no es la matrícula que ahora lleva, es su matrícula anterior, una matrícula española, de las Islas Baleares concretamente. O sea ¡un autobús en Montenegro que en su vida previa trabajó en mi pueblo!

La vuelta fue también en un autobús cochambroso, me recordaba a los que iba yo en el cole, en mi infancia ochentera. El pobre chófer tenía que hacer esfuerzos sobrehumanos para meter las marchas, la puerta no cerraba bien y tenía que frenar con suficiente antelación para realmente parar (menos mal que tenía reflejos, sino nos hubiéramos llevado por delante un perro).


 La costa montenegrina es escarpada y rocosa, muy similar a la costa croata que conocí hace algo más de un año. Lástima de día nublado. Pasamos por algunos pueblos bonitos, en especial Sveti Stefan, con la ciudad antigua en un islote en mitad del mar, unida a tierra firme por un puente y una playa.


Y Budva, bueno, es que en comparación con pasar una semana encerrados en un hotel, todo es precioso. (Es que no quiero decir que Bar es feo, pero muy bonito no es). Pero bueno, tampoco volvería voluntariamente. A Sveti Stefan sí que me gustaría ir. La ciudad antigua tiene su encanto: callejones empedrados en un laberinto de casas. Un paseo, una comida y de vuelta a nuestra aventura motorizada en autobuses ochenteros. Y al hotel. A trabajar. Que para eso estamos aquí. O estábamos. Porque esto ya se ha acabado.







lunes, 3 de febrero de 2014

El pijama

Es la gran duda en los viajes de invierno: ¿qué pijama me llevo? ¿El fino? ¿El intermedio? ¿El grueso? Es difícil acertar: el día que decides llevar el grueso, acabas durmiendo en pelotas por el calor que hace. El día que decides llevar el fino, tienes que ponerte encima ropa de calle por el frío que hace.

Años de viajes durante los meses de invierno me han ayudado a tomar esta difícil decisión previa a cualquier viaje invernal. Porque es muy transcendente tomar esta decisión correctamente. Pasar frío de noche es lo peor.

¿Cómo escoger el pijama?

Depende no tanto de la temperatura externa como del tipo de hotel que visites y del país.

Si vas a un hotel tirado de precio, a cualquier país en invierno, no hay duda: el pijama grueso. Lo más probable es que no haya calefacción, o no funcione, o no esté suficientemente aislado. Lo más probable es que vayas a pasar frío. Así que pijama grueso y calcetines gordos.

Si vas a un hotel normal, a un país del sur de Europa, llévate el intermedio. En el sur de Europa “no hace frío”, así que en general los hoteles (como las casas) no son una maravilla de aislamiento y los sistemas de calefacción tienden a ser regulares.

Si vas a un hotel normal, a un país del norte de Europa, llévate el fino. En los países del norte hace frío, pero los edificios están bien aislados y los sistemas de calefacción suelen ser muy efectivos, así que lo más probable es que haga calorcito en los hoteles.

Para viajes fuera de Europa, consultar en otro lado. No tengo suficiente experiencia como para poder emitir una lección magistral.

Y yo, como no seguí mis propias indicaciones, me traje a un viaje en invierno en el Mediterráneo el pijama fino. ¿Y qué pasó? Pues que los primeros días pasé frío. El hotel es bueno, tiene calefacción, pero cuando llegamos, la habitación estaba muy fría (debía hacer bastante tiempo que no tenía inquilinos). El sistema de calefacción es por aire y, cuando sales de la habitación, se apaga. Así que pasaron algunos días hasta que la habitación cogió una temperatura media aceptable. También ha ayudado que la temperatura externa ha aumentado. Y que llevamos aquí más de una semana. Ahora sí que se está bien en la habitación con el pijama fino.

Ah, todo esto sólo sirve si duermes sólo. Si duermes acompañado… bueno, eso ya depende de las perspectivas que tengas de que tu compañero de cama te de calor, claro.

jueves, 30 de enero de 2014

La gafapasta

Hoy mi hermana la gafapasta cumple años. Y me pilla a bastantes cientos de quilómetros de distancia.

El año pasado, me curré una entrada chulísima para felicitarla. Yo a veces tengo esas cosas.

Esta vez, me puede el cansancio de la reunión en la que estoy. Y, sí, podría hacer un esfuerzo y contar muchas otras cosas sobre ella, pero tampoco es plan que se mosquee si cuento demasiado.

Así que esta vez, mi regalo, va en forma de fotos. No sé si las conoce: son algunas de las que días atrás estuve escaneando, de formato diapositiva a digital.

Os presento a mi hermana la gafapasta, en el que supongo fue el primer verano de su vida.



Mona, ¿eh? Pues ahora está igualita. Bueno, aunque lleva gafas. Y se ha echado un par de años más, aunque no se le notan demasiado.




Y no puedo evitar colgar esta otra foto. Es taaaaan ella. Con esa carita tan acuario, tan en plan “hoy estoy de buenas, soy feliz, así que quiéreme”.
 

Sí, sí.

No os fiéis, os lo digo yo: no os fiéis de ella. Cuando es buena y ella quiere, es un encanto. Pero cuando está de malas… cuando está de malas, acabarás tú cabreado. Y ella, feliz. La muy cabrona.

En fin, que esta entrada va para mi hermana la gafapasta, que hoy cumple años y no puedo celebrarlo con ella. Sí, sí, viajar mola muchísimo, pero no mola cuando te pierdes cosas importantes. Y te aleja de quien quieres.

¡¡Muchas felicidades, sis!! Disfruta de tu día. Ya lo celebraremos a mi vuelta.

Muaks.

miércoles, 29 de enero de 2014

"The Lewis Man" de Peter May

Descubrí a Peter May casi por casualidad, hace casi dos años, cuando me compré “La isla de los cazadores de pájaros” y que fue, por cierto, el primer libro que comenté en este blog. Ya dije entonces que me había entusiasmado y quería conseguir más libros suyos, sobre todo los otros dos de la trilogía de Lewis, del que “La isla…” era el primero. Lo encontré el año pasado en Namibia y me lo pensé un poco antes de comprarlo: aunque intento leer en inglés con regularidad, no estaba segura de que fuera capaz de disfrutarlo como hice con el primer libro.

Ahora que lo he leído, puedo decir que lo he disfrutado tanto como el primero, independientemente del idioma en que lo haya leído. Peter May me gusta mucho, pero mucho y pienso seguir leyendo libros suyos. Me da igual en el idioma que los lea.

Este segundo libro (“El hombre sin pasado” en la versión española) tiene de nuevo como protagonista a Fin MacLeod. Si en el primero, Fin vuelve a la isla que le vio crecer para resolver un asesinato, enfrentándose a cosas de su pasado de las que no podía ni acordarse, en el segundo, Fin vuelve a la isla para instalarse, huyendo de su pasado, de la muerte accidental de su hijo (cuya sombra ya era constante en el primer libro), sin saber muy bien qué le deparará el futuro. La que parecía iba a ser una vuelta tranquila a la isla que le vio nacer, se convierte en un nuevo caso de investigación criminal con la aparición de un cadáver. La recopilación del ADN de todos los hombres de la isla llevada a cabo en la primera parte de la trilogía permite comprobar que no se trata de un cadáver anónimo, sino que aparentemente es un pariente cercano de Tormod Macdonald, el padre del amor de infancia de Fin. Sólo que él siempre ha afirmado que era hijo único. A partir de aquí, Fin comienza una investigación no oficial, hurgando en el pasado de un hombre que, con una demencia senil, es casi incapaz de reconocerse a sí mismo.

De este segundo libro me han gustado las mismas cosas que del primero. O sea, todo. De nuevo nos encontramos con una narración a dos voces, aunque esta vez son distintas: en tercera persona, desde el punto de vista de Fin y en primera persona, Tormod. Y también, de nuevo, he descubierto cosas que no sabía sobre las Islas Hébridas, en este caso la existencia de un tipo de suelo del que nunca había oído hablar, el machair. Como en el primer libro, leerlo me ha impulsado a surfear por la red para conocer más y más. Y, también de nuevo, la historia es mucho más que una investigación de un asesinato. Pasado, presente, dramas familiares, historias por resolver. Pero no puedo contar más, porque para contar algo de este segundo libro, tendría que espoilear el primero.

Resumiendo. Me ha encantado. Y seguiré leyendo a Peter May. Todo lo que pueda.

lunes, 27 de enero de 2014

Roma

La última vez que estuve en Roma, nevó. Pero no fue nieve de esa difusa, un aguanieve absurdo por lo frío y poco espectacular, no. Fue una nevada en toda regla, de esas históricas de las que todo el mundo se acuerda. Una nevada espectacular. Aquel día, también nevó en mi ciudad. Todo el mundo recuerda aquel día, todo el mundo recuerda lo que hizo en ese inusual día en el que mi ciudad se tiñó de blanco. Cuando alguien me dice aquello de “¿Te acuerdas de aquella nevada?”, yo sólo puedo decir “No. Yo no estaba. Yo estaba en Roma. Pero allí también nevó”.

La última vez que estuve en Roma, hacía frío, mucho frío. No recuerdo demasiado, como ya comenté aquí. Sé que estaba enferma. Sé que estuve en una reunión. Y sé que, a la vuelta, estuve casi una semana de baja, por un virus que me subió la fiebre a temperaturas que ya ni recordaba posibles, que me dejó destrozada y que me hizo perder varios quilos.

La última vez que estuve en Roma, llegué un domingo por la tarde, tal día como hoy, el último domingo de enero, hace exactamente dos años. Entonces, venía de pasar un fin de semana en Barcelona con amigos. Hoy, también he volado desde Barcelona y también debía haber pasado el fin de semana allí con ellos, pero esta vez decidí quedarme en casa. Me esperan por delante dos semanas fuera de casa, y necesitaba estar allí estos últimos días, para acabar de organizarme. Aquel domingo, no nevó. De hecho, no nevó hasta el viernes siguiente, cuando ya acababa la reunión. Nevó mucho esa tarde de viernes. Y esa noche. Al día siguiente, las calles romanas estaban blancas, blancas de nieve.

Podría contar muchas cosas de la última vez que estuve en Roma pero, como ya me pasó entonces, no sé por dónde empezar, no supe por dónde empezar, no sabría por dónde empezar. Roma es una ciudad fascinante, bella, increíble bajo la nieve, increíblemente triste.

Hace pocos días, por casualidad, encontré las fotos de aquella Roma nevada. No pude verlas. Parece que hace tanto tiempo, parece que han pasado tantas cosas. Y en realidad, apenas hace dos años y apenas ha pasado nada.

Hoy he vuelto a Roma. Estoy sólo de paso, sólo unas horas de camino a mi destino final, una ciudad a orillas del Adriático. Una escala patrocinada por las habituales malas conexiones aéreas entre países de la cuenca mediterránea. Ha sido extraño volver a Roma. Pero ha sido también bonito. Bonito para quitarme ese toque triste, amargo, que recordaba de la Roma nevada. O, si no eliminarlo, al menos dejarlo allí, en esos días de nieve de hace dos años. Roma sigue siendo igual de bella, igual de fascinante, igual de fría a finales de enero. Pero esta vez sin nieve. Esta vez sin apenas tiempo. Esta vez sin nada más que disfrutar de un par de horas en la ciudad, como si nunca antes hubiera estado.

Hoy he vuelto a Roma y ha sido una visita relámpago. Deambular por sus callejuelas, admirar algunos de sus monumentos, saborear su comida y hasta convencer a mis compañeros de escala para dar un paseo después de cenar, con temperaturas que apenas sobrepasan los cero grados, hasta mi lugar favorito, la Fontana di Trevi. Se me ponen los pelos de punta, cada vez que la veo. Incluso sin nieve. Nunca olvidaré lo que sentí la primera vez que la vi, hace ya más de ocho años, en el que fue mi primer viaje de trabajo internacional, allí, la cosa más espectacular e inesperada, en medio de unas callejuelas intrincadas. Aquella vez, hacía calor, mucho. Luego volví a verla bajo la nieve. Y, de nuevo, hoy. Sólo unos minutos, unos instantes.

Hoy he vuelto a Roma. Ya lo he dicho, ha sido bonito y extraño. Cada paso me ha hecho pensar en otros pasos, cada esquina me ha hecho pensar en otros momentos, cada rincón me ha hecho recordarlo bajo la nieve.

Recuerdos. Eso es todo lo que queda de aquella Roma bajo la nieve.

Pero hoy, no ha habido nieve.

Ni muchas otras cosas.

Sólo estaba ella, Roma.

Mágica. Sublime. Inmensa. Impresionante. Bella.

Y algunas fotos.







domingo, 26 de enero de 2014

Las bicis y Son Moix

 Ya conté el otro día que estos días pasados han sido días de fiesta por mi tierra. El día 20, patrón de la ciudad, aproveché para hacer algo que, desde que he tenido uso de razón, he querido hacer y nunca había hecho: participar en una diada ciclista.

Es un acontecimiento que se repite cada año desde hacer 36. Es un recorrido que va desde la plaza del Ayuntamiento, hasta un polideportivo municipal, Son Moix. La primera diada ciclista fue para dar a conocer las entonces recién estrenadas instalaciones de Son Moix: un enorme edificio con piscinas y pista de baloncesto. Este año, ha servido de excusa para re-inaugurar el mismo reciento. Vosotros igual no os acordáis, pero hace unos años, esta isla sufrió las consecuencias de una ciclogénesis explosiva que, entre otras cosas, se llevó por delante el techo de estas inmensas instalaciones.

La cuestión es que ahí estaba yo, un poco antes de las 12 del mediodía, después de una noche de fiesta, con la bici de mi hermana la gafapasta (la mía, plegable, sigue pinchada), con un número de inscripción que me encanta (con sietes, muchos sietes) rodeada de miles de otros ciclistas de todos los tipos y edades: profesionales, jóvenes resacosos, niños con padres, grupos escolares, familias enteras que durante un día desempolvan la bicicleta para hacer de esta ciudad eso, una ciudad de bicicletas.

El recorrido no es largo, unos seis quilómetros. Yo, que voy en bici pero poco (y menos distancias) no estaba muy segura de ser capaz de hacer todo el recorrido sin problemas. Aunque todo el mundo me decía que seis quilómetros no son nada, no estaba yo muy convencida. Pero me llena de orgullo y satisfacción decir que hice los seis quilómetros sin problema (bueno, con un ligero dolor en una rodilla, dolor que no recordaba desde mi época de futbolista –hace sólo un par de años). Incluso subía la terrible cuesta junto al cementerio, en la que el 50, qué digo el 50, yo diría que el 70% de la gente que participaba tuvo que subir a pie. Incluso subí la aún más terrible (pero corta) última cuesta que hay justo antes del puente que atraviesa la vía de cintura, ya a pocos metros del polideportivo.

Y allí llegué yo, más feliz que una perdiz, a la meta.

Como decía, el día también sirvió para re-inaugurar las instalaciones deportivas del viejo polideportivo. Qué queréis que os diga. Yo aprendí a nadar en esas piscinas. Poder volver a entrar allí, después de tantos años, después de haber visto fotos de esas piscinas casi en ruina, poder volver a ver la piscina pequeña, en la que aprendí a nadar y la grande, en la que flipaba con su profundidad, fue muy especial. Como cuando haces obras en casa y, por fin, tras meses y meses de polvo y obras, las ves acabadas. Como volver a una lugar querido al que hace mucho que no vuelves. Ahora toca esperar unas semanas más para que las re-inauguren de verdad y poder probarlas.

Las fotos, un batiburrillo de bicicletas y piscinas.

Ahora sí, ahora de verdad, ahora se han acabado las fiestas.

Ya va siendo hora de volver a la realidad.

Yo ya estoy en el aeropuerto, a punto de partir al segundo viaje laboral del año.










jueves, 23 de enero de 2014

Uy

En facebook está todo. El facebook lo sabe todo. En los últimos meses, de manera repetitiva, aparece en mi cuenta de facebook este anuncio:

Uy.

¿Qué sabe el facebook de mí? ¿Cómo sabe que aún no me he reproducido? ¿Cómo sabe que soy una hembra en edad reproductora?

¿Acaso ha hablado el facebook con mis padres para que me sienta presionada?

Y no, no me he atrevido a escribir mi edad. Pero la próxima vez que me aparezca, la escribo. Os lo juro. Ya veréis las risas de mis amigos cuando salga en el muro “Nisi sólo tiene un porcentaje-muy-bajo de reproducirse porque ya tiene una edad”.

Juas.


lunes, 20 de enero de 2014

En fiestas

Hay unos días, a mitad del mes de enero, que mi isla se llena de fuego. Son los días que van aproximadamente del 15 al 20 de enero, aunque pueden alargarse más o menos en el calendario, ya se sabe, las fiestas hay que celebrarlas bien celebradas. Son los días que rodean a San Antonio, el día 17, patrón de la mayoría de pueblos de la isla y San Sebastián, el día 20, patrón de la capital de la isla. Son días en los que se discute siempre, siempre, la conveniencia e inconveniencia de ambas fiestas: los de los pueblos que trabajan en la capital se quedan de tener que hacerlo el día de su patrón y no poder disfrutar de sus fiestas, los de la capital que trabajan en pueblos se quedan de lo mismo; incluso aunque puedas disfrutar de tus fiestas locales, unos y otros se quejan (nos quejamos) de no poder disfrutar de las otras. Todas estas quejas esconden una realidad absoluta: todos los mallorquines quisiéramos que fuera festivo en toda la isla tanto el día 17 como el 20. No sólo eso, ojalá fuera festivo ambos días y los días intermedios, sin molestos días laborales de por medio.

La cuestión es que estos han sido días de fiesta por estos lares. Fuego en forma de grandes hogueras, viandas de cerdo, humo, música y bailes tradicionales, glosas, alcohol y hasta pinos de más de 20 metros por escalar. Y lluvia. Fiestas y enero son una combinación extraña. Así que la lluvia suele ser un invitado no por menos inesperado sí incómodo.

Anoche, víspera de San Sebastián, se celebró la revetla, la verbena de la ciudad. Una revetla que se celebra en la calle, con conciertos oficiales y extraoficiales en varias plazas de la ciudad, con fuego y humo. Y, como muchos años, con lluvia. Ya hace años que no se suspenden las actuaciones musicales porque los escenarios son cubiertos. Aún recuerdo aquella revetla, con todos los conciertos suspendidos y la gente paseando por las calles, sin querer volver a casa, bajo una lluvia intermitente pero puñetera. Porque esta es una noche para estar en la calle, para pasear, para ir de plaza en plaza cruzándote con amigos, conocidos y hasta con enemigos. Todos están en la calle, todo vamos a las calles. Hasta las luces de Navidad se vuelven a encender, una sola noche, el 19 de enero.

Ayer fuimos al centro con paraguas, chubasqueros y botas de agua, después de una tarde de lluvia constante. El primer chaparrón fuerte nos pilló a resguardo, cogiendo fuerzas para pasar la noche, mientras sonreíamos por los incondicionales de los bailes tradicionales que seguían bailando bajo la lluvia. Poco después, tras algunas copas, éramos nosotros los incondicionales que estábamos allí, bajo la lluvia, como si fuera la última oportunidad de nuestras vidas de bailar así. Es lo que tiene, la magia de esta revetla.

La lluvia intermitente nos acompañó toda la noche. Imposible estar en todas las plazas. Música tradicional primero. Ritmos de jazz y swing después. De vuelta a casa, el diluvio universal. Y, una vez en la cama, aún con el frío en los huesos y el olor a humo y fuego impregnando ropa y pelo, piensas en que ya ha pasado otro año, que aún queda otro un entero para volver a disfrutar de una velada en la que la ciudad se lanza a la calle, en la que el fuego invade todos los rincones y la música las principales plazas.

Las fotos, mal hechas con el móvil, son de anoche: nuestro refugio de la lluvia, bailes en la plaza y la lluvia de vuelta a casa.




sábado, 18 de enero de 2014

"La librería de las nuevas oportunidades" de Anjali Banerjee

Este es un libro que, a priori, no me hubiera leído. Bueno, miento, este es un libro que probablemente me hubiera traído un día mi hermana la gafapasta y me hubiera dicho “Tienes que leértelo”. Yo le hubiera dicho “Pero no será de amor y cosas de esas, ¿no?”. Y ella me mentiría y me diría “No, claro que no”. Luego, lo hubiera tenido algunas semanas (o meses) junto a la tele (que es donde pongo los libros que me dejan) y, en algún momento, en un instante en que realmente hubiera creído que no me mentía, me lo hubiera leído. Después, se lo hubiera devuelto y le hubiera dicho “Me mentiste, sí que era de amor y cosas de esas”. Y ella hubiera replicado “¡Que no es de amor!”. Así es como funciona nuestra relación fraterno-literaria.

Pero ha sido el segundo libro elegido por votación popular para la II lectura conjunta organizada por Lady Boheme, así que aproveché que mi hermana lo tenía, se lo pedí prestado y me leí por voluntad propia. Inaudito, vamos.

El libro cuenta la historia de Jasmine, una mujer recién divorciada que viaja a una pequeña isla lluviosa para hacerse cargo durante un mes de la vieja y polvorienta librería de su tía Ruma. La vuelta a su pasado, el enfrentarse a su corazón herido, sus intentos de modernizar la librería, su relación con los locales marcan una historia con tintes sobrenaturales y sí, románticos. Es un libro sencillo, que se lee muy rápido, yo me lo he leído prácticamente todo entre la ida y la vuelta de un viaje relámpago a Bruselas, pero también es un libro completamente previsible. Al menos para mí. No me ha sorprendido nada, nada del libro, cualquier cosa que ocurría me la esperaba, cualquier sorpresa nueva me la venía venir. No sé si eso es bueno o malo. A mí no me ha aportado nada especial, precisamente por eso, es como si lo hubiera escrito yo misma, casi me lo sabía de memoria sin haberlo leído antes. Tiene alguna descripción bonita y alguna frase que me he apuntado, pero creo que no se le saca todo el jugo que se le podría sacar a una historia con las premisas que tenía ésta. No me ha gustado especialmente, me ha parecido demasiado simple y superficial, casi obvio, pero realmente era lo que me esperaba de él en cuanto empecé a leerlo, así que no ha sido una sorpresa.

Eso sí, me ha entretenido el viaje a Bruselas. Y como es cortito y se lee rápido tampoco tengo la sensación de que he perdido el tiempo. Además, el toque sobrenatural tiene su punto.

domingo, 12 de enero de 2014

Animales

Tengo pocos objetos de decoración en las paredes de mi casa. No es porque no me gusten, sino porque como no me parecían imprescindibles, no les he dado demasiada importancia. Quiero decir, poner lámparas o cortinas me parecía mucho más prioritario, así que el tema de decoración en general y el de las paredes en particular ha ido cayendo con cuentagotas, de tanto en tanto, casi por casualidad.

Sí que hay algunas cosas puntuales en algunas habitaciones, pero en general las paredes de mi casa están bastante vacías. Bueno, ahora no tanto con la incorporación de dos nuevas adquisiciones. Por una de esas casualidades de la vida que se suelen dar en la vida de la gente que ha estudiado Biología, las dos nuevas incorporaciones son representaciones de animales. Y lucen ya en el salón de mi casa, frente a frente.

La primera es una lámina de un elefante que me traje de mi último viaje a Namibia. Es de un artista local, Elton Mugomo, al que ya le compré otra lámina en un viaje anterior. La compré después de estar en Etosha. Y de flipar con los elefantes, claro, sobre todo con aquel que aparentemente se nos quedó mirando fijamente en mitad de la noche. Pero eso ya es otra historia. La lámina me encantó en cuanto la vi y, aunque dudé entre varias de sus láminas, casi desde el primer momento supe que me decantaría por ésta.


La segunda incorporación es una medusa, regalo de los Reyes Magos. Es de un escultor mallorquín, Jaume Canet. La vi el año pasado, en una exposición de una noche calurosa de verano y me encantó. Y como los Reyes Magos son muy listos, me la han regalado.


Son bonitos, ¿verdad? Ay, qué sería de mí sin esos Reyes más que Magos, Mágicos. Y sin ese padre-MacGyver que me hace agujeros en las paredes (y esta vez sin atravesarlas).

(Las fotos no es que sean una maravilla, pero las he hecho ya de noche, con la compacta, porque me ha dado pereza sacar la réflex).

viernes, 10 de enero de 2014

Ordenando cables


Entre las cosas que hice estando de vacaciones está esta manualidad simple y tonta que vi un día en algún sitio: utilizar los tubos del papel higiénico para organizar los cables en un cajón. Decorados con un poco de washi tape y un letrero indicando lo que hay en cada uno (sí, lo sé, las letras son muy mejorables), mi cajón de cables ha experimentado una ligera mejoría.

jueves, 9 de enero de 2014

Gossip Girl

And who am I? That's one secret I'll never tell ... You know you love me. XOXO, Gossip Girl

Lo admito: he visto “Gossip Girl”. Enterita. Sus 6 temporadas. Sus ciento y pico capítulos. Todos y cada uno de ellos.

¿Qué es “Gossip Girl”? os preguntaréis algunos. Una serie norteamericana para adolescentes, que refleja la vida de un grupo de jovencitos pijos, del Upper East Side neoyorquino. La chica cotilla del título (reina cotilla en la versión traducida) es la narradora de la serie, una bloguera que cuenta las historias de los protagonistas, sus cotilleos y hasta sus más oscuros secretos. Sus protagonistas son… lo peor. Serena y Blair son súper amigas, pero también se súper odian y se hacen cosas entre ellas que nadie normal haría ni a su peor enemigo. Y se quitan novios, o se lían con los novios de las otras. Chuck es el malo de la serie, muy malo y su mejor amigo es Nate que de tan bueno que es lo que es de verdad es tonto. Y claro, no puede faltar el niño pobre que se encuentra viviendo en mitad de todos estos ricachones, Dan. Y muchos secundarios: hermanos, amigos, padres, abuelos, exnovios, exmaridos, etc, etc, etc. Algunos necesarios, otros superficiales y otros simplemente odiosos.

Me lo he pasado pipa viendo esta serie. Es muy, muy irregular: hay historias, capítulos y hasta temporadas enteras que valen la pena pero también hay historias, capítulos y temporadas enteras que se podrían haber ahorrado, porque no aportan nada de nada a la historia. Ah, la historia, da tantas, tantas vueltas y pasan tantas, tantas cosas que cualquiera se las cree. Ya no sólo son amores y desamores, yo me lío con tu novio y tú con mi ex, sino que hay asesinatos, robos, orgías, drogas, alcohol, violaciones,… hasta la realeza europea (esos capítulos son la leche). Total, un desmelene absoluto. Que vamos, no está mal en una serie de este tipo. Pero hay que controlarse un poco. Porque no hay quien se lo crea. Vaya, que con unos capítulos menos hubiera estado mejor. Creo.

Y qué decir de los personajes. Cambian tanto, tanto a lo largo de la serie que parece que tengan personalidad múltiple. Yo he ido amando y odiando a todos de forma alternativa. Al principio yo era más de Serena que de Blair, pero eso ha ido oscilando bastante y al final he sido muy, muy de Blair. A Chuck al principio lo odiaba y Dan me parecía lo más, y ha acabando siendo todo lo contrario: a Dan le pegaría un tiro y Chuck ha sido el mejor. Y qué decir de Dan… bah, un soso rematado, con éste no ha habido nada que hacer.

Con esta serie me pasa lo mismo que con las películas de Crepúsculo: mi personaje masculino favorito no es ninguno de los niñatos protagonistas, sino el padre de uno de ellos. Patético, ¿no? Ay, es que una ya tiene una edad. Al principio de esta serie mi favorito era el padre de Dan, Rufus, pero es uno de esos personajes que cambia tanto, tanto a lo largo de la serie que a partir de una temporada (no recuerdo cuál) se volvió totalmente prescindible y superfluo. A partir de entonces, mi favorito fue Chuck.

En fin, que la serie ha estado bien. Es la típica tontada que ves por las noches y te duermes tan tranquilas, sin comidas de cabeza, ni cosas profundas, ni nada serio, ni sustos, ni nada de eso. Lo suficientemente plana y entretenida para seguirla durante esos ciento y pico capítulos. Ya digo, las dos últimas temporadas me han sobrado un poco (bastante) pero ha sido entretenido. Y sí, al final se sabe qué identidad se esconde detrás de la reina cotilla. Pero no lo voy a decir. Y, para ser sincera, creo que al final para mí era casi lo menos importante. Simplemente tenía ganas ya de que se acabara y pasar a otra serie.

Una cosa que molaba de esta serie es que los títulos de todos los capítulos están basados en nombres de películas o novelas. Sí, es una chorrada, pero tiene su gracia.

martes, 7 de enero de 2014

En la cocina

No me gusta mucho cogerme vacaciones en la época navideña, supongo que por mi aversión histórica a esta época del año. Pero debo admitir que en los últimos tiempos este rechazo ha ido dando paso a una cierta serenidad, a una sensación de “total, si hay que disfrutar, disfrutemos”, así que este año no me ha importado demasiado tener que cogérmelas. Además, aprovechando que han sido las primeras navidades en MUCHOS AÑOS en los que no he estado enferma (ni faringitis, ni anginas, ni gastroenteritis), he estado haciendo algunas cosas que el resto del año no puedo hacer. Por ejemplo, dedicarme un poco más a cocinar. Más que a cocinar, a experimentar y a perder un poco el tiempo entre fogones. O cerca del horno.

Y aquí están los resultados. Unos mini-bizcochitos, magdalenas, muffins o como sea que se llamen ahora, hechos con un molde que compré en un mercadillo navideño en mi último viaje a Bruselas, rellenos de granada y con cubierta de chocolate. Y unos lacitos de hojaldre con jamón.

Ñam, ñam.




lunes, 6 de enero de 2014

Tejiendo

He estado varios días de vacaciones. Qué digo varios días, dos semanas. (Ya veréis qué risas mañana cuando suene el despertador antes de las 7). Y en este tiempo me he tirado de cabeza a las agujas, a tejer con una posesa. Pero no he avanzado en ninguno de los proyectos que tenía en mente, no, qué va, me he embarcado en pequeños nuevos proyectos como regalos. Desde que me atreví con la mantita de M., ya me lanzo a tejer para regalar. Así, estos días he tejido:

Unos calientapiernas blancos.




Una bufanda gris.

Y un cuello granate.


Y todos han sido regalos, o para Navidad o para hoy, día de Reyes. Espero que sus nuevos dueños los disfruten.

Feliz día de Reyes. Que os hayan traído todo lo que queríais. Y que os traigan salud, algo de dinerito y mucho amor.

domingo, 5 de enero de 2014

Reyes Magos



Esta noche vienen los Reyes Magos.

Y por mi casa van a pasar, seguro.

¿Cómo lo sé? Porque llevan varios días subiendo por el balcón.

Ja.

jueves, 2 de enero de 2014

Life of Pi

Estuve a punto de comprarme “Life of Pi” de Yann Martel hace casi un año, estando en Dublín. Tuve el libro en las manos un par de veces (y creo que hasta en un par de librerías) pero al final me decidí por otros por un motivo muy simple: creía más fácil encontrar “Life of Pi” por aquí que alguno de los otros libros que sí que finalmente me compré. Y acerté, sí.

Tenía ganas de leer este libro desde que conocí su existencia a través de la película que rodó Ang Lee. Aunque no la había visto, sabía que visualmente era espectacular y suponía que una historia que atrajera a Ang Lee como para hacer una película debía ser interesante. Así que cuando vi la novela en el listado de libros que podíamos leer durante el primer trimestre en mis clases de inglés, la puse entre las tres que más me apetecía leer. Y al final, la leí. Aunque el profesor me dejaba su copia, me gusta tener mis propios libros y al final lo compré. Y, como ya preveía, no me costó demasiado encontrarla, eso sí, con la portada de la película, pero bueno, qué se le va a hacer.

Cuidado, que hay algún SPOILER a partir de aquí. Aunque creo que no voy a contar nada que no aparece en el tráiler de la película.

El libro me ha fascinado. Está estructurado en tres partes. La primera narra la curiosa infancia del protagonista, Pi Patel, en la India, rodeado de animales ya que su padre es dueño de un zoo. También sus flirteos con tres religiones diferentes y las sorpresas que ello provoca. Me ha encantado esta parte, se nota que el autor es un apasionado de la naturaleza y de los animales, sus descripciones y su respeto y amor hacia ellos es palpable. Y toda la parte de la religión me ha parecido muy chula también. Yo que no soy una persona religiosa, me ha encantado ver la aproximación que hace un jovencito Pi a la religión, sus reflexiones sobre Dios y las religiones. La segunda parte narra la odisea del joven Pi en mitad del océano, tras naufragar el barco que les llevaba a él y a su familia a Canadá, en busca de una nueva vida. Esta parte me ha sorprendido, creía que podría ser más pesada y aburrida, pero no. Sí que hubo momentos que me parecieron muy duros, desagradables, pero están llevados con una elegancia narrativa para mí insuperable. Aunque admito que hubo un punto que pensé “Ya, basta. Basta de sufrir en mitad del mar, por favor”. La tercera parte, la más corta, es la que redondea la historia, una vez Pi llega a tierra. Ya lo he dicho, es ésta una novela fascinante. Por la historia que cuenta, por el amor que desprende hacia la naturaleza y por las reflexiones que provoca.

Cómo no, tras leer la novela tenía que ver la película de Ang Lee basada en ella. También me gustó mucho, mucho. Visualmente es absolutamente embriagadora. Narrativamente es elegante. Su ritmo es trepidante. Refleja muy bien mucho de la novela (no todo, es imposible, siempre) pero con una peculiaridad: extrae la parte más luminosa de la misma, provocando la reflexión basada en los acontecimientos, en los sentimientos y no en la crudeza visual. Es decir, es una adaptación casi infantil, porque aunque trata temas duros y crueles, no muestra el horror, la sangre y las escenas desagradables que sí aparecen en la novela. Cuando la veía, estaba convencida de que no aparecería en la película el encuentro de Pi con otro naufrago en mitad del océano, una secuencia terrorífica. También los primeros momentos en el bote (con animales comiéndose entre ellos) huye de la sangre y de la violencia gratuita. Incluso las escenas en la isla de algas carnívoras son mucho más idílicas y suaves que la crudeza que sí se describe en la novela. Y es de agradecer. Leer cosas sobre sangre y vísceras aunque no es agradable, no llega a ser repugnante, cosa que sí puede pasar cuando algunas escenas se plasman en el lenguaje cinematográfico. Esta misma novela en manos de otro director podría haber sido un film cruento, violento, sanguinario, rozando lo gore. En cambio, en manos de Ang Lee es una delicia visual. Mantiene el espíritu de la novela, su fondo, pero apoyándose en escenas visualmente muy atractivas. Maravillosa.

miércoles, 1 de enero de 2014

1 de enero de 2014

El año nuevo es como un árbol de hoja caduca en pleno invierno, un Ginkgo biloba, por ejemplo. Así, a simple vista, es una cosa seca, esmirriada, sosa, pero en su interior guarda toda su sabia, toda su energía, que irá mostrando tal vez poco a poco, a lo largo del año, tal vez de golpe, en algún momento en concreto.

Un año nuevo es como un árbol de hoja caduca en pleno invierno, sabes que lo que traerá, lo que vendrá es más o menos similar al año anterior… o no. Porque puede sorprenderte, para bien o para mal: nuevas hojas, nuevas ramas, nuevas sorpresas, nuevos problemas. Cosas agradables o desagradables.

Un año nuevo es como un árbol de hoja caduca en pleno invierno, aparentemente muerto y vacío por fuera, absolutamente vivo por dentro, preparado para estallar en toda su vitalidad a partir de ahora, en cualquier momento.

En la foto, mis ginkgos (casi) sin hojas, hoy, primer día de 2014.

Feliz día. Feliz año.