sábado, 22 de diciembre de 2012

África para principiantes

Así me definieron la ciudad namibia de Swakopmund en la que pasé unos días a principios de mes rodeada de peces, aves y curiosidades varias.

África para principiantes.

Porque Swakopmund es una ciudad africana, sí, pero su arquitectura es eminentemente de estilo colonial alemán. La ciudad nació como puerto alemán, ya que el único puerto de la zona, en Walvis Bay, pertenecía al Reino Unido. Tras la Primera Guerra Mundial, todas las actividades fueron transferidas a Walvis Bay, por lo que ahora Swapokmund no tiene puerto, aunque de recuerdo queda un embarcadero reconvertido en paseo.

Pero detrás de esta fachada de grandes avenidas y bonitas casas de planta baja, hay mucho más. Hay un pasado de matanzas de nativos y campos de concentración y de exterminio creados por los colonos alemanes (sí, antes de los que se crearon en Europa), en lo que hoy es uno de los supermercados de la ciudad. Hay guetos donde habitantes de las numerosas tribus de la zona se hacinan mientras que los descendientes de colonos blancos viven en las casas más elegantes. Hay restaurantes y bares, sí, pero es difícil encontrar gente de color en ellos. Porque el apartheid ya no existe aquí en teoría, pero en la práctica, el dinero y los negocios los tienen los blancos; los asalariados son negros. No es la pobreza que encuentras fuera de la ciudad. Aquí también hay gente de color con coches lujosos, estudios superiores y trabajos bien remunerados. Pero más allá de las cuatro avenidas anchas que forman el centro de la ciudad, está la verdadera África, la que aún no he tenido ocasión de conocer.

Lo dicho, África para principiantes.












viernes, 21 de diciembre de 2012

Fin

Con esto que hoy se acababa el mundo, he decidido dejar listas algunas cosas.

La primera ha sido sacar la sombrilla de la playa del maletero del coche y guardarla en casa. Una acción muy adecuada para el primer día del invierno.

La segunda ha sido desembalar las alfombras y colocarlas. También muy adecuado para un día como hoy.

La tercera ha sido montar el árbol de Navidad y colocar las cuatro cositas de decoración navideña que tengo por casa.

La cuarta ha sido acabar la bufanda que empecé hace tres meses. Tres meses. Si tardo tres meses en hacer una bufanda, no sé cuánto tardaría en hacer un jersey. Puedo poner excusas. En este tiempo he defendido una tesis doctoral, he pasado cuatro semanas fuera de casa y he cogido más de veinte aviones. Pero ponga las excusas que ponga, no ocultan una realidad: he tardado tres meses en acabar una bufanda.

En cualquier caso, estoy orgullosa de haberla acabado. Durante algún tiempo, pensé que nunca lo haría. Y ahora, por fin, está lista. Llena de imperfecciones, sí, pero acabada.

Y no sólo eso. Ya tengo un nuevo proyecto en marcha y otro en mente. Este mes intentaré que no me vuelva a pillar el fin del mundo para decidir acabarlo.

En la foto, mi bufanda del fin del mundo.

jueves, 20 de diciembre de 2012

35

Mañana se acaba el mundo. O eso dicen. Sea verdad o mentira, estos días han estado marcados por una hecho mucho más tangible: he cumplido 35. No es algo bueno ni malo, es una realidad tan simple y absoluta como ésta: he cumplido 35.

Cuando era adolescente, pensaba que los treinta y pico serían la mejor época de mi vida. No sé si lo están siendo, espero que los cuarenta y pico sean aún mejores, pero la verdad es que ser treintañera me está encantando. Aunque ahora que me he convertido en treintaycincoañera, me da un poco más de vértigo.

En aquellos (lejanos) tiempos de mi adolescencia, tenía dos modelos de gente de treinta y pico que encontraba geniales. Un modelo era la pareja formada por Kenneth Branagh y Emma Thompson: me encantaban. Me parecía maravilloso poder llegar a un nivel tal de compañerismo, complicidad, amistad y amor como para compartir no sólo el día a día personal, sino también inquietudes laborales, artísticas. Mi segundo modelo era la Maggie O’Connell de “Doctor en Alaska”. Yo quería ser O’Connell: independiente, autosuficiente, trabajadora, aventurera. Y el pelo corto, ¡ah, el pelo corto! Creo que cuando me lo empecé a cortar era precisamente para ser O’Connell. [Debo admitir que estoy en una fase temporal de pelo largo, no porque me haya cansado de los cortes a lo O’Connell sino por insistencia de amigas-club-de-fans que me obligan a dejarme unas melenas que, sinceramente, odio.]

Con el tiempo, mis modelos cambiaron mucho, mucho. La pareja Branagh-Tompson dejó de ser pareja. Y el personaje de O’Connell se diluyó mucho en las últimas temporadas en las que el Dr. Fleishman ja ni aparecía.

Ahora que soy yo la que tiene treinta y pico, me siento mucho más cercana a O’Connell que a la pareja Branagh-Thompson. Obviamente es debido a que no tengo pareja. Obviamente. No la tengo ni la he tenido en mucho tiempo. Mi corazón ha pasado por innumerables estados en los últimos años, pero, en general, lo que más ha hecho ha sido encogerse, hacerse duro e impenetrable, aunque lleva un tiempo recubierto de una pátina de tristeza que se me hace difícil diluir.

Pero eso es otro tema.

La cuestión es que tengo 35 años. No sé muy bien qué esperaba de mi vida a los 35, recuerdo sólo algunas cosas de lo que quería ser de mayor.

Sé que quería tener dos carreras (preferiblemente una de ciencias y una de letras) y sólo tengo una (de ciencias).

Sé que quería tener hijos alrededor de los 28 y a día de hoy, con 35, aún no los tengo.

Sé que quería acabar la tesis antes de los 30 y la acabé con 34.

Sé que quería tener un lugar propio para vivir y eso sí que lo tengo, aunque en realidad pertenece al banco.

Sé que quería trabajar con animales vivos o en algo relacionado con el mar, y a esto último me dedico desde hace casi 12 años.

Sé que quería viajar y estoy viajando mucho más de lo que nunca hubiera deseado ni imaginado.

No puedo quejarme de mi vida, lo sé. Tengo familia, amigos, salud y trabajo. Me gusta mi vida, a veces me encanta y a veces me siento frustrada. Es decir, soy una persona normal. Soy una persona normal y feliz.

Pero no me basta.

Quiero más.

¡Lo quiero todo!

Quiero ser la protagonista absoluta de mi vida. Dejar de ser transparente, que las puertas automáticas me reconozcan y se abran a mi paso (porque a menudo no lo hacen), que en los controles de seguridad de los aeropuertos me vean y me pidan la tarjeta de embarque (porque puntualmente no lo hacen). Ser O’Connell mola, pero ya va siendo hora de convertirme en parte de un dueto Branagh-Thompson.

Repito, lo quiero todo.

Y lo quiero ya.

Más que nada, porque si el mundo se acaba mañana, quiero poder decir que al menos, alguna vez, lo tuve todo.

En la foto, uno de mis regalos por mis 35.

Feliz fin del mundo.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Con I+D+i hay futuro



Hoy.

Movilizándonos por la investigación (I), por el desarrollo (D), por la innovación (i).

Movilizándonos por la ciencia.

Porque con ciencia, con I+D+i hay futuro.

Y porque sin ciencia, sin I+D+i no hay nada.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Cancelaciones

Esta es la historia de cómo un viaje de 7 horas se convierte en un viaje de 17 horas.

Así. Sin más.

Ocurrió ayer. El final de mi periplo de quince días, doce aviones.

Me desperté a las 4:35, 15 minutos antes de que sonara el despertador. Se presentaba una jornada corta pero intensa: tres vuelos, dos escalas de menos de una hora y una maleta facturada por culpa de dos botellas de vino (sólo una es mía) que aparecieron en mis manos sin querer. Una nueva jornada de “corriendo por los aeropuertos”. Una nueva entrega de “¿será capaz mi maleta de llegar el mismo día que yo?”. Con o sin maleta, a las 12:30 aterrizaríamos en casa. Genial. Comida casera y una buena siesta.

Ja.

A las 7:00, ya sentada en el primer avión y rodeada de dos colegas, aparece el piloto. “Señoras y señores, me temo que tengo malas noticias”. A pesar de que hablaba en italiano, lo entendí perfectamente. El avión perdía combustible. “Hay para al menos una hora, así que tendrán que bajar del avión”, dijo de nuevo el piloto en un italiano totalmente descifrable. Por tanto, primera conexión perdida. Por tanto, segunda conexión perdida. Tengo tanto sueño, que ni me hago a la idea de las consecuencias.

Bajamos del avión, y volvemos a la terminal. Mejor dicho, nos llevan a la terminal de “llegadas”. Allí nos llevamos otra sorpresa. El vuelo se ha cancelado. Y el siguiente también. Sólo hay una opción: recoger las maletas y viajar hasta Roma en autobús. 300 km. Pero antes, claro, hay que hacer cola para cambiar los billetes. Empieza a haber cabreos. Y unos cuantos italianos discutiendo en italiano.

Tensión en la cola de cambio de billetes. No es para menos. Al final deciden fletar un nuevo avión, juntando dos vuelos. No va a haber autobús. Un italiano de origen argentino nos cuenta que la culpa de todo es de su maleta morada: es el color de la mala suerte en Italia y él la compró por sólo 20 €, cuando sus gemelas de colores menos gafes valían 60 €. Nos reímos todos con él, aunque en el fondo nos preguntamos si no tendrá razón…

Tres horas después, llega nuestro turno. Tres horas de pie, haciendo cola. Charlando, riendo, quejándonos, pero manteniendo la calma porque total, no podemos hacer otra cosa.. La chica que nos atiende no puede hacer nada. “En un rato vendrá otra colega”. La colega no llega. La pobre que sí que hace algo está desbordada. El personal más y más cabreado. Llega la colega y se va. Más enfados y más discusiones en italiano. Yo intentando recordar algo sobre los derechos de los pasajeros. No recuerdo mucho, pero si cancelan tu vuelo y te tienen más de tres horas de pie en una cola interminable, al menos podrían darte un vaso de agua. O un café. Cuanto te las levantado a las 4 y pico de la mañana y no sabes cuándo vas a llegar a casa, estás más preocupado de conseguir un billete de vuelta que en reclamar nada.

Por fin conseguimos billetes. Ancona-Roma-Madrid-Palma. Llegamos a las 20:20. Genial. Aceptamos la combinación pero… ¡¡sólo hay un asiento libre!! Y somos dos. Así que sólo nos queda otra opción: Ancona-Roma-Barcelona-Palma. La misma ruta inicial, pero más tarde. Con llegada a las 22:20. ¡Al menos dormiremos en casa! Y ahora a facturar. Otra cola. Queda menos de media hora para que salga el avión y seguimos en la cola. De repente, la chica de facturación se va, dejando una cola ahí, colgada y ya un poco desesperada. Son ya las 11. En 20 minutos sale el avión y gran parte del pasaje aún no ha podido facturar. Algunos se cuelan y más tensión y más italianos discutiendo en italiano.

Por fin facturamos. Y ahora a pasar (de nuevo) el control de seguridad. Deja vú total. ¿No he pasado yo ya este control? Sí, claro, casi 5 horas antes. Subimos al avión y aún tardaremos “algunos minutos” (palabras del piloto) en despegar. Me duermo. Cuando por fin salimos, lo hacemos con una hora de retraso.
En Roma, algunos compañeros de aventura con más vuelos y más lejos que nosotros (incluyendo el italo-argentino de maleta gafe) se ríen al descubrir que han perdido su nueva combinación. Así que tendrán que hacer nuevas colas y conseguir nuevos billetes.

El resto de viaje de vuelta es más tranquilo, con muchas horas en aeropuertos, con mucho sueño, con muchas ganas de volver a casa. Y, cuando por fin aterrizamos en la isla, no podemos creernos que ya estemos en casa. Y sabemos que, en el fondo, aunque hayamos llegado con 10 horas de retraso, no podemos quejarnos demasiado. Porque descubrieron a tiempo el problema del avión. Porque encontramos un billete para volver a casa el mismo día. Porque la maleta llegó con nosotros. Porque ahí fuera hay problemas mucho más serios. Porque sólo unas horas antes una veintena de niños y varios adultos habían muerto en un sinsentido. Porque la vida es única y sencilla y aunque el día a día presente inconveniencias y problemas, ojalá todas pudieran arreglarse como este incidente que, al fin y al cabo, será simplemente una anécdota para contar a los amigos. Y es por eso que no me ha salido esta entrada todo lo irónica y ácida que pensaba ayer que sería.

Eso sí, vamos a hacer una reclamación.

En la foto, Ancona, la ciudad donde se canceló todo.

jueves, 13 de diciembre de 2012

"El club de los viernes" de Kate Jacobs

Tenía muchas esperanzas puestas en este libro. Hacía tiempo que había oído hablar de él e incluso mi hermana la gafapasta lo tiene en papel, aunque yo he leído la versión electrónica. La temática me atraía: un grupo de mujeres que se reúnen de manera más o menos casual, más o menos programada una vez por semana, en una tienda de lanas. La verdad es que desde que he empezado a darle a las agujas, me interesa el tema “lanudo” en general. Y las historias femeninas, bueno, me gustan. De hecho, leyendo los primero capítulos, me emocioné un poco. Tanto, que le recomendé a mi madre que se lo leyera y obligué a la gafapasta a que le dejara la versión en papel.

Y, la verdad, me he quedado un poco decepcionada.

No es que sea un mal libro, sólo que me esperaba más. La historia no está mal, pero me parece floja. Los personajes están bastante bien, pero me han parecido bastante descafeinados. Incluso los secundarios, que suelen ser el punto fuerte de estas historias casi corales, parecen diluirse para mayor gloria y encumbramiento de su protagonista. Y para rematar, ese giro dramático, trágico final, le sobra totalmente, se lo podían haber ahorrado. Vale que me hizo soltar alguna lagrimita, pero es el típico final que sientes que te están manipulando para que lloriquees, no lo sientes como parte natural de la historia.

Ya me arrepiento de habérselo recomendado a mi madre.

Por lo visto esta novela tiene continuación en otras dos aunque, la verdad, no me atraen especialmente. No están del todo mal como lectura de avión y aeropuerto, o incluso como historia para leer en la playa, pero no estoy muy segura que las vaya a leer.

Como lado positivo, hay una descripción de cómo realizar trozos de labor para crear una manta a fragmentos que puede, tal vez algún día ponga en práctica.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

12-12-12



Hoy es 12-12-12.

Suena estupendo. Maravilloso. Especial. Un día en el que todo podría pasar. O en el que podría no pasar nada.

Para mí ha sido un día normal, casi rutinario, de reuniones, sin nada especial, si se puede considerar no especial estar de reunión fuera de casa.

Me he levantado, con una ligera resaca del “social event” de anoche. He desayunado y a la reunión a trabajar. Trabajo, trabajo, trabajo. La diferencia entre los grupos de trabajo de las reuniones es que en los primeros te pasas horas sentada trabajando con el ordenador, mientras que en las segundas te pasas horas sentada discutiendo. Al menos en el segundo caso haces más vida social.

Hemos comido en el mismo hotel: llovía, hacía mucho frío y para llegar al centro tenemos que bajar una colina. Más trabajo, hasta las siete. Un paseo hasta un restaurante que es ya casi habitual (y sólo llevamos 3 días aquí), una cena estupenda, vino y buena compañía. Y de vuelta al hotel a descansar, dormir, relajarnos para mañana empezar de cero. Y aún no son las diez.

De camino, las lunas de las coches heladas nos indican que, como nos parece, hace frío, mucho frío.

Un día tranquilo, sin nada especial. Una velada tranquila, muy agradable.

Y ahora, a descansar.

En la foto (terrible, muy terrible, pero es lo que pasa cuando te quedas sin cámara compacta y la réflex no cabe en el equipaje), juegos de hielo y luces en la luna de un coche, hace sólo un rato.