Llevo aún pocos días en Swakopmund, pero ya tengo instauradas algunas pequeñas rutinas namibias, supongo que resultado (al menos en parte) de que es la tercera vez que estoy aquí en menos de un año.
Mis días namibios son bastante simples. El día empieza de la forma más normal: desayuno en el hotel. Casi todos los camareros ya saben que desayuno té, así que me lo traen ya sin preguntar. También soy rutina para ellos. El hotel en el que estoy, es también una famosa cafetería, así que hay una serie de habituales que ya conozco de anteriores viajes (y otros que han venido mucho antes por aquí que yo, de años antes). Dos señores ya mayores (por lo visto hace años, a uno le acompañaba su esposa), acompañados de un perrito ya bastante viejo, desayunan siempre en una de las mesas de fuera, aunque haga frío como hace ahora. Un cincuentón de pelo largo y coleta llega cada mañana a su mesa reservada, a la que poco después llega también su hijo, igual de alto, más larguirucho y delgado, casi enfermizo. Apenas intercambian palabras sumergidos en sus dispositivos electrónicos con acceso a internet (móviles o tabletas). Una chica morena que llega a tomar su café y siempre habla con los de recepción, como si fuera de la casa (tal vez lo sea).
Tras el desayuno, mi colega española residente aquí pasa casi siempre a recogerme y vamos paseando hasta el trabajo. El día en la oficina es largo: todo el día hablando, explicando en inglés. A media mañana hacemos una pequeña parada: café, té, fruta, galletas, un cigarro con vistas al mar las que fuman (o las que las acompañamos). A mediodía, salimos a comer a alguno de los restaurantes del centro (casi siempre a
éste) o comemos allí algún sándwich, fruta o comida preparada que venden en cualquiera de los supermercados de la zona. Tras el trabajo, de regreso al hotel dando un paseo.
En este paseo, o al mediodía, siempre se acerca algún chico para intentar vendernos alguna baratija artesanal (los típicos
llaveros hechos con semillas
makalami por aquí abundan) sin darse cuenta de que ya nos la ha ofrecido varias veces en los últimos días, bien porque todas las blancas somos iguales, bien por culpa del serio problema de alcoholismo que por aquí impera.
La vida post-trabajo aquí es muy limitada. Cuando acabas de trabajar a las cinco en una ciudad que cierra a esas horas, es difícil hacer algo. Un paseo por el centro o junto al mar, un salto a algún supermercado para comprar algo de cenar o simplemente la habitación del hotel. A las seis, la ciudad cierra, a las siete ha muerto totalmente y ya es noche cerrada. En el hotel, un rato de trabajo, internet, alguna peli, un rato de lectura.
Y dormir.
En Namibia duermo mucho. Aprovecho para dormir y dormir. O al menos para meterme pronto en la cama y descansar.
Hoy se ha roto un poco la rutina. A pesar del fin de semana, la falta de tiempo nos obliga a trabajar incluso los fines de semana durante esta visita. Pero hoy, después del trabajo, la colega española, una colega namibia y yo hemos pasado la tarde en una piscina de
este gimnasio que inauguraron hace pocos meses. Cubierta claro, porque aquí aún hace un frío invernal. Nadar, ¡qué gusto! He tenido que venirme a Namibia para recordar lo mucho que me gusta este deporte, lo bien que me sienta y lo maravilloso que es estar en contacto con el agua. Aunque sea en una piscina cubierta. Y tras el baño, un trozo de quiche y un zumo natural.
Mañana es domingo y toca madrugar de nuevo y seguir con la rutina namibia. Y seguiremos con ella unos cuantos días más.
No está mal, esto de las rutinas.
La foto, de esta mañana, de la calle con nombre del río que desemboca en los límites de esta ciudad, del que también ella toma su nombre. Y al fondo, mi lugar de trabajo durante gran parte de este mes.