domingo, 21 de abril de 2013

Los que nos quedamos

Se oye hablar mucho últimamente de la gente que se va de España por culpa de la crisis. Incluso algunos políticos frivolizan llamándolo “movilidad exterior”. Se cuentan mil historias, se hacen comparaciones del tiempo en el que la emigración era un fenómeno más habitual que la inmigración en nuestro país. Se dedican especiales a los que se marchan, a los que ya se fueron, a los que viven bien fuera o a los que las cosas no les van tan bien. Hay reportajes en la prensa escrita, programas en la televisión y secciones en las radios. Pero no se habla, o no se habla casi de los que se quedan, de los que nos quedamos. Y es curioso, sobre todo porque cada vez más parece que lo de irse es lo habitual y lo de quedarse es la excepción.

Los que nos quedamos, los que intentamos seguir haciendo nuestra vida en España, vivimos en un extraño limbo, en una extraña realidad irreal, como si fuera imposible hacer lo que estamos haciendo. Esto es especialmente significativo en el campo de la investigación: siempre, siempre ha habido fuga de cerebros en España, mucha gente se ha buscado las castañas fuera desde hace mucho, mucho tiempo. Pero ahora la sangría es mucho más devastadora. Cada vez oyes de más gente que se va porque aquí ya no encuentra nada, o que deja lo que tenía aquí en busca de un futuro mejor. Cada vez es (creo) mayor la proporción de gente conocida que se va que la que se queda. La situación es devastadora, para todos, tanto para los que se van como para los que nos quedamos.

Los que se van dicen que los que nos quedamos tenemos suerte. Y es verdad que la tenemos, por supuesto. Pero también es verdad que hemos perdido mucho de lo que teníamos. Los que somos temporales y trabajamos para la administración probablemente somos los que peor lo pasamos. A la inestabilidad laboral y un futuro más que incierto (nuestros contratos van ligados a proyectos o programas de duración definida), se une la aplicación de los mismos recortes que se les aplican a los funcionarios: reducción de sueldo, eliminación de paga extra, supresión de plan de pensiones, recortes en los días libres. Y aún más. No tenemos o se nos quitan cosas que ellos sí tienen como productividad o ayudas sociales y no se nos pagan trabajos que sí se les pagan a ellos porque “no está contemplado en tu convenio” (cuando ellos mismos están incumpliendo constantemente nuestro convenio) o porque “en tu contrato no pone que hagas esa función” (cuando ellos mismos te piden, o te exigen, que la hagas).

Yo (y otros como yo) me he cogido vacaciones para ir a congresos, a cursos de formación laborales o a trabajar a países lejanos. Yo (y otros como yo) he llevado la responsabilidad de campañas oceanográficas, con 18 científicos a mi cargo y equipos de muchos miles de euros, sin cobrarlo. Yo (y otros como yo) he representado a mi Instituto y a veces a mi país en reuniones internacionales en las que se deciden cosas importantes, sí, muy importantes porque los investigadores funcionarios no tienen tiempo para ir (y no porque sean unos vagos, como algunos nos quieren hacer creer, sino porque se dejan los cuernos buscando dinero en convocatorias nacionales –cada vez más escasas- e internacionales, para poder seguir investigando y para poder seguir contratando personal colaborador).

Cada vez más, en reuniones internacionales, me encuentro con europeos de países del sur (Italia, España) representando a países del norte (Suecia, Irlanda), donde han emigrado. Cada vez más, en reuniones internacionales, la gente me pregunta por mi situación, se sorprenden cuando les digo que al año siguiente igual no participaré en una determinada reunión porque no sé si tendré contrato y me preguntan, sorprendidos, por qué no me busco trabajo fuera. Me hablan de sus instituciones, de sus países, en las que hay dinero para invertir en investigación, en las que no se pasan la mitad del tiempo luchando contra la burocracia, en las que el trabajo de científico es respetado y valorado. Y les miro, y yo también me lo pregunto y me lo he preguntado muchas veces. ¿Por qué no me voy? ¿Por qué nos quedamos? Y la respuesta cambia según el día, según el momento, según el estado de ánimo. Aunque la respuesta es más o menos siempre parecida: no quiero irme. Es difícil explicar por qué no quiero irme, yo misma a menudo no me lo explico. Ahora mismo, no quiero irme. Y punto. Y eso les debe pasar (supongo) a muchos de los que nos quedamos. Aunque creo que quedarnos no es una forma de rebeldía, un acto de orgullo, un agarrarse a un clavo ardiendo, ni una forma de valentía. Tal vez sea precisamente todo lo contrario a eso. Aunque a veces creo que quedarnos es simplemente posponer nuestra marcha, intentar atrasarla al máximo. Así de simple. No sé si los que nos quedamos acabaremos marchándonos. No lo sé. Espero que no, pero la respuesta es cada vez más incierta.

Escribo esto a casi 8000 km de casa, en una pequeña ciudad costera de Namibia, a la que acabo de llegar para trabajar dos semanas en este proyecto (yo soy una de esos científicos españoles de visita de los que habla el artículo). Es maravilloso viajar, salir, visitar otros lugares, otras maneras de trabajar, para aprender, para formarte, para crecer como científico. Pero defiendo el derecho a hacerlo cómo y cuándo uno quiera, para beneficio personal que, en nuestro trabajo, es también beneficio social, incluso nacional. Hay que salir porque es bueno y es necesario, pero no deberíamos salir porque nuestro país no tenga lo que necesitamos para seguir avanzando. Porque, aunque muchos no lo crean, eso que nosotros necesitamos es lo mismo que el propio país necesita.

La foto no tiene nada que ver con la entrada, pero son unas flores que adoro que tengo en casa. Hay que darle un poco de color a la vida.

martes, 16 de abril de 2013

Colores

Llevo unos días rara. Desde que estuve con anginas no estoy del todo bien, sigo con tos, algo de dolor de garganta y un cansancio incrementado por las dos últimas noches de sueño escaso. No me cunde en el trabajo, se me acumulan mil y cosas que hacer antes de mi próximo viaje y creo que no tendré tiempo de todo. El mundo ahí fuera, está loco, pero loco, loco. Políticos diciendo barbaridades, gente muriendo por la maldad de otros en las cuatro esquinas del planeta, dramas personales y sociales. A veces es difícil encontrarle el sentido a todo esto. A veces es difícil encontrar momentos felices, agradables o simpáticos en mitad de toda esta negrura.

Pero hay que hacerlo.

Ayer, por ejemplo, mientras medio mundo miraba hacia Boston, yo estaba en un campo de fútbol, aún llenándose, y haciendo fotos, como ésta:



La vorágine de una tarde-noche con muchas cosas que hacer me impidió quedarme a ver el partido, pero también me impidió estar conectada, durante unas horas a la realidad que existe más allá de mi propia realidad. Así, fueron unas horas de desconexión total y absoluta, de olvidar, ignorar la realidad de ahí fuera y vivir mi propia realidad, a la pequeña escala de un grupo de gente que conoces, a la pequeña pero a la vez gran escala de un campo de fútbol.

A veces es necesario buscar colores que lo iluminen todo. A veces es, simplemente, imprescindible.

sábado, 13 de abril de 2013

Alucino

Alucino con la velocidad con la que crecen las hojas en mi bosque de ginkgos.

Hace quince días, enseñé como estaban aquí.

Hoy están como en la foto de aquí al lado.

Me asusta un poco pensar en el estirón que puedan dar este año. Quizás tendré que cambiarlos de emplazamiento y pasarlos al balcón. Quizás, incluso, tendré que llegar a plantearme darlos en adopción a alguien que tenga un lugar más apropiado para ellos. Espero que no.

Y sus hojas siguen creciendo, creciendo…

viernes, 12 de abril de 2013

Comparaciones

El otro día, alguien colgó en facebook la foto que adorna este post.

“¿Cómo quieren fomentar la educación si un libro es más caro que una botella de ron?”.

Y es cierto.

Una de las cosas que más me sorprendió de Dublín fue el precio de los libros. Me parecieron baratos, increíblemente baratos. Ahora me arrepiento de no haber comprado más. Vi varios que quería, pero entre que no podía sobrecargar el equipaje y que a menudo me echo para atrás cuando de leer libros en inglés se trata, pues compré pocos. Bueno, cinco. No está mal.

A lo que iba. Los libros en Dublín son muy baratos. O yo los encontré baratos. Podías irte a tomar una pinta por 5 euros, pero es que podías comprarte libros por menos de esos. Creo que el más barato que me compré me costó 3,99 €. El más caro fue Harry Potter en gaélico, pero me costó unos 14 €, lo que no me pareció excesivo, porque era una edición en tapas duras y en un idioma que, como ya conté por aquí, no era fácil de encontrar.

¿Os imagináis comprar aquí un libro por menos de lo que vale una caña? El planteamiento aquí en España sería el contrario: ¿Cuántas cañas me puedo tomar con lo que vale un libro?

Vale, vale, lo sé. Hoy en día comprar las ediciones digitales es más barato que comprarlo en papel. Y encima hay mucha versión electrónica de clásicos gratuita y legal por la red. Sin hablar del pirateo. Pero en igualdad de condiciones: si una persona quiere comprarse un libro en Dublín y el mismo libro en España, es mucho más barato en Dublín. Y tampoco vamos a comparar los sueldos.

La realidad es ésta: en España, es más barato emborracharse que comprarse un libro. Pero igual es lo que quieren nuestros gobernantes: hordas de ciudadanos borregos y borrachos, en vez de ciudadanos sabios y sobrios.

Así es la vida.

Yo seguiré leyendo. Cueste lo que cueste. Pero otra cosa digo: si vuelvo a Dublín, quiero volver a Hodges Figgis y comprar libros, muchos libros.

martes, 9 de abril de 2013

Fotos

A veces pienso que me gustaría dejar de hacer fotos. Porque a veces me cuesta encontrarle sentido a hacerlas. Hago fotos, muchas fotos. Algunas las comparto aquí. Otras las comparto en facebook. Otras las envío a amigos. Algunas las reviso de vez en cuando. Pero la mayoría yacen olvidadas en discos duros externos, sin vida, sin atisbo de revisión, con remotas posibilidades de volver a ser visionadas. Por eso a veces pienso que debería dejar de hacer fotos. ¿Para qué las hago? No siempre tienen demasiado sentido. La mayoría de las fotos que hago no tienen ninguna intención artística, ni podrían considerarse medianamente buenas. Pero las sigo haciendo. Supongo que intento atrapar el tiempo, atrapar momentos. Fijar memorias en formato digital. Porque a veces la memoria real no basta. El peligro a veces estriba en que al final las memorias son sólo esas fotos, esas imágenes. Se borran cosas de mi mente, borro cosas de mi mente. Y un día, veo una foto y pienso “Ostras, esto lo había olvidado”. Supongo que así las cosas cobran algún sentido. O tal vez no. Porque tal vez, sólo tal vez, si hemos olvidado algo significa que no necesitamos recordarlo, que olvidarlo era su destino. Y que la foto te devuelva un recuerdo igual no es tan bueno como creemos. Igual incluso es contraproducente.

A veces pienso que me gustaría dejar de hacer fotos. Pero no puedo, no sé. Aunque no siempre les encuentre el sentido, aunque no siempre tenga sentido. Aunque pase grandes períodos en los que apenas cojo la cámara, aunque de repente no pueda soltarla ni puedo dejar de darle al clic. Así que seguiré haciendo fotos. Al menos de momento. Aunque no sepa muy bien ni por qué ni para qué.

La foto, una puerta en la antigua finca de Planícia, tiene ya casi cuatro años, pero me sigue gustando.

domingo, 7 de abril de 2013

Cushendall

Hay un pueblo diminuto, en la costa norirlandesa, con una torre en su carretera principal.

Es un pueblo con algún restaurante, alguna tienda y un par de pubs.

Es un pueblo en el que entras en el supermercado buscando información sobre el lugar y sales (casi) con alojamiento para pasar la noche.

Es un pueblo en el que puedes disfrutar de una velada tomando pintas y charlando con gente del lugar, sobre la vida, sobre fútbol, religión, ciencia, amistad, sexo y amor.

Es un pueblo en el que te puedes parar a pasar la noche o a media tarde a tomar algo caliente para templar el cuerpo.

Es un pueblo del que sólo tengo una (borrosa) foto, la que ilustra esta entrada.

Cushendall es, además, nuestro pueblo.

Aunque en realidad eso no signifique nada.

Absolutamente nada.

sábado, 6 de abril de 2013

“A Short History of Tractors in Ukranian” de Marina Lewycka

Ayer acabé este libro mientras esperaba a que el otorrino me confirmara que tengo anginas y me recetara suficientes porquerías químicas que me aseguren que la semana que viene podré seguir haciendo vida normal de adulta. Porque las anginas son una enfermedad infantil. Y tener anginas a los 35 es una putada. Sobre todo cuando te las quitaron cuando eras una mocosa y sólo te dejaron unos restos al fondo de la lengua. Pero de vez en cuando se te inflaman y te ponen a 38º y pico. Como les pasa a los críos, vamos. Pero eso es otra historia.

Es el segundo libro que tengo que leer en clase de inglés. Es curioso que lo haya leído, porque ahora mismo no sé si voy a acabar el curso de inglés. Llevo dos meses sin ir a clase (por motivos varios, viajes incluidos) y no sé si tengo energía para retomarlas. Pero eso también es otra historia.

Compré el libro por internet y, curiosamente, me reencontré con él en una pequeña librería en Dublín, justo enfrente de Trinity Collegue. A un precio mucho más barato, claro. A la vuelta decidí empezar a leérmelo, independientemente de lo que pasara con mis clases de inglés.

Al igual que el curso pasado (soy repetidora), el segundo libro lo podíamos escoger de un listado que nos pasó el profe. Y, al igual que el año pasado, escogí uno que el profe me aseguró que era “funny”. No es que tenga especial predilección por los libros de humor pero leer en inglés me cuesta, así que necesito leer algo que me entretenga y atraiga. Aunque el libro anterior, “Brave New World”, me gustó, fue un libro difícil de leer, me costó bastante y necesitaba algo más positivo, vitalista y alegre.

Así que escogí éste. Y me lo he leído. Y me ha gustado mucho, así que lo recomiendo, en inglés, en castellano o en el idioma que sea. No me ha costado leerlo en inglés, el lenguaje es sencillo y la historia es muy amena y entretenida, aunque también te da que pensar.

La breve historia sobre los tractores en ucraniano es el libro que está escribiendo Nikolai, un inmigrante ucraniano que vive en Reino Unido, viudo de 84 años. Dos años después de enterrar a su mujer, comunica a sus hijas que se va a casar con Valentina, una divorciada ucraniana de 36 años. Suponiendo que no es una boda por amor y temiendo que Valentina se aproveche de su padre para obtener la ciudadanía británica, sus hijas Vera y Nadia, enfrentadas tras la muerte de su madre, deciden unir fuerzas para luchar contra el huracán Valentina.

La historia es genial, divertida y amena. Los personajes, tanto los protagonistas como la multitud de secundarios, están bien definidos y tienen un papel muy claro en la historia. Pero además de una historia sobre las relaciones humanas, el libro es una reflexión sobre el paso del tiempo, sobre la edad, sobre hacerse mayores. Y además es una historia sobre la Historia de Europa, en especial de Europa del este, narrada desde los recuerdos de algunos de sus protagonistas, de la historia de sus antepasados, de guerra y de campos de concentración. Es una novela muy positiva y agradable, pero también es una pequeña lección de historia. Ah, y sobre tractores.