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viernes, 27 de marzo de 2015

Pues claro

Ya lo conté el otro día, estuve en Roma de viaje relámpago. Apenas 48 horas y, aún así, encontré tiempo para cenar en mi restaurante preferido, comprar en mi papelería favorita y para salir de mi zona de confort romana para visitar varias cosas nuevas (incluyendo un cementerio, pero también un museo y una iglesia). Tal vez, sólo tal vez, alguien se preguntará si he vuelto a Piazza di Trevi.

Podría decir que no, que he cumplido mi promesa y no fui a visitar mi adorada Fontana.

Mentiría.

Y, para mi sorpresa, luce así de bella, sin muchos de los andamios que la cubren desde hace meses.


En mi defensa, diré que veníamos de cenar y que algo de alcohol corría por mis venas. Así que decidimos volver al hotel haciendo un rodeo. Un rodeo de hora y media. Recorriendo algunos de los puntos claves (y que ya me conozco de memoria) de Roma. Y comiendo helado. Una maravilla.

Así que sí, lo admito, he vuelto a la Fontana de Trevi.

Pues claro.

domingo, 15 de marzo de 2015

El cementerio acatólico de Roma

Fuera de los circuitos habituales de los turistas de Roma, al sur del Coliseo, hay una pirámide en una plaza que oculta, a sus pies, un cementerio en el que yacen enterrados los restos de habitantes romanos no católicos. El cementerio acatólico, lo llaman. Es un lugar inusualmente tranquilo, en mitad del bullicio romano y, aunque los muros que lo rodean no permiten aislarlo del todo del sonido del tráfico, en su interior se respira una paz inusual en mitad de una gran ciudad. El cementerio tiene forma alargada y sus habitantes son difuntos de nacionalidades varias, rusos, suecos, daneses, griegos e ingleses que comparten el haber procesado en su día alguna fe distinta a la dominante en la ciudad cuyo obispo es el Papa.

En la parte más antigua del cementerio, la que se encuentra junto a la pirámide, en la esquina noroeste, hay dos tumbas, tres en realidad, pero dos casi gemelas y una más pequeña. Estas tumbas están rodeadas de multitud de flores, de tipos y colores varios y, frente a ellas, un banco de madera invita al reposo que emana de ese lugar especial. Una de las tumbas no tiene nombre. No importa, quien va a visitarla, quien se aleja durante unas horas de ruinas romanas, museos extraordinarios, grandes avenidas e impresionantes obras de arquitectura religiosa para visitar ese pequeño cementerio, sabe de sobra quién yace en ella. Here lies one whose name was writ in water [1], dice el epitafio. This grave contains all that was Mortal of a young English poet [2], pone también sobre la lápida. Es la tumba de John Keats, el poeta romántico inglés muerto en Roma por tuberculosis siendo sólo un veinteañero.

Cuando hace unas semanas, decidí que debería salir de mi zona de confort romana y visitar cosas nuevas, no pensé que acabaría en un cementerio. Admito que no soy nueva en esto de admirar cementerios. Me impresionó mucho uno que visité en su día por casualidad en Aberdeen y, más recientemente, aluciné en el cementerio monumental de Milán. Pero lo de ir a ver la tumba de Keats surgió de manera espontánea, apenas una hora antes, después de visitar el pequeño museo dedicado a Keats, Shelley y Byron, en la que fue su casa, a los pies de la escalinata de piazza Spagna. Tenía un plan claro para ese día, visitar una serie de lugares que no conocía de Roma, pero la visita al museo (que era mi prioridad uno) y el descubrir que tanto Keats como Shelley yacían en Roma (o recordarlo, porque creo que ya lo sabía) me hizo alterar mis planes con una espontaneidad poco digna de mi personalidad organizadora.

Hubo una época en la que leí muchos autores ingleses. Fue durante mis primeros años universitarios, cuando empecé una carrera que nunca acabé y que me colmó de insatisfacciones. Entonces, iba con frecuencia a la biblioteca del edificio de letras y devoraba libros de autores ingleses. No recuerdo exactamente qué o a quién leí, pero sí recuerdo que me fascinaban los románticos, aunque creo que leí más sobre ellos que de ellos. En aquella época, fantaseaba con abandonar una carrera que me horrorizaba y dedicarme a la Filología Inglesa. La abandoné, sí, pero estudiar Filología Inglesa estaba fuera de mi alcance, entonces no se impartía en mi universidad y descarté alguna de las otras filologías que sí tenía asequibles. Así fue como me hice bióloga.

La cuestión es que en aquella época leí algo (o bastante) sobre Lord Byron, Shelley y Keats, sobre su amistad. No recuerdo qué libros leí, no leí su obra (o tal vez sí, no lo recuerdo), pero sí sobre ellos. Me fascinaba su amistad, me fascinaba la atracción que Italia ejercía para aquellos poetas ingleses y me encantaba la historia de cómo Mary Shelley urdió la trama de “Frankenstein”. De hecho, hace tiempo que quiero hacerme con un libro del que nos habló un profesor de inglés, sobre aquella noche y cuyo nombre no recuerdo ni sé si llegaré a conseguir.

Mi fascinación por la literatura inglesa y por este grupo de poetas ingleses ha quedado adormida muchos años. En cierto modo, seguía ahí, pero necesitaba algo que la despertara. Visitar la casa que habitaron fue la clave. Hacía tiempo que quería ir y por fin fui. Una casa pequeña, llena de libros y de los sonidos de la multitud que abarrota piazza Spagna y la famosa escalinata que sube a la iglesia de Trinità dei Monti. De ahí a descartar mis planes iniciales y coger dos metros para plantarme en el cementerio pasó, como digo, apenas una hora.

No es Keats el único personaje famoso que yace allí. La tumba de Shelley también está en este cementerio. Fue la primera que encontré, con un enorme narciso creciendo junto a ella. Fascinante. También está enterrado un hijo de Goethe y muchas más figuras que se me escapan. Hay multitud de lápidas que bien valen una visita y el cementerio, en su conjunto, es un lugar maravilloso. Pero visitar la tumba de Shelley y, sobre todo, la de Keats, ha sido más especial de lo que creía. Me pasé un buen rato primero fotografiando el enorme narciso de la tumba de Shelley y luego otro buen rato sentada en el banco de madera frente a la tumba de Keats, leyendo su inscripción, contemplando el lugar, tan tranquilo, tan plácido, con tal multitud de florecillas de colores por todos los lados que no se me ocurre un lugar mejor en el que una persona de su sensibilidad deba descansar. Aunque eso que sentí yo ya lo escribió Shelley mucho mejor: It might make one in love with death, to think that one should be buried in so sweet a place [3].

[1] Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en agua.

[2] Esta sepultura contiene todo lo que fue mortal de un joven poeta inglés.

[3] Pensar que uno puede ser enterrado en un lugar tan dulce, hace que uno se enamore de la muerte.













lunes, 2 de marzo de 2015

De fin de semana

Ya conté por aquí que el mes de enero es un mes eminentemente festivo en mi isla. Tan festivo que hasta exportamos fiesta. El último fin de semana de enero, las fiestas de Sant Antoni, con sus gigantes, sus fuegos, sus ximbombes y sus músicas tradicionales se trasladan al barrio de Gràcia de Barcelona. Es una tradición que empezó hace más de 20 años, con la excusa de que muchos estudiantes mallorquines desplazados a Barcelona no podían viajar a la isla en mitad de enero, entre el descanso navideño y los exámenes. La fiesta fue arraigando y lo de pasar el último fin de semana de enero en Gràcia es ya una tradición para muchos mallorquines.

Este año, aprovechando que el evento coincidía con los 40 de mi hermana la gafapasta, decidimos hacer algo un poco diferente el resto de los años: nos fuimos un día antes y pasamos dos noches en Girona. Girona es una ciudad, bueno, una provincia que me encanta. Y así, pasamos sus 40 yendo a algunos de mis lugares favoritos del mundo mundial: Besalú, el Cap de Creus, Cadaqués y Port Lligat. También estuvimos en Girona, aah Girona, y, ya de vuelta a Barcelona, una compra de libros en el fnac (eso es tradición ya también), teatro, música tradicional y fiesta. Al día siguiente, a mí me tocó madrugón porque volvía a la isla pronto, ya que en 48 volvía a Roma. Pero aún así, fue un fin de semana estupendo.

Ya ha pasado un mes. Qué rápido ha pasado este corto Febrero.

Las fotos, de ese fin de semana. Por supuesto.











miércoles, 25 de febrero de 2015

Trevi

El otro día estuve en la Piazza di Trevi, donde está la fuente del mismo nombre. He estado allí ya dos veces este año. Y sólo estamos en Febrero. Fue una promesa estúpida que me hice a mí misma hace un año: cada vez que fuera a Roma, iría a la Fontana. Desde que me prometí aquello, he ido ya cuatro veces.

La Fontana di Trevi es mi lugar favorito de Roma, ya lo conté aquí. Incluso estando en obras como ha estado las últimas veces que la he visitado. Esta última vez, bajo la lluvia, haciendo algunas fotos (como si no tuviera ya suficientes fotos…) y tras tirar una moneda para asegurar que regresaré, pensé en esa absurda promesa mía, en esa absurda insistencia. ¿Por qué voy, por qué tengo que ir, por qué quiero ir? Y me sorprendí de mi propia obstinación en volver y volver allí, habiendo aún lugares de Roma que no conozco (SIEMPRE hay lugares de Roma por descubrir). Me di cuenta que volver a lugares conocidos (y queridos como ése) me impedía descubrir lugares nuevos.

Y entonces lo comprendí.

La Fontana di Trevi es sólo una metáfora.

Hasta que no me aleje de ella, hasta que no me separe de ella, no podré abrir mi mente y conocer otros lugares que, seguramente, son igual de impresionantes. O más. La Fontana está ahí, es bellísima, verla me hace feliz, verla me hace querer volver, incluso cuando me está diciendo a gritos que no vaya, con todos esos andamios que la tapan. Pero yo, cabezona, sigo yendo, una y otra vez. “Hasta aquí”, pensé el otro día. Y allí estaba yo, delante de la Fontana, despidiéndome de ella, dejándola ir, dejándome ir yo. Preguntándome por qué diablos no puedo superar esa adicción. Y decidida a superarla.

Después de echarle un último vistazo y salir por una calle lateral en plan heroína lánguida y trágica, pensé “Menuda estupidez. Mi Fontana es mía (o mejor, mi adicción a la Fontana es mía) y hago con ella lo que quiero. Volveré”. Y me quedé un poco más tranquila.

Pero mientras mi mente racional y cabezona me decía que tengo todo el derecho del mundo a volver a la Fontana cuando quiera, mi corazón sabía que estaré un tiempo sin verla. Aunque sea por obligación. Porque esto de viajar a Roma hasta la extenuación ha sido una racha que, creo, casi ya se acabado.

Y porque tal vez, realmente, de verdad, debería dejar de ir a la Fontana.

O no.

No sé si me explico.

lunes, 16 de febrero de 2015

Roma nocturna

En lo que va de año, he viajado dos veces a Roma. A veces, con las reuniones pasan estas cosas. Pasan épocas yendo a lugares originales, distintos y hasta inesperados. Y a veces, de repente, parece que todas las reuniones se hacen en el mismo sitio. Ya lo dicen, todos los caminos llevan a Roma.

Roma me gusta siempre. En primavera, en verano, en otoño y en invierno. No, creo que en primavera nunca he estado. Pero sé que me gustaría.

Lo peor de estar allí en invierno, por trabajo y sin cogerte ningún día de vacaciones es que apenas ves Roma de día. O simplemente no la ves en absoluto. O, mejor aún, lo poco que ves es de noche. No he paseado mucho en estos dos viajes a Roma, un rato por las tardes, algunas tardes, cuando el trabajo lo permitía. Y así, mi visión más reciente de Roma es ésta: la Roma nocturna.












miércoles, 21 de enero de 2015

Decoración navideña

Seguro que os habéis preguntando alguna vez cuándo es el momento adecuado de quitar la decoración navideña, el árbol y el belén. En la plaza de San Pedro, en el Vaticano, a 21 de Enero sigue brillando el árbol y sonando música alrededor de su belén de figuras de tamaño real.

Así que si aún tenéis en casa toda la parafernalia navideña, no os preocupéis: en casa del mandamás en esto del catolicismo, aún no han subido los adornos al altillo del armario.

Y él de esto de las Navidades sabe un rato. Digo yo.

La foto es de hace un par de horas. Necesito un trípode.

viernes, 2 de enero de 2015

Detalles de Roma


Aunque ya hace más de un mes que volví de Roma, aún tengo algunas cosas pendientes que contar. En el día de vacaciones que estuve allí, pasé por muchos de los lugares más famosos. Pero en esta entrada no habrá fotos de lugares típicos de Roma, sino algunos detalles que me llamaron la atención, incluyendo la fauna variada que encontramos en las termas de Caracalla.

Prometo que ésta será la última entrada de ese viaje.















martes, 23 de diciembre de 2014

El palo

Seguro que habéis oído hablar del palo. Y no, no me refiero a aquel anuncio en el que un niño gritaba de felicidad como un poseso porque le regalaban un sencillo palo. Me refiero a eso que llaman por ahí bastoncitos para hacerse selfies y que tiene ya muchos detractores confesos.

Yo tengo un palo de esos. Lo digo alto y claro: TENGO UN PALO. Y me hace muy feliz.

Lo descubrí en Roma, en mi tarde de paseo por Villa Borghese: los vendían como churros por la plaza del Popolo romana. Y supe que me iba a comprar uno. No fue hasta cinco días después cuando en mi día libre romano, me compré uno junto al Coliseo. Regateando unos cinco milisegundos, conseguí pagar un tercio de lo que me pedía el vendedor. Yo regateando soy malísima, pero el vendedor que me tocó aún peor. La cuestión es que me compré un palo y, esa misma tarde, un mando a distancia que me permite hacer fotos con mi móvil gracias al bluetooth (porque mi móvil no tiene temporizador).

Admito que es un invento perfecto para turistas: montones de parejitas se paseaban por Roma con el móvil en el palo haciéndose fotos tiernas con los más famosos monumentos romanos de fondo. Y sí, admito que lo aproveché para hacerme alguna foto e incluso alguna foto de grupo con mis tres compañeros de excursión. Pero a mí el palo me parecía que era mucho más que eso. De hecho, en un primer momento yo no pensé en los selfies: pensé en la perspectiva que podría dar a las fotos. Así que me paseé por las termas de Caracala y por lugares romanos que ya conocía haciendo fotos desde una altura muy superior a mi metro sesenta y poco. Y, aunque experimenté poco, estoy contenta con el resultado.








Sí, soy de la opinión que el dichoso palo da mucho juego. Sirve tanto para el móvil como para cámaras compactas, aunque aviso a navegantes: enganchad bien la cámara y no hagáis como yo, que a base de hacer el tonto, me la acabé cargando. Pero eso es otra historia muy triste de la que no quiero hablar hoy.


Y para muestra, otro botón: un vídeo que grabé hace unas semanas en una guerra de bandas que tuvo lugar en mi ciudad (le he bajado mucho la calidad, para poder colgarlo sin demasiados problemas). Swing, lindy hop, visto desde las alturas.


 
La cuestión es que el palo es una maravilla y sirve para mucho más que para los manidos selfies. Que lo de hacerse fotos a uno mismo parece un reciente invento hortera, pero para las que de vez en cuando recorremos mundo solas, en ocasiones es la única manera de llevarte un recuerdo gráfico de tu paso por algunos lugares (y lo digo yo, que de muchos sitios maravillosos no tengo ni una foto de mí misma en ellos).

Lo que decía, el palo es estupendo. Y tan feliz me hace que, como primicia mundial, y sin que sirva de precedente en el blog, voy a colgar una foto mía. Utilizando el palo. O, como me gusta decirlo a mí, pescando fotos.