Fuera de los circuitos habituales de los turistas de Roma, al sur del Coliseo, hay una pirámide en una plaza que oculta, a sus pies, un cementerio en el que yacen enterrados los restos de habitantes romanos no católicos. El cementerio acatólico, lo llaman. Es un lugar inusualmente tranquilo, en mitad del bullicio romano y, aunque los muros que lo rodean no permiten aislarlo del todo del sonido del tráfico, en su interior se respira una paz inusual en mitad de una gran ciudad. El cementerio tiene forma alargada y sus habitantes son difuntos de nacionalidades varias, rusos, suecos, daneses, griegos e ingleses que comparten el haber procesado en su día alguna fe distinta a la dominante en la ciudad cuyo obispo es el Papa.
En la parte más antigua del cementerio, la que se encuentra junto a la pirámide, en la esquina noroeste, hay dos tumbas, tres en realidad, pero dos casi gemelas y una más pequeña. Estas tumbas están rodeadas de multitud de flores, de tipos y colores varios y, frente a ellas, un banco de madera invita al reposo que emana de ese lugar especial. Una de las tumbas no tiene nombre. No importa, quien va a visitarla, quien se aleja durante unas horas de ruinas romanas, museos extraordinarios, grandes avenidas e impresionantes obras de arquitectura religiosa para visitar ese pequeño cementerio, sabe de sobra quién yace en ella. Here lies one whose name was writ in water [1], dice el epitafio. This grave contains all that was Mortal of a young English poet [2], pone también sobre la lápida. Es la tumba de John Keats, el poeta romántico inglés muerto en Roma por tuberculosis siendo sólo un veinteañero.
Cuando hace unas semanas, decidí que debería salir de mi zona de confort romana y visitar cosas nuevas, no pensé que acabaría en un cementerio. Admito que no soy nueva en esto de admirar cementerios. Me impresionó mucho uno que visité en su día por casualidad en Aberdeen y, más recientemente, aluciné en el cementerio monumental de Milán. Pero lo de ir a ver la tumba de Keats surgió de manera espontánea, apenas una hora antes, después de visitar el pequeño museo dedicado a Keats, Shelley y Byron, en la que fue su casa, a los pies de la escalinata de piazza Spagna. Tenía un plan claro para ese día, visitar una serie de lugares que no conocía de Roma, pero la visita al museo (que era mi prioridad uno) y el descubrir que tanto Keats como Shelley yacían en Roma (o recordarlo, porque creo que ya lo sabía) me hizo alterar mis planes con una espontaneidad poco digna de mi personalidad organizadora.
Hubo una época en la que leí muchos autores ingleses. Fue durante mis primeros años universitarios, cuando empecé una carrera que nunca acabé y que me colmó de insatisfacciones. Entonces, iba con frecuencia a la biblioteca del edificio de letras y devoraba libros de autores ingleses. No recuerdo exactamente qué o a quién leí, pero sí recuerdo que me fascinaban los románticos, aunque creo que leí más sobre ellos que de ellos. En aquella época, fantaseaba con abandonar una carrera que me horrorizaba y dedicarme a la Filología Inglesa. La abandoné, sí, pero estudiar Filología Inglesa estaba fuera de mi alcance, entonces no se impartía en mi universidad y descarté alguna de las otras filologías que sí tenía asequibles. Así fue como me hice bióloga.
La cuestión es que en aquella época leí algo (o bastante) sobre Lord Byron, Shelley y Keats, sobre su amistad. No recuerdo qué libros leí, no leí su obra (o tal vez sí, no lo recuerdo), pero sí sobre ellos. Me fascinaba su amistad, me fascinaba la atracción que Italia ejercía para aquellos poetas ingleses y me encantaba la historia de cómo Mary Shelley urdió la trama de “Frankenstein”. De hecho, hace tiempo que quiero hacerme con un libro del que nos habló un profesor de inglés, sobre aquella noche y cuyo nombre no recuerdo ni sé si llegaré a conseguir.
Mi fascinación por la literatura inglesa y por este grupo de poetas ingleses ha quedado adormida muchos años. En cierto modo, seguía ahí, pero necesitaba algo que la despertara. Visitar la casa que habitaron fue la clave. Hacía tiempo que quería ir y por fin fui. Una casa pequeña, llena de libros y de los sonidos de la multitud que abarrota piazza Spagna y la famosa escalinata que sube a la iglesia de Trinità dei Monti. De ahí a descartar mis planes iniciales y coger dos metros para plantarme en el cementerio pasó, como digo, apenas una hora.
No es Keats el único personaje famoso que yace allí. La tumba de Shelley también está en este cementerio. Fue la primera que encontré, con un enorme narciso creciendo junto a ella. Fascinante. También está enterrado un hijo de Goethe y muchas más figuras que se me escapan. Hay multitud de lápidas que bien valen una visita y el cementerio, en su conjunto, es un lugar maravilloso. Pero visitar la tumba de Shelley y, sobre todo, la de Keats, ha sido más especial de lo que creía. Me pasé un buen rato primero fotografiando el enorme narciso de la tumba de Shelley y luego otro buen rato sentada en el banco de madera frente a la tumba de Keats, leyendo su inscripción, contemplando el lugar, tan tranquilo, tan plácido, con tal multitud de florecillas de colores por todos los lados que no se me ocurre un lugar mejor en el que una persona de su sensibilidad deba descansar. Aunque eso que sentí yo ya lo escribió Shelley mucho mejor: It might make one in love with death, to think that one should be buried in so sweet a place [3].
[1] Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en agua.
[2] Esta sepultura contiene todo lo que fue mortal de un joven poeta inglés.
[3] Pensar que uno puede ser enterrado en un lugar tan dulce, hace que uno se enamore de la muerte.
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