viernes, 23 de marzo de 2018

Pisa es cuqui

Pisa es cuqui.

Eso es lo primero que pensé después de pasar un par de horas paseando por la ciudad cuando llegué la primera tarde, en el viaje de trabajo que me llevó allí hace ya dos meses. No había planeado nada para esa tarde: tenía una conexión corta en Roma entre dos de los tres vuelos que me llevaron allí y no confiaba demasiado en llegar a la hora prevista. Pero sí, llegué. Y como el aeropuerto es pequeño y está cerca de la ciudad, llegué incluso antes de lo que creía. Pisa es cuqui hasta en eso.

Así que después de pasar un momento por el hotel, me dirigí a la plaza de los Milagros, que aparentemente estaba cerca. Lo estaba. Llegué en un momento perfecto, con el sol ya cayendo, con esa luz tan especial que precede al atardecer. La plaza de los Milagros es maravillosa y, al atardecer, más. El baptisterio, el camposanto (del que ya hablé aquí), la catedral y, cómo no, la famosa torre inclinada de Pisa que no es más que el campanario de la catedral, sorprendentemente alejado de ésta, maravillosamente inclinado. Esa tarde, paseé por las calles peatonales del centro, me crucé con multitud de estudiantes que entraban y salían de las numerosas facultades que hay en la ciudad, caminé por las orillas del río Arno y llegué hasta la pequeña Iglesia de Santa Maria della Spina. Recorrí Pisa en un ratito, porque Pisa es cuqui.

Al día siguiente, antes de la reunión, volví a la plaza de los Milagros y ya visité todos los edificios tranquilamente, subida a la torre de Pisa incluida. Por supuesto. Me mareé al entrar, flipé cuando me balanceaba mientras subía su escalera de caracol (y como yo, miles antes, como se ve perfectamente en las marcas que nuestros pasos han ido dejando) y di tantas vueltas en la terraza circular superior que pensé que me acabarían echando. Pero no, porque Pisa es cuqui y de los sitios cuquis no te echan.

Esa noche, después de la cena de grupo, acabamos de nuevo a los pies de la torre de Pisa. Aún volvería varias veces al día siguiente, antes y después de recorrer de nuevo la ciudad, atravesar el río Arno por el Ponte di Mezzo, donde una bandera con los colores del arco iris y la inscripción “PISA PEACE” ondeaba alegremente y flipar un poco más con esta ciudad pequeña, plana, universitaria, viva y alegre.

Pisa es muy cuqui, de verdad. Y fue genial empezar el año laboral viajero yendo allí.

Las fotos son del móvil, de la cámara compacta y de la réflex; hacía mucho tiempo que no la llevaba de viaje.
















domingo, 18 de marzo de 2018

Chania

Gatos por todas partes. Casas habitadas a medio construir. Comida deliciosa. Camareros extremadamente calmados. Aguas cristalinas. Montañas nevadas. Una tranquilidad extraña e inexplicable, la sensación de estar en casa, la frustración de no poder pasar más tiempo allí, la gratitud extrema de haber vuelto.

Volver a Creta ha sido un regalo, volver a Chania (La Canea), una maravilla. Como puse el otro día en instagram, si esa es la ciudad más bonita de Creta, se dice y ya está. Y si me explota el corazón de felicidad por estar de nuevo en esa isla, se dice y ya está.

Porque eso es ni más ni menos lo que sentí al volver a Creta, una explosión de felicidad.

Casi diez años de mi primera visita, los cuatro meses que pasé en el verano y otoño de 2008. Casi ocho años de mi segunda visita, unos días de reunión en Heraklion que completé con una visita a la zona donde vivía y una excursión (épica) a la garganta de Samaria, al magnífico sur. Y más de seis años después de mi última visita, en la que volví a estar en Chania y en la que aproveché para recorrer algunas partes de la parte occidental de la isla con unos colegas. Es la primera vez que estoy en Creta y no le dedico tiempo a disfrutarla. Y estoy sumamente arrepentida de no haberlo hecho.

Pero centrémonos en lo positivo. En la felicidad de ver un diminuto coche amarillo en mitad de Chania y pensar “uno como ese conducía yo por estas calles”. En la sorpresa por la temperatura suave de un día a las siete de la mañana, para pasear hasta el puerto veneciano. En volver a beber cerveza Mythos. En poder soltar alegremente las cuatro palabras que aún recuerdo de griego y que me confundan con autóctona. En deambular por el caso antiguo de la ciudad, lleno de obras, despertándose poco a poco del invierno, preparándose para la temporada turística. En sonreír al ver que el edificio abandonado que estaba junto al hotel en el que nos alojamos la última vez, hace más de seis años, sigue igual. En recordar la locura de algunas construcciones griegas. En la familiaridad de reconocer la hamburguesería donde comimos hace casi diez años S, MM y yo, cuando me fueron a visitar. En las risas de una noche de cervezas, ouzo, vino y raki. En encargar más comida de la que podríamos comer, pero intentarlo, claro que sí, de tan deliciosa que estaba. En las aguas transparentes del antiguo puerto veneciano, a las que daba ganas tirarse, incluso en la noche oscura. En reconocer el Museo Marítimo que en su día me sorprendió tan positivamente. En ver las montañas nevadas allí en la lejanía y soñar con pisarlas. En comprar una novela sobre Grecia de una autora que descubrí allí hace casi diez años, las galletas con relleno de color rosa nuclear y el pan de aceite que comía cuando vivía allí. Y en lo bien que nos lo hemos pasado incluso en las intensas horas de trabajo.

Lo dicho, volver a Creta me ha hecho explotar el corazón de auténtica felicidad. Lo digo y ya está.

Lástima que haya durado tan poco.

Prometo volver.

Las fotos están hechas con el móvil, aunque también hay una con la compacta.
















lunes, 12 de febrero de 2018

Vete a ver la ballena

Fui una niña inquieta y traviesa. Inquieta de no aguantar mucho tiempo sentada y traviesa de subirme a los árboles. Comía mal, muy mal. Con los años, he descubierto que no es que no me gustara comer, ni la mayoría de la comida, pero sentarme a la mesa era perder el tiempo que podría utilizar para hacer otras cosas. Cuando comía, me aburría. Y para entretenerme, a veces mi madre me dejaba levantarme de la mesa, ir a dar una vuelta por la casa y volver para seguir comiendo. “Anda, vete a ver la ballena”, me decía cuando empezaba con el repetitivo “ya no quiero más” que amenizaba día sí y día también nuestras comidas familiares. Así que yo me levantaba, me iba dando saltitos hacia el comedor, me imagino que salía al balcón si era verano o miraba a través de los cristales si era invierno, me entretenía observando cosas y, al cabo de un rato, volvía a la mesa, me sentaba y seguía comiendo más mal que bien.

“Vete a ver la ballena” era la frase mágica que me permitía escaquearme de estar sentada en la mesa y estar un rato a mi bola. “Vete a ver la ballena” es una frase de mi infancia, que siempre ha estado ahí, que nunca me planteé ni qué significaba ni si realmente alguien se creía que yo me iba a ver alguna ballena. Solo eso.

Hasta el otro día.

Porque el otro día, ojeando un diccionario Asturianu-Castellanu que los Reyes Magos le trajeron a mi madre (con cierto retraso), vi por casualidad la expresión en la entrada “ballena”, “Mandar a ver la ballena: expresión cariñosa o escasamente agresiva con que se manda a uno a paseo o se le manda alejarse para no molestar”.

Flipé.

Mi infancia en un diccionario.

Me encantó encontrarla, nos reímos mucho con la entrada que leí una, dos, tres o no sé cuántas veces. Me encanta lo de expresión “escasamente agresiva”, pero tengo que admitir que lo de “se le manda alejarse para no molestar” me ha abierto los ojos para saber lo que pasaba en aquellas comidas familiares: no es que se me permitiera un rato de diversión, de relax, de alejarme de las normas de estar sentada en la mesa comiendo, sino que se libraban de mí, me mandaban de paseo cariñosamente, para dejarles comer tranquilamente, sin mi cansino “no quiero más”. Y, ¿queréis saber la verdad? Tampoco me importa demasiado.

De hecho, creo que debería incorporar la expresión a mi vocabulario.

Vete a ver la ballena.

Si es que es maravillosa.

En la foto, la entrada del diccionario.

viernes, 2 de febrero de 2018

Libros 2017

He sufrido una importante crisis lectora en los últimos tiempos. Apenas he leído, porque no me apetecía, porque no encontraba el momento, porque no me enganchaba a los libros que estaba leyendo. Creo que poco a poco la voy superando y estoy intentando acabar esos libros que dejé a medias en 2017, ya que no dejé de leerlos porque no me gustaran, simplemente no me apetecía leer. No leer y no escribir vinieron de la mano, así que ni siquiera reseñé lo que había leído. Así que voy a hacerlo hoy, en plan resumen.

Compré “Confabulación” de Carlos del Amor en uno de mis viajes de oposiciones a Madrid. Es un libro cortito, que leí rápido. Su protagonista sufre una extraña enfermedad: es capaz de inventar recuerdos de cosas que no ha vivido y es incapaz de distinguir entre lo real y lo inventado. Cuando descubre su enfermedad, pone en duda todo lo que ha vivido, lo que recuerda haber vivido, porque es incapaz de distinguir lo que real o de lo que es inventado y se enfrente a los problemas que inventar recuerdos implica en su vida. Con este libro me ha pasado un poco lo que me pasó con “El bolígrafo de gel verde” de Eloy Moreno: son libros que no estoy segura de si me han gustado o no, porque son historias que no me parecen ni tristes ni alegres, pero que dejan con un regusto extraño que sólo puedo identificar como desasosiego. Sí, es el recuerdo que tengo más claro de este libro, el desasosiego que sentí cuando lo acabé. Y, a pesar del desasosiego, tengo un montón de páginas dobladas con frases para anotar en mi cuaderno. Me gusta mucho Carlos del Amor, sus reportajes que van más allá de la rutina de contar qué ocurre y me gustó mucho “La vida a veces” que leí el año pasado. Me gusta su manera de contar cosas, su poesía en prosa y su sensibilidad. Seguiré leyendo cosas suyas, sí.

Tenía muchas ganas de leer “El Macondo africano” de Javier Brandoli, “la narración de una maravillosa derrota” como dice su contraportada. En él, su autor, periodista, cuenta su vida durante cinco años en el sur del continente africano. Me gustaron muchas cosas de este libro, me encanta cómo refleja lo que es África, su locura y su caos maravillosos. Aunque yo solo he estado en Namibia y de manera puntual, he visto reflejados en este libro mucho de lo que sentí y viví allí. “Y entonces todo desembocó en un maravilloso sinsentido” es una de las frases que más definen todo lo que allí puede ocurrir. Igual que el “buenismo”, “muy extendido en África entre los occidentales que tanto aman esta tierra” y que define como “un racismo de algodón de azúcar […] que se basa en el principio de que un africano es bueno por ser pobre, y sus actos malos son fruto de la herencia recibida de Occidente”. O lo de “Hay formalismos en África que, aunque uno no comparta, debe aceptar para no ofender”. O esa sensación, cuando vives en un lugar y te das cuenta de que tu tiempo allí ha terminado, “mi inocencia se había ido diluyendo en golpes de realismo que me arrastraban lejos del Macondo del que estaba enamorado”. Y otra cosa que deberíamos tener presente siempre: “No olvides un privilegio por el simple hecho de que sea también una rutina”. Después de leerlo, quiero volver a África, claro.

“Firmin” de Sam Savage fue un regalo que me hizo un amigo al que quiero mucho. Firmin es una rata que nace y vive en el sótano de una librería de Boston, en los años 60. Es una rata culta y devoradora de libros, una auténtica filósofa. “Si hay algo para lo que resulte útil una formación literaria, es para dotarlo a uno de un sentido de la catástrofe”. A diferencia de sus hermanos, Firmin vive “más que todos ellos y, a cambio,” muere “mil muertes distintas”. “La vida es breve, pero, aún así, siempre podemos aprender un par de cosas antes de la traca final”. “Siempre creo que todo va a durar para siempre, pero nada dura para siempre”. “Quien no siente el deseo de volver a vivir la vada es porque la ha desperdiciado”. No son reflexiones de una rata cualquiera, no. Es un libro curioso, un poco triste y melancólico, pero que vale la pena.

Durante el año pasado, para celebrar el centenario del nacimiento de Jane Austen, un grupo de tuiteras locas creamos un club de lectura para leernos todas sus novelas y luego quedar virtualmente para hablar de ellas. Lo vamos haciendo a un ritmo un poco loco, pero yo no cejo en mi empeño de cumplir con lo pactado. De momento, me he leído ya “Sentido y sensibilidad” y “Orgullo y prejuicio”, aunque en realidad son relecturas, ya las había leído hace tiempo. Me gustan mucho las dos, me gusta mucho Jane Austen, así que no soy objetiva. Aprovechando el tirón, después vi las adaptaciones cinematográficas más recientes que han hecho de ambas. Eso sí, no he visto la famosa adaptación en serie de la BBC de la segunda, eso es algo que tengo pendiente.

Para acabar, “El cuento de la criada” de Margaret Atwood, tan de moda en los últimos tiempos por la adaptación, también en serie, que se ha hecho hace poco. No he visto la serie, pero cuando descubrí que era una distopía, me lancé a lo loco, soy muy fan de las distopías. Pero como siempre con este tipo de libros, me apasiona el planteamiento, me fascina la idea, pero luego uf, no sé, creo que nunca me convencen los finales. Me gusta el planteamiento, la trama, pero me parece que estas historias se acaban desinflando, como si después de una idea maravillosa inicial fuera imposible encontrar un final adecuado. En cualquier caso, me gustó y tengo ganas de ver la serie, claro, visualmente me parece muy interesante.

Y ahora a acabar los libros que vengo arrastrando desde 2017 y a ver si vuelvo a coger el ritmo lector.

miércoles, 31 de enero de 2018

El último día de enero

Me afectan mucho las estaciones, el invierno sobre todo. Igual es que soy signo de fuego, pero prefiero pasar calor en verano que frío en invierno. Además del frío, del invierno llevo mal la reducción de horas de sol y por eso sólo quiero dormir, dormir y dormir. Ojalá ser un oso para poder invernar, del uno de diciembre al uno de marzo, por ejemplo.

Los meses del frío se me hacen lentos, especialmente de mitad de diciembre a finales de enero. Ese mes y medio parece que nunca va a acabar. Antes le tenía cierta manía a la Navidad, que podría justificar esta lentitud, pero ya hace tiempo que no, que decidí disfrutarla tal y como viniera. Pero aún así, estas semanas se me hacen largas.

Supongo que lo de final-principio de año no ayuda especialmente. Desde principios de diciembre, y yo diría que cada vez antes, nos machacan con resúmenes del año, las fotos del año, los tweets del año, los muertos del año…, pero aún quedan semanas para que acabe el año y parece que no va a llegar. Luego, con el Año Nuevo, se empiezan a hablar de propósitos, de planes, de qué hacer, de cómo mejorar tu vida, de cómo ser más feliz en el año que empieza, pero enseguida te das cuenta de que todo es una continuación de lo anterior, de que sigue siendo invierno y haciendo frío, de que el año parece que no acaba de arrancar. Esa es mi sensación en enero: el año no acaba de arrancar. Tienes por delante un año enterito, nuevo, con mil cosas para hacer, planes, perspectivas, ilusiones, pero la cosa no acaba de arrancar.

Lo más curioso de todo es que una vez pasa enero, todo se precipita. Te lanzas al año con locura, los días se empiezan a alargar, empiezas a estornudar por culpa del polen, te pegas el primer baño en el mar de la temporada, luego el último y ya estás comprando el turrón. Es así, los diez meses y medio restantes pasan como un suspiro, hasta volver a llegar a mitad de diciembre, sorprendida porque ya se está acabando un año que no hace tanto parecía que no acababa de arrancar, y uno nuevo va a empezar, pero ni uno acaba aún ni el nuevo empieza aún.

Y vuelta a empezar.

La foto, de la semana pasada en Pisa, no tiene nada que ver con el texto, pero me apetecía ponerla.

sábado, 27 de enero de 2018

De huesos y semillas

No sé qué opináis de las reliquias, es decir, de esos trocitos de santos u otra gente que se meten en urnas y los fieles los contemplan con devoción. A mí me dan grima, mucha grima. Hace dos días acabé accidentalmente en una capilla con un montón de reliquias de un montón de santos. Bueno, accidentalmente... me voy a un camposanto y ¿qué espero encontrar allí? Pues no sé, la verdad, pero ¿trocitos de santos? No, definitivamente no. Vaya por delante que me parece estupendo meter en una urna transparente un trozo de la cruz o una espina de la corona de Jesús, pero ¿un hueso?, ¿una mandíbula?, ¿un cráneo? Menudo susto cuando el otro día me acerqué a ver "qué había en esas cajitas". Total, que ahí estaba yo accidentalmente mirando trocitos de santos, que uno era San Potito, que no sé ni qué trocito de los que había era San Potito, porque encima tenían trocitos de varios santos juntos en la misma urna, ¡¡trocitos de varios santos en una misma urna!! ¿Solo a mi me escandaliza? Mal rollo total, no disfruté del paseo por el camposanto ese nada de nada. El camposanto de Pisa, debería mencionar. Éste.


Porque he estado en Pisa. Y encima, qué frío. Que llevaba desde antes de las 9 pateando la ciudad y, de repente, qué frío tenía a eso de las once y pico de la mañana. Que ya, es enero y tal, pero yo qué sé. Que antes de las 9 estaba yo haciendo fotos a unas tumbas a través de unas barreras y no tenía ni frío ni mal rollo ni nada. Fotos como ésta.


Pero claro, no estaba viendo trocitos de gente. Dios, no me quito de la cabeza una mandíbula sin dientes. Para compensar el mal rollo de los huesitos, decidí ir a un sitio al que no pensaba ir ese día, en todo caso igual iba a ir ayer, si tenía tiempo: el jardín botánico. ¿Qué hay más lleno de vida que un jardín botánico? Pues eso. Pero claro, ESTAMOS EN ENERO. Árboles sin hojas, plantas sin hojas ni flores... vamos, que al entrar y ver ahí todo sin hojas, pensé "¿soy idiota o qué?". De ver huesos de santos a ver árboles desnudos, aparentemente muertos. Ahí, todos pelados, los pobres.


Pero no, a pesar de la impresión inicial y contra todo pronóstico FUE MARAVILLOSO.

No nos engañemos, yo iba allí a ver un ginkgo, que ya me había informado yo de que había un ginkgo, pero jo, QUÉ GUAY. Empecé dando vueltas ahí entre plantas dormidas y árboles sin hojas. Y pensé que no reconocería un ginkgo sin hojas. JA. A quién voy a engañar. Porque iba paseando tranquilamente y pensando en qué bien está este jardín botánico, cómo se nota que tiene fines didácticos más que económicos (forma parte de la Universidad de Pisa) y dónde estará el ginkgo y si seré capaz de reconocerlo cuando PUM, uy, esos dos de ahí parecen ginkgos. BINGO. Dos ginkgos abrazándose, o uno que se separó en dos muy cerca de la tierra, aún no lo tengo claro.


Estuve un rato haciendo el tonto bajo los ginkgos, fotos, jijiji a ver si puedo abrazarlos sin que nadie me vea, uy que no tengo que llegar tarde a la reunión, blablabla. Perdí un buen rato bajo ellos, luego fui al Museo Botánico que está dentro del parque donde, entre otras cosas, tienen un cuadro de un señor bizco, y seguí mi camino, mirando de vez en cuando hacia atrás, hacia los ginkgos que se abrazaban sin saber yo que lo mejor estaba por llegar. Encontré otro, EL ginkgo, uno sembrado en 1811, ¡¡¡¡1811!!!! Más de 200 años... Casi lloro de emoción, de verdad, qué maravilla de árbol, qué tronco más grueso, qué altura, QUÉ BELLEZÓN. Bajo ese ginkgo está la placa que explica el árbol, muy chulas estas placas, por cierto. Y he seguido ahí, más fotos, paseos por debajo, golpecitos al tronco para saludarlo, descartando un abrazo porque su tronco centenario era tan ancho que no había quién lo abrazara sin llamar ostentosamente la atención.



Total, que me estaba liando y aún tenía que ver más cosas. Fui a uno de los varios invernaderos que se pueden visitar, uno de plantas suculentas, cactus, vamos, que son preciosos. Un invernadero así de mono.


Y viendo catcus me he llevé otra sorpresa: tres ejemplares pequeñajos de Welwitschia mirabilis, una planta de esas extrañas, que no es que sea especialmente llamativa ni bonita, pero es fascinante y muy curiosa. Una planta que en su día vi en su hábitat natural, el desierto de Namibia, como conté aquí. Me emocioné tanto, tanto, tanto que empecé a dar grititos, menos mal que no había nadie en el invernadero, ventajas de hacer de guiri en pleno enero, oye.


Por cierto, qué genial lo de hacer turismo en ciudades en enero, de verdad. Total, que ya se me echaba el tiempo encima (no olvidemos que yo estaba allí por una reunión de trabajo, aunque no lo parezca), así que me fui a visitar en plan rápido la parte más nueva del jardín, una zona chulísima en la que hubiera pasado mucho más rato y en la que me encontré OTROS TRES GINKGOS. Y UN MONTÓN DE SEMILLAS. Las semillas de los ginkgos APESTAN (lo que les encantaba a los dinosaurios, por lo visto, que se las comían). Así que limité la recogida de semillas a solo 10, con sumo cuidado (la carne que las rodean, lo que huele mal, además es irritante). Y en mi locura emocional de recoger semillas, ni una foto les hice a los tres ginkgos. Cuando ya me iba, con las semillas apestosas escondidas en el bolso, me llevé otra sorpresa: entre las plantas que tenían a la venta justo a la entrada del jardín, tres pequeños ginkgos me miraban con carita de pena. “Llévanos contigo”, me decían. Pero fui fuerte y no me los llevé. Aún así, ahí me volví, más feliz que una perdiz con mis semillas de ginkgo, hacia el hotel, a comer algo rápido y a la reunión.


Ayer volví al jardín, bueno solo a la tienda, a comprar una camiseta de la Universidad de Pisa (bueno dos, que estaban de rebajas) y desde allí volví a mirar los tres pequeños ginkgos, en sus pequeñas macetitas, os juro que me ponían ojitos, pero me volví a resistir. Pero me costó mucho, mucho. Hoy, cuando se lo contaba a mi madre, me ha dicho muy seria “Haberte traído uno, mujer”. Ay. Me consuela pensar que ahora mismo tengo en mi poder semillas de ginkgos madrileños, romanos y pisanos. Y todo un reto conseguir que alguna germine.

Por cierto, lo olvidaba, alguna planta florecida había en el jardín. Pocas, pero alguna.



Ah, Pisa es cuqui, pero eso ya si acaso lo cuento otro día.

domingo, 7 de enero de 2018

De nieve y antigripales

Hace unos días pensaba en la cantidad de archivos que tengo en una carpeta de mi ordenador con entradas medio escritas para el blog que no he llegado a publicar. Tengo en la mente algunas de ellas, cosas que en su momento me ha apetecido a escribir aunque nunca he encontrado el momento de publicarlas, por pura pereza de sentarme delante del ordenador y dedicarle un rato a esto. Una de ellas, de la que me acordé por casualidad, estaba relacionada con las carreteras que se bloquean invierno sí e invierno también cada vez que nieva, con gente atrapada pasando horas y horas encerradas en sus coches. Mira tú por dónde que los acontecimientos de las últimas horas me han llevado a buscar eso que había escrito, que solo recordaba parcialmente, y tratar de rescatarlo.

En este caso, ni siquiera es una entrada, tan solo un párrafo en un archivo con varias ideas inconexas y desarrolladas a diferentes niveles. Ésta en concreto era un único párrafo, pero venía a decir lo mismo que he pensado hoy. Vaya por delante que creo que quedarse atrapado bajo la nieve en una carretera es una putada muy grande y, como todas las cosas graves que ocurren, suele ser la combinación de muchos factores. En este caso puede que haya habido falta de previsión de autoridades y responsables, pero también creo que necesariamente ha habido falta de concienciación de los usuarios; como alguien decía en twitter, falta de educación vial.

Lo de que se queden coches tirados en carreteras nevadas es como lo de tomarse un antigripal cuando te encuentras mal. Queremos que, a pesar de todo, nuestra vida siga igual, sin inconvenientes ni problemas y hacemos cualquier cosa para evitar los síntomas (los avisos de las autoridades en un caso y el malestar y cansancio en el otro) de que algo falla. ¿Hay aviso de nevadas intensas y recomiendan coger el coche solo en caso de emergencia? Bah, qué exagerados, no me van a fastidiar el fin de semana. ¿Tengo fiebre, tos, dolor de garganta y no puedo respirar de los mocos? Bah, me tomo algún medicamento milagroso y sigo con mi vida como si nada. Que cada uno hace con su vida lo que quiere, claro, pero esto tiene sus consecuencias. Si te lanzas a la carretera sin consultar el parte, sin llevar cadenas, sin ir preparado por si la nevada prevista es igual o peor de lo que dicen, te arriesgas no solo a quedarte tirado, sino a bloquear una carretera e impedir a otros vehículos (quitanieves incluidos) que a lo mejor sí que están viajando por necesidad o sí que van preparados y si no fuera por tu imprudencia podrían haber llegado a su destino. Si a pesar de encontrarte mal te tomas cualquier medicamente paliativo (porque gripes y resfriados solo se curan con el tiempo, cuando el cuerpo es capaz de liquidar los virus que los provocan) y sigues con tu vida, vas a trabajo o a pasar el fin de semana paseando por la montaña, te arriesgas a contagiar a tus compañeros y a que tu enfermedad, sea la que sea, empeore más de lo que debería.

Y esto me lleva a dos líneas de pensamiento divergente que solo puedo resumir por aquí porque me alargo demasiado. La primera, la de las retenciones, muestra algo de lo que ya hablé alguna vez: las responsabilidades. Parece que es imposible que la gente asuma sus responsabilidades. Repito, creo que en casos como éste lo que ocurre es una acumulación de errores de diferentes personas, entres u organismos, pero nadie asume las responsabilidades. Unos echan la culpa a los que se han quedado atrapados, otros a la concesionaria, otros al gobierno. Nadie, nadie entona el mea culpa y acepta que algo ha hecho mal. Se ve que queda feo o algo, lo de asumir responsabilidades. La segunda línea está relacionada con las enfermedades. Yo creo que hay que escuchar el cuerpo y cuando se está mal, hay que parar. Por supuesto, hay que recurrir a la medicina cuando es necesario, pero ahora que ya han pasado la época de regalos, los anuncios de juguetes y perfumes se han sustituido por anuncios de medicamentos que te hacen sentir feliz, alegre y curado mientras estás enfermo. Me pone mala ver anuncios de medicamentos. Ya sé que es una industria, un negocio, pero que no paren de vendernos que si estás malo lo que hay que hacer es tomar algo que oculte los síntomas y seguir como si nada, me parece poco adecuado. Pero, ya lo digo, parece que lo que se lleva ahora es ignorar los problemas o los inconvenientes o las cosas que alteran negativamente nuestra rutina y seguir viviendo como si nada. Con todas las consecuencias. Y eso me lleva a pensar que nos hemos vuelto una sociedad de niñatos caprichosos que solo buscan la mejor manera de ignorar los síntomas de que algo falla.

En la foto, mis huellas sobre la nieve recién caída en Ispra, en el norte de Italia, hace ya ocho años. Creo que no he vuelto a ver tanta nieve junta desde entonces.

lunes, 1 de enero de 2018

Uno de Enero

Cada año lo digo: me encanta el uno de Enero, me encanta la sensación de empezar de cero, de borrón y cuenta nueva, de tener un año entero por delante por descubrir, por disfrutar, por vivir. Sé que es un pensamiento con un punto ingenuo, inocente, casi infantiloide, pero a mí me encanta. Si tu año anterior ha sido bueno, puedes ignorar ese empezar de cero y seguir con tu vida; pero si ha sido regular, lo de empezar de cero, lo de cambiar el último dígito del año puede servir para ver los 365 días que hay por delante como un lienzo en blanco, algo nuevo por descubrir.

Yo no me puedo quejar de 2017, para nada, más bien al contrario, como ya conté ayer (el año pasado, juas, juas, juas), pero es verdad que las últimas dos semanas del año se me han hecho muy cuesta arriba y necesitaba un punto de inflexión para recuperar el positivismo y las energías. El cambio de año, las doce campanadas, son la excusa perfecta para volver a empezar. Y aquí está el año nuevo y aquí está el día uno y aquí está todo el principio.

Lo de empezar el año bailando swing hasta las tantas de la mañana también ayuda, la verdad. Y si en 2017 fui feliz bailando, me parece muy lógico empezar 2018 feliz bailando.

Otra cosa chula de empezar el año es estrenar agenda. Un año más, me inclino por la Moleskine pequeña, semana vista y una hoja rallada en la que escribir las listas que me ayudan a organizarme la vida. Me la compré en el aeropuerto de Roma, hace casi tres meses. Después de dos años de “El pequeño príncipe” ahora toca “Alicia en el País de las Maravillas” y aunque admito que el color azul de este año me chirría, me gusta demasiado como es para plantear cambiar. Y la frase de la portada me parece, un año más, acertadísima.

Ah, y los propósitos, el año nuevo suele venir acompañado de propósitos. Yo no tengo lista ni objetivos muy claros, pero sí unas cuantas cosas que me gustaría cumplir. Escribir más por aquí, publicar más, que últimamente sí que escribo pero nada acaba publicado. Centrarme de nuevo en mis hobbies, en leer, en tejer, en cuidar mis plantas, que llevo meses de cansancio o hartura o simplemente pereza. Poner en marcha la #operaciónbikini2018, para conseguir volver a los buenos resultados que conseguí con la #operaciónbikini2017. Ponerme en forma, al menos un poquito, al menos para sentirme algo mejor. Volver a disfrutar trabajando, que llevo también un tiempo un poco descentrada. Y ya está, eso es todo. Lo demás es simplemente disfrutar, esperar que el año nuevo sea benévolo y tomar lo que venga con alegría y en buena compañía. Y bailar. Y estar cerca del mar. Y disfrutar de la gente que quiero.

Que se cumplan todos vuestros deseos.

En la foto, la agenda de 2017 a la izquierda y la nueva de 2018, tan azul que hiere, a la derecha.

domingo, 31 de diciembre de 2017

2017

Cuando acabó 2016 e hice un repaso a los momentos de felicidad que me había regalado ese año, no estaba muy segura de que repetiría la experiencia de apuntar en papelitos de colores esos momentos felices del año por estrenar. Pero lo hice. Así que hoy he podido repetir la experiencia del 31 de diciembre del año pasado y he vaciado una caja metálica que tengo, en la que me he encontrado todo esto:



Papelitos, muchos papelitos de colores con momentos buenos de 2017 que he querido recordar. Así que he vuelto a hacer lo que ya hice hace un año: leerlos todos, aleatoriamente, ordenarlos luego, numerarlos y volverlos a leer.

Me alegra haberlo hecho, me alegra haber dedicado ratos a rellenar papeles de colores con cosas bonitas. Admito que el segundo semestre lo he hecho menos veces, no creo que porque haya sido menos feliz, simplemente le he dedicado menos tiempo a esto de los papelitos. De hecho, no tenía ninguno escrito de los últimos dos meses de este año. Pero hasta eso lo he solucionado rápidamente y he escrito lo bonito que aún recuerdo de estos últimos meses. Y debo haber sido bastante feliz, porque sin casi esforzarme he recordado una veintena de cosas que me gustaría seguir recordando en el futuro.

Y, ¿qué me ha hecho feliz este año?

Nada menos que 180 cosas. Y probablemente unas cuantas más que olvidé apuntar en su momento y ya se han borrado de mi mente.

Hay todo tipo de cosas, la mayoría son cosas que recordaba, otras que ya había olvidado, unas cuantas de “¿eso pasó este año?” y hasta alguna entrada a un concierto que me gustó pero que tampoco recordaba ya. Hay notas de solo unas palabas (“¡Soy bifuncionaria!”) y notas tan largas que he tenido que doblar el papel para meterlas en el sobre que cerraré y donde quedarán hasta que tenga ganas de volverlas a leer. Hay buenas noticias de salud de gente que quiero. Hay conversaciones por teléfono y por whatsapp que no querría olvidar. Está el éxito de la #operacionbikini2017. Hay gente, claro, mucha gente, momentos con esa gente. Familiares, amigos, gente que aparece puntualmente en una única nota, gente recurrente, gente que me sigue haciendo sonreír, gente que incluso no he visto en todo el año pero, aún así, han estado presentes en mi vida. Están cosas materiales nuevas en mi vida (mi cuadro de peces), lugares a los que fui por primera vez este año (el Palacio de Cristal del Retiro madrileño). Y hay viajes, unos cuantos viajes. Los viajes recurrentes a Madrid por las oposiciones (“¡Me sé todos los temas que han caído”) y los buenos momentos que pasé en la capital con tuiteras a las que por fin puse rostro o con las que me volví a encontrar. También aparece Roma, por supuesto, Roma nunca puede faltar, Roma me hace muy feliz. Y también Copenhague, la felicidad que sentí vagando sola por esa ciudad semidesconocida después de tanto tiempo. Y he incluido Batumi, en Georgia, uno de los últimos viajes de este año, que se complicó por vuelos cancelados, pero del que guardo un puñado de recuerdos felices. Y hay ginkgos, algunos. Y hay mar, mucho mar. Y swing, mucho swing. Mar como lugar de trabajo, mar como nexo común con gente querida, mar para nadarlo, para contemplarlo, para bailar junto a él. Hay una frase, del verano que dice “Tanto, tanto, tanto swing que ni me he acordado de apuntarlo todo”. Sí, he bailado mucho este año. Y eso me ha hecho feliz.

Así ha sido este año, tanto, tanto, tanto bueno que ni me he acordado de apuntarlo todo.

Espero que la pereza no me pueda y siga con mis papelitos de colores durante 2018. Y espero también que haya tantos momentos buenos que ni tenga tiempo de apuntarlos todos.

Feliz 2018, que venga cargadito solo de cosas buenas. Os deseo muchos papelitos de colores llenos de momentos felices.

domingo, 24 de diciembre de 2017

Felices Fiestas

Paso poco por aquí últimamente, pero quería venir para al menos desearos todo lo mejor para estos días.

Sed felices.


jueves, 23 de noviembre de 2017

Una estrella

Vi una estrella fugaz surcando el firmamento. Me pareció sorprendente e increíble: allí estaba yo, en mitad de una ciudad enorme, profusamente iluminaba y era capaz de contemplar perfectamente aquella estrella. No era una normal, debió ser un meteorito grande, porque la vi durante un largo rato, resplandeciente.

Al día siguiente, indagué por internet, intentando averiguar si alguien más había sido testigo de aquel fenómeno. Quería asegurarme que no lo había imaginado. Por lo visto, esos días había lluvia de Leónidas, así que sí, probablemente lo que vi no lo imaginé.

Vi una estrella fugaz surcando el firmamento, junto al Coliseo romano. Había quedado para cenar, había salido con mucho tiempo por miedo a llegar tarde y, al final, me daba miedo llegar demasiado pronto. No me apetecía nada esperar fuera del restaurante; ya iba bastante nerviosa como para aumentar los nervios con la espera. Así que deambulaba alrededor del Coliseo, haciendo tiempo, observando a la gente que iba y venía, en esa hora temprana pero oscura de la tarde que ya era noche. En una de esas, miré al cielo y fue cuando vi la estrella fugaz.

Se me olvidó pedir un deseo. Mentira. Lo pedí, pero tardé más de la cuenta. Supongo que por eso no se cumplió, o se cumplió sólo a medias. Igual con los nervios de la noche y al ser consciente de que había perdido la oportunidad de pedir un deseo inmediatamente, mi mente no lo formuló bien. Sí, debió ser eso. Incapacidad de formular un deseo de manera clara.

Se me olvidó pedir un deseo porque lo primero que pensé fue que aquello era una señal. Ay, las malditas señales. Quise pensar que era una señal, claro que sí, una señal de que la noche sería perfecta. Qué bien quedan las señales en las películas. Pero lo que confundí con una señal era una roca chocando contra la atmósfera del planeta, nada más simple y banal que eso.

Y, a pesar de que la señal era en realidad un trozo de piedra, la noche fue estupenda, claro que sí. Cervezas, buena comida, gente maja, charla y risas. Y un paseo plácido y agradable de vuelta al hotel. De verdad que no se me ocurre una manera mejor de pasar una última noche en Roma.

En la foto, la inscripción que hay en el Coliseo y que hice en ese ratito en el que deambulaba por sus alrededores, cuando la estrella me pilló por sorpresa. Qué vértigo da pensar el tiempo que lleva construido, qué ridículos parecen nuestros problemas ante su grandeza y qué cortas son nuestras vidas en comparación a las de estas piedras.

jueves, 16 de noviembre de 2017

Una hoja

Cerca del hotel en el que me alojo en Roma hay un Gingko biloba. O al menos eso creo. Lo intuyo porque el día que llegué, vi una hoja de este árbol en el suelo del patio del palazzo en el que se encuentra este hotel. He intentado buscarlo, al gingko, estos días, pero no lo he encontrado. Igual es que por las mañanas no estoy para paseos, pendiente de llegar a la reunión en la que estoy y por la tarde, cuando vuelvo, ya es noche cerrada y, aunque mire hacia arriba, no soy capaz de distinguir ningún árbol.

Así que estoy intrigada, sin saber de dónde vino esa hoja que, por cierto, no he vuelto a ver, ni ninguna parecida. Hay muchos árboles en esta zona, una colina de casas señoriales y pisos tranquilos, con muchos árboles; una zona residencial tranquila y agradable. Pero lo poco que he recorrido de sus calles ha sido en la oscuridad, volviendo de cenar y, como decía, no detecto fácilmente gingkos de noche. De día, un poco mejor.

Tal vez la hoja llegara desde el gingko que sí conozco, el que está en la entrada de la sede central de la FAO, a apenas 500 metros de aquí. No sé si el viento que hacía el domingo fue el responsable de traer esa hoja hasta aquí, no lo sé. Descubrí aquel gingko hace ahora un año, cuando también descubrí una hoja en el suelo, subiendo las escaleras de la entrada. Cuando la vi, miré hacia arriba y allí estaba, un gingko grande y bonito, en medio de dos pinos y que ilustra esa foto. Lo he visto así estos días, de lejos; a ver si mañana llego cinco minutos antes y me acerco un poco más.

Entrar en la sede central de la FAO es como ir al aeropuerto: hay que dejar lo que llevas en unas cintas que pasan un control y luego te metes en un cilindro de cristal, para pasar tú también el control. Hay gente de todas las nacionalidades, entrando y saliendo todo el día, subiendo y bajando los ocho pisos que forman el edificio, con varios bloques. Algunos, se pierden por ellos, nos perdemos por ellos, quería decir. Comemos en la cafetería del ático, con vistas impresionantes a esta ciudad que esta vez sólo veo así, desde el aire, oyendo hablar tal cantidad de idiomas que algunos no soy ni capaz de identificar. Salimos un rato a la terraza, a tomar un poco de aire frío otoñal, esquivamos las gotas de lluvia, intentamos distinguir el sol entre las nubes y nos reímos con el tipo que hace los cafés cuando empieza hablar de entrenadores y jugadores de la liga de fútbol española, a la vez que hace una recolecta para los pobres jugadores de la selección italiana que no van a ir al mundial. Cuando volvemos a la sala, a la reunión, nos perdemos casi siempre. Esto es un auténtico laberinto.

Y así pasan los días aquí, horas y horas encerrados en salas sin ventanas y con luz artificial, con nombres de reyes orientales o de países exóticos, hablando, discutiendo, aprendiendo, tratando de comprender nuestros mares, tratando de protegerlos. Los días se hacen largos, mucho. Ayer bromeábamos que parecía que llevábamos ya dos semanas aquí. Menos mal que aún tenemos humor para unas risas. Y para algo de pasta. O para una pizza. E incluso para algo de vino o alguna cerveza.

Menos mal.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Uno de Noviembre

El 1 de Noviembre de 2016, media España estaba discutiendo si entre Bisbal y Chenoa había habido o no una cobra en el concierto del reencuentro de Operación Triunfo 1 celebrado la noche antes.

El 1 de Noviembre de 2015, fui al teatro a ver a un actor que me encanta desde muchos años, Abel Folk, y después viví un momento de fan total, en el que fui incapaz de decirle nada mientras nos hacíamos una foto.

El 1 de Noviembre de 2014, mi ginkgo tenía ya muchas de sus hojas amarillas, preparándose para perderlas como buen representante de los árboles de hoja caduca.

El 1 de Noviembre de 2013, estaba en un congreso en Marsella (Francia), cabreándome con los diputados que salieron espantados el día de antes para aprovechar el día libre, justo antes de reconciliarme de una ciudad que antes no me había entusiasmado.

El 1 de Noviembre de 2012, hice el cambio de armario, adiós ropa colorida de verano, hola ropa triste de invierno.

El 1 de Noviembre de 2011, acababa de volver de una reunión en Creta, donde pasamos un día, o tal vez dos, recorriendo la parte más occidental y sur de la isla.

El 1 de Noviembre de 2009, estaba cocinando cuscús.

El 1 de Noviembre de 2008, estuve nadando en Elafonissi, una playa maravillosa al suroeste de Creta, a la que volví casi tres años después.

Hoy, 1 de Noviembre de 2017, he pasado el día currando con una colega francesa, en su casa con espectaculares vistas al Mediterráneo, mientras su marido hacía arreglos en la casa y cocinaba para nosotras, su hijo mayor jugaba con un amigo y el pequeño estaba en casa de unos amigos. A primera hora, soplaba un viento frío que me ha obligado a ajustarme la cazadora y taparme bien la garganta, cuando iba caminando hacia su casa, colina arriba, intentando no resfriarme más de lo que ya estoy. Cuando he salido de allí, en esa oscuridad tan temprana a la que me cuesta tanto acostumbrarme, el viento había calmado y hacía una noche agradable, pero me he vuelto al hotel, porque el centro de esta ciudad está demasiado lejano para ir a pie y me ha dado pereza coger el coche. Ha sido un día largo, cansado, ligeramente frustrante pero bonito, porque no hemos conseguido acabar de hacer todo lo que teníamos previsto, pero hemos trabajado, duro, bien y, además de colegas, somos amigas, por lo que además de números y gráficas, ha habido risas y confidencias. Ha sido un día largo y cansado, decía, que he rematado con conversaciones alegres por whatsapp con gente querida y lejana, antes de preparar la maleta para volver mañana a casa.


Digan lo que digan de las tecnologías modernas, es bonito usarlas para recordar cosas que no quieres olvidar.

En la foto, el atardecer hoy sobre el Golfo de León, ay, mi querido Mediterráneo.

viernes, 6 de octubre de 2017

Roma, de noche

Salimos de cenar con el tiempo casi justo para coger el último metro. Estamos alojados al final de una de las líneas de la ciudad, en las afueras, en un hotel con aspecto monacal que nos hace recordar otros lugares y nos hace olvidar que estamos en Roma. Somos un grupo grande, más de veinte, y tal vez por eso la cena se ha retrasado tanto, más de una hora han tardado en servirnos el primer plato, pasta carbonara y pasta caccio peppe. En cualquier caso, la espera ha valido la pena; la comida es deliciosa, el vino corre alegre y las conversaciones, en varios idiomas, se solapan con las risas. “En este curso hay teclados con distintos alfabetos”. Uno de los profes, haciendo fotos a esos teclados, nos hace notar lo diverso que es este grupo: los hay en cirílico, en griego y en árabe.

Vamos hacia la estación de metro que está en frente de una pirámide, que a su vez forma parte de un cementerio acatólico que me fascina. Delante de la estación, un grupo grande de jóvenes beben y bailan al son de una música que no sabemos bien de dónde sale. Unos cuantos nos ponemos a bailar y nos miramos entre nosotros. “Vamos a algún lado, ¿no?”. Sonreímos y entramos en la estación. Hacemos cola para comprar los billetes y el primer grupo, más numeroso, se dirige hacia el andén que va en dirección a nuestro hotel. El otro, los bailongos, nos vamos al otro andén. Al llegar abajo, un tren está saliendo de la estación, pero sabemos que aún podemos coger otro. Cuando se va, nuestros compañeros que están enfrente nos miran sorprendidos. Nos reímos sobre quién está en el andén correcto y quién en el equivocado, alguno cambia de andén y a algún otro no somos capaces de convencerlo para cambiar. En el andén de los que vuelven, el profesor (argentino) y su mujer (estadounidense) se marcan unos pasos de tango, a los que respondemos con vítores desde nuestro lado.

Nuestro tren llega antes, nos subimos y nos despedimos de nuestros compañeros con sonrisas. Somos ocho, cuatro italianos, dos griegos, una francesa y una española. Parece un chiste. Hablamos sobre dónde ir y, curiosamente, el que decide dónde parar y hacia dónde ir es un griego. Paramos en Cavour y seguimos la dirección que nos marca el griego, hacia una plaza llena de bares y gente; al final de la calle, el Coliseo. Entramos a comprar una bebida a toda prisa: quedan sólo unos minutos para la medianoche y, a esa hora, dejarán de vender alcohol. Nos ponen las copas en vasos de plásticos y empezamos nuestra ruta por la ciudad, casi vacía, en una noche de otoño sorprendentemente cálida.

Nos quedamos embobamos en los foros imperiales. Contemplamos el inmenso monumento a Vittorio Emmanuel II bajo la luz de la luna llena. Cruzamos Piazza Venezia perseguidos por una comercial que nos quiere invitar a chupitos gratis en un local cercano. Y callejeamos por las calles hasta llegar a la Fontana di Trevi. Es todo un regalo volver allí, de manera inesperada, con tan poca gente y con mis monedas pendientes aún de lanzar (no puedo arriesgarme a no volver a Roma). No sé cuánto tiempo pasamos allí, mucho. Contemplamos la fuente cada uno por su cuenta, silenciosamente. Comentamos lo maravilloso del lugar. Nos hacemos fotos borrosas para recordar el momento y seguimos nuestra ruta.

Acabamos en Piazza di Spagna de madrugada. Nos sentamos en la escalinata, casi vacía, junto a la casa en la que vivieron Keats, Byron y Shelley,  a contemplar la ciudad silenciosa y las pocas personas que por allí se encuentran. Dos chicos llegan con unas bicicletas con ruedas de colores y suena música italiana desde un altavoz que llevan en las bicis. Se paran y se ponen a ligar con unas turistas americanas. A nuestros pies, junto a la fuente de la barcaza, se acaba de producir una propuesta de matrimonio y la pareja, emocionada, no para de abrazarse y besarse. Contemplamos atónitos la escena y somos incapaces de irnos de allí. Decidimos que nos iremos cuando dejen de besarse. Pero pasan minutos y minutos y ellos siguen allí, besándose como si no hubiera mañana.

Cuando por fin empezamos la ardua tarea de conseguir dos taxis, se separan y se meten en la fuente para beber agua, algo que ya hemos visto hacer a otras personas y que nos parece a todos terrible. Por fin conseguimos que nos manden dos taxis, nos dirigimos a la columna que hay enfrente de la embajada española y vemos como una pareja de turistas nos roba, delante de nuestros ojos, uno de los taxis que acaban de llegar. El primer turno se va en el taxi que queda (dos italianos, dos griegos) y el resto volvemos a llamar por otro taxi. La vuelta no es menos interesante, con un taxista parlanchín, con música a todo volumen, bailando lo que no hemos bailado en toda la noche y recorriendo el largo camino pensando todos que sí, por fin, después de varios días por aquí, hemos estado en Roma.

Roma es maravillosa.

En la foto, la fuente de la barcaza en la Piazza di Spagna, con las bicis de colores y el futuro matrimonio dándose el lote sin descanso.

jueves, 7 de septiembre de 2017

De esto que... (XIII)

De esto que te levantas un día y dices “Pues esta tarde hoy voy a la peluquería”. Que no os creáis, para mí es una decisión muy importante porque ODIO que me toquen el pelo y/o la cabeza. Que sí, que hay quien se atreve a tocármelo pero se arriesga a un grito o un tortazo. Total, que digo, me voy a la pelu que ya casi no veo con este flequillo que me tapa los orificios nasales. Y ya que estoy, pues me pongo unos reflejitos que molan y hace mucho que no me pongo y tengo ganas y tengo canas. Y llego a la pelu y ya noto que pasa algo, el peluquero todo misterioso hablando en susurros con una clienta y con una mala cara que vamos. Aparte de las bermudas blancas demasiado ajustadas y el pelo de mentira que se ha puesto y que me despista un montón (era calvo). En fin, cuando me toca le digo, “Tienes mala cara” y se me pone a llorar. “¡Me divorcio!”, me dice, en plan Escarlata O’Hara. Y yo diciendo ponme unos reflejitos y un cortecito y qué ha pasado y cuéntame que la última vez ya tenías problemas con tu marido. Y me empieza a contar que si los amigos, que si el tío cubano de su marido cubano (y veintipico años más joven) que es un maricón, pero maricón, maricón, maricón malo, malo y que si el Grindr (que por lo visto es el Tinder gay) y que si no sé con cuántos tíos me ha puesto los cuernos mi marido. Cuando ya me he puesto un poco al día de la situación, con el decolorante en el pelo (bueno, en cuatro mechones) y hartos de oír pasar camiones de bomberos, el peluquero va y dice “Ahora vengo, voy a ver qué pasa” y me deja ahí,  ola en la peluquería, con el decolorante en la cabeza que yo creía que iba a ser Daenerys o Khaleesi o como se llame la tía esa tan mona del pelo blanco de Juego de Tronos, toda preocupada. Y vuelve (“Nada, un incendio en un piso”. ¿NADA? ¿PERDONA?) y se queda fuera fumando y mirando fotos en el Grindr o mensajes o no sé qué. Y entra y yo “¿Esto no está? Me veo el pelo blanco…” y él “Casi, casi, mira el tío con el que estaba hablando mi marido estos días” y jolín, qué guapo, el tío, ¿ahora qué digo? Y ya me empieza a contar que le mandaba fotos a amigos comunes para ligárselos. “Si te enseño una foto… ¿no te importa?”. Y yo “¿No?”. “Venga, te la enseño”. Y yo “Me hago a la idea…”. Y él “Pues te la enseño, sale en bolas y todo empalmado” y yo “ME HAGO A LA IDEA, GRACIAS” y señalando la cabeza porque de verdad que se me iba a quedar el pelo blanco. Que no es por no ver a un tío macizo en bolas, pero a ver, que hay una crisis matrimonial aquí, eso es un desnudo gratuito y YO SEGUÍA CON EL DECOLORANTE EN LA CABEZA. Total que al final me quita el decolorante, el gorro ese terrible que ay qué daño, me lava el pelo y se pone a cortármelo, entre lágrimas y deseos de que le pase algo muy malo al futuro exmarido, o al menos algo un poco malo, que a mí eso me da muy mal rollo y le digo “corta por aquí y despuntado y tú ya sabes” (que llevo veinte años viniendo aquí, hombreya). Y él “pero ¿por aquí igualado, por aquí despuntado, por aquí irregular, por aquí cómo?” y yo “Y qué más da, corta lo que te apetezca, total, tengo un mechón amarillo limón en la frente y tú te vas a divorciar y se está quemando un piso aquí al lado…”. Y se pone a cortar y a contarme que el marido sigue en casa, que no se quiere ir, que lo trata como a una chacha, que cuando por las tardes le decía que quería descansar porque luego por la noche trabaja bailando en hoteles en realidad se iba por ahí a tirarse a otros, que quiere que sigan trabajando juntos en la peluquería y que él así no puede. Y yo, claro, claro, creo que me equivocado al decirle que me cortara tanto. Qué digo, creo que me he equivocado al venir hoy aquí, que hay una crisis muy gorda y a éste le tiembla el pulso de lo mal que lo está pasando. Y me enseña el brazo todo picado “Mira, mira, por su culpa” y yo “Mierda, ahora se mete droga por culpa del cubano infiel” y él “Ayer, toda la tarde en el hospital de un ataque de ansiedad”. Menos mal. Que no, que me sabe fatal, pero menos mal que no se estaba chutando drogas (¿se dice chutarse droga?). Y entra un amigo del peluquero al que le dice “He hecho trozos” y el otro “¿Mande? Ah, que has cortado” (atención a la gracia: hacer trozos= cortar, FLI-PO, aunque igual tiene más gracia en idioma isleño, que sonaba así: “He fet trossos!”, “Eh? Batualmont, que has tallat!”). Y en eso que el amigo se va y llama otro amigo con el que por lo visto estuvo de juerga hasta casi el amanecer el día antes (mucho hospital, mucha ansiedad, pero menuda juerga te corriste, pillín) y coge el peluquero con mi pelo a medio cortar y me dice “Ahora vuelvo, que voy a por este amigo que no sabe llegar”. ¿PERDONA? Y ahí ya lo vi: ahora coge, le pasa algo y estoy sola en la peluquería con medio pelo cortado. Tanta tensión me va a matar. Pero no, vuelve, me acaba de cortar, el amigo dice que qué pasa en esta ciudad que las chicas van todas con el pelo corto (¿A ti quién te ha preguntado?), me seca el pelo, se confirma que el mechón amarillo limón no tiene arreglo, pago, le doy ánimos con el divorcio o lo que sea y me largo por patas.

Al final, que odie que me toquen el pelo es lo de menos.

En el vídeo, yo, cuando me tocan el pelo.