jueves, 15 de septiembre de 2016

Entre Kiel y Hamburgo



He tenido que venir hasta Alemania para enamorarme de un nórdico.

O mejor dicho, de una funda nórdica.

Fue la primera noche. Volvía a pie hacia el hotel, desde la recepción a la que nos habían invitado (y en la que también estaba el Príncipe Alberto de Mónaco y yo ni me enteré –pero aprovecho para rememorar LA anécdota). Iba sola, porque aunque viajé con otros colegas del trabajo, estamos todos dispersos por distintos hoteles de la ciudad (gracias, Viajes Aguilucho). Pasé por delante de una tienda de camas y la vi. LA FUNDA NÓRDICA. Me flipó, me encantó tanto, que le hice una primera foto, ahí, en la oscuridad. Los siguientes días he pasado cada día por delante de la tienda, voluntariamente o no. He mirado la funda, la he fotografiado, he apuntado la web de la tienda y hasta la marca de ropa de cama a la que pertenece y, después de meditarlo un poco, he decidido que lo cara que es compensa por lo bonita que es. Porque siempre que he pasado por delante, estaba cerrada (es lo que tiene estar de congreso), así que ni he podido entrar a verla de cerca o incluso comprarla. Porque igual la hubiera comprado. Pero aunque la medida que tiene no es la de mi cama, ni siquiera he tenido la oportunidad de entrar a averiguar si existe en la medida que yo quiero.

¿Qué tiene esta funda nórdica que me ha provocado este enamoramiento repentino? La verdad es que no lo sé. Creo que quedaría perfecta en mi cuarto. Eso es todo. Le pega. Me pega. Y me recuerda a las telas africanas, a las telas namibias. De hecho, esta ciudad me recuerda mucho a la Namibia urbana que conozco (ciudad de calles anchas, casa bajas y bonitas), aunque en realidad es justo lo contrario, debería ser Namibia la que me recordara a Alemania.

La cuestión es que la funda es maravillosa. Pero se ha quedado ahí, es un escaparate de Kiel mientras yo escribo (y publico) esto en un autobús (con wifi gratis) de camino al aeropuerto de Hamburgo. Y, oye, me da pena.

A veces encuentras lo que buscabas donde menos te lo esperas, cuando menos te lo esperas. Incluso cuando ni siquiera sabías que lo estabas buscando.

Pero también a veces, por mucho que desees algo, no puedes hacer otra cosa que dejarlo marchar. No queda otro remedio.

Lo que no puede ser, no puede ser. Y además, es imposible.

domingo, 11 de septiembre de 2016

11-S

Hacía más o menos un mes que había empezado a trabajar, mi primer trabajo relacionado con mis estudios, en un centro de investigación marina. Faltaba menos de un mes para empezar mi último año de universidad. Y estaba emocionada porque en unos días participaría en una campaña oceanográfica, mi primer Festival (no de Primavera), ¡iría en un barco en mitad del mar! Y al día siguiente me iban a enseñar a muestrear peces.

Había ido a trabajar y comíamos en casa los cuatro: mis padres, mi hermana y yo. Después de comer, mi hermana y yo ayudábamos a nuestra madre a recoger y nuestro padre se fue al comedor, a ver la televisión. Oh, qué mal, si cogía él el mando a distancia seguro que ponía las noticias, qué rollo, en vez de “Friends” que era lo que queríamos ver nosotras. Íbamos y veníamos, recogíamos cosas, nos lavábamos los dientes, hablábamos y reíamos.

Y fue cuando nuestro padre dijo: “Ha pasado algo grave, muy, muy grave, pero no sé el qué ni dónde”. Y los cuatro nos juntamos delante de la televisión. Sorpresa, estupor, incredulidad. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué era aquello? ¿Cómo podía ser?

El resto es historia.

¿Quién no se acuerda de lo que estaba haciendo tal día como hoy hace quince años?

Se ha dicho mucho sobre el 11-S, se ha hablado mucho. Creo que, en general, lo que a mucha gente nos hace reflexionar es por qué se le da tanta publicidad, tanta importancia a un hecho que no ha sido el más grave en la Historia de la Humanidad, ni mucho menos. Ha habido hechos muy peores, antes y después y los continúa habiendo. Pero lo que creo que marca la diferencia entre todo y el 11-S es que, por primera vez, nos dimos cuenta (como comprobaríamos después) que aquello nos podía pasar a nosotros. Nuestro día a día, en nuestro entorno, hay muchas cosas malas (accidentes, asesinatos), pero las grandes catástrofes (guerras, desastres naturales, atentados) pasaban muy lejos de nosotros, mucho, y a gente con la que no nos identificábamos. Pero cualquiera de nosotros podría haber estado allí. Quien más quien menos coge aviones de tanto en tanto, vive en grandes ciudades o viaja a grandes ciudades como NY. Y no era sólo eso: lo estábamos viendo en directo, por la tele. Ahora, estas dos cosas ya no son tan excepcionales. Por desgracia.

Han pasado quince años. Aún trabajo en el mismo centro de investigación marina. He hecho una tesis doctoral. He participado en muchas campañas más y, de hecho, ahora soy yo la que lidera la continuación de aquélla en la que estaba a punto de participar hace quince años. De los científicos con los que compartí aquella campaña, uno murió, otro se ha jubilado pero el resto siguen en activo y, con la mayoría, sigo en contacto. Peces he muestreado muchos. Y otros muchos bichos. De vez en cuando, aún comemos los cuatro, pero casi nunca simultáneamente. Ahora es nuestro padre el que recoge la mesa y nuestra madre la que va al comedor a ver la tele. Ahora, en las pocas veces que coincidimos a esa hora en casa de mis padres los cuatro, todos aceptamos ver las noticias. Y hace mucho tiempo que “Friends” acabó.

Publiqué una versión de este texto hace cinco años en otro lugar, en otro idioma. Entonces escribí también que no sabía si el mundo había cambiado aquel 11-S, pero ahora estoy convencida de que sí, mucho. Demasiado. Hay cosas que no cambian, claro. La gente sigue naciendo y muriendo cada día, la gente sigue enamorándose. Hay catástrofes naturales y acciones terribles de gente maliciosa. Pero el mundo continúa y continuará girando, no sé si siempre, pero sí de momento.

jueves, 1 de septiembre de 2016

Un jersey a rayas de colores


Aunque parezca increíble, la historia de este jersey empieza con una manta. En concreto, con ésta. Aquel proyecto solidario desembocó en una rutina maravillosa: si hoy es jueves, tejemos juntas. Así, lo que empezó como una quedada semanal para tejer en compañía mantas solidarias acabó como una quedada semanal para tejer en compañía… lo que sea. Cada una con nuestro proyecto, cada una a nuestro ritmo, nos reunimos los jueves en Lady Muà y tejemos.



 Y de tanto tejer, de repente nos vimos rodeadas de hilos de colores y de proyectos y de ideas y de patrones… Y no sé cómo (bueno sí, “Qué bonito es este jersey”, “Sí, es muy chulo”, “Vaya, sí, qué bonito”), pero acabamos tejiendo unas cuantas el mismo proyecto, este jersey de rayas de colores que tengo ya ganas de estrenar, aunque hace aún aquí demasiado calor para llevarlo. Y eso que el algodón es fino y muy suave, muy agradable para tejer.

Creo que me ha quedado un poco corto (y holgado), no sé por qué pero tengo tendencia a hacer los jerséis cortos con las agujas y mira que me gustan más larguitos. Pero bueno, tendré que esperar a estrenarlo para opinar. Cualquier día nos reunimos todas tejiendo con nuestros jerséis de rayas de colores, jeje.

Qué bien, por fin, más de medio año después, he acabado un proyecto con las agujas. A ver si liquido ya unos varios proyectos más que tengo pendientes, que tengo otros ya en mente…

Y, como es jueves, hoy toca RUMS (y tocaría tejer, pero hoy no puedo, jo).

http://rumsespana.blogspot.com.es/

miércoles, 31 de agosto de 2016

"Animales acojonantes" de Hombre Revenido

Según su propio autor, “Animales acojonantes” “es una novela chapucera o "chabacanovela", de estilo cubatista, trazas simiescas reconocibles y escrita con trabajosa improvisación”. Hombre, yo no diría que es una novela chapucera, pero qué se va a esperar que diga un simio de su propia obra. Su autor, Hombre Revenido, es efectivamente un simio, un simio que regenta desde tiempos inmemorables una Academia de Chimpancés (con peluca) que, si no conocéis, os recomiendo mucho, mucho.

“Animales acojonantes” son ocho montones de páginas y muchas fichas de animales… acojonantes que aparecen en la historia, con protagonismo desigual. Su protagonista es un simio en pleno proceso de realizar su tesis doctoral que se dedica a procrastinar como todos los que hemos pasado por ese duro trance, entreteniéndonos con nimiedades. En este caso, la nimiedad es investigar las misteriosas muertes de varios cisnes divinos en un estanque. En su investigación se cruzará con multitud de animales (acojonantes) que le ayudarán o dificultarán en su comedido. Y todo por no ponerse a acabar la tesis. Lo típico de cualquier buen doctorando que se precie.

Os recomiendo muy mucho este libro, no sólo porque la historia es amena, divertida y entretenida, sino porque encima aprenderéis cosas que seguro no sabíais de multitud de animales (acojonantes), como que a los pulpos les gusta el futbolín o que al monstruo del lago Ness no le gustan los grupos de whatsapp. Yo, sin ir más lejos y a pesar de ser Licenciada en Biología, no había descubierto hasta ahora que soy un castor: obsesionada por el trabajo, romántica a mi manera, familiar, escucho la radio por las mañanas, me encanta el agua y en la facultad tomaba apuntes, que luego encima dejaba que fotocopiaran. Pero no os cuento más que os destripo la gracia.

Encima, ¡podéis leerlo gratis! Si pincháis aquí, llegaréis a la página de descargas, donde podréis encontrarlo en el formato que más os apetezca.

Lo que más me ha gustado:
- Que te ríes
- Que tiene emoción, intriga (pero no dolor de barriga)
- Que su protagonista está haciendo la tesis doctoral

Lo que menos me ha gustado:
- Que se acabe
- Que no haya ya una segunda parte escrita
- Que leyéndolo en formato libro electrónico no puedes disfrutar de los gifs ilustrativos.

jueves, 25 de agosto de 2016

Si fuera por vosotros...

Si fuera por vosotros, no comería carne, ni bebería leche, ni tomaría harina, ni azúcar, ni pescado, ni verduras cocinadas, ni frutas, ni cereales que no fueran integrales. No comería huevos, ni bebería alcohol. Si fuera por vosotros, sólo comería proteínas, o sólo carbohidratos, o sólo grasas. Si fuera por vosotros no comería nada de origen animal, o de origen vegetal, o de origen terrestre o, quién sabe, de origen extraterrestre.

Si fuera por vosotros, sería runner y yogui, sería vigoréxica y anoréxica, correría maratones, triatlones, medio maratones y duatlones. Si fuera por vosotros saltaría vallas, escalaría montañas y ascendería cuestas empinadas a pie, en bicicleta, en triciclo, monopatín, haciendo el pino y hasta a nado.

Si fuera por vosotros sería atea, religiosa, islamista, agnóstica, apóstata, yihadista, semita y antisemita. Si fuera por vosotros, sería de derechas, de izquierdas y de centro. Si fuera por vosotros, sería del PP, del PSOE, de IU, de Ciudadanos, de Podemos, y de un montón de partidos que ni siquiera conozco.

Si fuera por vosotros, pariría sin epidural y con ella, sería antivacunas y provacunas, curaría todos mis males con sustancias químicas creadas artificialmente por farmacólogos malévolos y con hierbas naturales recolectadas por muchachas vírgenes a la luz de la luna.

Me hartan los fundamentalismos, me cansan las etiquetas.

No quiero que me etiquetéis con ninguna de las miles, millones de etiquetas que existen.

Sólo hay una cosa que soy, única y exclusivamente. Soy Nisi, nisí,νησί .Soy una isla. Nadie es una isla, diréis. No, todos somos islas, todos. Somos islas en contacto con otras islas, a veces más unidas a los demás, a veces menos. Pero somos islas solitarias en los momentos más importantes de nuestras vidas: al nacer y al morir.

Por eso sólo hay dos etiquetas que aceptaré en vida.

La primera, la que me pusieron al nacer en la muñeca, para distinguirme del resto de bebés de las otras cunas. Si es que realmente me la pusieron.

La segunda, la que me pondrán en el dedo gordo del pie cuando muera (sí, como en las pelis), para distinguirme del resto de cadáveres del depósito. Si es que realmente me la ponen.

Porque al nacer, en el preciso instante en el que me sacaron del vientre de mi madre, estuve sola, como una isla, aunque fuera durante unos instantes. Porque cuando muera, en el momento que tenga que emprender el camino de salida de este mundo, estaré sola, como una isla, aunque sea en el último suspiro.

Así que ya sabéis, fundamentalistas varios, dejadme estar.

Soy demasiado aburrida e indefinida para aceptar ninguna de vuestras etiquetas.

En la foto, yo. Sin etiquetas.

domingo, 21 de agosto de 2016

"The Sunrise" de Victoria Hislop

 Los libros de Victoria Hislop son uno de mis lugares felices: sé que me van a gustar, me entretienen y me emocionan; tanto, tanto que me los leo en inglés. Ya he hablado de sus anteriores libros que, como ya he dicho alguna vez, son ligeros, fáciles de leer, casi culebrones, en un contexto histórico que te hace querer saber más de lo que cuenta (al menos a mí). Spinalonga, Creta, Granada y Tesalónica son algunos de los lugares donde se desarrollan sus historias.

“The Sunrise” sigue la línea de sus libros anteriores: un hecho histórico, en este caso, la invasión turca de Chipre, sirve de hilo conductor de una historia de pasiones, ambiciones y sagas familiares que se ven afectadas por un conflicto histórico. La acción se desarrolla en Famagusta, una ciudad costera chipriota que en los años 70, justo antes de la invasión turca, era uno de los enclaves turísticos  más importantes de Chipre (y probablemente del Mediterráneo). La trama empieza en los años previos a la invasión, cuando Famagusta estaba en pleno apogeo turístico y continúa con los efectos que la invasión tuvo en la vida de los protagonistas de la novela.

Me ha encantado esta novela, he sufrido mucho con los protagonistas, creo que ha sido la historia más dura de las que he leído de esta autora. Aunque sus historias siempre tienen un punto de esperanza, de optimismo, esta vez no ha sido así, me ha parecido durísima, pero muy real. Chipre me fascina y la historia de la invasión turca me alucinó desde el primer momento en que oí hablar de ella. Por no hablar de Famagusta o mejor aún, de Varosha, el barrio turístico que a día de hoy sigue vallado y desierto, es tierra de nadie. Todo un imperio turístico desaparecido o, mejor dicho, abandonado de un día para otro.

Chipre me fascinó cuando la visité por primera vez, hace ya ocho años (glups). Descubrir su capital, Nicosia, una ciudad dividida en dos, me impactó mucho. Calles cortadas por alambradas, la zona de amortiguación patrullada por Naciones Unidas y franqueada por banderas turcas y turcochipriotas en un lado y griegas y chipriotas en el otro lado de las alambradas… Recuerdo dos cosas que me llamaron mucho la atención: la primera, ver edificios que han quedado divididos por la Línea Verde que separa la isla (y su capital) en dos, con la parte que pertenece a Chipre reformada y habitada y la parte que está en territorio de nadie, esa zona de amortiguación, totalmente abandonada. La segunda fue ver unos tablones escondidos entre la maleza, en una zona en la que la barrera que separa ambos lados estaba claramente cedida por el peso de esos tablones que alguien utilizaba para pasar de un lado a otro. Tengo que volver a Chipre, tengo ganas de conocer más la isla, porque cuando volví allí, hace cuatro años a una boda, fue un viaje relámpago.

Otra cosa que me fascina del Mediterráneo oriental es la relación entre griegos y turcos, incluidos los grecochipriotas y turcochipriotas. (No me cansaré nunca de recomendar “Un toque de canela”, una película maravillosa, bellísima y muy interesante). Con los años, he conocido a varios chipriotas, pero el momento más curioso fue cuando estuve con ellos en una reunión en Estambul. En una cena, un camarero nos preguntó de dónde éramos y saltó cuando tres de los comensales dijeron que chipriotas. “¿Pero grecochipriotas o turcochipriotas?”, preguntó. Dos eran grecochipriotas, el otro mezclado. Y fue con este colega con el que, caminando un día por el centro de Estambul, nos acercamos hasta la calle en la que había vivido su abuela turca.

Una de las cosas bonitas que tiene este libro es que cuenta la historia de dos familias, una grecochipriota y otra turcochipriota. Cómo viven el conflicto y cómo les afecta. Y lo viven exactamente igual y les afecta exactamente igual. El libro es muy neutral sobre la invasión y, como bien dice la autora en el epílogo del final de la novela “Quería contar una historia que mostrara cómo los acontecimientos en Chipre fueron un desastre para ambas comunidades – y sugerir que lo de “bueno” y “malo” no es una cuestión de etnia. Creo que, al final, las elecciones individuales juegan el papel más importante”. Es claramente así. Me flipa que la comunidad internacional permitiera lo que ocurrió en Chipre (y que siga permitiendo que la situación esté como está, con la isla aún dividida), pero luego pongo la tele y veo la barbarie que está sucediendo en Siria y cómo la comunidad internacional no reacciona y me pregunto cómo somos capaces de seguir sobreviviendo como especie.

El libro muy recomendable. Chipre un lugar fascinante (las fotos son de mi viaje allí en 2008). La comida, maravillosa. Y su historia, imprescindible conocer.









miércoles, 17 de agosto de 2016

Recostruyendo tobilleras

El otro día, en clase de lindy hop, el profesor dijo: “Hay ahí en el suelo una pulsera esparcida por todo”.

No era una pulsera, era mi tobillera greco-namibia.

Ya conté (en versión resumida) la historia de mi tobillera greco-namibia aquí. Es una tobillera a la que le tengo mucho cariño porque aúna cuentas originariamente rosas que compré en una isla de aguas cristalinas al sur de Creta, con cuentas blancas que son trozos de huevo de avestruz que compré en Namibia. La tobillera original cretense se me rompió (y perdí gran parte de las cuentas) a los pies de un faro namibio, por lo que esa combinación greco-namibia siempre me ha parecido de lo más adecuada.

Y claro, ver esparcidas cuentas griegas y namibias por el patio del instituto donde hacemos las clases de swing me partió el alma. Con ayuda de algunos compis, las recogí todas, o casi todas, con la mente ya puesta en reconstruir la tobillera. Tras darle algunas vueltas, decidí mejorarla tobillera y ponerle unos cierres (porque, al contrario que la tobillera original, ésta me la quito en invierno, me molesta dentro de los calcetines).  No sólo eso, decidí seguir aumentando el aura emocional de la condenada tobillera y utilicé para unir las cuentas hilo que me traje del Festival de Primavera. Parte de estos hilos, de hecho, me los encontré como regalito una mañana, perfectamente ordenados en mi zona de trabajo.

Así que ahora tengo una tobillera greco-namibia-oliveria.

El día que la pierda, voy a llorar lo que no está escrito.

viernes, 12 de agosto de 2016

Día Mundial de los Elefantes

Hoy se celebra el Día Mundial del Elefante y me parece una excusa tan buena como cualquier otra para hablar de… elefantes.

Si pienso en elefantes, se me vienen a la mente varias cosas. La primera es la Casa de los Elefantes del zoo de Budapest que visité en el viaje de la carrera (allá por el Pleistoceno). No recuerdo los elefantes, no tengo ninguna foto suya (sólo una anotación en el álbum que pone que daban pena, de lo delgados que estaban), pero sí que recuerdo su impresionante cúpula. La fotos en blanco y negro no son por ningún filtro guay, sino porque me llevé un carrete así para aquel viaje (ya lo os había dicho, el Pleistoceno).

 
La segunda cosa que me viene a la mente (igual no por este orden) es Namibia, por supuesto. De Namibia me traje un dibujo de un elefante que adorna mi casa y un montón de fotos y recuerdos de la excursión a Etosha. Allí vimos unos cuantos elefantes, elefantes que pasaban del negro al blanco según si estaban remojándose en agua y barro o paseando por las inmensas planicies de polvo blanco.




Pero yo quería hablaros de un elefante en concreto, de éste elefante:



La foto es borrosa y malísima. Y, aunque su historia ya la mencioné aquí, creo que tal día como hoy este elefante se merece un recuerdo. Porque aquél fue un elefante especial, un momento increíble, casi terrorífico. Y, cuando pienso en elefantes, siempre me acuerdo de él.

Era por la noche, ya tarde. Estábamos en el campamento de Okakuejo y, después de cenar, nos fuimos junto a la charca, aprovechando el frescor de la noche. Nos sentamos, rodeadas de otros turistas, en silencio, con ese silencio colectivo, casi místico que te hace sentirte parte de la naturaleza y que te integra con el resto de compañeros de experiencia. No había demasiados animales, pero sí un rinoceronte, refrescándose en la charca. Entonces apareció él, un elefante solitario.

Nunca te fíes de un elefante solitario.

Llegó por el extremo contrario de donde se encontraba el rinoceronte pero, aún así, fue hasta él, molestándole violentamente hasta que consiguió que se largara. Dicen que el león es el rey de la selva. No es cierto. Y no sólo porque no haya leones en la selva, sino porque el elefante es el auténtico rey. La cuestión es que allí estaba aquel elefante solitario y violento, dando por saco al pobre rinoceronte, sólo para quedarse allí solo, en la charca. Era un bicho impresionante, grande, precioso. Creo que estábamos todos fascinados. Estaba allí, a pocos metros de nosotros, separados por un muro (no muy alto) de piedras y algunas vallas (supongo que electrizadas). En un momento determinado, el elefante se quedó quieto, mirando hacia donde estábamos. Era una imagen increíble, impresionante: aquella mole, aquel bicho nos estaba mirando directa y fijamente, o al menos eso parecía. ¿Podía vernos? Ni idea, puede ser que no, pero yo juraría que sí, que nos veía, que sabía que estábamos allí. Era un plano perfecto, un bicho perfecto y la réflex preparada para disparar. Pero no pude, fui incapaz. La violencia que emanaba su mirada, la energía, diría que su maldad, nos petrificó. Nos cogimos de las manos, aterradas, en posición de huída, listas para salir corriendo esperando en cualquier momento el ataque del mamífero terrestre más grande del planeta. Sentía la necesidad de disparar la foto, pero el instinto de supervivencia era superior. Y así estuvimos, con una tensión insoportable hasta que aquel elefante solitario se perdió en la oscuridad.

Visto con perspectiva, probablemente nos asustamos por nada. Pero os puedo asegurar que la energía que emitía aquel animal, el poder y la fuerza eran tan terroríficos como impresionantes.

El auténtico rey de la naturaleza.

Como bióloga que soy, tal día como hoy podría aprovechar para contaros cosas científicas de los elefantes. Pero he preferido recordar a un elefante en concreto. Al auténtico rey, sí.

miércoles, 10 de agosto de 2016

"Algo va mal" de Tony Judt

Creo que he leído este libro en un momento poco apropiado. Me parece un libro demasiado serio para leer en verano, no sé por qué decidí leérmelo ahora, la verdad, pero así soy yo.

He leído por ahí que éste es el testamento político de Judt por la socialdemocracia, escrito en los últimos meses de su vida, ya enfermo. Surgido a raíz de una conferencia suya, el libro es un repaso de cómo se vive ahora, qué nos ha llevado hasta donde estamos y qué podemos esperar de lo que viene. Es un libro que te deja un poso amargo, al menos a mí, aunque ya lo esperaba con ese título y con la frase inicial (“Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy”). Pero también tiene una parte positiva, una reflexión hacia el menos llorar y más actuar (“Tenemos que disculparnos un poco menos por los errores pasados y hablar con más firmeza de los logros”).

Mientras lo leía, pensaba que el mundo es mucho más complejo de lo que se refleja en el libro, porque en el fondo habla del mundo occidental, de sus políticas e ignora otros problemas más globales (terrorismo, medio ambiente). Esto me ha llevado a pensar que lloriqueamos demasiado por el mundo en el que vivimos, pero nuestro pequeño mundo occidental, por nuestra política y nuestra sociedad. Pero, como dice Judt “La socialdemocracia no representa un futuro ideal, ni siquiera representa el pasado ideal. Pero entre las opciones disponibles hoy, es mejor que cualquier otra que tengamos a mano”. Y deberíamos explotar más las cosas buenas y ser capaces de enfrentarnos a las malas. Aunque yo no sé muy bien cómo.

miércoles, 3 de agosto de 2016

Por los mares del sur

He pasado unos días por los mares del sur. Bueno, también por tierras firmes del sur.

He ido a un montón de sitios donde nunca había estado antes. Qué digo a un montón, a mogollón de sitios que sólo conocía por sus nombres. O ni siquiera eso. Vamos, que he estado en terra incognita. Y en mare incognitum también. Territorios no explorados por el hombre. Por mí, concretamente.

Han sido días de risas, de amigas, de paseos, de tintos con casera, de playa, de faros, de pueblecitos blancos, de conversaciones hasta altas horas de la madrugada, de no saber qué día de la semana era, de cambiar de planes según nos apetecía, de olvidar las prisas y las responsabilidades, de arena, de sol, de mar, de respirar, de disfrutar.

Ha sido un viaje que empezó con un “Deberíamos vernos otra vez pronto. ¿Y si…?”, “¡¡Sííí!!”. Y así fue. SÍ.

Ha sido corto, muy corto. Tan corto que te vas con penita, deseando que los días bonitos con gentes bonitas duraran más, mucho más. Pero luego te encuentras en el aeropuerto con una chica despidiéndose a moco tendido de la que debe ser su madre, entras junto a ella en el aeropuerto y sigue llorando y llorando sin parar. Y estás un rato pensando en ella, imaginado su historia (se despide de su madre llorando porque se va a trabajar lejos, donde hay trabajo, dejando atrás a todo lo que quiere, su familia, sus amigos. Qué otra historia va a ser sino) y no te queda más remedio que sonreír, claro que sí. Sonreír por todo lo que has vivido, por haber dicho ese “sí”, porque eres afortunada de tener gente querida por ahí dispersa, por poder volver a casa donde también tienes gente querida. Y te vas así, con una sonrisa, de haberlo pasado bien, de haber disfrutado y hasta la hora y media de retraso de tu vuelo no te molesta. Bueno, igual no tanto. Pero entendéis lo que quiero decir, ¿no? La felicidad de saberse feliz. O lo que sea.

Málaga. El Chaparral. Cabopino. Marbella. Nerja. Maro. Frigiliana. Tarifa. Gafas rosas. Bolonia. Vejer. Cádiz. Conil. Atún rojo. Cabo Trafalgar .Puerto Real. Y vuelta.

Ay, amijas, ¡hay que repetir!
















miércoles, 20 de julio de 2016

Cruzando el canal

Llego al puerto casi hora y media antes de la hora de partida, como indica la tarjeta de embarque. Me duele la cabeza, no he dormido demasiado bien y hace mucho calor. El termómetro del coche ha marcado más de 36º en el centro de la isla, de camino aquí. Conozco el puerto, hace menos de cuatro meses que hice la misma ruta, aunque con otro barco. Aparco en la zona habilitada para los turismos que tienen que embarcar y voy a la terminal marítima, al baño. Un grupo de estudiantes con mochilas se despiden alborotados de sus familiares. Me descubro a mí misma deseando que no hagan demasiado ruido en el barco, pero enseguida me doy cuenta de que viajan en el de otra compañía. Es verano y aunque el número de navieras que operan entre islas es limitado, tienen una variedad de horarios más amplia que fuera de temporada y a precios más que competitivos.

Vuelvo al parking. Un trabajador de la naviera con chaleco fosforito me pide las tarjetas de embarque y el documento de identidad. “Empezamos a y media.”, me dice, “Mejor ponte a la sombra”. Le hago caso y me siento en el asfalto, a la sombra. Tardo un momento en darme cuenta de que debería preocuparme más por la temperatura de las muestras que llevo en una nevera en el maletero del coche que por mí misma, pero me convenzo de que con las placas frías que le he puesto aguantarán bien. Además, quedan sólo quince minutos para embarcar. Así que me acomodo y saco mis agujas: a ver si acabo de una vez el delantero de un jersey a rallas de algodón que ya tengo ganas de estrenar. A mí lado, varios señores menorquines comentan entre ellos de dónde son y si conocen a tal y cuál persona de sus respectivos pueblos. Y sí, claro, les conocen. Menorca es una isla pequeña.

Cuando se acerca de nuevo el tipo de la naviera, le sueltan una broma “¿Qué? ¿Embarcamos ya? A este paso la chica va a acabar el jersey”. Nos reímos todos y les digo que sí, que por favor tarde un poquito más en dejarnos embarcar, que estoy a cuatro vueltas de acabarlo. El de la naviera dice que hasta que no sea la hora no podemos subir, “luego los de la Guardia Civil nos riñen”. Así que esperamos religiosamente, yo tejiendo y los señores con su conversación. Al final, nos invita a ir a los coches cuando pasan unos minutos de y media. “Pobre chica, ¡no ha acabado el jersey!”. Maldigo. Estoy a una docena de puntos de cerrar la espalda y tengo que dejar una vuelta a medias, sin acabar, hasta que llegue a bordo.

Es la primera vez que subo en ese barco y me sorprende lo pequeño que es el garaje. Más trabajadores con chalecos fosforitos indican a los conductores cómo maniobrar para dejar los coches aparcados adecuadamente. El que va delante de mí tarda una barbaridad, o eso me parece. Cuando me toca, pienso que igual el tipo que me indica está pensando “Vaya, una mujer”, pero si lo piensa, no da señales de nada, me da un par de indicaciones (odio que me den instrucciones para aparcar, que lo sepáis, pero disimulo) y cuando apago el motor se acerca al coche. “Freno de mano y…”, “Dejo una marcha, ¿no?”, decimos a la vez.

Sigo las indicaciones hasta el salón de las butacas, recorro el barco que, efectivamente, es pequeño. ¿Me siento a babor o a estribor? No sé por qué, siempre me siento a estribor y luego me arrepiento. Recordádmelo para la próxima vez. Obviamente, me siento a estribor, en unas butacas que tienen delante una mesa. Saco el ordenador y lo enciendo. Tengo el patrón de las mangas del jersey en él y quiero mirarlo ahora que estoy a punto de acabar el delantero. Uno de los señores con los que he bromeado en tierra se me acerca y charlamos un rato. “Eres de Mallorca, ¿verdad?”. Y él de Menorca. Los acentos nos delatan. “Ya puedes acabar el jersey, ¿eh?”. Reímos.

El barco está prácticamente vacío. No se llenará demasiado, pero aún subirán los pasajeros que viajan sin coche. Hay sitio de sobra para viajar amplia y cómodamente. Acabo el delantero del jersey, estudio cómo hacer las mangas y me dio cuenta de que he dejado hilo de otro color en el maletero del coche. Vaya. Las mangas tendrán que esperar.

El rugido de los motores indica que vamos a partir. Mientras maniobramos, un pesquero entra a puerto. Me sorprende y miro el reloj, es un poco pronto para que vuelva. Salimos del puerto y el barco enseguida coge velocidad. Menos mal que hay buena mar. Desde mi asiento de estribor, me levanto para atisbar por las ventanas de babor otros dos pesqueros. Flota amiga. Le mando un mensaje a uno de los patrones, pero nos quedamos sin cobertura antes de que el mensaje salga. Recuerdo la conversación que tuve ayer con él sobre la súbita (y misteriosa) desaparición de la gamba roja en la pesquera más importante de Mallorca para esta especie en esta época del año. Y sigo dándole vueltas al tema. ¿Qué ha pasado con la gamba? Las muestras que llevo en el maletero las capturó ayer ese patrón con su barca. Sonrío por lo viajeras que han salido esas muestras.

Decido que es hora de hacer algo productivo y me pongo a revisar el trabajo de fin de grado de un estudiante. Pero estoy en el mar y cuando estoy en el mar estoy feliz y me cuesta concentrarme. Aún estamos muy cerca de Mallorca. Vamos adelantando a otro barco que está haciendo nuestra misma ruta. Los niños que llevo al lado me recuerdan a otros niños que no conozco pero de los que me han hablado mucho. La señora de delante duerme recostada sobre la ventana. En la tele emiten algo con pinta de antiguo y subtitulado (no llevo las gafas puestas, no puedo decir más). Miro el mar. Hay algunos borreguitos, nada grave, pero a la velocidad que vamos se nota el balanceo. Me río pensando en las biodraminas que mi madre me ha ofrecido no una, ni dos, sino hasta tres veces. “Que yo soy una loba de mar”, le he contestado tantas veces como me ha ofrecido.

Una loba de mar que se marea a veces, pero eso no se lo digáis a nadie.

La foto es de esta tarde, cruzando el canal.

domingo, 17 de julio de 2016

Dos libros

Últimamente no escribo mucho por aquí. No es que no tenga nada que contar, no es por falta de ganas, sino… bueno, sí, es por falta de ganas, por cansancio acumulado, por preferir estar tirada en el sofá con el encefalograma plano después de varios meses física, pero sobre todo mentalmente, agotadores. Y ahora no voy a prometer nada, no vengo aquí a decir que a partir de ahora escribiré más, no: escribiré lo que me apetezca, cuando y como me apetezca.

Por algo este es mi blog.

Pero es cierto que este fin de semana creo que he recargado las pilas que tenía bajas. Miento. Este fin de semana no me ha quedado más remedio que hacer un descanso intensivo porque mi cuerpo ha dicho basta. Soy muy de la idea de que hay que escuchar al cuerpo y yo, la verdad, en los últimos meses no es que no le haya hecho caso: simplemente, llevaba un ritmo tal que no había espacio en mi vida para tomarme un respiro. No lo necesitaba, no lo quería. Pero conozco mi cuerpo y sé que cuando quiere parar, me obliga a parar. Esta vez ha sido en forma de un ataque indiscriminado de prostaglandinas, esas cabronas, que me han obligado a pasarme tres días en estado casi vegetativo, preocupándome sólo de sobrevivir.

En todos estos meses anteriores de locura, he dejado de hacer muchas cosas que me gusta hacer como leer, tejer y hasta cuidar de mis plantas. Poco a poco voy recuperando todas esas rutinas (ya va siendo hora) y dándome cuenta de que, oye, algo sí que he leído en los últimos tiempos.

Leí “La vida a veces” de Carlos del Amor porque me parecía que un libro de relatos cortos se adaptaba perfectamente a mi vida loca. Son relatos muy variados. Como me suele pasar con este tipo de libros, algunos me han encantado, otros me han gustado y otros no me han aportado nada especialmente. Carlos del Amor es un periodista con una sensibilidad muy especial, como reflejan muy bien estas historias, algunas son pura poesía, otras son tan sinceras que me han resultado hasta aterradoras. Me gustó mucho y dejo aquí dos frases de las que he marcado:

“Es curioso: la vida parece algo muy largo, creemos que nunca llega mañana y al abrir los ojos descubrimos que mañana ya es ayer” (Cara a cara).

“Se abrazaron como si un abrazo fuera a hacer que el peligro terminara antes, como si la desgracia fuera imposible teniendo al otro cerca” (Lucas).

“El curioso mundo de Calpurnia Tate” de Jacqueline Kelly, es la continuación de “La evolución de Calpurnia Tate”, un libro (en teoría literatura juvenil) que en su día me encantó. Éste me ha encantado igualmente. Calpurnia es un personaje maravilloso, una jovencita que vive en un pueblo de Texas, a principios del siglo XX, con claras inquietudes científicas y feministas, curiosa, cabezona y observadora. Su especial relación con su abuelo, su amor por la naturaleza y cómo se enfrenta a la sociedad en la que le ha tocado vivir hacen de sus libros historias agradables, amenas y muy entretenidas. Soy muy fan de estos libros, aunque sean para adolescentes. Espero que siga habiendo más, porque me encanta ver cómo crece el personaje y disfrutar de sus aventuras y desventuras. Algunas frases que he marcado:

(Hablando de un oso hormiguero:) “Me pareció en conjunto una criatura poco agraciada, pero el abuelito había dicho una vez que aplicar la definición humana de belleza a un animal que había logrado sobrevivir millones de años era anticientífico y estúpido”.

“He de confesar que los hongos no eran precisamente mi tema favorito, pero como él siempre me recordaba, todas las formas de vida estaban entrelazadas y no debíamos descuidar ninguna”.

“El abuelo me decía siempre que la vida estaba llena de ocasiones para aprender y que uno debía tratar de captar todo lo que pudiera de un experto en un campo concreto, daba igual cual fuese”.

“Y durante ese momento, pasé de ser una semiciudadana a una ciudadana con todas las de la ley: no, me convertí en un solado; o mejor, en un ejército entero que impartía justicia y venganza por todas las demás semiciudadanas del mundo”.

Qué grande es Calpurnia.

viernes, 8 de julio de 2016

Francia ha cambiado

No es que conozca yo mucho Francia, no es que sea yo muy experta en temas franceses, pero Francia ha cambiado.

Me di cuenta el lunes, cuando en el primer peaje francés, justo después de la autopista, me paró un policía. Me preguntó de todo: de dónde venía, adónde iba, si era por trabajo, en qué trabajaba…

Me di cuenta el martes, cuando entrando en el centro de investigación en el que he estado trabajando esta semana, descubrí una garita que habían colocado junto a la barrera de entrada, en el parking. Un guarda de seguridad me paró, a grito de “madame”. De nuevo las preguntas, quién era, a quién iba a ver.

La primera vez que estuve aquí, en el sur de Francia fue en 2006. Desde entonces, he vuelto casi, casi cada año así que, aunque he perdido ya la cuenta, calculo que he venido a Sète unas 7 u 8 veces. En aquellos primeros viajes, venía con el jefe y nos alojábamos en un hotel maravilloso, con un patio cubierto central y una decoración exquisita, en el centro de la ciudad, a la orilla de uno de sus canales. Con el paso del tiempo, el precio del hotel fue subiendo pero nuestras dietas de alojamiento no. Así que últimamente ya nos alojamos en los hoteles de la Corniche, la zona más turística, más baratos y menos bonitos.

Aquí en Sète probé por primera vez la comida griega, en un diminuto restaurante que hace ya bastantes años que no existe. Y también aquí probé por primera vez (y única hasta hace poco menos de un mes) el atún rojo, en una barbacoa que montaron los colegas italianos en la casa que habían alquilado durante una reunión. En este tiempo, mi colega francesa con la que trabajo desde 2006 (y ahora ya es mi amiga) ha tenido dos niños, ha construido una piscina en su casa con vistas al Golfo de León y ha sufrido un robo mientras las dos estábamos de reunión en mi isla griega favorita.

Recuerdo beber pastis, un anís típico francés con mi jefe, en una terraza acristalada, bajo una lluvia torrencial. Recuerdo las cervezas con colegas franceses y españoles, en una terracita una tarde de verano.
Recuerdo intentar mantener una conversación sobre “El Rey León” en mi francés chapucero con el hijo pequeño de mi colega francesa. Recuerdo una visita a la lonja de pescado que me encantó. Recuerdo los fuegos artificiales que me sorprendieron el día de mi llegada aquí el año pasado.

A pesar de todo, a pesar de haber estado aquí tantas veces, aún he hecho cosas nuevas. Con la excusa de venir en coche (tras cruzar el charco hasta Barcelona) siempre, siempre he ido del hotel al centro de investigación con él, a pesar de estar a una distancia muy razonable a pie (20 minutos). Pues este año he ido a pie casi cada día (hoy no, porque había llovido y amenazada lluvia y, desoyendo los consejos maternales, no venía preparada para eso).

Nunca había llegado hasta el faro de piedra, coronado con una plancha metálica roja, que se encuentra en la entrada del puerto. Lo he fotografiado innumerables veces, pero hasta esta semana no me acerqué a él.

Nunca había ido caminando desde la Corniche al centro de la ciudad, por un estupendo y agradable paseo que te permite estar en media hora en los canales. Por fin, esta vez lo he hecho.

Nunca había estado en la gran plaza que hay en el centro de la ciudad, ni en los jardines inclinados con árboles enormes y varios lagos con nenúfares que hay a los pies de la colina.

Decía al principio que Francia ha cambiado. Supongo que yo también. Aunque por motivos distintos.
En el comedor del centro de investigación, en una pizarra donde cuelgan anuncios y hasta un calendario con los cumpleaños de los científicos que por aquí pululan, un “Je suis Charlie!” escrito con rotulador y medio borroso recuerda en silencio lo que es imposible olvidar. Pegada con celo en la pared, junto a las máquinas de café, está esta portada del Charlie Hebbo.

Francia ha cambiado, sí.

Piensas eso, con esa ola de tristeza general que parece que lo inunda todo, de incomodidad, de que las cosas no están yendo bien, y luego van los franceses y marcan ayer dos goles. Que no es que sea yo muy de fútbol ni nada, pero sentada anoche con dos colegas en la terraza de una de ellas, en lo alto de la colina, contemplando el mar, oyendo las cigarras y respirando la tranquilidad de la noche, los gritos de alegría que llegaban hasta nosotras, los pitidos, los silbidos y ese jolgorio que provocan las victorias futbolísiticas, se agradece. Sí, se agradece. Porque ver a los hijos de mi colega contándonos felices los goles marcados mientras nosotras apuramos las últimas gotas de vino es una maravilla. Porque, al fin y al cabo, estamos vivos. Y aunque las cosas cambien, aunque las cosas vayan a peor, siempre vamos a tener un motivo por el que alegrarlos, por el que seguir viviendo, por el que luchar, por el que seguir disfrutando de esta vida que, día a día, es un regalo.

Las fotos, de estos días.

Y mañana, a casa.