viernes, 20 de enero de 2017

Fuego y agua

La noche del 19 de Enero, las calles de mi ciudad se llenan de gente, de fuego, de humo, de olor a embutidos asados, de luz, de música, de fiesta.

Es una noche fría, siempre, y lluviosa casi siempre. Pero no importa, ni el frío ni la lluvia impide a los llonguets, a los palmesanos, llenar el centro de la ciudad, convertido por una noche en peatonal, en un gran escenario al aire libre en el que se mezcla lo social, lo cultural, lo gastronómico y lo tradicional. Es una noche de patear la ciudad, de ir de aquí allá, de desear desdoblarse para ir a varios conciertos que se solapan, de bailar en una plaza, de improvisar dónde cenar, de ver a la gente de siempre, de ver a gente que casi nunca ves, de tomar unas herbes aquí y una caña allá, de acercarte a las hogueras para disfrutar de la luz y del calor del fuego, de bailar en un hueco diminuto en los bajos de un bar, de disfrutar de las luces de Navidad que iluminan la ciudad recordando que ya, en cualquier momento, desaparecerán, de cantar hasta quedarte sin voz, de hablar hasta que te duele la garganta, de reír hasta olvidar qué te ha hecho reír, de pasearte con un paraguas bajo el brazo, de cruzar los dedos para que esas gotas que caen no vayan a más, de volver a casa a pie, cansada, pensando que ya está, que ya ha pasado otra revetla y que, una vez más, ha sido única e irrepetible.

Y después de esa noche mágica, llega la mañana fría y lluviosa, de truenos y rayos, de lluvia y granizo, y poco a poco toda la luz, toda la alegría, todo el fuego de la noche anterior se va difuminando, va desapareciendo dejando un poso dulce y alegre; la lluvia apaga el fuego, las hogueras, las llamas, pero queda ese poso, las brasas que, aunque parecen dormidas, están ahí e sobrevivirán hasta el año que viene, hasta el próximo 19 de Enero en el que, de nuevo, el fuego gobernará.

Y así, un año más, anoche fue fuego. Y hoy, agua.

Visca Sant Sebastià!

En la foto, el fogueró, la hoguera, de la Plaza Mayor.

domingo, 15 de enero de 2017

"La chica del tren" de Paula Hawkins

Cuando estrenaron la película basada en esta novela, me entraron ganas de leerla, sin haberla visto. No sólo eso, sino que directamente pensé “Ah, qué ganas de leerla, menos mal que la compré hace tiempo”. Así que cuando acabé el libro que estaba leyendo entonces, fue a mi estante (que en realidad son ya dos) de libros sin leer y, oh, sorpresa, allí no estaba. No sé muy bien cómo, había confundida esta novela con esta otra que sí, efectivamente, tengo en mi poder.

La cuestión es que yo seguía con ganas de leer “La chica del tren” así que estando en el aeropuerto de Barcelona, volviendo de algún viaje, vi el libro en inglés en formato bolsillo y así fue como finalmente me lo agencié. Lo empecé a leer de camino a Roma y fue pisar la ciudad y pasar por delante de un cine en el que daban la película (como ya conté aquí).

El libro cuenta la historia de Rachel, una joven alcohólica incapaz de asumir su divorcio que cada día ve, desde el tren que la lleva a la ciudad, a una pareja que vive en una de las casas que se halla junto a la vía. Desde su visión externa, tiene idealizada a la pareja hasta que, cuando la mujer desaparece, acaba entrando a formar parte de la historia que hasta entonces veía en la distancia.

Me leí este libro en dos semanas en Noviembre, entre los viajes a Roma y a Burgas. Es un libro ameno, de intriga, entretenido y que se lee rápidamente. Me gustó mucho, lo disfruté y me alegro de haber insistido hasta encontrarlo para leerlo. No he visto la película, aunque seguro que la veré en algún momento. Siento curiosidad.

Y aquí se acaba la primera de cuatro reseñas que tengo pendientes. O he leído mucho últimamente o actualizo poco. Creo que debe de ser esto último.

Buen inicio de semana. Por aquí de fiestas grandes. Con frío, claro.

jueves, 12 de enero de 2017

Plantas en invierno

Hace mucho, mucho que no hablo sobre mis plantas. La verdad es que durante el año pasado, les hice muy poco caso. En las últimas semanas, he tratado de resolver este fallo, ordenando un poco el balcón, eliminando la tierra de las macetas en las que alguna vez hubo algo (aunque ya no recuerde el qué), rescatando las plantas que aún sobrevivían y empezando a pensar en la primavera que (aún) no llega.

Ha quedado todo más organizado, más decente y me han entrado ganas de hacerles un poco de caso a las plantas otra vez. A ver si consigo que mejoren un poco.

Le he hecho una limpieza tan, tan en profundidad al aloe, que le he dejado sólo tres hojas. Ay, pobre.

Las buganvillas empiezan a florecer, tímida y tristemente; sólo una ha dado flores, pocas flores además.

La planta de Navidad medio sobrevive, sólo medio. Pero la he transplantado a una maceta más grande, con la esperanza que me sobreviva más allá del 15 de Enero. (Para planta de Navidad bonita, la de mis padres de las navidades pasadas –no las últimas, las anteriores-: está preciosa, toda verde y rojo oscuro. Ay, qué envidia sana).

He plantado de nuevo los bulbos de narcisos que guardaba del año pasado. Y ya se asoman muchas hojas. A ver si pasa como el año pasado, que sólo echaron un par de florecillas (preciosas, pero escasas).

He plantado habas. Porque es la época y son muy buenas para preparar la tierra y plantar después tomates. Se intuyen algunas florecillas entre sus hojas.

He comprado dos capuchinas, de dos colores. Sí, ya sé que es una planta invasora, que se ha asilvestrado en muchas zonas (como aquí), pero hacía mucho que tenía ganas de tener una. Y la alegría de sus flores amarillas y naranjas creo que es perfecta para este invierno frío.

Y mis ginkgos, ay, mis ginkgos. Ahí están, con sus hojas cambiando de color día tras día. Si los observas detenidamente, casi puedes ver cómo sus verdes se vuelven ocres, casi puedes oír el sonido de sus hojas al desprenderse de sus ramas. Es cuestión de días que se conviertan en sólo palos, todo madera. Hasta que vuelvan sus hojas como una auténtica explosión. Pero eso ya será en primavera.









domingo, 1 de enero de 2017

Uno de enero

Año Nuevo, agenda nueva.

El 1 de Enero es un día maravilloso. Dormir hasta tarde, el concierto de Año Nuevo y pollo a l’ast. Si no haces nada de provecho en todo el día, no pasa nada. Como máximo, el 1 de Enero puedes empezar a planear, organizar o desear cómo será tu año. Porque, a estas alturas, el año que empieza, los 365 días que tenemos por delante, puede ser cualquier cosa. Y, aunque sólo dependa de uno mismo en parte, hay que intentar que ese “cualquier cosa” sea maravilloso.

Pero yo había venido aquí a hablar de mi agenda.

Uno de Enero, cambio de agenda, agenda nueva.

Y yo, que soy muy de quedarme en mi zona de confort, repito agenda: pequeña, semana vista en la página izquierda y hoja a rayas en la página derecha, que utilizo para hacer listas de cosas pendientes, en plan bullet journal. Es una agenda Moleskine. La del año pasado la compré en el aeropuerto de Roma. La de este año la encontré en el aeropuerto de Hamburgo, cuando aún ni me había planteado cómo quería mi agenda de 2017. Pero la vi y decidí que la quería, me gustaba mucho tener “El Principito” en la portada de mi agenda 2016 y me parecía una buena idea volver a tenerlo de nuevo en 2017. Además, esta vez la portada lleva una frase de la dedicatoria del libro que me encanta, “Todas las personas mayores han sido primero niños. Pero pocos lo recuerdan”. Y creo que no está mal para recordarla cada día, por si algún día durante este 2017 se me olvida.

Así que allá vamos, 2017, con agenda nueva y energías nuevas, a por todas. Que 365 días pueden dar para mucho.

En la foto, mi agenda de 2016 (izquierda) y la de 2017 (derecha). Fabulosas ambas.

sábado, 31 de diciembre de 2016

2016

Lo voy a decir desde el principio, para que nadie se sorprenda más adelante: 2016 ha sido un buen año para mí.

Lo confieso, sí, ha sido un buen año. Igual exagero, igual sólo debería decir que 2016 NO ha sido un mal año. Así, de memoria, ésa es la sensación que tengo, que no ha estado mal. No ha sido alucinante, no ha sido terrorífico. Estaría en algún punto intermedio pero tendiendo hacia lo bueno. Bastante bueno, diría yo. Al menos es como lo siento. Y no creo equivocarme.

De hecho, tengo pruebas.

A principios de 2016, alguien compartió en algún sitio (no recuerdo quién ni dónde, aunque creo que fue en facebook) una iniciativa/idea/propuesta que me llamó la atención: se trataba de apuntar en papelitos las cosas buenas que te iban pasando a lo largo del año y guardarlas en un tarro de cristal. Así, al final de año, podrías repasar todo lo bueno que te había ocurrido. Me pareció una idea maravillosa y decidí hacerlo, sustituyendo el tarro de cristal por una caja metálica que tengo y que nunca había usado porque en la parte superior tiene una raja, en plan hucha. Es decir, era perfecta para el propósito de la propuesta.

Y eso he ido haciendo a lo largo del año: apuntar en un papel momentos en los que he sido feliz, con su fecha correspondiente. Sé que no está todo lo que me ha hecho feliz, lo sé porque ha habido veces que no he recordado la existencia de la caja metálica y han pasado semanas enteras sin que apuntara nada. Es decir, hay cosas que no están y deberían estar, pero lo importante es que todo lo que está es porque debe estar.

Así que hoy, 31 de Diciembre, he abierto la caja y revisado los papeles. Para ser precisos, debería haberlo hecho mañana: hoy aún es 2016 y aún hoy pueden pasar cosas maravillosas. Pero es mi manera de dar por concluido el año, de cerrar este 2016 tan curioso. Y, ¿sabéis lo que me he encontrado? Esto:


Un total de 134 papelitos (bueno, alguno más, porque me he encontrado recuerdos repetidos) de todo tipo: papelitos de colores, papelitos blancos, papelitos a cuadros, trozos de papel de algún anuncio o de cualquier cosa en los están escritas una fecha y algunas palabras que me han recordado un momento feliz. Los he desdoblado cuidadosamente, los he leído tal y como iban apareciendo y los he ordenado por meses. Luego los he vuelto a leer, por orden, y a numerar.

Y, ¿sabéis que me he encontrado? Un montón de recuerdos bonitos. He encontrado momentos que me han hecho sonreír, momentos que me han hecho decir eso de “Ah, ¿pero eso pasó este año?”, momentos que no recordaba (pocos, pero alguno ha aparecido). Hay recuerdos de todo tipo:

Hay conversaciones con amigas (23/01:“Me gusta uno bajito”. “Ahora se llevan los bajitos”).

Hay escenas costumbristas (24/01 “Conduciendo de Campos a Palma, con el calor del sol y una canción chula en la radio”; 20/02: Subir a las 10 a casa de los papis porque el fijo no va y tienen el móvil apagado y descubrirlos con cara de pillos comiendo churros con chocolate”).

Hay mucho baile, mucho swing (19/02: “Bailar, bailar, bailar. Con parejas nuevas o con leaders con los que bailaría siempre.”; 2/10: “Bailando ‘In the sunny side of the street’”; 30/10: “Bailando, bailando, bailando!").

Hay incluso recuerdos que ahora me ponen un poco triste (01/03: “La Grand Place de Bruselas a las 7:45 y -2ºC”, mi último viaje a Bruselas, poco antes de los atentados).

Hay recuerdos de viajes (10/04: “Far de Cavalleria. Menorca. Un lugar al que volver siempre”; 15/09:”Kiel. Waiting for the bus to the airport. By the fjiord, with sun and perfect wind, listening to a great song. Absolutely happy” -Sí, hay cosas en inglés también. Y hasta en gallego; 20/9: “Hondarribia. Pintxos. Sidra. Txacolí. Pacharán”; Octubre: “Ponza + Palmarola Aguas cristalinas. Buena comida. Y aquel baño loco en el mar, a medianoche, después de una opulante cena”.

Hay momentos gastronómicos (6/1: “Roscón de Reyes casero!”; 6/5: “El cocido gallego del MO”; 07/09: “Parrillada de marisco y merluza a la cazuela. Qué felicidad”).

Hay hasta momentos materialistas (11/12: "Mi Lamy edición especial. Y mi libreta HP; Noviembre: “Mi edredón italinao, descubierto en Alemania, comprado online”).

Hay momentos que inevitablemente me hacen feliz (10/04: “¡Primer baño de la temporada! Cala en Forcat. Menorca”; Noviembre: “Roma. SIEMPRE”).

Hay recuerdos sencillos con amigos (7/05: “Tomando colacao y cruasán de jamón y queso a las 2 de la mañana”; 10/5: “Jacques Coustau, Felix Rodríguez de la Fuente”; 13/08: “Cumple de J”; 19/9: “Una hora al teléfono, hablando de lo divino y humano”; 2/10: “Aeropuerto de Roma. Un mensaje de I. No ha cogido su vuelo. Nos tomamos algo juntos y charlamos”; 20/12: “De cervezas y vinos con X, MJ y B”).

Y hay mar, mucho mar, muchísimo, muchísimo mar. Hay tanto mar que lo resumiré con un único recuerdo: 14/06: “Volver al mar después de Madrid. El mar me calma. El mar me salva”.

Y hay gente, bastante gente. Gente nueva, gente de siempre, gente que sólo aparece una vez, gente que aparece de manera bastante recurrente (en algunos casos, de manera casi preocupantemente recurrente), que es la gente que más quiero, está claro.

Y luego está todo lo que falta, todo lo que no recordé apuntar en su momento, todo lo que sigue aún en mi cabeza y todo lo que he olvidado.

Sí, este 2016 ha sido un buen año. Esperemos que 2017 sea, como mínimo, igual.

PD: Después de ordenar todos los recuerdos, los he metido en un sobre (sí, me he equivocado, iba a escribir “21..” y por eso el 0 es tan feo. Bueno, los demás números tampoco son muy bonitos, pero bah) que cerraré en las próximas horas (¿quién sabe? Aún puedo ser feliz de aquí a medianoche). Y ahí quedarán, hasta que algún día me apetezca volver a recordarlos.

PD2: No tengo ni idea si durante 2017 volveré a hacer lo de los papelitos. Tal vez sí. Tal vez no. Dejemos que 2017 nos guíe. Lo decidiré mañana. 

 

jueves, 29 de diciembre de 2016

Es así

Hoy me he ido llorando del curro.

Literalmente.

Me he ido llorando de dolor y rabia, tras pasar apenas dos horas en la oficina. Mi ataque mensual de prostaglandinas (o sea, la regla) ha podido conmigo.

Llevaba despierta desde las seis de la mañana, me había tomado un antiinflamatorio a las 7 y dos antifibrinolíticos a las 8 y eran casi las 10 y seguía con muchos dolores, mal, incómoda y totalmente improductiva. Era la segunda noche que apenas dormía de dolor, estaba cansada, agotada, dolorida y enfurecida. Así que me he ido a administración, me he pedido el día libre y me he ido a mi casa. “Te apunto que estás enferma y ya está, así no pierdes un día libre”, me han dicho en administración. Y me he negado, por noséqué estúpida tendencia que tengo de no considerar esto como una enfermedad (no lo es) y porque el número de días que podemos faltar por enfermedad al año está limitado y no quiero gastarlos (estupidez suprema porque MAÑANA acaba el año laboral y no he perdido ni un solo día por enfermedad en todo este año). He perdido la cuenta de los días libres que me he cogido este año cada vez que me han atacado las malditas prostaglandinas, de verdad, pero han sido un montón.

Me daba rabia irme, porque había quedado con mi jefe para trabajar en un informe, pero no podía más. Como él no había llegado, le he mandado un whatsapp diciéndole que me iba. Pero justo cuando cogía el coche para irme, ha aparcado junto a mí. Así que he vuelto a salir del coche para contarle que me iba porque estaba mal. “No hay problema, no te preocupes. ¿Qué te pasa?”. Me he encogido de hombros y he soltado algunas palabras inconexas entre las que se incluía “ovarios” y me ha entendido perfectamente. “¿Te llevo yo? ¿Estás bien para conducir?”. “Sí, sí, puedo conducir, sin problema”. “¿Seguro?”. “Que sí, que sí”. Y me he ido. Creo que sin ni siquiera darle las gracias.

Y me he puesto a llorar.

Igual es por las hormonas, ésas que se nos alteran tanto en estos días. Igual era por el dolor, ése que tenía en el vientre, en la espalda, en las piernas y que parecía incapaz de abandonarme. Pero yo creo que era más por la rabia, por el cabreo que siento cuando estoy así, por tener que parar mi vida por culpa de algo que es natural, normal y que le pasa cada día a millones de mujeres en el mundo. Me considero una mujer fuerte, luchadora e independiente. Soy la princesa Leia de Star Wars (Ay, Carrie Fisher). Soy Maggie O’Connell de Doctor en Alaska. Pero cuando me viene la regla, soy un ser débil, frágil, inestable e incapaz de llevar su vida con normalidad. Años y años, siglos mejor dicho de lucha por la igualdad entre géneros, por conseguir los mismos derechos, los mismos reconocimientos laborales y yo, que tengo la suerte de llevar una vida que me encanta, de trabajar en algo que me gusta y donde nunca (o tal vez una vez) me he sentido discriminada por ser mujer, siento que lo que me limita dar el 100% de mí misma, lo que me hace no ser igual que mis compañeros masculinos no es la discriminación, ni el machismo, ni nada de esas lacras deplorables, sino algo que es 100% femenino: la regla. Y ¿qué queréis que os diga? Me joroba, mucho. Porque sí, es algo natural y todo eso. Pero estoy k.o. como mínimo dos días de cada ciclo que, multiplicados por mis trece ciclos anuales, hacen la friolera de 26 días. Casi un mes al año en el que no soy yo, porque la damisela indefensa que soy en estos días, no soy yo. Es así.

Así que ahora, dos años después de dejar mi antigua terapia hormonal y abrazar el mundo alternativo (sólo me ha faltado probar la homeopatía y visitar un chamán y va a ser que no), doy por concluido mi periodo experimental y voy a volver a abrazar las hormonas de la felicidad. Porque, qué queréis que os diga, para algunas de nosotras, unos cuantos días al mes, esto de ser mujer es una auténtica putada.

domingo, 18 de diciembre de 2016

Cosas que debería haber hecho esta tarde, pero que no he hecho porque estaba durmiendo la siesta

Poner dos lavadoras y una secadora.

Montar el árbol.

Colocar los adornos de Navidad.

Preparar algo de comer para la fiesta de final de trimestre de mis clases de lindy hop.

Recoger ropa desperdigada por varios rincones de la casa.

Estudiar.

Preparar la maleta para el último viaje del año.




Y encima, me duele la garganta.

jueves, 15 de diciembre de 2016

Bite Sweater bicolor

Tejí mi primer Bite Sweater de Pearl Knitter hace dos inviernos, como ya conté por aquí. Aquel fue un regalo para mi hermana la gafapasta y ya entonces dije que me había gustado tanto tejerlo que cualquier día me tejía uno para mí.

Sorprendentemente, lo he cumplido.

Esta vez lo he tejido a dos colores, aunque fue un poco por accidente.

Todo empezó a final del invierno pasado cuando encontré una oferta de lanas en la mercería de mi barrio. Eran de la misma marca y grosor de las que tejí el Bite Sweater inicial, así que era una lana que ya sabía que me encantaba. La compré pensando en tejer este jersey circular, pero me pareció que sería un poco soso, tan monocromático. Así que otro día aproveché de nuevo la oferta de lanas y compré madejas de colores degradados para tejer el circular (y en ello estoy) y decidí hacerme el Bite Sweater con las lanas originales que había comprado. Pero claro, ahí había un problema: me faltaba lana. Así que volví a la mercería a ver si encontraba más ovillos del mismo color. No los había. Pero me hice con un par de ovillos de otro color que quedara bien con el original. Y así es como surgió mi Bite Sweater bicolor.

Lo primero que me llamó la atención es lo diferente que estaba tejiendo respecto al anterior Bite Sweater: aunque pensaba que no hacía falta, tejí una nueva muestra con la nueva lana (repito mismo grosor, misma marca) y me sorprendió comprobar que ahora tejo más suelto (bueno, tejía más suelto hace casi un año, cuando empecé le segundo. A día de hoy, vaya usted a saber). Así que tuve que recalcular tallas y medidas. Luego ya me lancé a tejer. Pero el frío (el poco frío que hizo el invierno pasado) acabó y no acabé el jersey. Así que hace unos días decidí que iba siendo hora acabarlo y así lo hice. La verdad es que me quedaba muy poco, sólo los puños, coserlo y rematarlo. Y por fin lo conseguí: ya tengo mi Bite Sweater bicolor.

Ya lo he estrenado y me encanta. Eso sí, los puños me han quedado más estrechos de lo que inicialmente tenía previsto. No sé si es que he vuelto a tejer más apretado (creo que sí), pero la verdad es que así también me gusta. Así se queda.

En las fotos, mi Bite Sweater bicolor. Orgullosa estoy de él.

Y como es jueves, toca RUMS.

martes, 13 de diciembre de 2016

"I Feel Bad About My Neck: And Other Thoughts of Being a Woman" de Nora Ephron

Hacía mucho que quería leer algo de Nora Ephron. Para quien no la conozca, Nora Ephron fue guionista, directora de cine, productora, periodista, novelista y un montón de cosas más. Para mí, siempre será la guionista de una de mis películas favoritas “Cuando Harry encontró a Sally”. Y sólo por escribir un guión como el de esa película, ya merece todo mi respeto. Y más.

“I Feel Bad About My Neck” es lo primero que leo de ella, una colección de ensayos. Escogí éste un poco al azar, no sé por qué. Los ensayos tratan temas tan variopintos como envejecer, la pareja, la maternidad, el amor, la comida. El último ensayo (“Considering the Alternative”) me ha encogido el corazón, porque habla de envejecer y de morir, de ver morir a la gente de tu alrededor y pensar que puedes ser el próximo, que en cualquier momento serás el próximo. Cuando lo escribió, tenía 64 años y moriría seis años después. Leerlo ahora, cuatro años después de su muerte, sus reflexiones sobre este tema me ha provocado cierto vértigo y un nudo en el estómago. Aunque como escribe en ese último ensayo:

Come, bebe y sé feliz.
Aprovecha el día.
La vida sigue.
Podría ser peor.

Qué remedio nos queda.

Y cuánto sentido tiene esto en un día como hoy, en el que me siento particularmente hostilizada por demasiadas cosas.

Me ha encantado y seguiré leyéndola.

domingo, 11 de diciembre de 2016

Roma

Es aterrizar en Roma y sonreír. Voy caminando hacia la cinta de los equipajes con una sonrisa en los labios, mirando las fotos gigantescas de los lugares emblemáticos de Roma que hay por todas partes, preguntándome a cuántos de ellos podré ir en los días que voy a estar en la ciudad. Estoy tan feliz con volver a Roma que he ignorado sistemáticamente todas las señales que indicaban que mi maleta igual no llegaría conmigo (¿una conexión de menos de una hora? ¡Adelante!). Pero cuando la cinta sigue danto vueltas y vueltas y ya no salen más maletas, me enfrento a la realidad: mi maleta no ha llegado, al día siguiente empieza la reunión y no tengo ropa limpia que ponerme. No pasa nada, estoy en Roma y eso me hace feliz. Y sé que hay dos vuelos más esa noche desde el aeropuerto en el que he hecho escala.

Hago la reclamación ya un poco preocupada. Cuántas historias he oído de gente que nunca recupera su equipaje. Me empiezo a poner nerviosa pero ahí sigo, con esa media sonrisa que no puedo evitar poner en esa ciudad. “El equipaje llegará esta noche o mañana por la mañana”, me dice el tipo que notifica mi reclamación. Me pongo aún más nerviosa cuando me pide no ya mi dirección en Roma, sino también mi dirección en mi ciudad. Y más aún cuando veo, en el papel que me han dado, un teléfono al que llamar si tengo dudas y un segundo teléfono al que llamar si en cinco días no llega la maleta. Cinco días. Acerco mi nariz al jersey que llevo y compruebo, aliviada que no huele mal. El pequeño neceser que llevo en la mochila (cepillo y pasta de dientes, desodorante) será mi gran aliado.

Salgo del aeropuerto y me dirijo a la parada del autobús. Ya me sé el camino. Me pongo un abrigo por primera vez en meses, y no me sobra. Hago el viaje leyendo un libro que he empezado esa misma mañana “The Girl on the Train” y mirando de vez en cuando a través de la ventana la lluviosa tarde. Pienso en mi paraguas y en mis botas de agua que he recordado meter en la maleta a última hora esa mañana. Ay, mi maleta. ¿Llegará?

En un momento dado, ya en la ciudad, miro por la ventana y pienso “Anda, ya estamos llegando”. Reconozco las calles, los edificios, el barrio. Roma forma ya parte de mi zona de confort. De camino al hotel, aprovechando que no llevo maleta, me paro en un supermercado a comprar agua y algo de fruta. Empieza a chispear. Paso por delante de un cine en el que hacen la película basada en el libro que estoy leyendo, “La ragazza dei treno”. En el hotel, le cuento a la recepcionista lo de mi maleta y no me tranquiliza nada cuando me dice “Bueno, llegará en un par de días”. Igual no sabe que, en mi isla, “un par” significan “más de dos”.

Me gusta ese hotel, a ratos. Creo que es la tercera vez que voy, o la cuarta. Es un hotel moderno y cómodo, pero oscuro. Y cuando digo oscuro me refiero a negro: ése es el color de la decoración de las habitaciones. Pero esta vez tengo suerte, tengo una habitación gris, mucho más luminosa que en las que he estado nunca. Y más grande. Tengo una mesa decente para trabajar, aunque este año, por primera vez en bastante tiempo, no tendré que trabajar hasta horas intempestivas durante la semana. Otra vez, pero en otras circunstancias, puedo volver a decir eso de “ya no soy silla”.

Me quito los zapatos, me tumbo en la cama y me pongo en contacto con algunos colegas que ya han llegado a Roma y están en la calle de al lado. Pienso en lo que podría hacer esa tarde en Roma, pero ya es noche cerrada y tengo ganas de cenar, aunque aún no son las siete. Empieza a llover. Bueno, a diluviar. Truenos, rayos y agua a raudales. Al final, la tormenta pasa y me acerco al hotel de la calle de al lado, donde se alojan esos colegas, trabajamos un rato y decidimos que las siete y media es una hora estupenda para cenar.

Acabamos en un restaurante que amamos y odiamos a partes iguales. La comida a veces es deliciosa y a veces no. La señora que lo lleva decide, como siempre, lo que vamos a comer cada uno. Cenamos razonablemente bien, pero estamos todos cansados del viaje y preocupados por la semana que nos espera. Nos retiramos prontísimo y sigo echando de menos mi maleta. Mi pijama. Mis cosas. Me voy a la cama con el cuerpo frío, deseando que la semana mejore.

El resto de la semana es tan loca que no cabe en un post. Ni en éste ni en ningún otro. Pero implica un corte de electricidad, un cambio del lugar de la reunión, una cena deliciosa en mi restaurante romano favorito en la mejor compañía posible, mucho trabajo, muchas risas, llamadas inesperadas a horas intempestivas, tres visitas a la Fontana di Trevi, encuentros inesperados con gente que no sabía que vivía en esta ciudad y esa sensación maravillosa de estar entre amigos, aunque estés trabajando.

Roma, te quiero con todos y cada uno de los poros de mi piel. Es así, para qué ocultarlo.

En la foto, la cinta de equipajes vacía, en la que mi maleta no apareció.

Ah, sí, mi maleta llegó la tarde-noche del día siguiente.

(Esta entrada la escribí hace ya un mes, pero nunca la llegué a publicar. Hoy la he encontrado por casualidad y aquí está, publicada, por fin).

martes, 29 de noviembre de 2016

Viajes

Hace unas semanas, escribí por aquí que haría una semana temática dedicada a mis últimos viajes. No lo hice, je. Y ahora tengo tantos viajes a mis espaldas que no me bastaría una semana para hablar de ellos.

He pensando muy seriamente por qué no hablo de viajes últimamente en el blog. Y es por algo muy sencillo: me da pereza ponerme a escoger las fotos que quiero compartir. Creo que mi relación con la fotografía a lo largo de los años ha cambiado, sobre todo desde que tengo instagram y comparto las cosas gráficas casi inmediatamente. Así que volver luego a revisar las fotos y escoger unas cuantas para poner aquí me da pereza. Nunca encuentro el momento, la verdad.

Así que he decidido darle un giro a este problema (absurdo del primer mundo) y hacer un resumen de mis viajes desde el verano para ponerme al día. Y para evitar obsesionarme con un “debería hablar de esto en el blog pero me da pereza ponerme a mirar fotos así que paso de actualizar el blog”. Así que hoy y ahora voy a resumir con una única foto y pocas palabras mis viajes en los últimos meses.

En Septiembre estuve en Galicia, de vacaciones. Me gustó más de lo que recordaba que me gustaba. Paseamos, comimos muy bien, bebimos mejor, reímos y me metí en el Atlántico. Estuve en sitios que ya había estado y recordaba bien, en otros que había estado pero no recordaba, en otros que no conocía pero quería conocer y en otros que ni siquiera sabía que existían.


Después estuve en Kiel (Alemania), en un congreso. Estando allí, me enamoré de una funda nórdica (que me acabé comprando por internet en versión edredón), estuve en una recepción con Alberto de Mónaco (aunque esta vez no lo vi), vi focas urbanas y me compré una Lamy nueva.


Y también estuve en el País Vasco, en Irún, Pasaia, Hondarribia y San Sebastián. Trabajamos mucho (y bien), comimos mucho (y bien), bebimos mucho (y bien) y nos reímos mucho (y bien). Pisé la alfombra roja del Festival de San Sebastián y estuve simultáneamente en la misma ciudad que uno de mis hombres favoritos del mundo, Ewan McGregor. Ah, el Aquarium de San Sebastián es maravilloso. ¡Y hay ginkgos en sus calles!


En Octubre hice no uno, sino dos viajes relámpagos a Barcelona, por trabajo. Así que le tocan dos fotos, aunque no hice nada especial. La única noche de los dos viajes que pasé allí, me dolían los ovarios y la garganta y mi hotel (bueno, residencia medio-religiosa) estaba lejísimos, así que como para pasear estaba yo.


También en Octubre estuve en Ponza, una isla italiana de la que había oído hablar mucho pero en la que nunca había estado. Llegar allí me llevó dos aviones, dos trenes y un barco. Disfruté de un lugar precioso, pasamos primero frío y luego no, aprendí mucho, mucho, engordé un quilo, nadamos en el mar a medianoche a la luz de la luna llena y pasamos un día en un barco navegando alrededor de Palmarola, una isla aún más pequeña con una iglesia situada en lo alto de un islote. Y me picó una medusa en la cara.



En Noviembre, decidí que con dos viajes me bastaban así que primero estuve en Roma. Ah, Roma, qué voy a decir de Roma. El día que llegué, hubo un tornado cerca de la ciudad que provocó dos muertos. Al día siguiente, las tormentas cortaron la luz en la zona en la que estábamos (así que tuvimos la tarde libre, yujuuu) y acabaron provocando un cambio en el lugar de la reunión. Ese cambio me permitió ver el Coliseo y los Foros. Estuve en la Fontana di Trevi, por supuesto no, por supuestísimo. Tres veces. Incluso bajo la lluvia. Cené mi plato favorito (ravioli mimosa) en mi restaurante favorito de la ciudad (Taverna Trilussa), con gente muy guay, después de un Aperol Spritz maravilloso. Y me compré una Lamy Lx.



Y por último, aunque no por ello menos importante, estuve en Bulgaria, concretamente en Burgas. Aunque aterricé en Sofia e hice un viaje de ida y vuelta en coche hasta Burgas (casi 400 quilómetros), no vi nada del país y poco de Burgas. Estuve es un hotel de súper lujo y nadé en su piscina interior casi cada día. Hacía mucho frío y la Navidad fue llegando paulatinamente a lo largo de la semana al hotel. Me encantó el breve paseo que dimos por la ciudad, el día que nos íbamos, incluyendo el larguísimo (y fascinante) muelle.


Y con esto se acaba el repaso a mis últimos viajes. Que aún me queda uno este año, ¿eh? Pero bah, es cortito, destino nacional y conocido.

domingo, 20 de noviembre de 2016

En el aeropuerto de Frankfurt

Tengo la sensación de que el amanecer me ha perseguido durante varias horas. Es lo que tiene viajar hacia el oeste a primera hora de la mañana. Aunque lo correcto sería decir noroeste. Tengo que apresurarme para bajar del avión: entre que me he despistado leyendo y que el chaval que está sentado en mi fila sigue dormido, bajo del avión casi la última. Acabamos de aterrizar en el aeropuerto de Frankfurt, un aeropuerto de los que yo califico como “no me gusta”. Son casi las nueve de la mañana según mi reloj, casi las ocho en realidad aquí. Y ya llevo casi cinco horas despierta.

Miro en las pantallas por si aparece mi vuelo, pero es una tontería, quedan más de cinco horas para que salga. Luego recuerdo que llevo ya la tarjeta de embarque y compruebo que sí, efectivamente, ya aparece en él mi puerta de embarque. Por una vez, no tengo que cambiar de letra, ni recorrer esos largos pasillos subterráneos que tan poco me gustan de este aeropuerto. Llego al control de pasaportes y pierdo de vista al búlgaro interesante con un tic en un ojo con el que he compartido vuelo. Me dirijo a la zona en la que es un control automático, donde mantengo una absurda conversación sobre la necesidad (o no) de llevar pasaporte si me estoy moviendo por Europa. Al final, acepto que si quiero pasar por la máquina, tengo que sacar el pasaporte que llevo en la mochila. La máquina lo escanea, me deja pasar pero una pantalla me detiene para hacerme una foto. Sonrío absurdamente, tanto por la gracia que me hace que me hagan una foto en el aeropuerto como porque, en las fotos, me veo mejor sonriendo.

Cambio la hora del reloj y empiezo a pensar en qué hacer en las cinco horas que me quedan. Podría salir del aeropuerto e ir hasta la ciudad, pero ya lo hice una vez. Estuvo bien, pero entre el sueño y las cuatro horas de ayer en coche (en parte conducido por el chófer que se dormía, en parte por la colega italiana que se percató del tema y exigió conducir ella) no me apetece demasiado moverme de aquí. Y la pereza que me da volver a pasar el control de seguridad. Paseo por alguna tienda, buscando las salchichas que más tarde compraré para llevar a casa y descubro una tienda en la que venden Lamys.

Camino durante un buen rato, primero por la zona de las tiendas, luego en sentido contrario a mi puerta de embarque y decido que tal vez debería cambiar mi calificación de este aeropuerto. Hoy un “me gusta” me parce más adecuado. Observo a mi alrededor, la gente, las tiendas, los lugares, tratando de decidir qué quiero hacer. Creo reconocer una cafetería en la que una vez compré algo. Debería encontrar un lugar para cambiar la moneda búlgara que aún llevo en el bolsillo. He gastado poquísimo en este viaje. Es lo que tiene pasarte el día encerrada en un hotel trabajando, durmiendo, comiendo y hasta nadando. Cambio de sentido y voy hacia la zona de mi puerta de embarque y la paso de largo. Recuerdo que una vez me crucé con Ángela Molina en un aeropuerto alemán, juraría que en éste. Al cabo de un rato reconozco la zona en la que me crucé con ella: sí, era este aeropuerto.

Descubro una zona prometedora: asientos de esos en los que puedes estirar las piernas y enchufes. Pero quiero un asiento junto a la ventana y junto a los enchufes… anda, hay uno. Me siento, enchufo el móvil, enciendo el portátil y busco wifi gratis. Ahora hay wifi gratis por todo, incluso en la tienda-gasolinera en la que nos paramos anoche, a medio camino entre Burgas y Sofía, cuando pedimos al conductor que parara porque no queríamos seguir arriesgándonos a que se durmiera al volante. El sol ya está alto, a ratos aparece entre las nubes, todo un lujo después de una semana casi sin verlo.

Aún no tengo muy claro en qué voy a matar las horas que me quedan. Podría dormir. Podría leer. Podría actualizar mi currículo para las opos. Podría estudiar para las opos. Podría revisar un artículo que tengo a medio revisar. Podría ponerme al día leyendo blogs que hace semanas que no leo. Podría, simplemente, observar a la gente. Pero de momento no quiero hacer nada de eso, sólo dejar pasar el tiempo, las horas, en este paréntesis que es hoy mi vida, que es siempre el día del viaje, de la vuelta, acabando de digerir lo vivido en la última semana, los viajes de las dos últimas semanas; preparándome para volver a la normalidad a partir de mañana. Estoy en el descanso de un partido, esa es la sensación que tengo. En un impasse. Ayer no importa, mañana tampoco. Así que escribo, porque eso es lo que me apetece hacer en este momento intermedio.

En un rato me levantaré, caminaré otro rato, pasearé por las tiendas, pensaré en historias que podrían estar pasando en este aeropuerto que hoy me ha resultado sorprendentemente inspirador. Tomaré algo en alguna cafetería, leeré un rato, cambiaré las levas búlgaras que aún llevo encima y buscaré otro rincón donde sentarme un rato antes de comer algo y subir al avión que me llevará a casa.

Pero ahora sólo estoy aquí, sentada, mirando por la ventana, cargando el móvil y escribiendo.

En la foto, el amanecer persiguiéndome poco antes de aterrizar en el aeropuerto de Frankfurt.

martes, 1 de noviembre de 2016

OT

No tenía ninguna intención de escribir sobre “Operación Triunfo”, ninguna. De hecho, ésta iba a ser la semana de los viajes en el blog pero claro, el blog es mío y hago con él lo que quiero. Y aquí estoy, tumbada en el sofá pensando en el fenómeno OT sin poder evitarlo. Ayer me tragué el concierto entero y esta tarde he llorado como una magdalena viendo la tercera parte del documental del encuentro, que aún no había visto. (Aunque, como he dicho en Twitter, no era yo, eran mi ciclo menstrual).

Lo más curioso de todo es que nunca fui una gran fan de OT. Sí que vi la primera edición y me sé el nombre de todos los concursantes, pero no recuerdo haber comprado ningún disco en su día. No recuerdo qué escuchaba en aquella época, era cinéfila y fan de las bandas sonoras cinematográficas, aunque el pop siempre me ha gustado. Y así y todo, he vivido todo el reencuentro con gran ilusión y alegría y vibré como la que más con el momentazo Chenoa-Bisbal en “Escondidos”. ¿Qué me lleva, qué nos ha llevado a muchos a seguir este reencuentro con la emoción que lo hemos seguido?

Obviamente, hay una parte de gente que fueron fans en su día y hoy les gusta recordar todo aquello que vivieron. Pero puede que otros que no fuimos fans pero sí que lo vivimos, nos sintamos identificados por varios motivos. El primero es la edad: estoy en la franja de edad de los concursantes y he crecido y madurado con ellos. De hecho, yo misma empecé a trabajar en lo que sigo trabajando sólo unos meses antes de que ellos entraran en la academia. En estos quince años, ellos han evolucionado en su carrera musical como yo en mi carrera científica. Supongo que por eso me ha gustado verlos, ver cómo les ha tratado la vida, qué ha sido de sus vidas, vividas en paralelo a la mía: desde sus inicios a esa serenidad y hasta madurez que sientes cuando ya llevas quince años currando en el mismo campo.

Una cosa que creo interesante de todo esto es que todos los participantes, los dieciséis, han acabado bien. No es únicamente que todos vivan de la música (en ámbitos muy diferentes, lo que me ha parecido interesante para mostrar que se puede vivir de la música sin ser número uno de Los 40 Principales), sino que todos han llevado una vida “sana”. No ha habido escándalos, ninguno se ha desquiciado, ni desmadrado, ni han acabado siendo los juguetes rotos que todos pronosticaban. Y eso, a mí, me parece difícil, muy difícil. Que de los dieciséis a ninguno se le haya ido la cabeza (metiéndose en drogas o historias chungas de ese tipo) me parece todo un mérito, teniendo en cuenta que tenían todas las papeletas para acabar desquiciados, con la locura que les vino encima, así, sin más. Que lo más escandaloso que haya pasado con ellos en los últimos años sea que Juan Camus no quería ir al concierto o la (supuesta) cobra de Bisbal a Chenoa, me parece estupendo. Es decir, de algo hay que hablar (sobre todo en Twitter) y si al final se habla de estas tonterías, es porque no había ningún tema más grave del que hablar.

Y luego está la historia Bisbal-Chenoa, claro. Que hubo otras relaciones más o menos confirmadas en la academia, pero cómo se ha volcado la gente con esta historia es fascinante. Sí, es una chorrada, claro que lo es, pero qué queréis que os diga, en estos tiempos difíciles y grises, que medio país esté pendiente de si ha habido intento de beso o no, me parece divertidísimo. Obviamente, mucha gente estará indignada (igual que otros se indignan por lo de Halloween), pero cada uno es libre de perder su tiempo libre en lo que quiera (mientras no dañe a nadie). Y además, este divertimento es totalmente compatible con otros divertimentos llamémosles más intelectuales.

No sería en su día muy fan de OT pero sí lo soy de la pareja Bisbal-Chenoa, de lo que fueron, representan, son y, por supuesto de su actuación de anoche en el concierto. Que, por cierto, sí, hubo muchos que desafinaron, el vestuario era horrible y algunos peinados esperpénticos pero, por si no os habíais dado cuenta, la calidad del concierto era lo de menos. Ayer se trataba de recordar, de reunir, de rememorar y de emocionar. Pero yo hablaba de Bisbal y Chenoa. ¿Qué voy a decir que no se haya dicho ya? Mi padre, que no es nada fan de estas cosas, se tragó el concierto enterito (y no haciendo sudokus, como suele hacer cuando algo en la tele no le interesa) y hoy me ha dicho que Chenoa es “muy elegante, tanto dentro como fuera del escenario. Y qué voz tiene Rosa”. Y mi madre, la que predice lluvias en el desierto namibio y sol en el invierno irlandés, me ha dicho que Chenoa y Bisbal acabarán juntos “Igual no ahora, en un tiempo. Incluso él igual tiene hijos con alguna otra antes”. Y yo, con esto, ya estoy tranquila.

Y sí, lo de anoche fue una cobra. Creedme, soy bióloga. Y entiendo de bichos.

Pero si no lo fue… bueno, qué más da, qué felices nos hicieron.

viernes, 28 de octubre de 2016

“Caperucita en Manhattan” de Carmen Martín GAite

Recuerdo que, en mi adolescencia, los cursos que iban por detrás tuvieron que leer este libro. En su día les envidié: sonaba más interesante que los que nos hacían leer aunque, la verdad, ni recuerdo cuáles eran. Yo que leía por placer, me molestaba tener que leer por obligación libros que no me interesaban, o que me interesaban poco. La cuestión es que, desde entonces, había sentido curiosidad por leer este libro. Y lo leí la semana pasada, en formato electrónico, porque el libro que me llevé en papel a Ponza lo acabé en dos días y necesitaba lectura a la vuelta. Y éste era uno de esos libros que llevo en el ebook “por si acaso algún día me quedo sin lectura en papel”. Chica previsora.

Así como los dos libros anteriores que leí me gustaron mucho, éste no me ha gustado demasiado. Vale que es literatura juvenil, pero me ha resultado no sé si pueril, pero sí, a ratos, incómodo. Me encanta la relación que la niña tiene con su abuela, sus padres son personajes bien novelescos, pero cuando empieza la historia con Miss Lunatic y el señor Woolf, la cosa se desmadra un poco. A mí eso de que una niña de 10 años se vaya tranquilamente con una vagabunda o monte en la limusina de un ricachón desconocido me ha puesto los pelos de punta. Pero bueno, es una historia fantástica, una actualización un poco loca del cuento de Caperucita Roja, pero que me ha defraudado un poco, la verdad. Tal vez es porque “Entre visillos” me entusiasmó en su día. Esperaba más. U otra cosa.