jueves, 29 de diciembre de 2016

Es así

Hoy me he ido llorando del curro.

Literalmente.

Me he ido llorando de dolor y rabia, tras pasar apenas dos horas en la oficina. Mi ataque mensual de prostaglandinas (o sea, la regla) ha podido conmigo.

Llevaba despierta desde las seis de la mañana, me había tomado un antiinflamatorio a las 7 y dos antifibrinolíticos a las 8 y eran casi las 10 y seguía con muchos dolores, mal, incómoda y totalmente improductiva. Era la segunda noche que apenas dormía de dolor, estaba cansada, agotada, dolorida y enfurecida. Así que me he ido a administración, me he pedido el día libre y me he ido a mi casa. “Te apunto que estás enferma y ya está, así no pierdes un día libre”, me han dicho en administración. Y me he negado, por noséqué estúpida tendencia que tengo de no considerar esto como una enfermedad (no lo es) y porque el número de días que podemos faltar por enfermedad al año está limitado y no quiero gastarlos (estupidez suprema porque MAÑANA acaba el año laboral y no he perdido ni un solo día por enfermedad en todo este año). He perdido la cuenta de los días libres que me he cogido este año cada vez que me han atacado las malditas prostaglandinas, de verdad, pero han sido un montón.

Me daba rabia irme, porque había quedado con mi jefe para trabajar en un informe, pero no podía más. Como él no había llegado, le he mandado un whatsapp diciéndole que me iba. Pero justo cuando cogía el coche para irme, ha aparcado junto a mí. Así que he vuelto a salir del coche para contarle que me iba porque estaba mal. “No hay problema, no te preocupes. ¿Qué te pasa?”. Me he encogido de hombros y he soltado algunas palabras inconexas entre las que se incluía “ovarios” y me ha entendido perfectamente. “¿Te llevo yo? ¿Estás bien para conducir?”. “Sí, sí, puedo conducir, sin problema”. “¿Seguro?”. “Que sí, que sí”. Y me he ido. Creo que sin ni siquiera darle las gracias.

Y me he puesto a llorar.

Igual es por las hormonas, ésas que se nos alteran tanto en estos días. Igual era por el dolor, ése que tenía en el vientre, en la espalda, en las piernas y que parecía incapaz de abandonarme. Pero yo creo que era más por la rabia, por el cabreo que siento cuando estoy así, por tener que parar mi vida por culpa de algo que es natural, normal y que le pasa cada día a millones de mujeres en el mundo. Me considero una mujer fuerte, luchadora e independiente. Soy la princesa Leia de Star Wars (Ay, Carrie Fisher). Soy Maggie O’Connell de Doctor en Alaska. Pero cuando me viene la regla, soy un ser débil, frágil, inestable e incapaz de llevar su vida con normalidad. Años y años, siglos mejor dicho de lucha por la igualdad entre géneros, por conseguir los mismos derechos, los mismos reconocimientos laborales y yo, que tengo la suerte de llevar una vida que me encanta, de trabajar en algo que me gusta y donde nunca (o tal vez una vez) me he sentido discriminada por ser mujer, siento que lo que me limita dar el 100% de mí misma, lo que me hace no ser igual que mis compañeros masculinos no es la discriminación, ni el machismo, ni nada de esas lacras deplorables, sino algo que es 100% femenino: la regla. Y ¿qué queréis que os diga? Me joroba, mucho. Porque sí, es algo natural y todo eso. Pero estoy k.o. como mínimo dos días de cada ciclo que, multiplicados por mis trece ciclos anuales, hacen la friolera de 26 días. Casi un mes al año en el que no soy yo, porque la damisela indefensa que soy en estos días, no soy yo. Es así.

Así que ahora, dos años después de dejar mi antigua terapia hormonal y abrazar el mundo alternativo (sólo me ha faltado probar la homeopatía y visitar un chamán y va a ser que no), doy por concluido mi periodo experimental y voy a volver a abrazar las hormonas de la felicidad. Porque, qué queréis que os diga, para algunas de nosotras, unos cuantos días al mes, esto de ser mujer es una auténtica putada.

domingo, 18 de diciembre de 2016

Cosas que debería haber hecho esta tarde, pero que no he hecho porque estaba durmiendo la siesta

Poner dos lavadoras y una secadora.

Montar el árbol.

Colocar los adornos de Navidad.

Preparar algo de comer para la fiesta de final de trimestre de mis clases de lindy hop.

Recoger ropa desperdigada por varios rincones de la casa.

Estudiar.

Preparar la maleta para el último viaje del año.




Y encima, me duele la garganta.

jueves, 15 de diciembre de 2016

Bite Sweater bicolor

Tejí mi primer Bite Sweater de Pearl Knitter hace dos inviernos, como ya conté por aquí. Aquel fue un regalo para mi hermana la gafapasta y ya entonces dije que me había gustado tanto tejerlo que cualquier día me tejía uno para mí.

Sorprendentemente, lo he cumplido.

Esta vez lo he tejido a dos colores, aunque fue un poco por accidente.

Todo empezó a final del invierno pasado cuando encontré una oferta de lanas en la mercería de mi barrio. Eran de la misma marca y grosor de las que tejí el Bite Sweater inicial, así que era una lana que ya sabía que me encantaba. La compré pensando en tejer este jersey circular, pero me pareció que sería un poco soso, tan monocromático. Así que otro día aproveché de nuevo la oferta de lanas y compré madejas de colores degradados para tejer el circular (y en ello estoy) y decidí hacerme el Bite Sweater con las lanas originales que había comprado. Pero claro, ahí había un problema: me faltaba lana. Así que volví a la mercería a ver si encontraba más ovillos del mismo color. No los había. Pero me hice con un par de ovillos de otro color que quedara bien con el original. Y así es como surgió mi Bite Sweater bicolor.

Lo primero que me llamó la atención es lo diferente que estaba tejiendo respecto al anterior Bite Sweater: aunque pensaba que no hacía falta, tejí una nueva muestra con la nueva lana (repito mismo grosor, misma marca) y me sorprendió comprobar que ahora tejo más suelto (bueno, tejía más suelto hace casi un año, cuando empecé le segundo. A día de hoy, vaya usted a saber). Así que tuve que recalcular tallas y medidas. Luego ya me lancé a tejer. Pero el frío (el poco frío que hizo el invierno pasado) acabó y no acabé el jersey. Así que hace unos días decidí que iba siendo hora acabarlo y así lo hice. La verdad es que me quedaba muy poco, sólo los puños, coserlo y rematarlo. Y por fin lo conseguí: ya tengo mi Bite Sweater bicolor.

Ya lo he estrenado y me encanta. Eso sí, los puños me han quedado más estrechos de lo que inicialmente tenía previsto. No sé si es que he vuelto a tejer más apretado (creo que sí), pero la verdad es que así también me gusta. Así se queda.

En las fotos, mi Bite Sweater bicolor. Orgullosa estoy de él.

Y como es jueves, toca RUMS.

martes, 13 de diciembre de 2016

"I Feel Bad About My Neck: And Other Thoughts of Being a Woman" de Nora Ephron

Hacía mucho que quería leer algo de Nora Ephron. Para quien no la conozca, Nora Ephron fue guionista, directora de cine, productora, periodista, novelista y un montón de cosas más. Para mí, siempre será la guionista de una de mis películas favoritas “Cuando Harry encontró a Sally”. Y sólo por escribir un guión como el de esa película, ya merece todo mi respeto. Y más.

“I Feel Bad About My Neck” es lo primero que leo de ella, una colección de ensayos. Escogí éste un poco al azar, no sé por qué. Los ensayos tratan temas tan variopintos como envejecer, la pareja, la maternidad, el amor, la comida. El último ensayo (“Considering the Alternative”) me ha encogido el corazón, porque habla de envejecer y de morir, de ver morir a la gente de tu alrededor y pensar que puedes ser el próximo, que en cualquier momento serás el próximo. Cuando lo escribió, tenía 64 años y moriría seis años después. Leerlo ahora, cuatro años después de su muerte, sus reflexiones sobre este tema me ha provocado cierto vértigo y un nudo en el estómago. Aunque como escribe en ese último ensayo:

Come, bebe y sé feliz.
Aprovecha el día.
La vida sigue.
Podría ser peor.

Qué remedio nos queda.

Y cuánto sentido tiene esto en un día como hoy, en el que me siento particularmente hostilizada por demasiadas cosas.

Me ha encantado y seguiré leyéndola.

domingo, 11 de diciembre de 2016

Roma

Es aterrizar en Roma y sonreír. Voy caminando hacia la cinta de los equipajes con una sonrisa en los labios, mirando las fotos gigantescas de los lugares emblemáticos de Roma que hay por todas partes, preguntándome a cuántos de ellos podré ir en los días que voy a estar en la ciudad. Estoy tan feliz con volver a Roma que he ignorado sistemáticamente todas las señales que indicaban que mi maleta igual no llegaría conmigo (¿una conexión de menos de una hora? ¡Adelante!). Pero cuando la cinta sigue danto vueltas y vueltas y ya no salen más maletas, me enfrento a la realidad: mi maleta no ha llegado, al día siguiente empieza la reunión y no tengo ropa limpia que ponerme. No pasa nada, estoy en Roma y eso me hace feliz. Y sé que hay dos vuelos más esa noche desde el aeropuerto en el que he hecho escala.

Hago la reclamación ya un poco preocupada. Cuántas historias he oído de gente que nunca recupera su equipaje. Me empiezo a poner nerviosa pero ahí sigo, con esa media sonrisa que no puedo evitar poner en esa ciudad. “El equipaje llegará esta noche o mañana por la mañana”, me dice el tipo que notifica mi reclamación. Me pongo aún más nerviosa cuando me pide no ya mi dirección en Roma, sino también mi dirección en mi ciudad. Y más aún cuando veo, en el papel que me han dado, un teléfono al que llamar si tengo dudas y un segundo teléfono al que llamar si en cinco días no llega la maleta. Cinco días. Acerco mi nariz al jersey que llevo y compruebo, aliviada que no huele mal. El pequeño neceser que llevo en la mochila (cepillo y pasta de dientes, desodorante) será mi gran aliado.

Salgo del aeropuerto y me dirijo a la parada del autobús. Ya me sé el camino. Me pongo un abrigo por primera vez en meses, y no me sobra. Hago el viaje leyendo un libro que he empezado esa misma mañana “The Girl on the Train” y mirando de vez en cuando a través de la ventana la lluviosa tarde. Pienso en mi paraguas y en mis botas de agua que he recordado meter en la maleta a última hora esa mañana. Ay, mi maleta. ¿Llegará?

En un momento dado, ya en la ciudad, miro por la ventana y pienso “Anda, ya estamos llegando”. Reconozco las calles, los edificios, el barrio. Roma forma ya parte de mi zona de confort. De camino al hotel, aprovechando que no llevo maleta, me paro en un supermercado a comprar agua y algo de fruta. Empieza a chispear. Paso por delante de un cine en el que hacen la película basada en el libro que estoy leyendo, “La ragazza dei treno”. En el hotel, le cuento a la recepcionista lo de mi maleta y no me tranquiliza nada cuando me dice “Bueno, llegará en un par de días”. Igual no sabe que, en mi isla, “un par” significan “más de dos”.

Me gusta ese hotel, a ratos. Creo que es la tercera vez que voy, o la cuarta. Es un hotel moderno y cómodo, pero oscuro. Y cuando digo oscuro me refiero a negro: ése es el color de la decoración de las habitaciones. Pero esta vez tengo suerte, tengo una habitación gris, mucho más luminosa que en las que he estado nunca. Y más grande. Tengo una mesa decente para trabajar, aunque este año, por primera vez en bastante tiempo, no tendré que trabajar hasta horas intempestivas durante la semana. Otra vez, pero en otras circunstancias, puedo volver a decir eso de “ya no soy silla”.

Me quito los zapatos, me tumbo en la cama y me pongo en contacto con algunos colegas que ya han llegado a Roma y están en la calle de al lado. Pienso en lo que podría hacer esa tarde en Roma, pero ya es noche cerrada y tengo ganas de cenar, aunque aún no son las siete. Empieza a llover. Bueno, a diluviar. Truenos, rayos y agua a raudales. Al final, la tormenta pasa y me acerco al hotel de la calle de al lado, donde se alojan esos colegas, trabajamos un rato y decidimos que las siete y media es una hora estupenda para cenar.

Acabamos en un restaurante que amamos y odiamos a partes iguales. La comida a veces es deliciosa y a veces no. La señora que lo lleva decide, como siempre, lo que vamos a comer cada uno. Cenamos razonablemente bien, pero estamos todos cansados del viaje y preocupados por la semana que nos espera. Nos retiramos prontísimo y sigo echando de menos mi maleta. Mi pijama. Mis cosas. Me voy a la cama con el cuerpo frío, deseando que la semana mejore.

El resto de la semana es tan loca que no cabe en un post. Ni en éste ni en ningún otro. Pero implica un corte de electricidad, un cambio del lugar de la reunión, una cena deliciosa en mi restaurante romano favorito en la mejor compañía posible, mucho trabajo, muchas risas, llamadas inesperadas a horas intempestivas, tres visitas a la Fontana di Trevi, encuentros inesperados con gente que no sabía que vivía en esta ciudad y esa sensación maravillosa de estar entre amigos, aunque estés trabajando.

Roma, te quiero con todos y cada uno de los poros de mi piel. Es así, para qué ocultarlo.

En la foto, la cinta de equipajes vacía, en la que mi maleta no apareció.

Ah, sí, mi maleta llegó la tarde-noche del día siguiente.

(Esta entrada la escribí hace ya un mes, pero nunca la llegué a publicar. Hoy la he encontrado por casualidad y aquí está, publicada, por fin).

martes, 29 de noviembre de 2016

Viajes

Hace unas semanas, escribí por aquí que haría una semana temática dedicada a mis últimos viajes. No lo hice, je. Y ahora tengo tantos viajes a mis espaldas que no me bastaría una semana para hablar de ellos.

He pensando muy seriamente por qué no hablo de viajes últimamente en el blog. Y es por algo muy sencillo: me da pereza ponerme a escoger las fotos que quiero compartir. Creo que mi relación con la fotografía a lo largo de los años ha cambiado, sobre todo desde que tengo instagram y comparto las cosas gráficas casi inmediatamente. Así que volver luego a revisar las fotos y escoger unas cuantas para poner aquí me da pereza. Nunca encuentro el momento, la verdad.

Así que he decidido darle un giro a este problema (absurdo del primer mundo) y hacer un resumen de mis viajes desde el verano para ponerme al día. Y para evitar obsesionarme con un “debería hablar de esto en el blog pero me da pereza ponerme a mirar fotos así que paso de actualizar el blog”. Así que hoy y ahora voy a resumir con una única foto y pocas palabras mis viajes en los últimos meses.

En Septiembre estuve en Galicia, de vacaciones. Me gustó más de lo que recordaba que me gustaba. Paseamos, comimos muy bien, bebimos mejor, reímos y me metí en el Atlántico. Estuve en sitios que ya había estado y recordaba bien, en otros que había estado pero no recordaba, en otros que no conocía pero quería conocer y en otros que ni siquiera sabía que existían.


Después estuve en Kiel (Alemania), en un congreso. Estando allí, me enamoré de una funda nórdica (que me acabé comprando por internet en versión edredón), estuve en una recepción con Alberto de Mónaco (aunque esta vez no lo vi), vi focas urbanas y me compré una Lamy nueva.


Y también estuve en el País Vasco, en Irún, Pasaia, Hondarribia y San Sebastián. Trabajamos mucho (y bien), comimos mucho (y bien), bebimos mucho (y bien) y nos reímos mucho (y bien). Pisé la alfombra roja del Festival de San Sebastián y estuve simultáneamente en la misma ciudad que uno de mis hombres favoritos del mundo, Ewan McGregor. Ah, el Aquarium de San Sebastián es maravilloso. ¡Y hay ginkgos en sus calles!


En Octubre hice no uno, sino dos viajes relámpagos a Barcelona, por trabajo. Así que le tocan dos fotos, aunque no hice nada especial. La única noche de los dos viajes que pasé allí, me dolían los ovarios y la garganta y mi hotel (bueno, residencia medio-religiosa) estaba lejísimos, así que como para pasear estaba yo.


También en Octubre estuve en Ponza, una isla italiana de la que había oído hablar mucho pero en la que nunca había estado. Llegar allí me llevó dos aviones, dos trenes y un barco. Disfruté de un lugar precioso, pasamos primero frío y luego no, aprendí mucho, mucho, engordé un quilo, nadamos en el mar a medianoche a la luz de la luna llena y pasamos un día en un barco navegando alrededor de Palmarola, una isla aún más pequeña con una iglesia situada en lo alto de un islote. Y me picó una medusa en la cara.



En Noviembre, decidí que con dos viajes me bastaban así que primero estuve en Roma. Ah, Roma, qué voy a decir de Roma. El día que llegué, hubo un tornado cerca de la ciudad que provocó dos muertos. Al día siguiente, las tormentas cortaron la luz en la zona en la que estábamos (así que tuvimos la tarde libre, yujuuu) y acabaron provocando un cambio en el lugar de la reunión. Ese cambio me permitió ver el Coliseo y los Foros. Estuve en la Fontana di Trevi, por supuesto no, por supuestísimo. Tres veces. Incluso bajo la lluvia. Cené mi plato favorito (ravioli mimosa) en mi restaurante favorito de la ciudad (Taverna Trilussa), con gente muy guay, después de un Aperol Spritz maravilloso. Y me compré una Lamy Lx.



Y por último, aunque no por ello menos importante, estuve en Bulgaria, concretamente en Burgas. Aunque aterricé en Sofia e hice un viaje de ida y vuelta en coche hasta Burgas (casi 400 quilómetros), no vi nada del país y poco de Burgas. Estuve es un hotel de súper lujo y nadé en su piscina interior casi cada día. Hacía mucho frío y la Navidad fue llegando paulatinamente a lo largo de la semana al hotel. Me encantó el breve paseo que dimos por la ciudad, el día que nos íbamos, incluyendo el larguísimo (y fascinante) muelle.


Y con esto se acaba el repaso a mis últimos viajes. Que aún me queda uno este año, ¿eh? Pero bah, es cortito, destino nacional y conocido.