lunes, 2 de noviembre de 2015

"73 raons per deixar-te" de Elisenda Roca

A ver cómo lo hago para que esta entrada no me quede demasiado larga…

Ayer fui al teatro, a ver “73 raons per deixar-te” (“73 razones para dejarte”) y tengo muchas cosas que contar. Tantas, que las voy a agrupar en tres párrafos con tres subtítulos, para organizar un poco esto (y por si alguien quiere saltarse alguna parte): la anécdota, la obra y la fan.

La anécdota. La obra se representaba en el marco de la vigésima edición de la Feria de Teatro de Manacor. Una feria con un cartel para caerte de espaldas, con más de cuarenta obras (incluyendo teatro y conciertos) en algo más de dos meses. A mí me gusta mucho el teatro, pero como otras muchas cosas en esta vida (los libros, tejer, el cine, el swing, la música tradicional, incluso trabajar y hasta el no hacer nada) y me agobié un poco cuando mi hermana la gafapasta me envió por whatsapp el listado de 15 obras de las que ya tenía entrada. Yo me agobio fácilmente, sí. Resumiendo, que en su momento ni me dediqué a ver qué obras venían ni me decidí a ir a ninguna así que, finalmente, cuando compré mi entrada para esta obra, fue muy tarde y tuve que conformarme con comprar un asiento en la última fila. La fila 25. La cuestión es que éramos un grupo de cuatro personas dispersas por el teatro: uno en primera fila, dos en la fila 10 y yo en la 25. Vi la primera parte con la perspectiva estupenda que te da sentarte lejos pero añorando estar algo más cerca, sí. Pero en el descanso… ¡sorpresa! Mis compañeros de velada habían descubierto asientos libres en algunos lugares del patio de butacas: dos en la fila 9 y uno ¡en primera fila! Así que me mudé a la primera fila. Y así pude disfrutar primero de una perspectiva amplia y después de los detalles de un asiento tan cercano. Oye, qué cerca es eso de la primera fila, le estoy cogiendo gustillo. Fue espectacular poder estar ahí. Y hasta aquí, la anécdota.

La obra. La historia, dirigida por Elisenda Roca (¡la de “Cifras y Letras!), empieza con la ruptura de una pareja joven, con los 73 motivos del título que tienen para acabar con una relación de tres años. Cómo se conocieron, cómo han vivido esos tres años de relación y cómo viven su ruptura es el hilo conductor de una historia con cuatro personajes (la pareja, el padre de ella y la madre de él), un pianista y un violinista. Porque la obra es teatro musical. Y es una maravilla. Me lo pasé estupendamente, tanto en última fila como en primera. Los personajes me encantaron y todos los actores (Abel Folk, Mercè Martinez, Mone Teruel y Marc Pujol) lo hacen estupendamente, todo (actuar, cantar y bailar). Es una comedia que te hace reír, pero también es una historia que sabe volverte seria y hasta hacerte llorar, que te hace reflexionar sobre el amor y las relaciones, sobre qué es lo que nos enamora de alguien, lo que hace que una relación se mantenga o acabe y sobre la importancia del amor en nuestras vidas. La obra se está representando en el Teatre Goya de Barcelona así que, si andáis por ahí, tenéis que ir a verla. Yo repetiría. Y hasta aquí, la obra.

La fan. Soy fan de Abel Folk. Cuando me enteré que mi hermana la gafapasta iba a ver una obra de Abel Folk sin habérmelo dicho, casi la mato. Peor aún: ¡ya había ido a ver otra obra suya hacía sólo unas semanas! Aún no salgo de mi asombro y sólo puedo explicarlo porque ella no sabía que me encanta Abel Folk. Soy fan suya desde la adolescencia, en aquella época tan cinéfila mía en la que leía dos revistas sobre cine al mes y estaba al tanto de todo lo que pasaba en el mundillo cinematográfico. Por aquel entonces, descubrí a Abel Folk en la película “Havanera 1820”, peli que nunca vi, lo admito, pero me pareció un tipo hiperinteresante (de casi 20 años más que yo pero, oye, qué más da para ser fan) y con una voz que quitaba el hipo. Luego lo fui viendo en alguna película y en alguna serie. Recuerdo sobre todo su aparición en “Raquel busca su sitio” en la que ni me acuerdo qué papel hacía, pero sé que era secundario y yo me preguntaba por qué diablos no tenía un papel más importante. Total, que soy fan de Abel Folk desde hace mucho y lo de ir a verle al teatro fue ayer un regalo. Y lo de estar en primera fila aún más. Y lo de ir después a saludarlo y a hacernos una foto con él, ya fue de nota. Me sigue pareciendo un tío muy interesante 20 años después de haberlo descubierto (yo creo que incluso más), un gran actor y con un carisma que a mí me quita el hipo. Me fascinó porque en la obra me pareció un tipo normal pero luego, al verlo después, vi el tipo interesante y carismático que siempre creí que es. Pero claro, en la obra hacía de un tipo normal y después, pues después era él. Curiosamente, ahí salió mi vena fan tímida y casi únicamente me limité a saludar y posar para la foto, cuando normalmente no me corto un pelo yo ni delante del mismísimo Oliver Stone. Posamos en grupo con los cuatro actores y ahora me arrepiento de no haberle pedido una foto para mí sola y mostrarle mi admiración. Pero bueno, las fans somos así de tontas, oye. Por cierto, que vimos de lejos a Elisenda Roca y estuvimos durante un rato dando saltitos de emoción. Ay, cuántos programas de “Cifras y Letras” hemos disfrutado, qué maravilloso era. Qué noche tan genial, la de ayer. Y hasta aquí, la fan.

Así que, ya sabéis, id a ver “73 raons per deixar-te” si tenéis la oportunidad. No os arrepentiréis.

Y, hasta aquí, la entrada. Ay, no, esperad, que hay un vídeo.

domingo, 1 de noviembre de 2015

De cementerios y fantasmas

Es una noche de otoño, víspera de Todos los Santos. Estamos en un pueblecito limítrofe entre la Serranía y la Alcarria y es precisamente esa situación fronteriza la que le da nombre. Hace frío. Las calles están iluminadas por una luz tenue proveniente de decenas de calabazas que, vaciadas con esmero por los niños del pueblo durante todo el día, iluminan ahora desde el otro lado de las ventanas de las casas. No, no estamos ya en el siglo XXI celebrando una fiesta yanqui importada, estamos a principios de los años 50 y, en este pueblo, ya hace mucho tiempo que se vacían calabazas para utilizarlas como faroles, aunque sus habitantes nunca han oído hablar de Halloween.

Un grupo de chiquillos corretea por las calles, deben tener unos diez años. Deberían estar ya en la cama, pero es la víspera de Todos los Santos y hoy puede pasar de todo. Hasta trasnochar. Se dirigen a los límites del pueblo, hacia el norte, entre risas nerviosas, tiritando de frío bajo sus jerséis y mantas, tiritando por el respeto, por el miedo que impone una noche como ésa. Van hacia el norte, saliendo del pueblo. Atraviesan la carretera, prácticamente a oscuras. Y allí se paran, en el borde del camino que asciende al cementerio.

Durante un instante, están todos callados. Nadie dice nada, nadie se atreve a dar el primer paso. Hasta que uno de los chicos, uno de nariz respingona, le da un codazo al compañero que tiene más cerca. “Venga, tú primero”. El resto empieza a jalearle. Se ha acabado el silencio, se ha acabado el esperar, toca pasar a la acción. Alguien le entrega un martillo y un clavo. “Venga, tú puedes”.

El chico, el más pequeño del grupo, da un par de pasos en dirección al cementerio. Camina apenas dos metros, en la oscuridad casi total de aquella noche sin luna. Y vuelve corriendo junto al grupo, soportando las risas de sus compañeros. Le entrega el martillo y el clavo al primer muchacho que se encuentra, un chico rubio con pecas. El chico emprende el mismo camino cuesta arriba y se aleja algo más. Pero vuelve también enseguida. Así, uno tras otro, los chicos intentan cumplir el reto que cada año se imponen a ellos mismos: llegar a la puerta del cementerio y clavar un clavo en su puerta. Lo intentan dos, tres, cuatro. Cuando ya sólo quedan tres chavales por probar, es el turno de un chaval gordito, tapado con una manta bajo la que no ha parado de temblar. Coge el martillo y el clavo, decidido a llegar a lo alto del camino, a la puerta del cementerio.

Sus compañeros le jalean, le lanzan gritos de ánimo. Llega un momento en que apenas los oye, pero sabe que no están muy lejos, el camino no es demasiado largo. El corazón le palpita ahora tan fuerte que el resto de sonidos le parecen lejanos e irreales. Pero su agudo oído le permite distinguir ruidos a ambos lados del camino, ruidos extraños, ruidos que no conoce, que no distingue, que no sabe qué son. Pero los ignora. Debe seguir, debe seguir.

En la penumbra de la noche distingue las sombras del cementerio. Ahí está, a sólo unos metros. Se coloca frente a la puerta y toca, con manos frías, la madera de ésta. Ya está, ha llegado. Se gira un momento y ve, a lo lejos, el pueblo apenas iluminado por las velas, desprendiendo una luz fantasmal que le aterra más que tranquiliza. Pero ya ha llegado, así que ahora tiene que hacerlo. Con manos temblorosas, apoya el clavo en la puerta e intenta clavarlo con el martillo. Falla una, dos veces. Casi se machaca un dedo, pero lo intenta una tercera vez. El sonido metálico del martillo contra el clavo le estremece. Siente cómo la madera cede, dejando paso al clavo. Otro martillazo, otro. Tres bastan. Es hora de volver. Sonríe para sí y se da la vuelta, dispuesto a volver, victorioso, con sus amigos.

Pero en ese momento, nota alguien tirando de su manta. Pega un grito e intenta zafarse del ente desconocido que intenta agarrarlo. Tira de nuevo de la manta y nota como aquel ser extraño la sigue agarrando. Así que, con un nuevo grito, sale corriendo colina abajo, abandonando su manta. Cuando llega junto a sus amigos, éstos le reciben con gritos de alegría, de ánimo, de sorpresa, de admiración. Pero él no se para siquiera, sigue corriendo, atravesando la carretera sin mirar, camino del pueblo, gritando: “¡Fantasmas, fantasmas!”. El resto del grupo, sin saber de quién o, peor aún, de qué huye el muchacho, le siguen, gritando como él. No paran ni para despedirse, ni para reunirse, ni para hablar de lo que ha pasado; cada uno corre hacia su casa, sin mirar atrás.

Al día siguiente, se encuentran todos en la iglesia, a la hora de la misa. No se miran, están todos cabizbajos, muchos de ellos no han podido dormir del miedo, del terror al pensar que han despertado alguna fuerza maligna que irá a por ellos. Por todos ellos. A la salida de la iglesia, el valiente vencedor del reto mira hacia el norte, hacia la calle que sale del pueblo en dirección al cementerio. Y se dirige a él, despacio.

- Eh. – le grita el chico de nariz respingona. - ¿Dónde vas?

- Tengo que recuperar la manta.- contesta, sin casi mirarle.- Mi madre me dio ayer una paliza por perderla.

Y se dirige, arrastrando los pies, hacia la iglesia. El chico de nariz respingona ni siquiera se ofrece a acompañarle.

Así que sale del pueblo, despacio y atraviesa la carretera. El cementerio está ahí, muy cerca, mucho más cerca de lo que parecía la noche anterior. Sube poco a poco por el camino, mirando el día sorprendentemente soleado que ha amanecido, los campos que rodean el pueblo, la colina en el otro extremo donde, años después construirán una torre que se acabará conociendo como El Cristo. Suspira, resignado. Tiene que enfrentarse al fantasma, al monstruo que le robó la manta la noche anterior. Sigue su camino y le parece atisbar la manta, allí, junto a la entrada del cementerio. Tal vez el monstruo se asustó tanto como él, tal vez huyó como él, dejando en su camino la vieja manta.

Ahí están, la puerta y la manta. La coge y tira de ella. Pero algo la retiene. Tira un poco más fuerte y se da cuenta de que lo que la retiene, lo que la retuvo anoche es el clavo que él mismo clavó en la puerta. El clavo que clavó en la puerta atravesando en su camino su propia manta. Frunce el ceño, entre enfadado y aliviado. Saca el clavo, después de varios intentos y usando las dos manos y lo tira al suelo. Dobla la manta y se la coloca bajo el brazo. Cuando ya se dirige de vuelta al pueblo, triste pero calmado, vuelve sobre sus pasos, lo recoge del suelo y vuelve a clavarlo en el hueco que ha dejado en la madera. Será un patoso, pero también fue un valiente llegando hasta allí y quiere que el clavo sea testigo de su triunfo.

Cuando por fin entra en el pueblo, con la manta bajo el brazo, sus amigos están todos reunidos delante de la iglesia. Se acercan hasta él corriendo y le preguntan por la manta y por el fantasma. Hasta que alguien se atreve a preguntar:

- Pero… ¿llegaste a la puerta del cementerio o no? ¿Clavaste el clavo?

- Compruébalo tú mismo. – sonríe él. Y se aleja hacia su casa, sonriendo.

En la foto, un atardecer de finales de octubre, en otro lugar, en otro tiempo.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Deshaciendo

Los hilos que ilustran esta entrada eran, hace un rato, la espalda (y parte del delantero) de un jersey. Lo he deshecho todo porque, aunque estaba quedando bien, en algún momento me lié con las medidas y las proporciones y estaba quedando muy grande. Demasiado. Le sobraban veinte centímetros de ancho. Así que, aunque me duele mucho deshacer, he deshecho.

Deshacer algo que tenías a medio tejer es aceptar que lo que habías hecho estaba mal, que no es lo que querías o lo que esperabas, que si sigues por ese camino, conseguirás algo que no es lo que planeabas. Deshacer implica que todo el trabajo que has hecho hasta ese momento, no sirve de nada, que tienes que volver a empezar de cero, que tienes que aceptar la derrota, que te han expulsado de la carrera y tienes que volver a la casilla de salida y empezar de nuevo.

Quiero pensar que, cuando deshago, aprendo. Eso es lo que dicen, cada vez que deshaces, todo lo anterior no cae en saco roto, aunque lo deshagas, aunque ya no exista, en el proyecto has aprendido muchas cosas, tanto haciendo como deshaciendo. A veces aprendes que debes ir con más cuidado cuando tomas medidas o haces cálculos, a veces aprendes que hay cosas que se te irán de las manos aunque creas que las tienes controladas, a veces aprendes que es mejor parar y rectificar que ser cabezona y seguir adelante.

Sin embargo, cada vez que deshago siento la sensación del fracaso. Fracaso de todo lo que no he hecho bien pero, sobre todo, fracaso por todo ese tiempo que he invertido y cuyo esfuerzo no se verá nunca reflejado. En realidad, supongo que sí, que ese esfuerzo quedará patente en el resultado final, que será mucho mejor una vez rectificado que si hubieras seguido adelante haciéndolo mal. Pero me cuesta verlo de una manera tan positiva, ver más allá del fracaso de tener que volver a empezar, de obviar todo lo hecho hasta ese momento.

Por si no os habéis dado cuenta, no hablo sólo de lanas. Hablo de preparar proyectos que luego no llegan a ningún lado, hablo de pasarte horas preparando currículos para un puesto que no te van a dar, hablo de relaciones que intentas hacer funcionar, hablo de dedicarte horas y horas de tu vida, muchas ilusiones y esperanzas, mucho esfuerzo invertido que luego, por cualquier motivo, se lo lleva el viento. Al principio, cuando empiezas con algo de eso, tienes la ilusión y la esperanza de que sí, que todo va funcionar perfectamente. Luego, hay un punto en el que empiezas a dudar. A veces sabes que debes parar ya y no seguir, pero a veces sigues esforzándote porque crees que oye, tal vez sí, y le dedicas aún más tiempo. Y luego, cuando por fin llegas al final, cuando ves que no ha servido para nada, porque ya tiras la toallas porque no te queda otro remedio, miras atrás y maldices el tiempo invertido en ese proyecto, en esa relación, en “eso” a lo que dedicaste tanto y no sirvió de nada.

Supongo que, con el tiempo, acabas aceptando que sí, que hasta de esas negativas y esos proyectos frustrados aprendes cosas buenas. Que el próximo irá mejor, porque ya tienes la experiencia previa, pero también tienes más miedos. Porque sabes que por mucho tiempo que le dediques, por mucho esfuerzo, puede salir mal. Y no te queda otra que pararte, respirar, deshacer el camino andado o los hilos tejidos y volver a arrancar. Con fuerzas, ilusión pero con un punto de precaución que, hasta entonces, no tenías.

Creo que a eso se le llama madurar.

domingo, 25 de octubre de 2015

Cambio de hora

Son las seis y media de la tarde y ya es noche cerrada. Hace más de una hora que tengo las luces de casa encendidas.

Bienvenido cambio de hora, bienvenido horario de invierno.

Hoy es un día absurdo, los relojes de mi casa marcan hasta tres horas diferentes (mi televisor inteligente ha decidido retrasarse dos horas, como si, repentinamente, se hubiera mudado a las Canarias). Los relojes que se actualizan solos, ya lo han hecho. Los que no, languidecen con la antigua hora, resistiéndose a aceptar que hay que cambiarla. Ya.

Estos días, hay en marcha una petición para mantener el horario de verano en nuestras islas, no retrasar el reloj y que no se nos haga de noche a la hora de la merienda. No creo que sirva de mucho, aunque ya se han recogido más de 6000 firmas. Yo he firmado.

Hay quien dice que es una barbaridad, que no se puede hacer. Bueno, no sé, a mi no me parece tan descabellado. Somos un archipiélago, hay que coger un avión o un barco (o dos) para salir o entrar aquí. Como en las Canarias. Entendería que fuera diferente si estuviéramos en la península. Pero somos islas. Para lo bueno y para lo malo. Y estamos al este, muy al este.

Vivimos con una hora de diferencia con Galicia, media hora con Madrid. Aquí, hoy el sol ha salido a las siete de la mañana, en Madrid a las siete y media y en Galicia a las ocho. Entiendo que en la península este horario sea más o menos adecuado, pero lo de llegar a casa de noche del cole, cuando era pequeña, era muy triste. Igual que ahora, dentro de un par de semanas, cuando vaya a trabajar después de comer y vea el sol casi poniéndose, me dará un soponcio. Lo sé.

A mí lo que pide el cuerpo cuando es de noche es dormir. A mí lo que me pide el cuerpo cuando es de día es levantarme. No soy fan de madrugar (¡nada!) y en invierno me cuesta especialmente levantarme por el frío que hace, pero prefiero levantarme un poco antes de que salga el sol y salir de la oficina con algo de luz natural que irme por la mañana al trabajo con gafas de sol antes de las ocho de la mañana y largarme de la oficina siendo ya noche cerrada. Luego la gente se sorprende de que no quiera apuntarme a clase de swing a las diez de la noche ¡si ya hace más de cuatro horas que se ha puesto el sol! Yo a esas horas ya voy en pijama, o casi.

Recuerdo el tema horario especialmente duro cuando viví en Creta. Allí amanecía absurdamente pronto y oscurecía aún más absurdamente tarde. No llegué a pasar allí el invierno, pero recuerdo el cambio de hora como lo peor de mi experiencia. Pero incluso en verano, oscurecía tan pronto que parecía que alguien se había equivocado en esto de poner la hora.

A veces, desearía pasar de la sociedad y seguir el ritmo de mi cuerpo. Levantarme cuando sale el sol y acostarme cuando es de noche. Y pasar de todo. Simplemente.

Oye, igual lo hago.

En fin, me voy a hibernar, que ya me toca.

En la foto, el atardecer de ayer, a través de las cortinas.

lunes, 19 de octubre de 2015

"This is not a flowerpot" de Amy Schoeman

Compré este libro en Swakopmund, en uno de mis viajes a Namibia. Me llamó la atención el título, que creo que mal traduje como “No soy un florero”. Leyendo el libro, descubrí que realmente significaba “Esto no es un florero”, aunque no descarto que realmente significara las dos cosas. Quiero pensar que sí.

Según leí en la contraportada, era la historia de una chica que pasa de no tener claro qué quiere hacer con su vida a alguien que escoge la libertad personal y controlar su vida. Así que me imaginé que sería eso: alguien que decide tomar las riendas de su vida, cambiar, dejar de ser el florero del título y empezar una nueva vida. Y sí, bueno, es algo así, pero la protagonista tarda toda la novela en tomar esa decisión. Toda la novela. Enterita.

Lizelle, su protagonista es una chica sudafricana que, en un viaje a Europa, conoce a un tipo con el que al principio no congenia nada pero del que se acaba enamorando y con el que se acaba casando. En seguida, su relación entra en una espiral de abusos y malos tratos que pone los pelos de punta. Ella es una persona con la autoestima por los suelos, nunca ha tomado las riendas de su vida, ha estudiado lo que sus padres han querido y tiene una madre bastante insoportable, más preocupada del qué dirán que de la felicidad de su hija. La relación con su marido es, para mí, totalmente incomprensible, en todas y cada una de sus fases. Sí, entiendo que te puedas llegar a casar con alguien que no es lo que parecía, pero los intentos que hace ella por salvar su matrimonio con un maltratador me parecen terroríficos. Me acabé de leer el libro esperanzada de que sí, al final tomara las riendas de su vida (¡eso prometía la contraportada!), pero se me ha hecho muy largo y terrible. Y me ha costado mucho entender a Lizelle: por un lado aguantando todo el maltrato físico y psicológico con tal de no romper su matrimonio, pero por otro lado no tiene reparos en tener algunas relaciones extramatrimoniales, como si fuera lo más normal del mundo.

Lo más flipante es que, según la contraportada, es una historia “a veces chocante, a menudo divertida”. Totalmente en desacuerdo. No es divertida en absoluto. Una historia de una relación basada en los malos tratos y los abusos no tiene nada de divertida, pero nada. Y los intentos de humor que tiene son totalmente grotescos. De poner los pelos de punta.

No me ha gustado nada esta historia, no he podido sentirme identificada con su protagonista en ningún momento, no he podido entender cómo aguanta todo lo que aguanta y cómo no corta esa relación antes. Pero no es sólo que la historia sea dura (¿cómo lo va a ser una historia de malos tratos?) es que la venden como lo que no es. Y eso me cabrea.

domingo, 18 de octubre de 2015

La playa, en otoño

Me encanta el otoño. Es mi segunda estación favorita del año, por detrás de mi adorado verano. Me encanta la luz especial del otoño, el intento de volver a tener rutinas, poder dormir muy tapada pero sin pasar frío, la inestabilidad meteorológica, los cambios en la naturaleza, sus atardeceres de colores imposibles, los días de lluvia intensa, los días aún cálidos. Pero lo que más me gusta del otoño son los días inesperados de playa.

Me chifla la playa, en otoño.

En general, me cuesta entender por qué la gente deja de ir a la playa cuando aún hace buen tiempo. Me refiero, claro, a la gente que tiene la playa cerca. Los últimos tres domingos he ido a la playa y sólo había turistas, o prácticamente. Me sorprende lo mucho que nos quejamos (yo me quejo) en verano de no poder disfrutar totalmente de nuestra isla porque está llena de gente y luego, cuando las hordas de turistas ya se han ido, hacer nosotros lo mismo, desaparecer de la orilla del mar. Es algo que no entiendo ni nunca entenderé. Yo no lo hago. Yo voy a la playa hasta que puedo, todo lo que puedo.

Pero yo estaba hablando de lo mucho que me chifla la playa.

Me encanta la incertidumbre de no saber nunca si ese será el último baño de la temporada, la piel de gallina al entrar en el mar, la calidez de los rayos de sol sobre la piel, las playas casi vacías, ir en pantalón largo a la playa, comprobar compulsivamente el parte del tiempo y desear, cuando hay lluvia pronosticada, que falle. Y a veces falla. Me encanta cuando el parte falla así.

Hoy ha sido día de playa. Quizás ha sido el último de este otoño. Tal vez no. Quién sabe. El cielo era azul, azul brillante, apenas salpicado por alguna nubecita despistada. Soplaba algo de brisa, pero sin llegar a molestar. El agua estaba clara, transparente, como una piscina, un poco fría. La arena aún mojada de las lluvias de los últimos días. Había gente, más de lo que cabría esperar de una playa en otoño, pero la mayoría eran turistas silenciosos.

Había tanto silencio y tranquilidad en la playa que el ruido de las olas casi molestaba y todo. Sólo casi.

Las fotos, días de playa, en otoño.






martes, 13 de octubre de 2015

“Platoon” de (y con) Oliver Stone

Ya he hablado por aquí antes del maravilloso proyecto que es CineCiutat. En concreto hablé con motivo de una velada que organizaron con Joseph Fiennes. Y también cuando fui a ver teatro en inglés (ay, ¡tengo ganas de repetir!). Esta vez han organizado otra de esas veladas maravillosas: proyección de “Platoon” y coloquio con su director, Oliver Stone.

No había visto “Platoon” antes. Nunca. He visto algunas películas de Oliver Stone, pero no todas. Vamos, no puedo considerarme una súperfan suya, pero sentía mucha curiosidad por verlo y no quise perder la oportunidad. Eso sí, tuve que ver la película en primera fila, casi me dejo el cuello en la sala, pero eso también significó tener al señor Stone a metro y medio de mí, o así. ¡Si hasta le recogí el micro cuando se le cayó!

“Platoon” me gustó mucho. No soy nada, nada, nada fan de las películas de guerra, pero me encantó. Me gustó más que su “Nacido el 4 de Julio” que vi en su día en el cine. Aunque entonces era una jovencita y tal vez fui incapaz de entender toda la dimensión de aquella película. Supongo que todo el mundo conoce “Platoon” o al menos sabe que retrata la guerra de Vietnam sin romanticismos ni florituras. Es la historia de un joven soldado que llega a Vietnam sin saber realmente a lo que va. Y lo que se encuentra es la cruda realidad de una guerra: muerte y desesperación, demasiadas cosas sin sentido, enemigos que no son necesariamente los que inicialmente se pensaba, violencia inexplicable (¿hay alguna que no lo es?), angustia, dolor, luchas internas sin sentido. Me ha parecido una película trepidante, sus dos horas de metraje se me pasaron volando (y eso que, repito, no me gusta nada el cine bélico) y las interpretaciones me encantaron, las de todos. Qué jovencitos, oye. ¡Si hasta sale el propio Oliver Stone! Qué pena haber tardado tanto en descubrir esta película. No es una película que veré habitualmente (habla de una guerra, es muy dura), pero me encanta como está contada y sé que la volveré a ver. Además, me ha permitido descubrir (y enamorarme d)el “Adagio para cuerdas” de Samuel Barber.

Y después, apareció Oliver Stone. Fue una hora de charla muy interesante, en la que se habló tanto de su último libro “La historia silenciada de Estados Unidos” como de política ¡y hasta de cine! “Yo he venido aquí a hablar de cine”, se quejaba él cada vez que alguien le preguntaba sobre temas de actualidad o política. También habló de “Platoon”, claro, de cómo le sorprendió su éxito, de cómo decidió hacerla cuando vio que lo que se contaba de Vietnam no tenía nada que ver con lo que él había vivido, de las personas reales que conoció y cómo algunas de ellas se transformaron en los personajes de la historia. Me pareció un tipo con el que sería interesante hablar horas y horas. Habrá quien pensará que sus ideas rozan las teorías conspirativas (conspiranoicas las llamo yo), pero lo que está claro es que dice las cosas como las piensa, da su opinión claramente, sin miramientos y sabe argumentar sus opiniones. Un tipo muy interesante.







miércoles, 7 de octubre de 2015

Por qué me llevo los gorros de ducha de los hoteles

Sí, lo hago.

Yo me llevo los gorros de ducha de los hoteles.

No soy cleptómana de gorros ni aficionada a llevarme el resto de cachivaches que me encuentro en el baño de los hoteles a los que voy cuando viajo, pero los gorros de baño sí que me los llevo.

Empecé hace ya tiempo, cuando el Festival de Primavera era en el buque abuelo de la flota científica española por un motivo muy práctico: allí, las alcachofas de las duchas eran fijas y cuando te querías duchar un día sin lavarte el pelo, si lo hacías sin gorro de ducha, te convalidaban primero de contorsionismo. Así, los gorros de ducha de los hoteles eran mi salvación. No porque sea una rata y no quisiera comprármelos, sino porque nunca me acordaba de comprármelos pero cuando iba a un hotel y veía uno, me lo llevaba a casa. “Para el próximo festival de primavera”, pensaba.

Ahora hemos cambiado de barco y ya no los necesito para eso. La alcachofa no es fija. Pero tenía una cierta acumulación de gorros de ducha en casa (no exageremos, igual 3 ó 4) y no sabía muy bien qué hacer con ellos. Hasta que un día descubrí por internet un uso muy conveniente: guardar los zapatos cuando viajas. Sí, exactamente así:


Es maravilloso. El invento del siglo. Va estupendamente, porque colocas los zapatos perfectamente y no tienes que pelearte con las bolsas del súper que ocupan mucho más y al final siempre molestan.

No contenta con eso, recientemente he descubierto otro gran uso para los gorros de ducha: tapar platos y fuentes con alimentos, antes de meterlos en la nevera. Así:



Fascinante, maravilloso. Increíblemente práctico en su simpleza y practicidad.

Eso sí, yo recomiendo no utilizar el mismo gorro para ambos usos, pero ahí cada uno con sus cosas.

Como decimos por aquí, idó res [*].

                                  [*]

martes, 6 de octubre de 2015

“El mar interior” de Philip Hoare

No sé muy bien cómo ha ocurrido, pero tengo pendiente de reseñar tres libros que he leído recientemente. Bueno, sí lo sé. Uno lo acabé hace más de un mes (o igual dos) pero no había encontrado el momento de escribir sobre él. Y los otros dos los acabé hace sólo dos días. Cosas que pasan cuando lees simultáneamente.

El que lleva más tiempo esperando en la recámara es éste libro de Philip Hoare, “El mar interior”, una mezcla de ensayo, novela de viajes y divulgación científica. Un tipo curioso, este Hoare. Antes de dedicarse a escribir, trabajó en el mundo de la música, música punk para más señas. Después, su amor por el mar le ha llevado a viajar por todos los mares de la tierra y a escribir sobre ello. Hoare es un amante de la naturaleza en general, del mundo marino en particular y de los cetáceos más concretamente. Y ese amor se refleja claramente en este libro, con una sutileza casi poética pero a la vez con infinidad de datos interesantes sobre los mares que ha surcado, las gentes que se ha encontrado y los animales que ha tenido la suerte de ver. Datos históricos, conocimientos sobre biología y reflexiones personales se mezclan en un libro que, cuando lo empecé, no sabía muy bien de qué iba y, según avanzaba, me impacientaba por saber qué nueva sorpresa traería el siguiente capítulo.

Me resulta difícil destacar algo que me haya llamado la atención, porque han sido muchas cosas: desde las historias de zifios que llegan al Támesis, leyendas maoríes, reflexiones personales, detalladas descripciones de animales que creo que no tendré oportunidad de ver en mi vida o historias de animales extintos y las dudas razonables sobre si realmente están extintos o no. Como el tigre de Tasmania, un animal que me resulta fascinante creo que desde que vi uno disecado en el Museo de Historia Natural de Bruselas, junto a la grabación del último ejemplar vivo. Leer este libro me ha llevado a lanzarme a internet a buscar información después de leer casi cada capítulo: intentando saber más de estos animales casi extintos, ver fotos de las especies de las que habla y hasta comprobar la existencia de sitios fantásticos que ha visitado. Es un libro lleno de información pero que, al menos a mí, incita a conocer más del mar. Igual es porque a mí ya me fascinaba el mar antes de leer el libro, qué se yo. También tiene un punto casi triste, melancólico, con algunos trozos que me han encogido un poco el corazón, como éste:

“Pero tener una playa en casa es imposible, por muchos montones de guijarros que se acumulen en los estantes, como si de una morrena de recuerdos se tratara, acumulando un polvo que se nutre de la propia descomposición de mi ser”.

Efectivamente, es un libro en el que se habla de mucho y del que se aprende mucho, pero como él mismo dice en esta entrevista, al final "de lo que se acaba hablando es del hogar de cada uno de nosotros, de lo que cada uno considera su casa". Del mar interior, ni más ni menos. Y como dice aquí, “El mar, igual que la imaginación del escritor, arrastra todo tipo de obsesiones, historias y ambiciones. Escribir tiene mucho que ver con sumergirse sin saber qué ocurrirá”.

Ya lo digo yo todo lo que puedo. El mar, siempre el mar.

Lo dicho, un tipo fascinante este Hoare. Yo no lo conocía, me lo descubrió un amigo prestándome este libro y ahora me leeré su libro anterior (también prestado), “Leviatán o la ballena”. El siguiente paso será leer “Moby Dick” que no, a pesar de mi amor por el mar, nunca he leído. Tengo en casa una versión inglesa en papel, que nunca me he atrevido a empezar. Igual me atrevo este invierno.

jueves, 1 de octubre de 2015

Cosas jurásicas

Descubrí a Michael Crichton hace más de veinte años, con la fiebre de “Parque Jurásico”. Me compré el libro cuando la película de Steven Spielberg ya se estaba gestando y me flipó. A partir de entonces, leí muchas de sus novelas, aunque mi favorita sobre todas las demás es “Esfera”. La manera de escribir de Crichton me parecía fascinante: además de enganchar, dotaba a sus historias de un trasfondo científico que me atraía muchísimo. Y eso que yo entonces no era ni un proyecto de científica. O igual sí y aún no lo sabía.
 
Cuando estrenaron este verano “Jurassic World”, sabía que la quería ver. En su día, vi “Parque Jurásico” con la superioridad moral que me daba el conocer previamente la historia y la pedantería de mi yo cinéfila adolescente dispuesta a decir aquello de “prefiero el libro”. La verdad es que la película me impresionó por sus efectos especiales y espectacularidad, pero me decepcionó por cómo muchas cosas del libro ni siquiera aparecían (como la secuencia que más ganas tenía de ver, con dinosaurios voladores o el elefante en miniatura que tenía Hammond), cómo muchos personajes habían cambiado (incluyendo la muerte o no de algunos personajes) y cómo la parte científica quedaba relegada a unas cuantas explicaciones al principio. Eso sí, la banda sonora de John Williams es de lo mejorcito que se ha escrito de música de cine. Qué maravilla. Sentía mucha curiosidad por “Jurassic World”, por cómo seguía la historia veinte años después y por cómo los efectos especiales permitirían ahora ver los dinosaurios. He de admitir que, en su momento, ni vi ni leí las secuelas del “Jurassic Park” original pero ahora, veinte años después, sentía curiosidad, mucha.

Cuando vi “Jurassic World” hace un par de meses, me pareció todo un espectáculo. Me lo pasé en grande, debo admitirlo, aunque es cierto que también me pasé gran parte de la película con los ojos cerrados: soy muy miedica, odio los sustos y aguanto fatal los momentos esos de tensión en los que sabes que va a pasar algo. Yo fliparía con una peli como ésta, pero en la que no pasara nada, sólo viendo cómo sería el parque y qué animales habría. Pero claro, eso no sería espectáculo, eso no es lo que quiere el público mayoritario. La historia es la misma: una isla, dinosaurios, un par de niños y las cosas que se descontrolan. Después de verla, tuve necesidad de ver la peli original. Y es alucinante ver cómo han cambiado las cosas, no sólo las técnicas de efectos especiales, sino mucho más que eso. Por ejemplo, en “Jurassic Park”, hay un técnico del parque que se pasa la peli fumando en la sala de control. ¡Fumar en el lugar de trabajo! ¡Mostrar gente fumando en una peli! ¡Impensable! La peli original en su día fue el no va a más de efectos especiales; obviamente, la actual la supera con creces. También me llamó la atención una cosa igual un poco tonta: en la original, un número muy limitado de personas se encuentran en la isla, mientras que en la actual, la isla está llena de visitantes. Está claro que hoy en día lo de las multitudes llama más la atención, el miedo colectivo está más a la orden del día que nunca y es más espectacular. En la primera peli, el espectáculo eran los dinosaurios. En ésta, ellos son importantes sí, pero todos los demás aspectos se han cuidado muchísimo, intentando ser mucho más espectacular en todo.

Y luego están los homenajes. Es divertido identificar cosas de la peli original, planos similares, recuerdos, curiosidades. Recuerdo que en su día hubo bastantes comentarios por el hecho de que Spielberg había tenido el coraje (o la valentía o el morro) de incluir la mercadotecnia de la película dentro de la propia película y hasta eso se recuerda en ésta, con uno de los personajes vistiendo una camiseta de “Jurassic Park”.

Después de ver la primera película, me entraron ganas de volver a leer la novela de Michael Crichton. Dicho y hecho. La verdad es que no me ha entusiasmado tanto como la primera vez que la leí (soy veinte años más vieja), pero sí que conserva toda la frescura y la diversión que recordaba. Lo primero que me ha sorprendido es que el nombre de isla, en la versión española que yo tengo, la han cambiado de “Isla Nublar” a “Isla Nubla”, lo que me ha perturbado bastante. Pero bueno, me ha servido para revisar todas las diferencias entre la cinta y el libro (más de las que recordaba) y todos los homenajes que la nueva película ha hecho a la novela original (¡por fin dinosaurios voladores!). Ha sido divertido volver a leerla, he pasado muchos ratos buenos este verano con dinosaurios, pero también me quedé un poco saturada. Igual ahora es buen momento de ver las secuelas de la peli original. O no, ya veré.

martes, 29 de septiembre de 2015

Transparente

A lo mejor no os habéis dado cuenta, pero soy transparente.

Probablemente no os habéis dado cuenta precisamente por eso, porque soy transparente. Y no me veis.

Y no, no mola tanto como a simple vista parece.

Ser transparente no es un súperpoder. No es lo mismo ser transparente que ser invisible. Ser invisible sí que es un súperpoder. Pero ser transparente, no.

Ser transparente es lo que ocurre cuando la gente a tu alrededor no se da cuenta de que estás, de que existes. Cuando te cruzas con gente que conoces y no te saludan. Cuando intentas entrar a través de unas puertas automáticas y éstas no se abren. Cuando propones un plan a un grupo de gente y luego quedan para llevarlo a cabo y no te avisan. Cuando hablas con alguien que va contigo a clase de lo que sea y te dicen “Ah, ¿pero tú vas a mi clase?”. Cuando después de ir a algún sitio donde hay gente que conoces, no sólo no te ven sino que encima al día siguiente te preguntan por qué no fuiste. Cuando dices cosas en reuniones y nadie las oye, aunque luego alguien lo repite y reaccionan como si fuera la primera vez que lo escuchan. Cuando vas con alguien y te encuentras a un conocido común y éste sólo saluda a tu acompañante. Cuando sales con un grupo de amigas y nadie se acerca a ti. Cuando entrenas con gente durante semanas y luego, cuando te los encuentras por ahí, no te reconocen. Cuando coincides en reuniones (sociales o laborales) con gente de manera más o menos regular y cuando se presentan y les dices que ya os conocéis, te dicen que no. Cuando la gente te dice a la cara “Claro, no viniste porque no podías” y tú les tienes que convencer de que no, de que no fuiste porque nadie se acordó de invitarte.

No negaré que a veces sí que mola un poco ser transparente.

Pasar inadvertida.

Yo, durante muchos años, lo he sido sin que me importara.

De hecho, las pocas veces que no he sido transparente, me he sentido incómoda. Lo de ser visible no se lleva muy bien cuando estás acostumbrada a ser transparente.

Entre las veces que no he sido transparente, tengo que destacar especialmente cuando he estado en Namibia. Allí, en general, era visible. Muy visible. Mujer blanca en mitad del continente negro. Visibilidad total. Encima, mis rasgos son claramente no germanos, así que no podía pasar por una blanca namibia, descendiente de los antiguos colonos. Y aún así, incluso allí, en ocasiones fui transparente. En las veces que el número de turistas que se paseaban por la ciudad era importante, me volvía de nuevo transparente. Y molaba. Porque lo de ser visible se me hacía un poco incómodo. También fui muy visible, primero allí y luego aquí, cuando me hice las trencitas namibias. Sinceramente, pensaba que allí no llamarían la atención, pero me equivocaba: una blanca con peinado de negra no es algo habitual allí. Así que me hice doblemente visible. Mujer blanca con peinado negro. ¡Incluso me salió un novio himba! Pensé que al volver a mi continente blanco, volvería a mi transparencia, pero no: de vuelta a casa, las trencitas me hacían completamente visible. Me sorprendió e incluso me molestó. La gente lleva miles de peinados distintos, variados o mucho más originales que mis trencitas. Bueno, tal vez la gente que lleva esos peinados también es visible. Luego llegué a una terrible conclusión, cuando alguien me dijo lo que costaba hacerse el peinado que yo llevaba aquí: 10 euros por trencita. Yo llevaba 11. Así que tal vez mi visibilidad era meramente económica: la gente pensaba que me había gastado 110 € en ese peinado, cuando la realidad era que me había gastado menos de 5 €. Eso me hizo sentir muy incómoda con esa recién adquirida visibilidad. Tal vez por eso llevé por aquí las trencitas menos de una semana.

La cuestión es que últimamente me he cansado de ser transparente. Pero tampoco me siento muy cómoda siendo visible. Mostrar carne suele ser un buen truco para volverse visible pero, aunque tengo un generoso canalillo mostrable, no me gusta enseñarlo. Una cosa es ser visible y otra ser llamativa a base de escotes, ropa o complementos. Tampoco me sale. Así que ahí estoy, entre la disyuntiva de seguir siendo transparente o la tentación de visibilizarme un poco.

Y no sé qué hacer.

Porque ser transparente me cabrea. Pero ser visible me resulta incómodo.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Mis dos yos

Ya lo he comentado en alguna entrada anterior, la primera semana de septiembre organizamos una reunión en la oficina. Es decir, una de esas reuniones que hago a veces por el mundo (o sea, a Roma), la montamos nosotros en mi isla. Entre muchas otras cosas, esa semana me sirvió para descubrir una cosa de mí que no sabía: tengo dos yos. Y dos yos muy diferentes y casi contradictorios.

Mi yo laboral es el que me acompaña en esos viajes. Es un yo aparentemente fuerte, decidido, seguro de lo que hace. Es el yo de no callarme en las reuniones ni debajo de las piedras (sólo me he callado en una, en la que me advirtieron que yo no debía hablar, porque formaba de un grupo más grande claramente liderado por alguien que no era yo, claro). Mi yo laboral opina sobre todo, discute sobre todo y toma decisiones sin casi parpadear.

Mi yo personal es con el que convivo cuando estoy en mi isla y en mi entorno. Es un yo bastante más discreto, callado, casi tímido en público, aunque igualmente hablador con la gente más cercana. Es un yo transparente, ese que hace que en reuniones con gente que conozco poco, pase totalmente inadvertida, que la gente no me recuerde, que no sabe qué temas de conversación sacar ante la gente que apenas conoce.

Esa semana, mis dos yos se conocieron y chocaron. Y eso no se ha notado en la reunión, donde estaba mi yo laboral, ni fuera de ella cuando me he socializado con los colegas más cercanos, con los que me une una clara relación de amistad. Se ha notado fuera, pero sólo cuando con esos colegas he frecuentado lugares habituales míos, pero en los que suelo pasar inadvertida, la gente apenas me recuerda y soy sólo una más de un grupo más numeroso de gente. En ese ambiente, en ese momento, en ese lugar, de repente, mi yo laboral le dio cuatro tortas a mi yo personal y se hizo con el mando de mi vida. No fue grave, al contrario, fue divertido, interesante y muy positivo, pero también fue extraño. Mi yo personal empezó a abrazar a mi yo laboral, emocionado. Porque de repente ahí estaba yo, en un ambiente en el que suelo pasar desapercibida, siendo la reina de la pista. Literalmente.

O igual es que había bebido demasiado vino.

En la foto, mis zapatos de baile. Los pobres fueron, en parte, testigos del choque de mis dos yos. Y hasta protagonistas.

lunes, 21 de septiembre de 2015

La manta de la vida

El otro día hablaba de una lectura conjunta y hoy voy a hablar de un proyecto con agujas conjunto. No es la primera vez que tejo en grupo, de hecho es algo que me gusta mucho, pero sí es la primera vez que tejo con fines solidarios.

“La manta de la vida” es un proyecto que surgió de un grupo de tejedoras decididas a hacer algo por el pueblo sirio. Ellas, como muchos otros, han sentido la frustración de ver lo que pasa en Siria, con una guerra que ya dura demasiado y que únicamente ha parecido tomar relevancia en las últimas semanas, cuando la ola de refugiados sirios ha llegado a Europa. Y formaron un grupo en facebook, un grupo de tejedoras, para tejer mantas que se harán llegar a Siria a través de la Asociación de Apoyo al Pueblo Sirio. Un grupo que ya cuenta con más de tres mil tejedoras y al que me apunté, sin saber muy bien si sería capaz de tejer una manta o no.

No sabía muy bien qué hacer o cómo empezar. Con otro proyecto en marcha en el que me cuesta avanzar y una semana por delante en la que sabía que, si tejía, debía ser algo sencillo, que me resultara fácil, ameno y agradecido, no sabía cómo hacer una manta ni qué lana usar. Al final, el desencadenante vino de un mensaje de Clara de Pearlknitter: ahí tenía el patrón de una manta preciosa, con un punto maravilloso y fácil de hacer. Era justo lo que necesitaba, en el momento preciso en el que lo necesitaba. Y recordé la gran cantidad de lana gris, gruesa y calentita que me sobró del primer jersey que tejí.

Y me puse a ello.

Y en unos días, tuve mi primera manta. De forma casi cuadrada (85 x 76 cm) pero es resultado de la lana que tenía. Y de tejer así a lo loco, como hago yo.

Así que tengo una primera manta ya lista y en proyecto tejer algún trozo más para unirlo a otros trozos de otras tejedoras de la isla. Porque “La manta de la vida” se nutre de mantas individuales, mantas grupales, mantas a ganchillos y mantas a crochet.

Porque quienes tejemos, tenemos un súperpoder. Y sabemos utilizarlo.

Aquí van las fotos de mi manta, instrucciones para participar y mucha, mucha información sobre el tema.




sábado, 19 de septiembre de 2015

"With Every Letter" de Sarah Sundin

Una de las cosas maravillosas de internet es que te permite conocer gente que comparte aficiones contigo y compartir momentos con ello. Lo de hacer cosas conjuntamente es el paso siguiente y, aunque ya había participado en movimientos de tejer en compañía, nunca había participado en una lectura conjunta.

A través de Lady Boheme, descubrí que Isi organizaba una lectura conjunta en inglés, así que me apunté a lo loco, como suelo hacer yo las cosas. Me gusta leer en inglés, pero lo de hacerlo en compañía me pareció una motivación más.

No sabía de qué iba la novela ni lo que me encontraría, pero poco antes de empezarla, descubrí que su autora pertenece a varias asociaciones cristianas de escritores. No tengo nada en contra la religión en especial ni el cristianismo en particular (bueno, igual algunas cosas, pero trato de no prejuzgar nunca a nada ni a nadie sólo por ser etiquetada de esa manera), pero nunca había leído un libro calificado como “cristiano” (al menos desde que dejé el colegio de monjas en el que estudié), así que me esperaba cualquier cosa. Pero me lancé a leerlo con total alegría.

La historia se enmarca en la Segunda Guerra Mundial. Su protagonista es Mellie Blake, una enfermera de vuelo que nunca ha tenido amigos y se ha sentido sola. Casi contra su voluntad, decide comenzar una relación epistolar anónima con un oficial, dentro de un programa para elevar la moral a las tropas. El oficial, Tom MacGilliver, a pesar de ser un hombre aparentemente alegre, oculta su interior un pasado doloroso. Para ambos, el intercambio de cartas será una manera de abrirse a los demás evitando ser heridos por sus propias inseguridades y medios.

No nos engañemos, el libro es una historia de amor. Yo no soy muy fan de las historias de amor y admito que la parte religiosa me ha molestado un poco a ratos, se nota a leguas que es una novela cristiana y hay momentos que es un poco exagerado. Pero cuando conseguí asumir esa parte, he disfrutado la novela más de lo que creí al principio. Al fin y al cabo, las mujeres que trabajaron como enfermeras de vuelo en la guerra fueron unas pioneras, mujeres fuertes que ¡hasta llevaban pantalones!, trabajando en un entorno hostil, a menudo teniendo que enfrentarse a los hombres de su mismo bando. A pesar de su aparente fragilidad e inseguridad, Mellie es una tía fuerte, con un par de ovarios y me ha caído bien. Y Tom me ha parecido un tipo majo, seguro que muy atractivo, con ese toque de inseguridad que le da su pasado tormentoso.

El tema religioso, como digo, marca mucho la historia. Lo de rezar para que Dios les haga decidir mejor su camino, si deben conocerse o no (entre otras cosas), es probablemente lo que más me ha molestado. Pedir a Dios ayuda para tomar una decisión es una excusa muy poco sutil para creer que las decisiones que toma la gente que lo hace son las correctas. Creo que se han hecho muchas maldades en la Historia basadas en la premisa de “si rezo a Dios y hago X, significa que X es lo correcto, porque el Señor me ha iluminado”. Aparte de eso, el componente religioso está ahí, pero la historia más allá de él es mona, a ratos un pelín ñoña, pero mona.

Éste es el primer de tres libros de una trilogía, los otros dos con protagonistas que son secundarias en esta historia. No descarto leerlos en algún momento, como entretenimiento veraniego o para leer en inglés algo que sé que no me agobiará demasiado.

Y el lunes 21, en el blog de Isi, tendréis el enlace de todas las reseñas de los que nos hemos animado a leerlo y opinar sobre el libro. (Actualización: aquí tenéis el enlace a la entrada del blog de Isi).

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Abarcas rojas

El cuatro de Septiembre, pasará a los anales de la historia meteorológica mallorquina por la gran tormenta que cayó en la isla y de la que ya hablé aquí.

Curiosamente, esa mañana, cuando me calcé las abarcas menorquinas rojas que tengo, y que hacía mucho que no me ponía, me acordé de una foto que hice años atrás, en la época de mi exilio cretense, esta foto.

 
No recordé sólo la foto. Recordé perfectamente la sensación de pies mojados bajo la lluvia, en aquel día de otoño. Recordé que tenía que esquivar los caracoles que habían salido a dar la bienvenida a la lluvia. Recordé también la entrada del blog que hice entonces (otro blog, otro idioma) sobre las extrañas sensaciones que me inspiraba el otoño griego. Revisándola, he encontrado cosas que podrían perfectamente definir estos días, como lo de “Otoño es cuando llevas una semana el paraguas en la mochila y no llueve. O cuando finalmente lo sacas, empieza a llover” u “Otoño es cuando vas caminando y sale agua de la punta de tus abarcas”.

En todo eso pensaba, decía, el día cuatro cuando me ponía los zapatos. Y un segundo pensamiento pasó por mi mente “A ver si hoy no llueve”.

Ja.

Ja, ja.

Llovió y granizó. Y mucho. Y en una escapada que hice hasta el coche para comprobar si el granizo lo había abollado (en ese momento, pareció que no, pero finalmente fue sí), esquivando los charcos y mojándome los pies, hice esta otra foto.


Mucho ha cambiado entre ambas fotos. O muy poco. La tobillera cretense de entonces se ha transformado en una tobillera greco-namibia. Ahora llevo alguna tobillera más. Y las abarcas están más viejas. Pero lo demás… ah, lo demás. Yo creo que no ha cambiado tanto. O al menos, me siento la misma que entonces.

Siete años han pasado entre ambas fotos. Siete.

Ostras, sí que me duran las abarcas.

lunes, 14 de septiembre de 2015

Bella Roma

La semana pasada, volví a Roma.

Ahora sí, definitivamente he perdido la cuenta del número de veces que he ido a esa ciudad.

Y aún así, en cada viaje, en cada visita, sigo encontrando cosas nuevas para visitar, lugares a los que volver y detalles sorprendentes que fotografiar.

Qué bella eres, Roma.












sábado, 5 de septiembre de 2015

Cuatro de septiembre

Ayer fue el último día de una reunión que me ha dejado sin fuerzas, exhausta, algo cabreada y que no pasará a los anales de mi historia laboral precisamente como una maravillosa reunión. Una semana en la que colegas de oficina me han preguntado “Cuando vas fuera a tanta reunión, ¿siempre es así? ¿Siempre trabajáis tantas horas?”. Pues sí. Muchas horas de trabajo, algunas no especialmente agradables, y que te obligan a seguir trabajando días después (por ejemplo, un sábado a las 8 de la mañana, uf). Una reunión cansada, por tener que organizarla, estar pendiente de todo, desde un enchufe extranjero que hay que sustituir hasta cómo organizar un transporte al aeropuerto en medio de un caos circulatorio.

Debo admitir, y lo admito, que las noches han sido divertidas, con una compañera inesperada de casa, con conversaciones sinceras en algunos de mis lugares favoritos de la ciudad, entre copas de vino y buena comida. Ah, y algún bailoteo de lindy hop y hasta boogie con un colega italiano, convenientemente jaleados por el resto de la tropa. Dios mío, hay vídeos de ese momento. Y están en posesión de mi enemigo declarado número uno. Pero no me importa: lo máximo que puede pasar es que me avergüence de lo mal que bailo. Aunque siempre le puedo echar la culpa a mi pareja de baile, aunque no es el caso.

Ayer, además, me entristeció intensamente una tontería tan tonta que, probablemente, al acabar esta frase, ya habré olvidado. Ay, pues no. Bueno, pero fue una chorrada de esas que, con el cansancio y el cabreo acumulado de toda la semana, se te clava en el corazoncito (o por ahí dentro) de una manera tonta, te pone los ojos rojos y te hace enfurruñar. Pero es tan tonta que al final de este párrafo, ya la habré eliminado de mi mente.

Pues tampoco.

Bueno, seguro que, dentro de un tiempo, cuando relea esto, ni siquiera sabré a qué me refería. Es muy probable. Suele pasar. Yo soy así.

Es igual. El cuatro de Septiembre pasará a los anales de la historia meteorológica mallorquina como el día que cayeron granizos de hasta 5 cm del cielo y se batieron records de lluvia. Porque sí, ayer granizó, llovió, tronó, sopló viento fuerte, hubo inundaciones, árboles caídos, vuelos con retraso, cancelaciones y carreteras colapsadas. Fue un día extraño, complicado, agotador. Fue un día de esos que probablemente sería mejor olvidar. Aunque sé que nunca lo olvidaré, porque mi CocheCapricho ha quedado marcado para siempre (en techo y capó) con unos pequeños cráteres fruto de la granizada matutina.

Snif, snif.

Estas son algunas de las imágenes de un día histórico (e histérico).







jueves, 3 de septiembre de 2015

En la lonja

Suena el despertador, son las cinco y diez de la mañana. En ese momento, maldigo la idea que tuve de ofrecer una visita a la subasta de pescado a los colegas de varias nacionalidades que esta semana están en una reunión con nosotros. De unos veinte participantes se han apuntado nueve. No está mal, teniendo en cuenta que la subasta empieza a las cinco y pico de la mañana y, en estas reuniones, los días se hacen particularmente largos.

Me levanto y espero que una colega francesa, que por motivos que no vienen a cuento acojo estos días en casa, se duche para ducharme yo. Qué raro es compartir casa.

Pasan unos minutos de las cinco y media cuando salimos de casa. La lonja de pescado está a apenas cinco minutos, pero toca hacer ruta por varios hoteles para recoger a algunos colegas. Un grupo de italianos, que ha alquilado un coche, me ayuda en la recogida.

A las seis en punto nos encontramos todos a la puerta de la lonja. Es sorprendente, a esas horas la ciudad está prácticamente muerta, pero cuando te acercas al puerto, el olor a pescado, el murmullo de conversaciones, la acumulación de camiones frigoríficos y el sonido de los mandos a distancia que se usan en la subasta denotan que ahí, detrás de las paredes naranjas de ese edificio de líneas rectas, se cuece algo.

Nos reciben dos representantes de los pescadores que nos acompañarán en la visita. Hace tiempo que no los veo y siempre es agradable charlar con gente del sector, que nos dan un punto de vista de lo que pasa en el mar más allá de los datos, los modelos matemáticos y las aproximaciones científicas. Entramos en la lonja y, ante nosotros, se descubre todo un mundo de criaturas marinas.

Siempre me sorprende, fascina y alegra una visita a la subasta de pescado. Y la sensación es extrapolable a cualquier lonja del mundo, a cualquier mercado y a cualquier puerto en el que veo desembarcar pescado. Esta vez, además de la fascinación del lugar, observo fascinada la reacción de mis compañeros de visitas: vienen de Italia, de Francia, de Grecia, de Colombia y hasta de Bruselas. Aunque al principio intentamos mantener un poco de orden, al final acabamos todos desperdigados entre las cajas que ya han sido subastadas, colocadas ordenadamente para que los compradores las recojan, cuando acabe la subasta.

La muy apreciada gamba rosada, merluzas, cabrachos, peces planos, muchas rayas y bastantes tiburones, el dorado o llampuga, del que tan sólo hace una semana que empezó la temporada o los galanes o raors, cuyo elevado precio (más de cincuenta euros el kilo) refleja que la temporada empezó sólo un día antes. Peces espada, un dorado macho, con su característica cabeza, de tamaño desmesurado, morenas, peces planos y hasta alguna langosta, ahora que su temporada casi ha acabado ya.

No sé cuánto tiempo pasamos mirando las cajas, comentando las especies, respondiendo a las preguntas que los colegas nos hacen. En un momento dado, nos vamos hacia el fondo de la lonja, a la parte de las cámaras donde se guardan las capturas de la tarde anterior y salimos por la puerta del costado, la que da al mar y a la Catedral, la que tantas veces atravesé en los años en los que pasaba días enteros en el mar, en barcos pesqueros. Uno de los dos palangreros de fondo de la isla está desembarcando su captura: peces espada. Nos acercamos a verlo: aunque su puerto está en el norte de la isla, el mar le ha obligado a cambiar de ruta y acabar hoy aquí. Vemos cómo los enormes peces espadas pasan delante nuestro mientras, al fondo, las primeras luces del amanecer se adivinan en el horizonte.

Un poco después de las siete decidimos que es hora de tomarse un café, nos dirigimos a la cafetería del Club Náutico con vistas a un ambiente muy distinto al que acabamos de ver: yates enormes en los que ni podemos soñar con estar. Nos tomamos el café (yo té) y charlamos de lo que acabamos de ver. En la mesa, se habla castellano, catalán, italiano, griego, francés e inglés.

Poco antes de las ocho, volvemos a los coches y nos dirigimos a la oficina. Estamos cansados y somnolientos, nos espera un largo día por delante. Pero llevamos las retinas cargadas de imágenes que nos acompañarán todo el día.









domingo, 30 de agosto de 2015

Póker de voces

Póker de Voces es un cuarteto formado por Daniel Diges, David Ordinas, Ignasi Vidal y Pablo Puyol, cuatro voces del mundillo musical nacional. Conocía a Diges por haber participado en Eurovisión, a Ordinas porque mi hermana la gafapasta ya me había hablado de él y Bichejo es muy fan, Vidal era para mí el menos conocido y Puyol el más mediático, ya que protagonizó una serie muy famosa hace unos años (de la que creo que no vi ni un capítulo entero, lo admito). Póker de Voces actuó ayer en un pueblo del levante mallorquín, del que es nativo David Ordinas y famoso por sus verbenas (el pueblo, no Ordinas) de finales de verano.

Hace ya unas semanas que mi hermana la gafapasta me insistía en ir a este concierto. Pero, como suele pasar en verano, los planes se me habían acumulado y hacía ya semanas que tenía reservado ese día. Y un plan que incluye las palabras “amigas”, “chiringuito de playa” y “comer con los pies en la arena” es inaplazable. Pero, maravillas del verano y de una gran planificación previa, al final pudimos concentrar adecuadamente los planes y pasamos del chiringuito al helado, del helado a la playa y de la playa a la ducha para, de vuelta a la carretera, irnos al concierto de Póker de Voces.



Total, que ayer nos chupamos más de 200 Km de carretera. No está mal para una isla cuya longitud máxima de este a oeste no llega a los 100. Parecíamos turistas locas por conocer toda la isla en un solo día.

Pero yo había venido aquí hablar de cuatro chicos maravillosos.

Admito que no tenía ni idea de qué me iba a encontrar. Tan despistaba iba que ni me preocupé de haberme olvidado en casa la cámara de fotos que siempre llevo en el bolso. Menos mal de amigas con móviles que hacen fotos decentes, que sino, ni un recuerdo decente me hubiera traído a casa.

Pero me vuelvo a despistar. El concierto de ayer de Póker de Voces fue un espectáculo maravilloso, alegre, divertido, refrescante y sorprendente. Me lo pasé genial, salté, reí, canté y acabamos tan cerca el escenario que bromeábamos diciendo que acabaríamos encima, cantando con ellos. Encima del escenario no acabamos, pero ellos sí que acabaron su actuación abajo, entre el público, paseándose, haciéndose fotos, cantando con la gente, abrazando y saludando a todo el que se encontraban en su camino. Qué majos son estos chicos, qué bien cantan, qué buen rollo transmiten, qué felicidad, qué voces, qué profesionalidad, qué humor. Canciones de musicales, pop y hasta algo de ópera (me chifla, me chifla, me chifla el “Nessum dorma” de Turandot), todo sazonado con una pizca de baile, humor y muy, muy buen rollo.

Me encanta ver cosas que me gustan. Me encanta que me hagan disfrutar viendo cosas que me gustan. Me encanta ver cosas que me gustan hechas por gente que disfruta con lo que hace.

Llamadme simple, pero creo que con espectáculos como éste, con artistas como estos, el mundo es un poquito mejor.O, al menos, nos hacen la vida un poco más bonita a los demás.

La foto la hizo una amiga, la cámara de mi móvil es desastrosa para estos eventos. Y como muestra, además de los enlaces, dejo un vídeo de una de sus actuaciones anteriores. Qué grandes.