domingo, 1 de noviembre de 2015

De cementerios y fantasmas

Es una noche de otoño, víspera de Todos los Santos. Estamos en un pueblecito limítrofe entre la Serranía y la Alcarria y es precisamente esa situación fronteriza la que le da nombre. Hace frío. Las calles están iluminadas por una luz tenue proveniente de decenas de calabazas que, vaciadas con esmero por los niños del pueblo durante todo el día, iluminan ahora desde el otro lado de las ventanas de las casas. No, no estamos ya en el siglo XXI celebrando una fiesta yanqui importada, estamos a principios de los años 50 y, en este pueblo, ya hace mucho tiempo que se vacían calabazas para utilizarlas como faroles, aunque sus habitantes nunca han oído hablar de Halloween.

Un grupo de chiquillos corretea por las calles, deben tener unos diez años. Deberían estar ya en la cama, pero es la víspera de Todos los Santos y hoy puede pasar de todo. Hasta trasnochar. Se dirigen a los límites del pueblo, hacia el norte, entre risas nerviosas, tiritando de frío bajo sus jerséis y mantas, tiritando por el respeto, por el miedo que impone una noche como ésa. Van hacia el norte, saliendo del pueblo. Atraviesan la carretera, prácticamente a oscuras. Y allí se paran, en el borde del camino que asciende al cementerio.

Durante un instante, están todos callados. Nadie dice nada, nadie se atreve a dar el primer paso. Hasta que uno de los chicos, uno de nariz respingona, le da un codazo al compañero que tiene más cerca. “Venga, tú primero”. El resto empieza a jalearle. Se ha acabado el silencio, se ha acabado el esperar, toca pasar a la acción. Alguien le entrega un martillo y un clavo. “Venga, tú puedes”.

El chico, el más pequeño del grupo, da un par de pasos en dirección al cementerio. Camina apenas dos metros, en la oscuridad casi total de aquella noche sin luna. Y vuelve corriendo junto al grupo, soportando las risas de sus compañeros. Le entrega el martillo y el clavo al primer muchacho que se encuentra, un chico rubio con pecas. El chico emprende el mismo camino cuesta arriba y se aleja algo más. Pero vuelve también enseguida. Así, uno tras otro, los chicos intentan cumplir el reto que cada año se imponen a ellos mismos: llegar a la puerta del cementerio y clavar un clavo en su puerta. Lo intentan dos, tres, cuatro. Cuando ya sólo quedan tres chavales por probar, es el turno de un chaval gordito, tapado con una manta bajo la que no ha parado de temblar. Coge el martillo y el clavo, decidido a llegar a lo alto del camino, a la puerta del cementerio.

Sus compañeros le jalean, le lanzan gritos de ánimo. Llega un momento en que apenas los oye, pero sabe que no están muy lejos, el camino no es demasiado largo. El corazón le palpita ahora tan fuerte que el resto de sonidos le parecen lejanos e irreales. Pero su agudo oído le permite distinguir ruidos a ambos lados del camino, ruidos extraños, ruidos que no conoce, que no distingue, que no sabe qué son. Pero los ignora. Debe seguir, debe seguir.

En la penumbra de la noche distingue las sombras del cementerio. Ahí está, a sólo unos metros. Se coloca frente a la puerta y toca, con manos frías, la madera de ésta. Ya está, ha llegado. Se gira un momento y ve, a lo lejos, el pueblo apenas iluminado por las velas, desprendiendo una luz fantasmal que le aterra más que tranquiliza. Pero ya ha llegado, así que ahora tiene que hacerlo. Con manos temblorosas, apoya el clavo en la puerta e intenta clavarlo con el martillo. Falla una, dos veces. Casi se machaca un dedo, pero lo intenta una tercera vez. El sonido metálico del martillo contra el clavo le estremece. Siente cómo la madera cede, dejando paso al clavo. Otro martillazo, otro. Tres bastan. Es hora de volver. Sonríe para sí y se da la vuelta, dispuesto a volver, victorioso, con sus amigos.

Pero en ese momento, nota alguien tirando de su manta. Pega un grito e intenta zafarse del ente desconocido que intenta agarrarlo. Tira de nuevo de la manta y nota como aquel ser extraño la sigue agarrando. Así que, con un nuevo grito, sale corriendo colina abajo, abandonando su manta. Cuando llega junto a sus amigos, éstos le reciben con gritos de alegría, de ánimo, de sorpresa, de admiración. Pero él no se para siquiera, sigue corriendo, atravesando la carretera sin mirar, camino del pueblo, gritando: “¡Fantasmas, fantasmas!”. El resto del grupo, sin saber de quién o, peor aún, de qué huye el muchacho, le siguen, gritando como él. No paran ni para despedirse, ni para reunirse, ni para hablar de lo que ha pasado; cada uno corre hacia su casa, sin mirar atrás.

Al día siguiente, se encuentran todos en la iglesia, a la hora de la misa. No se miran, están todos cabizbajos, muchos de ellos no han podido dormir del miedo, del terror al pensar que han despertado alguna fuerza maligna que irá a por ellos. Por todos ellos. A la salida de la iglesia, el valiente vencedor del reto mira hacia el norte, hacia la calle que sale del pueblo en dirección al cementerio. Y se dirige a él, despacio.

- Eh. – le grita el chico de nariz respingona. - ¿Dónde vas?

- Tengo que recuperar la manta.- contesta, sin casi mirarle.- Mi madre me dio ayer una paliza por perderla.

Y se dirige, arrastrando los pies, hacia la iglesia. El chico de nariz respingona ni siquiera se ofrece a acompañarle.

Así que sale del pueblo, despacio y atraviesa la carretera. El cementerio está ahí, muy cerca, mucho más cerca de lo que parecía la noche anterior. Sube poco a poco por el camino, mirando el día sorprendentemente soleado que ha amanecido, los campos que rodean el pueblo, la colina en el otro extremo donde, años después construirán una torre que se acabará conociendo como El Cristo. Suspira, resignado. Tiene que enfrentarse al fantasma, al monstruo que le robó la manta la noche anterior. Sigue su camino y le parece atisbar la manta, allí, junto a la entrada del cementerio. Tal vez el monstruo se asustó tanto como él, tal vez huyó como él, dejando en su camino la vieja manta.

Ahí están, la puerta y la manta. La coge y tira de ella. Pero algo la retiene. Tira un poco más fuerte y se da cuenta de que lo que la retiene, lo que la retuvo anoche es el clavo que él mismo clavó en la puerta. El clavo que clavó en la puerta atravesando en su camino su propia manta. Frunce el ceño, entre enfadado y aliviado. Saca el clavo, después de varios intentos y usando las dos manos y lo tira al suelo. Dobla la manta y se la coloca bajo el brazo. Cuando ya se dirige de vuelta al pueblo, triste pero calmado, vuelve sobre sus pasos, lo recoge del suelo y vuelve a clavarlo en el hueco que ha dejado en la madera. Será un patoso, pero también fue un valiente llegando hasta allí y quiere que el clavo sea testigo de su triunfo.

Cuando por fin entra en el pueblo, con la manta bajo el brazo, sus amigos están todos reunidos delante de la iglesia. Se acercan hasta él corriendo y le preguntan por la manta y por el fantasma. Hasta que alguien se atreve a preguntar:

- Pero… ¿llegaste a la puerta del cementerio o no? ¿Clavaste el clavo?

- Compruébalo tú mismo. – sonríe él. Y se aleja hacia su casa, sonriendo.

En la foto, un atardecer de finales de octubre, en otro lugar, en otro tiempo.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Deshaciendo

Los hilos que ilustran esta entrada eran, hace un rato, la espalda (y parte del delantero) de un jersey. Lo he deshecho todo porque, aunque estaba quedando bien, en algún momento me lié con las medidas y las proporciones y estaba quedando muy grande. Demasiado. Le sobraban veinte centímetros de ancho. Así que, aunque me duele mucho deshacer, he deshecho.

Deshacer algo que tenías a medio tejer es aceptar que lo que habías hecho estaba mal, que no es lo que querías o lo que esperabas, que si sigues por ese camino, conseguirás algo que no es lo que planeabas. Deshacer implica que todo el trabajo que has hecho hasta ese momento, no sirve de nada, que tienes que volver a empezar de cero, que tienes que aceptar la derrota, que te han expulsado de la carrera y tienes que volver a la casilla de salida y empezar de nuevo.

Quiero pensar que, cuando deshago, aprendo. Eso es lo que dicen, cada vez que deshaces, todo lo anterior no cae en saco roto, aunque lo deshagas, aunque ya no exista, en el proyecto has aprendido muchas cosas, tanto haciendo como deshaciendo. A veces aprendes que debes ir con más cuidado cuando tomas medidas o haces cálculos, a veces aprendes que hay cosas que se te irán de las manos aunque creas que las tienes controladas, a veces aprendes que es mejor parar y rectificar que ser cabezona y seguir adelante.

Sin embargo, cada vez que deshago siento la sensación del fracaso. Fracaso de todo lo que no he hecho bien pero, sobre todo, fracaso por todo ese tiempo que he invertido y cuyo esfuerzo no se verá nunca reflejado. En realidad, supongo que sí, que ese esfuerzo quedará patente en el resultado final, que será mucho mejor una vez rectificado que si hubieras seguido adelante haciéndolo mal. Pero me cuesta verlo de una manera tan positiva, ver más allá del fracaso de tener que volver a empezar, de obviar todo lo hecho hasta ese momento.

Por si no os habéis dado cuenta, no hablo sólo de lanas. Hablo de preparar proyectos que luego no llegan a ningún lado, hablo de pasarte horas preparando currículos para un puesto que no te van a dar, hablo de relaciones que intentas hacer funcionar, hablo de dedicarte horas y horas de tu vida, muchas ilusiones y esperanzas, mucho esfuerzo invertido que luego, por cualquier motivo, se lo lleva el viento. Al principio, cuando empiezas con algo de eso, tienes la ilusión y la esperanza de que sí, que todo va funcionar perfectamente. Luego, hay un punto en el que empiezas a dudar. A veces sabes que debes parar ya y no seguir, pero a veces sigues esforzándote porque crees que oye, tal vez sí, y le dedicas aún más tiempo. Y luego, cuando por fin llegas al final, cuando ves que no ha servido para nada, porque ya tiras la toallas porque no te queda otro remedio, miras atrás y maldices el tiempo invertido en ese proyecto, en esa relación, en “eso” a lo que dedicaste tanto y no sirvió de nada.

Supongo que, con el tiempo, acabas aceptando que sí, que hasta de esas negativas y esos proyectos frustrados aprendes cosas buenas. Que el próximo irá mejor, porque ya tienes la experiencia previa, pero también tienes más miedos. Porque sabes que por mucho tiempo que le dediques, por mucho esfuerzo, puede salir mal. Y no te queda otra que pararte, respirar, deshacer el camino andado o los hilos tejidos y volver a arrancar. Con fuerzas, ilusión pero con un punto de precaución que, hasta entonces, no tenías.

Creo que a eso se le llama madurar.

domingo, 25 de octubre de 2015

Cambio de hora

Son las seis y media de la tarde y ya es noche cerrada. Hace más de una hora que tengo las luces de casa encendidas.

Bienvenido cambio de hora, bienvenido horario de invierno.

Hoy es un día absurdo, los relojes de mi casa marcan hasta tres horas diferentes (mi televisor inteligente ha decidido retrasarse dos horas, como si, repentinamente, se hubiera mudado a las Canarias). Los relojes que se actualizan solos, ya lo han hecho. Los que no, languidecen con la antigua hora, resistiéndose a aceptar que hay que cambiarla. Ya.

Estos días, hay en marcha una petición para mantener el horario de verano en nuestras islas, no retrasar el reloj y que no se nos haga de noche a la hora de la merienda. No creo que sirva de mucho, aunque ya se han recogido más de 6000 firmas. Yo he firmado.

Hay quien dice que es una barbaridad, que no se puede hacer. Bueno, no sé, a mi no me parece tan descabellado. Somos un archipiélago, hay que coger un avión o un barco (o dos) para salir o entrar aquí. Como en las Canarias. Entendería que fuera diferente si estuviéramos en la península. Pero somos islas. Para lo bueno y para lo malo. Y estamos al este, muy al este.

Vivimos con una hora de diferencia con Galicia, media hora con Madrid. Aquí, hoy el sol ha salido a las siete de la mañana, en Madrid a las siete y media y en Galicia a las ocho. Entiendo que en la península este horario sea más o menos adecuado, pero lo de llegar a casa de noche del cole, cuando era pequeña, era muy triste. Igual que ahora, dentro de un par de semanas, cuando vaya a trabajar después de comer y vea el sol casi poniéndose, me dará un soponcio. Lo sé.

A mí lo que pide el cuerpo cuando es de noche es dormir. A mí lo que me pide el cuerpo cuando es de día es levantarme. No soy fan de madrugar (¡nada!) y en invierno me cuesta especialmente levantarme por el frío que hace, pero prefiero levantarme un poco antes de que salga el sol y salir de la oficina con algo de luz natural que irme por la mañana al trabajo con gafas de sol antes de las ocho de la mañana y largarme de la oficina siendo ya noche cerrada. Luego la gente se sorprende de que no quiera apuntarme a clase de swing a las diez de la noche ¡si ya hace más de cuatro horas que se ha puesto el sol! Yo a esas horas ya voy en pijama, o casi.

Recuerdo el tema horario especialmente duro cuando viví en Creta. Allí amanecía absurdamente pronto y oscurecía aún más absurdamente tarde. No llegué a pasar allí el invierno, pero recuerdo el cambio de hora como lo peor de mi experiencia. Pero incluso en verano, oscurecía tan pronto que parecía que alguien se había equivocado en esto de poner la hora.

A veces, desearía pasar de la sociedad y seguir el ritmo de mi cuerpo. Levantarme cuando sale el sol y acostarme cuando es de noche. Y pasar de todo. Simplemente.

Oye, igual lo hago.

En fin, me voy a hibernar, que ya me toca.

En la foto, el atardecer de ayer, a través de las cortinas.

lunes, 19 de octubre de 2015

"This is not a flowerpot" de Amy Schoeman

Compré este libro en Swakopmund, en uno de mis viajes a Namibia. Me llamó la atención el título, que creo que mal traduje como “No soy un florero”. Leyendo el libro, descubrí que realmente significaba “Esto no es un florero”, aunque no descarto que realmente significara las dos cosas. Quiero pensar que sí.

Según leí en la contraportada, era la historia de una chica que pasa de no tener claro qué quiere hacer con su vida a alguien que escoge la libertad personal y controlar su vida. Así que me imaginé que sería eso: alguien que decide tomar las riendas de su vida, cambiar, dejar de ser el florero del título y empezar una nueva vida. Y sí, bueno, es algo así, pero la protagonista tarda toda la novela en tomar esa decisión. Toda la novela. Enterita.

Lizelle, su protagonista es una chica sudafricana que, en un viaje a Europa, conoce a un tipo con el que al principio no congenia nada pero del que se acaba enamorando y con el que se acaba casando. En seguida, su relación entra en una espiral de abusos y malos tratos que pone los pelos de punta. Ella es una persona con la autoestima por los suelos, nunca ha tomado las riendas de su vida, ha estudiado lo que sus padres han querido y tiene una madre bastante insoportable, más preocupada del qué dirán que de la felicidad de su hija. La relación con su marido es, para mí, totalmente incomprensible, en todas y cada una de sus fases. Sí, entiendo que te puedas llegar a casar con alguien que no es lo que parecía, pero los intentos que hace ella por salvar su matrimonio con un maltratador me parecen terroríficos. Me acabé de leer el libro esperanzada de que sí, al final tomara las riendas de su vida (¡eso prometía la contraportada!), pero se me ha hecho muy largo y terrible. Y me ha costado mucho entender a Lizelle: por un lado aguantando todo el maltrato físico y psicológico con tal de no romper su matrimonio, pero por otro lado no tiene reparos en tener algunas relaciones extramatrimoniales, como si fuera lo más normal del mundo.

Lo más flipante es que, según la contraportada, es una historia “a veces chocante, a menudo divertida”. Totalmente en desacuerdo. No es divertida en absoluto. Una historia de una relación basada en los malos tratos y los abusos no tiene nada de divertida, pero nada. Y los intentos de humor que tiene son totalmente grotescos. De poner los pelos de punta.

No me ha gustado nada esta historia, no he podido sentirme identificada con su protagonista en ningún momento, no he podido entender cómo aguanta todo lo que aguanta y cómo no corta esa relación antes. Pero no es sólo que la historia sea dura (¿cómo lo va a ser una historia de malos tratos?) es que la venden como lo que no es. Y eso me cabrea.

domingo, 18 de octubre de 2015

La playa, en otoño

Me encanta el otoño. Es mi segunda estación favorita del año, por detrás de mi adorado verano. Me encanta la luz especial del otoño, el intento de volver a tener rutinas, poder dormir muy tapada pero sin pasar frío, la inestabilidad meteorológica, los cambios en la naturaleza, sus atardeceres de colores imposibles, los días de lluvia intensa, los días aún cálidos. Pero lo que más me gusta del otoño son los días inesperados de playa.

Me chifla la playa, en otoño.

En general, me cuesta entender por qué la gente deja de ir a la playa cuando aún hace buen tiempo. Me refiero, claro, a la gente que tiene la playa cerca. Los últimos tres domingos he ido a la playa y sólo había turistas, o prácticamente. Me sorprende lo mucho que nos quejamos (yo me quejo) en verano de no poder disfrutar totalmente de nuestra isla porque está llena de gente y luego, cuando las hordas de turistas ya se han ido, hacer nosotros lo mismo, desaparecer de la orilla del mar. Es algo que no entiendo ni nunca entenderé. Yo no lo hago. Yo voy a la playa hasta que puedo, todo lo que puedo.

Pero yo estaba hablando de lo mucho que me chifla la playa.

Me encanta la incertidumbre de no saber nunca si ese será el último baño de la temporada, la piel de gallina al entrar en el mar, la calidez de los rayos de sol sobre la piel, las playas casi vacías, ir en pantalón largo a la playa, comprobar compulsivamente el parte del tiempo y desear, cuando hay lluvia pronosticada, que falle. Y a veces falla. Me encanta cuando el parte falla así.

Hoy ha sido día de playa. Quizás ha sido el último de este otoño. Tal vez no. Quién sabe. El cielo era azul, azul brillante, apenas salpicado por alguna nubecita despistada. Soplaba algo de brisa, pero sin llegar a molestar. El agua estaba clara, transparente, como una piscina, un poco fría. La arena aún mojada de las lluvias de los últimos días. Había gente, más de lo que cabría esperar de una playa en otoño, pero la mayoría eran turistas silenciosos.

Había tanto silencio y tranquilidad en la playa que el ruido de las olas casi molestaba y todo. Sólo casi.

Las fotos, días de playa, en otoño.






martes, 13 de octubre de 2015

“Platoon” de (y con) Oliver Stone

Ya he hablado por aquí antes del maravilloso proyecto que es CineCiutat. En concreto hablé con motivo de una velada que organizaron con Joseph Fiennes. Y también cuando fui a ver teatro en inglés (ay, ¡tengo ganas de repetir!). Esta vez han organizado otra de esas veladas maravillosas: proyección de “Platoon” y coloquio con su director, Oliver Stone.

No había visto “Platoon” antes. Nunca. He visto algunas películas de Oliver Stone, pero no todas. Vamos, no puedo considerarme una súperfan suya, pero sentía mucha curiosidad por verlo y no quise perder la oportunidad. Eso sí, tuve que ver la película en primera fila, casi me dejo el cuello en la sala, pero eso también significó tener al señor Stone a metro y medio de mí, o así. ¡Si hasta le recogí el micro cuando se le cayó!

“Platoon” me gustó mucho. No soy nada, nada, nada fan de las películas de guerra, pero me encantó. Me gustó más que su “Nacido el 4 de Julio” que vi en su día en el cine. Aunque entonces era una jovencita y tal vez fui incapaz de entender toda la dimensión de aquella película. Supongo que todo el mundo conoce “Platoon” o al menos sabe que retrata la guerra de Vietnam sin romanticismos ni florituras. Es la historia de un joven soldado que llega a Vietnam sin saber realmente a lo que va. Y lo que se encuentra es la cruda realidad de una guerra: muerte y desesperación, demasiadas cosas sin sentido, enemigos que no son necesariamente los que inicialmente se pensaba, violencia inexplicable (¿hay alguna que no lo es?), angustia, dolor, luchas internas sin sentido. Me ha parecido una película trepidante, sus dos horas de metraje se me pasaron volando (y eso que, repito, no me gusta nada el cine bélico) y las interpretaciones me encantaron, las de todos. Qué jovencitos, oye. ¡Si hasta sale el propio Oliver Stone! Qué pena haber tardado tanto en descubrir esta película. No es una película que veré habitualmente (habla de una guerra, es muy dura), pero me encanta como está contada y sé que la volveré a ver. Además, me ha permitido descubrir (y enamorarme d)el “Adagio para cuerdas” de Samuel Barber.

Y después, apareció Oliver Stone. Fue una hora de charla muy interesante, en la que se habló tanto de su último libro “La historia silenciada de Estados Unidos” como de política ¡y hasta de cine! “Yo he venido aquí a hablar de cine”, se quejaba él cada vez que alguien le preguntaba sobre temas de actualidad o política. También habló de “Platoon”, claro, de cómo le sorprendió su éxito, de cómo decidió hacerla cuando vio que lo que se contaba de Vietnam no tenía nada que ver con lo que él había vivido, de las personas reales que conoció y cómo algunas de ellas se transformaron en los personajes de la historia. Me pareció un tipo con el que sería interesante hablar horas y horas. Habrá quien pensará que sus ideas rozan las teorías conspirativas (conspiranoicas las llamo yo), pero lo que está claro es que dice las cosas como las piensa, da su opinión claramente, sin miramientos y sabe argumentar sus opiniones. Un tipo muy interesante.







miércoles, 7 de octubre de 2015

Por qué me llevo los gorros de ducha de los hoteles

Sí, lo hago.

Yo me llevo los gorros de ducha de los hoteles.

No soy cleptómana de gorros ni aficionada a llevarme el resto de cachivaches que me encuentro en el baño de los hoteles a los que voy cuando viajo, pero los gorros de baño sí que me los llevo.

Empecé hace ya tiempo, cuando el Festival de Primavera era en el buque abuelo de la flota científica española por un motivo muy práctico: allí, las alcachofas de las duchas eran fijas y cuando te querías duchar un día sin lavarte el pelo, si lo hacías sin gorro de ducha, te convalidaban primero de contorsionismo. Así, los gorros de ducha de los hoteles eran mi salvación. No porque sea una rata y no quisiera comprármelos, sino porque nunca me acordaba de comprármelos pero cuando iba a un hotel y veía uno, me lo llevaba a casa. “Para el próximo festival de primavera”, pensaba.

Ahora hemos cambiado de barco y ya no los necesito para eso. La alcachofa no es fija. Pero tenía una cierta acumulación de gorros de ducha en casa (no exageremos, igual 3 ó 4) y no sabía muy bien qué hacer con ellos. Hasta que un día descubrí por internet un uso muy conveniente: guardar los zapatos cuando viajas. Sí, exactamente así:


Es maravilloso. El invento del siglo. Va estupendamente, porque colocas los zapatos perfectamente y no tienes que pelearte con las bolsas del súper que ocupan mucho más y al final siempre molestan.

No contenta con eso, recientemente he descubierto otro gran uso para los gorros de ducha: tapar platos y fuentes con alimentos, antes de meterlos en la nevera. Así:



Fascinante, maravilloso. Increíblemente práctico en su simpleza y practicidad.

Eso sí, yo recomiendo no utilizar el mismo gorro para ambos usos, pero ahí cada uno con sus cosas.

Como decimos por aquí, idó res [*].

                                  [*]