Es bastante conocida mi afición por los Ginkgos biloba. O no, pero bueno, me encantan los ginkgos, me encantan. Hasta tengo ginkgos en casa, cuya historia ya conté aquí. Una de las cosas que me encantan es encontrarme ginkgos por las ciudades que visito. Porque, aunque no lo parezca, los ginkgos suelen formar parte de la flora urbana y no sólo aparecen en parques, como vi en Milán, sino que te los puedes encontrar en mitad de la ciudad, como he visto en Bruselas, San Sebastián o Roma.
En uno de los múltiples viajes opositores de este año a Madrid, paseando con Lady Boheme por la Quinta de la Fuente del Berro (un parque maravilloso, por cierto, desde que se ve el pirulí), descubrimos en el plano que indica los árboles que hay en el recinto, que había un ginkgo. Y allí nos dirigimos en busca de un ginkgo que, para mi sorpresa, descubrí que era el ginkgo más grande de todos los ginkgos que he visto en mi vida. Y he visto unos cuantos, de verdad. El árbol está en la zona sur del recinto y es realmente impresionante en altura y extensión. Es un árbol maravilloso al que no dudé en abrazarme (ejem, ejem, así soy, queredme) y al que me gustaría ir a ver a finales de algún otoño, cuando su inmensa copa esté totalmente amarilla, justo antes de que caigan sus hojas. A ver si lo consigo ver así alguna vez; de momento, me conformo con esto. Las fotos, por cierto, no hacen justicia de su inmensidad.
Esa misma noche y pensando en qué hacer al día siguiente, antes de coger el avión de vuelta a casa, me puse a investigar sobre ginkgos en Madrid. Y mira que tenéis ginkgos en vuestra ciudad, madrileños [*]. Dispuesta a hacer una ruta de ginkgos, me organicé la vida y empecé la jornada recorriendo la calle del Príncipe de Vergara, donde hay sembrado muchísimos ginkgos jovencitos en la mediana de la calle. Tras una parada técnica para desayunar cereales de colores con nubecitas y minioreos (un vicio confesable que he adquirido durante estos viajes), seguí mi ruta hacia el Parque del Oeste. Otro parque maravilloso. Allí encontré el ginkgo que iba buscando y después, paseando encontré unos cuantos más. Ginkgos y ginkgos. Me hice con algunas semillas que estoy intentando hacer germinar (sin resultado, al menos de momento) y descubrí otro sitio que me encantó: la rosaleda. Y ya de paso, acabé en el Templo de Debob.
Y ya que estamos, como bonus track de esta entrada de ginkgos, aprovecho para mencionar el ginkgo joven y pequeñito que encontré en el Parque Genovés de Cádiz, en un viaje de este verano del que ya hablaré otro día.
[*] Aquí podéis encontrar un listado de gingkos urbanos en nuestro país. No están todos los que son, pero supongo que sí que son todos los que están.
martes, 29 de agosto de 2017
lunes, 28 de agosto de 2017
“Th1rteen R3asons Why” de Jay Asher
Este mes sólo he actualizado el blog una vez. Y no me parece bien. No ha sido por nada especial, pura vaguería estival. Así que voy a ver si voy poniéndome las pilas, porque tengo muchas entradas pendientes de publicar que no quiero que queden condenadas al olvido de la carpeta de borradores.
Empezaremos por los libros. Llevo cuatro meses sin escribir ninguna reseña de libros y no es porque no haya leído nada, justo al contrario: he leído más en estos cuatro meses que en los primeros cuatro del año, pero por unos motivos o por otros, no he escrito sobre ellos. No escribir sobre “Th1rteen R3asons Why” fue, al principio, deliberado: quería esperar a ver la serie basada en el libro antes de comentarlo, pero aún no la he acabado, así que me lanzo a escribir sobre el libro y sobre la serie ya escribiré. O no. Creo que la historia de “Por trece razones” ya es sobradamente conocida: una adolescente norteamericana se suicida y graba en cintas de casete los motivos que le han llevado a ello, dirigidas a las trece personas que han influido en su decisión. El libro me gustó mucho, aunque trata un tema duro y difícil, me resultó interesante y me parece adecuado que haya libros que traten sobre este tema. En realidad no es un libro sólo sobre el suicidio, es sobre la difícil etapa de la adolescencia, sus problemas (aparentemente insignificantes para muchos adultos), las relaciones que se establecen y lo mucho que pueden llegar a afectar las cosas que ocurren. Según lo leía, pensaba “uff, tampoco es para tanto”, pero claro, yo soy una adulta, no una adolescente insegura (que es lo que somos todos de adolescentes), así que intenté recordar lo que vivía y sentía yo de adolescente. Y sí, cuando eres adolescente TODO es para tanto, todo se vive de una manera muy diferente a cuando eres adulto y no siempre encuentras el apoyo y la comprensión de esos adultos que teóricamente, deberían ayudarte, porque han pasado por lo que tú has pasado y han sobrevivido.
Es un libro que creo que está muy bien leer siendo adulto, para recordar lo que era ser adolescente y acercarte a ellos. Y creo que también está bien leerlo de adolescente porque seguro que en algún momento te sientes identificado con alguno de los personajes y eso siempre ayuda.
Sobre la serie… Bueno, sólo he visto la mitad de los capítulos, no debería opinar mucho pero opinaré. La serie me gusta, pero no es el libro. Se basa en el libro pero es muy diferente. En el libro, Clay, el protagonista, escucha todas las cintas en una noche, sin poder enfrentarse en ningún momento a los protagonistas de las cintas. La serie se basa en gran parte precisamente en eso: en sus encuentros cara a cara con los que aparecen en las cintas, en cómo son sus reacciones y sus comportamientos tras la muerte de Hannah. El libro es la historia de Hannah y el por qué de su suicidio. La serie se está liando un poco y está yendo más allá de eso. Aunque aún no he llegado al final, ya me he enterado que hasta la muerte de Hannah es diferente. Y que está prevista una segunda parte de la serie. En fin, que la serie está bien, pero creo que la han convertido más en una historia de misterio e intriga que en una historia de los problemas de los adolescentes. Supongo que la acabaré de ver, pero son historias distintas.
Pues vaya, al final sí que he hablado sobre la serie. Es que lo tenía que decir.
Empezaremos por los libros. Llevo cuatro meses sin escribir ninguna reseña de libros y no es porque no haya leído nada, justo al contrario: he leído más en estos cuatro meses que en los primeros cuatro del año, pero por unos motivos o por otros, no he escrito sobre ellos. No escribir sobre “Th1rteen R3asons Why” fue, al principio, deliberado: quería esperar a ver la serie basada en el libro antes de comentarlo, pero aún no la he acabado, así que me lanzo a escribir sobre el libro y sobre la serie ya escribiré. O no. Creo que la historia de “Por trece razones” ya es sobradamente conocida: una adolescente norteamericana se suicida y graba en cintas de casete los motivos que le han llevado a ello, dirigidas a las trece personas que han influido en su decisión. El libro me gustó mucho, aunque trata un tema duro y difícil, me resultó interesante y me parece adecuado que haya libros que traten sobre este tema. En realidad no es un libro sólo sobre el suicidio, es sobre la difícil etapa de la adolescencia, sus problemas (aparentemente insignificantes para muchos adultos), las relaciones que se establecen y lo mucho que pueden llegar a afectar las cosas que ocurren. Según lo leía, pensaba “uff, tampoco es para tanto”, pero claro, yo soy una adulta, no una adolescente insegura (que es lo que somos todos de adolescentes), así que intenté recordar lo que vivía y sentía yo de adolescente. Y sí, cuando eres adolescente TODO es para tanto, todo se vive de una manera muy diferente a cuando eres adulto y no siempre encuentras el apoyo y la comprensión de esos adultos que teóricamente, deberían ayudarte, porque han pasado por lo que tú has pasado y han sobrevivido.
Es un libro que creo que está muy bien leer siendo adulto, para recordar lo que era ser adolescente y acercarte a ellos. Y creo que también está bien leerlo de adolescente porque seguro que en algún momento te sientes identificado con alguno de los personajes y eso siempre ayuda.
Sobre la serie… Bueno, sólo he visto la mitad de los capítulos, no debería opinar mucho pero opinaré. La serie me gusta, pero no es el libro. Se basa en el libro pero es muy diferente. En el libro, Clay, el protagonista, escucha todas las cintas en una noche, sin poder enfrentarse en ningún momento a los protagonistas de las cintas. La serie se basa en gran parte precisamente en eso: en sus encuentros cara a cara con los que aparecen en las cintas, en cómo son sus reacciones y sus comportamientos tras la muerte de Hannah. El libro es la historia de Hannah y el por qué de su suicidio. La serie se está liando un poco y está yendo más allá de eso. Aunque aún no he llegado al final, ya me he enterado que hasta la muerte de Hannah es diferente. Y que está prevista una segunda parte de la serie. En fin, que la serie está bien, pero creo que la han convertido más en una historia de misterio e intriga que en una historia de los problemas de los adolescentes. Supongo que la acabaré de ver, pero son historias distintas.
Pues vaya, al final sí que he hablado sobre la serie. Es que lo tenía que decir.
jueves, 10 de agosto de 2017
Anoche oí llover
Ayer por la tarde iba a prepararme para ir a bailar junto al mar (con bastantes pocas ganas, debo decirlo) cuando me sorprendió una extraña luz que se colaba por las rendijas de las persianas. Salí al balcón para comprobar que el atardecer brillaba con una luz especial, esa luz única que precede a una tormenta. “A ver si encima va a llover”, pensé. Y aunque mis pocas ganas de moverme de casa se juntaron con esa perspectiva, decidí salir igualmente por un motivo claro: la luz era espectacular y donde iba, allí junto al mar, podría serlo más aún.
De camino, con el coche, iba disfrutando de la luz variable de ese atardecer maravilloso, de esas nubes extrañas, coloridas y variables. Iba pensando en llegar rápido a mi destino para disfrutarlo, sin caer en la cuenta, todavía, de que no había cogido ninguna cámara decente para hacer fotos. Sólo llevaba el móvil.
Cuando llegué junto al mar, ya pude contemplar eso que esperaba, ese espectáculo de luz increíble que precede a la tormenta. Y me pasé mi buen rato ahí, disfrutando de las luces y sombras, intentando reflejar con la cámara del móvil una luz que, obviamente, no se refleja en todo su esplendor. Por el este, ya era de noche; por el sur, la negrura de la tormenta; por el oeste, el sol aún brillando, ya poniéndose.
Aún hechizada por el espectáculo de luz, me dirigí a mi destino final, caminé hacia la música y el baile. Y charlé y bailé y reí y charlé y bailé y reí y vuelta a empezar. En algún momento de la noche vi a lo lejos, hacia el sur, unos relámpagos tan nítidos como espectaculares. Ahí seguía la tormenta, aún lejos, pero ahí seguía.
Muchas canciones y un llonguet de trampó con sardinas después, volví a casa. El viento golpeaba los estores de la galería, así que me levanté a cerrar las ventanas: total, no hacía nada de calor, nada que ver con las últimas semanas en las que ni abriendo todas las ventanas de la casa se conseguía refrescarla. Me dormí rápido. Y me desperté dos veces, con el sonido de la lluvia. Ah, qué gusto el sonido de la lluvia. No oí truenos ni vi relámpagos, pero sé que los hubo.
Esta mañana me he despertado con la tranquilidad de no haber puesto el despertado. Era pronto, tampoco demasiado, pero me he quedado un rato en la cama, disfrutando de la necesidad de taparme con las sábanas, hacía fresquito. Tenía un vago recuerdo de haber oído llover por la noche, pero no estaba segura de si era realidad o sólo un sueño. Y ha empezado a llover, de nuevo. Y ahí he seguido, con los ojos cerrados, sabiendo que sí, en efecto, anoche oí llover. Y en esos momentos volvía a hacerlo. Y me he quedado disfrutando de esa lluvia no por esperada menos sorprendente y bien recibida.
Ah, el sonido de la lluvia en verano. Ah, el olor de la lluvia en verano. Qué pequeño gran placer.
Las fotos, de anoche, con el móvil.
De camino, con el coche, iba disfrutando de la luz variable de ese atardecer maravilloso, de esas nubes extrañas, coloridas y variables. Iba pensando en llegar rápido a mi destino para disfrutarlo, sin caer en la cuenta, todavía, de que no había cogido ninguna cámara decente para hacer fotos. Sólo llevaba el móvil.
Cuando llegué junto al mar, ya pude contemplar eso que esperaba, ese espectáculo de luz increíble que precede a la tormenta. Y me pasé mi buen rato ahí, disfrutando de las luces y sombras, intentando reflejar con la cámara del móvil una luz que, obviamente, no se refleja en todo su esplendor. Por el este, ya era de noche; por el sur, la negrura de la tormenta; por el oeste, el sol aún brillando, ya poniéndose.
Aún hechizada por el espectáculo de luz, me dirigí a mi destino final, caminé hacia la música y el baile. Y charlé y bailé y reí y charlé y bailé y reí y vuelta a empezar. En algún momento de la noche vi a lo lejos, hacia el sur, unos relámpagos tan nítidos como espectaculares. Ahí seguía la tormenta, aún lejos, pero ahí seguía.
Muchas canciones y un llonguet de trampó con sardinas después, volví a casa. El viento golpeaba los estores de la galería, así que me levanté a cerrar las ventanas: total, no hacía nada de calor, nada que ver con las últimas semanas en las que ni abriendo todas las ventanas de la casa se conseguía refrescarla. Me dormí rápido. Y me desperté dos veces, con el sonido de la lluvia. Ah, qué gusto el sonido de la lluvia. No oí truenos ni vi relámpagos, pero sé que los hubo.
Esta mañana me he despertado con la tranquilidad de no haber puesto el despertado. Era pronto, tampoco demasiado, pero me he quedado un rato en la cama, disfrutando de la necesidad de taparme con las sábanas, hacía fresquito. Tenía un vago recuerdo de haber oído llover por la noche, pero no estaba segura de si era realidad o sólo un sueño. Y ha empezado a llover, de nuevo. Y ahí he seguido, con los ojos cerrados, sabiendo que sí, en efecto, anoche oí llover. Y en esos momentos volvía a hacerlo. Y me he quedado disfrutando de esa lluvia no por esperada menos sorprendente y bien recibida.
Ah, el sonido de la lluvia en verano. Ah, el olor de la lluvia en verano. Qué pequeño gran placer.
Las fotos, de anoche, con el móvil.
domingo, 23 de julio de 2017
Dos semanas en el mar
Hace más de un mes que volví a tierra después de dos semanas en el mar. Así que ya va siendo hora de resumir el Festival de Primavera de este año. Como siempre, es difícil recapitular todo lo que se vive, se trabaja y se siente en este tiempo. Como siempre, necesito dejar constancia de lo que recuerdo porque con el tiempo, los recuerdos del mar se difuminan, hasta acabar confundiendo unos festivales con otros, hasta acabar olvidando cosas bonitas y especiales. Lo malo ya lo he olvidado, también como siempre. Este año he hecho pocas fotos o, al menos, menos que otras veces. Pero no es algo exclusivo del mar: llevo bastante tiempo haciendo pocas fotos.
Este año, se me han pasado las dos semanas de mar rápido, muy rápido. Tal vez porque vayan a ser las dos únicas semanas que pase este año en el mar y tenía muchas ganas de que llegaran. Tal vez porque después de unos meses duros, esas semanas fueron el punto y aparte, el parar para seguir. El paréntesis marítimo que trato de resumir aquí.
El incidente de las birras en mi maleta nueva, algo de lo que no volveremos a hablar nunca. Otro casi incidente que al final ni lo fue del que mejor tampoco hablamos. Barrer algas en popa (he barrido más esa cubierta que mi propia casa). El tiburón que liberamos vivo. La banda sonora del puente. Nino Bravo. Coldplay. Abba. Guns N’Roses. Mike Oldfield. Buscar boyas en el horizonte cantando “Knockin’ on Heaven’s Doors”. Si suena Abba, en el puente se baila. La alarma de incendios saltando por error a horas intempestivas. Dos días. “Recóllense tapóns para a axuda a Cristiano Ronaldo”. Trabajar descalzos en el puente. La felicidad de sentir la fuerza del viento de Tramontana en la cara, mientras navegamos a 10 nudos proa al viento, al sur de Menorca. Los egipcios pidiendo una brújula para orientarse para rezar. Recordar a media mañana el trozo de tarta de chocolate de cumpleaños que guardaste en la nevera el día de antes. Los donuts o cruasanes de los domingos. Bocata de salchichón con mantequilla para desayunar. Garbanzos con callos a las 12 del mediodía. La hora del café y del té en el puente, por la tarde, con galletitas o chocolate. Un amanecer de mar en calma, en la costa Norte, con la luna sobre Dragonera. La luz del amanecer que me despertaba los primeros días. Y el apaño con bolsas de basura y cinta americana para solucionarlo. La luna al atardecer sobre Cabrera. La luna roja en una noche profusamente estrellada sobre Menorca. El cielo infinito estrellado. Estrellas fugaces. Ver el mar desde el camarote, ver tierra desde el camarote. El atardecer más espectacular de todos aunque, en realidad todos y cada uno de ellos lo son, todos y cada uno a su manera. Zafarrancho de limpieza semanal. Las conversaciones plurilingües y multiculturales en el puente. Llegar a la semifinal del Jran Torneo de Furbolín (“¡¡equipo rosa!!”). El lance ‘extranviotico’, en palabras del capitán. Cinco langostas en una pesca, cinco. La noche en Maó. Maó da resaca. Llegar al barco con las primeras luces del amanecer. En Maó. Y en Palma. Mi recién descubierto amor por el ibuprofeno. Las conversaciones locas después de una noche en tierra (“Aquello que te conté ayer”, “No me lo contaste”, “¿No? A ver si no te acuerdas”, “Puede ser”). Salir del puerto de Maó con una sensación tan, tan diferente de la del año pasado cuando salimos de allí. Entonces lloré de rabia y frustración por no haber aprobado unas oposiciones. Esta vez, sonreía. La divulgación científica: tele y radio, un festival muy mediático éste. Mi zapatilla croc que salió volando por la banda y acabó en el mar, imposible de recuperar, en pleno Canal de Menorca. Ahí, contribuyendo involuntariamente a la contaminación marina por plásticos, en martes y 13. Gestionar trabajo, gestionar personas, observar quién gestiona personas de manera alucinante y tratar de imitarle. La vuelta a tierra. Las visitas al barco. La recepción por el décimo aniversario, todos guapos. Los discursos de científicos en los que se aclara lo que no debería hacer falta aclarar porque es obvio: los festivales no los hacen los barcos, los hacen las personas, la gente que trabaja en ellos, los tripulantes, los científicos. Todos, cada uno a su manera, hacen de este trabajo algo muy especial. Porque la gente bonita que me rodeó esos días ha hecho posible que todo saliera bien, que todo se hiciera como estaba previsto, que todo el mundo (o eso espero) acabara con un buen recuerdo de los días de mar. Porque, no me canso de decirlo, la gente, al final eso es lo importante, siempre la gente. La gente con la que compartes horas de trabajo, de ocio, de risas, de bromas, de discusiones, de cabreos, de frustraciones. Porque todo eso está ahí siempre, condensado en pocos metros cuadrados, en pocos días.
Y también la gente que está en tierra, con la que mantienes contacto esporádico desde el barco, a la que echas más o menos de menos, que te dice: “Sólo te quedan tantos días para volver, ¡qué bien!”. Y tú piensas qué sí, que qué bien volver a tierra pero, pero… Porque en tierra soy muy feliz, claro que sí. Pero en el mar, ay, en el mar también. El mar es mágico e increíble y lo que se vive en él, lo bueno y lo malo, a veces es difícil de describir e incluso de recordar con nitidez. A veces es difícil de explicar a la gente que está en tierra, casi imposible. Por eso a veces es suficiente estar ahí, vivirlo, sentirlo y recordarlo.
Las fotos son de esos días, un poco locas, escogidas casi al azar y sin un criterio claro.
Este año, se me han pasado las dos semanas de mar rápido, muy rápido. Tal vez porque vayan a ser las dos únicas semanas que pase este año en el mar y tenía muchas ganas de que llegaran. Tal vez porque después de unos meses duros, esas semanas fueron el punto y aparte, el parar para seguir. El paréntesis marítimo que trato de resumir aquí.
El incidente de las birras en mi maleta nueva, algo de lo que no volveremos a hablar nunca. Otro casi incidente que al final ni lo fue del que mejor tampoco hablamos. Barrer algas en popa (he barrido más esa cubierta que mi propia casa). El tiburón que liberamos vivo. La banda sonora del puente. Nino Bravo. Coldplay. Abba. Guns N’Roses. Mike Oldfield. Buscar boyas en el horizonte cantando “Knockin’ on Heaven’s Doors”. Si suena Abba, en el puente se baila. La alarma de incendios saltando por error a horas intempestivas. Dos días. “Recóllense tapóns para a axuda a Cristiano Ronaldo”. Trabajar descalzos en el puente. La felicidad de sentir la fuerza del viento de Tramontana en la cara, mientras navegamos a 10 nudos proa al viento, al sur de Menorca. Los egipcios pidiendo una brújula para orientarse para rezar. Recordar a media mañana el trozo de tarta de chocolate de cumpleaños que guardaste en la nevera el día de antes. Los donuts o cruasanes de los domingos. Bocata de salchichón con mantequilla para desayunar. Garbanzos con callos a las 12 del mediodía. La hora del café y del té en el puente, por la tarde, con galletitas o chocolate. Un amanecer de mar en calma, en la costa Norte, con la luna sobre Dragonera. La luz del amanecer que me despertaba los primeros días. Y el apaño con bolsas de basura y cinta americana para solucionarlo. La luna al atardecer sobre Cabrera. La luna roja en una noche profusamente estrellada sobre Menorca. El cielo infinito estrellado. Estrellas fugaces. Ver el mar desde el camarote, ver tierra desde el camarote. El atardecer más espectacular de todos aunque, en realidad todos y cada uno de ellos lo son, todos y cada uno a su manera. Zafarrancho de limpieza semanal. Las conversaciones plurilingües y multiculturales en el puente. Llegar a la semifinal del Jran Torneo de Furbolín (“¡¡equipo rosa!!”). El lance ‘extranviotico’, en palabras del capitán. Cinco langostas en una pesca, cinco. La noche en Maó. Maó da resaca. Llegar al barco con las primeras luces del amanecer. En Maó. Y en Palma. Mi recién descubierto amor por el ibuprofeno. Las conversaciones locas después de una noche en tierra (“Aquello que te conté ayer”, “No me lo contaste”, “¿No? A ver si no te acuerdas”, “Puede ser”). Salir del puerto de Maó con una sensación tan, tan diferente de la del año pasado cuando salimos de allí. Entonces lloré de rabia y frustración por no haber aprobado unas oposiciones. Esta vez, sonreía. La divulgación científica: tele y radio, un festival muy mediático éste. Mi zapatilla croc que salió volando por la banda y acabó en el mar, imposible de recuperar, en pleno Canal de Menorca. Ahí, contribuyendo involuntariamente a la contaminación marina por plásticos, en martes y 13. Gestionar trabajo, gestionar personas, observar quién gestiona personas de manera alucinante y tratar de imitarle. La vuelta a tierra. Las visitas al barco. La recepción por el décimo aniversario, todos guapos. Los discursos de científicos en los que se aclara lo que no debería hacer falta aclarar porque es obvio: los festivales no los hacen los barcos, los hacen las personas, la gente que trabaja en ellos, los tripulantes, los científicos. Todos, cada uno a su manera, hacen de este trabajo algo muy especial. Porque la gente bonita que me rodeó esos días ha hecho posible que todo saliera bien, que todo se hiciera como estaba previsto, que todo el mundo (o eso espero) acabara con un buen recuerdo de los días de mar. Porque, no me canso de decirlo, la gente, al final eso es lo importante, siempre la gente. La gente con la que compartes horas de trabajo, de ocio, de risas, de bromas, de discusiones, de cabreos, de frustraciones. Porque todo eso está ahí siempre, condensado en pocos metros cuadrados, en pocos días.
Y también la gente que está en tierra, con la que mantienes contacto esporádico desde el barco, a la que echas más o menos de menos, que te dice: “Sólo te quedan tantos días para volver, ¡qué bien!”. Y tú piensas qué sí, que qué bien volver a tierra pero, pero… Porque en tierra soy muy feliz, claro que sí. Pero en el mar, ay, en el mar también. El mar es mágico e increíble y lo que se vive en él, lo bueno y lo malo, a veces es difícil de describir e incluso de recordar con nitidez. A veces es difícil de explicar a la gente que está en tierra, casi imposible. Por eso a veces es suficiente estar ahí, vivirlo, sentirlo y recordarlo.
Las fotos son de esos días, un poco locas, escogidas casi al azar y sin un criterio claro.
lunes, 17 de julio de 2017
Cuadros
Hacía tiempo que no añadía ninguna novedad decorativa a mi casa y, de hecho, tenía pendiente un regalo desde hace dos navidades que debía ser un cuadro que no era capaz de encontrar. No es que lo hubiera buscado muy intensamente, pero sí que cada varios meses recorría algunas tiendas de cuadros y miraba las novedades que tenían. En este tiempo, sí que había encontrado algunos cuadros que me gustaban pero los había descartado porque no pegaban con la decoración del comedor (su destino era el hueco encima del sofá naranja, frente a la pared verde) o porque eran demasiado grandes.
Por fin, hace ya un par de meses vi uno que sí me parecía adecuado, no sólo por los colores, sino también por la temática. Adivinad qué sale en el cuadro. Sí, peces. A ver, no es que fuera obligatoria la temática marina, pero sí que me apetecía, no lo voy a negar. Y aquí está, el cuadro que por fin tengo sobre el sofá.
Aprovechando las circunstancias, acabé comprando también dos cuadros pequeños para colgar en el recibidor, que también seguía muy vacío (decorativamente hablando). En realidad, allí tenía ganas de colgar alguna foto hecha por mí, incluso tenía alguna seleccionada, pero lo he ido dejando y acabé escogiendo estos dos cuadros, esta vez no marinos, pero sí de temática natural. Y rojos. Por supuesto.
Y para rematar el impulso decorativo que tenía ya dormido, un amigo me regaló tres pequeños cuadros de temática oriental que no tenía dónde ponerlos. Con mis anteriores adquisiciones, ya quedaban menos partes de la casa sin decoración en sus paredes, pero el pasillo seguía estando un poco vacío, así que ahí los coloqué, aunque para ello acabamos haciendo un agujero que atravesó el armario empotrado de mi cuarto. Los inconvenientes de hacer de ser manitas de medio pelo.
Con todo esto, ahora mi casa luce más bonita y alegre.Vamos, creo yo.
Por fin, hace ya un par de meses vi uno que sí me parecía adecuado, no sólo por los colores, sino también por la temática. Adivinad qué sale en el cuadro. Sí, peces. A ver, no es que fuera obligatoria la temática marina, pero sí que me apetecía, no lo voy a negar. Y aquí está, el cuadro que por fin tengo sobre el sofá.
Aprovechando las circunstancias, acabé comprando también dos cuadros pequeños para colgar en el recibidor, que también seguía muy vacío (decorativamente hablando). En realidad, allí tenía ganas de colgar alguna foto hecha por mí, incluso tenía alguna seleccionada, pero lo he ido dejando y acabé escogiendo estos dos cuadros, esta vez no marinos, pero sí de temática natural. Y rojos. Por supuesto.
Y para rematar el impulso decorativo que tenía ya dormido, un amigo me regaló tres pequeños cuadros de temática oriental que no tenía dónde ponerlos. Con mis anteriores adquisiciones, ya quedaban menos partes de la casa sin decoración en sus paredes, pero el pasillo seguía estando un poco vacío, así que ahí los coloqué, aunque para ello acabamos haciendo un agujero que atravesó el armario empotrado de mi cuarto. Los inconvenientes de hacer de ser manitas de medio pelo.
Con todo esto, ahora mi casa luce más bonita y alegre.Vamos, creo yo.
domingo, 2 de julio de 2017
Lo del orgullo
Ayer seguí durante un rato la celebración del Orgullo en Madrid a través de la radio, mientras conducía por carreteras del centro de la isla. La retransmisión me pareció muy emocionante y me dio pena no haber podido seguirla más, tanto por la radio como un rato antes por la tele, mientras aún estaba en casa. Me emocionó porque me parece maravilloso que la gente pueda salir a la calla a decir aquí estoy, soy así y estoy orgulloso de ser así. Esto, que parece tan sencillo y tan obvio, no lo es cuando tenemos en cuenta la cantidad de países en los que la homosexualidad es directamente delito y otros en los que implica pena de muerte. Y por eso me parece maravilloso lo que se vivió ayer en Madrid, lo que se ha estado viviendo durante toda esta semana. Este país tendrá muchas cosas malas, pero que la celebración de la diversidad pueda vivirse así, de manera natural, es genial. Y necesario.
Entiendo que no a todo el mundo le parezca bien lo del orgullo, que les resulte indiferente, les moleste y hasta les escandalice o que incluso parte del colectivo teóricamente allí representado no esté de acuerdo con que las cosas se hagan así, que haya esa exhibición pública de sentimientos, orientaciones y emociones. Pero eso es normal y no le daría más importancia. Yo soy mujer y no me siento identificada con todo lo que otras mujeres hacen. Yo soy bióloga y no me siento identificada con Ana Obregón. ¿Y qué más da? Pues nada. Vive y deja vivir. Celebremos la vida, la diversidad y la alegría. Celebremos que vivimos en un país en el que se puede vivir sin tener que ocultar lo que uno es, aunque aún queden resquicios retrógrados de intolerancia. Celebremos lo que se ha conseguido tras años y años de lucha. Recordemos a los que lucharon por llegar aquí y no pudieron verlo. Hagámoslo por los que no pueden hacerlo, los que no pueden gritar en público ni llevar una vida normal acorde con su forma de amar.
Yo soy heterosexual, pero tengo mucha gente a la que quiero mucho con otra orientación. Por eso creo que es necesario este tipo de marchas, de reivindicaciones, de manifestaciones; porque gente muy bonita a la que quiero mucho podría ser detenida y hasta asesinada por ser lo que son; porque aún hoy día en nuestro país las orientaciones no-heterosexuales (y lo llamo así porque quiero englobarlo todo, homo, bi, tran, a, etc) siguen provocando el rechazo de algunas personas y algunos colectivos. Y, ¿qué queréis que os diga? Que me parece triste, muy triste. Porque al fin y al cabo hablamos de amar y, posiblemente, amar es el único don que compartimos todos.
“Ama, no hay otro don”.
La frase no es mía, la encontré escrita en Monte Toro, Menorca, hace más de diez años. Me impresionó entonces y me sigue impresionando ahora. No se me ocurre mayor concentración de sabiduría en sólo cinco palabras. Así que amad, amemos, y estad orgullosos de quienes sois, de quienes somos. Vida no hay más que una y es nuestro deber vivirla como mejor sepamos, amar a quien queramos. Y a quien no le guste, que no mire.
En la foto, las banderas que los autobuses de mi ciudad han lucido estos días. Hoy, actualizando desde un avión con destino a Copenhague.
Entiendo que no a todo el mundo le parezca bien lo del orgullo, que les resulte indiferente, les moleste y hasta les escandalice o que incluso parte del colectivo teóricamente allí representado no esté de acuerdo con que las cosas se hagan así, que haya esa exhibición pública de sentimientos, orientaciones y emociones. Pero eso es normal y no le daría más importancia. Yo soy mujer y no me siento identificada con todo lo que otras mujeres hacen. Yo soy bióloga y no me siento identificada con Ana Obregón. ¿Y qué más da? Pues nada. Vive y deja vivir. Celebremos la vida, la diversidad y la alegría. Celebremos que vivimos en un país en el que se puede vivir sin tener que ocultar lo que uno es, aunque aún queden resquicios retrógrados de intolerancia. Celebremos lo que se ha conseguido tras años y años de lucha. Recordemos a los que lucharon por llegar aquí y no pudieron verlo. Hagámoslo por los que no pueden hacerlo, los que no pueden gritar en público ni llevar una vida normal acorde con su forma de amar.
Yo soy heterosexual, pero tengo mucha gente a la que quiero mucho con otra orientación. Por eso creo que es necesario este tipo de marchas, de reivindicaciones, de manifestaciones; porque gente muy bonita a la que quiero mucho podría ser detenida y hasta asesinada por ser lo que son; porque aún hoy día en nuestro país las orientaciones no-heterosexuales (y lo llamo así porque quiero englobarlo todo, homo, bi, tran, a, etc) siguen provocando el rechazo de algunas personas y algunos colectivos. Y, ¿qué queréis que os diga? Que me parece triste, muy triste. Porque al fin y al cabo hablamos de amar y, posiblemente, amar es el único don que compartimos todos.
“Ama, no hay otro don”.
La frase no es mía, la encontré escrita en Monte Toro, Menorca, hace más de diez años. Me impresionó entonces y me sigue impresionando ahora. No se me ocurre mayor concentración de sabiduría en sólo cinco palabras. Así que amad, amemos, y estad orgullosos de quienes sois, de quienes somos. Vida no hay más que una y es nuestro deber vivirla como mejor sepamos, amar a quien queramos. Y a quien no le guste, que no mire.
En la foto, las banderas que los autobuses de mi ciudad han lucido estos días. Hoy, actualizando desde un avión con destino a Copenhague.
martes, 27 de junio de 2017
Vínculos
Una cosa común en todos los festivales en el mar son los vínculos que se establecen entre las personas que participan. Lo hemos hablado mucho con gente que participa en ellos de manera más o menos habitual: pasar una, dos, tres o cuatro semanas en un barco con la misma gente es un Gran Hermano en toda regla. Desayunas, trabajas, comes, trabajas, cenas y compartes tu tiempo de ocio con la misma gente, todos y cada uno de los días, sin posibilidad de estar con otros y con una cierta limitación para aislarte de los que te rodean. En estas circunstancias, es inevitable la comparativa con Gran Hermano o con un campamento de verano. Obviamente cada vez es diferente, las relaciones que se establecen varían y los vínculos son más o menos robustos y aguantan mejor o peor el paso del tiempo. Pero están ahí y son obvios.
Me hace mucha gracia ver las reacciones de los nuevos, de la gente que participa por primera vez en un festival los últimos días en el mar. No quieren que acabe. No se quieren ir. No quieren dejar atrás a los nuevos amigos que han hecho a bordo. No quieren volver a tierra para enfrentarse a la realidad que allí tienen. Me hace gracia porque aunque hago como que no, en realidad siento y vivo exactamente lo mismo que ellos, después de tantos años, después de tantos festivales a mis espaldas. La única diferencia es que yo lo relativizo. No es que intente evitar esos vínculos, son vínculos naturales que se establecen con la gente con la que más congenias. Es cierto que la mayor parte de mi trabajo no se lleva a cabo codo con codo con el resto del personal científico y posiblemente sea yo la que establezca vínculos menos robustos con los demás, pero así y todo, existen. Por eso siempre observo con gracia y cierta sabiduría que sólo el tiempo da las despedidas entre ellos, entre nosotros. Las lágrimas que a veces se derraman. Las promesas de viajes juntos o visitas a sus respectivos lugares de origen. La seguridad de volver a encontrarse aquí, de nuevo, en el mismo barco, en las mismas circunstancias dentro de un año. Y digo que lo veo con cierta sabiduría porque yo también lo he vivido, lo vivo, lo he visto cada año y sé lo que pasa. ¿Qué pasa? Pasa de todo. Algunos de esos vínculos se irán diluyendo con el paso del tiempo, después de unos días (o semanas en el peor de los casos) de tristeza y melancolía, cada uno volverá a su rutina, a su normalidad, a su vida en tierra que no es que sea mejor o peor que la de a bordo, es simplemente otra. Otros vínculos durarán semanas, meses, seguirá el contacto más o menos esporádico, sobre todo hoy en día que es mucho más fácil con redes sociales y móviles con los que es posible estar hiperconectados. En otros casos, los menos, sí que habrá viajes conjuntos, quedadas, reencuentros que pueden ser estupendos e inolvidables, pero también extraños, porque en el barco, todos estamos juntos y navegamos hacia el mismo rumbo pero, en tierra, la gente se dispersa y vuelve a ser lo que era. Por eso a veces relativizo o racionalizo los vínculos y las relaciones, los sentimientos y las promesas de que el año que viene todos volverán. Porque, ya os lo digo, no todos vuelven. De hecho, casi ninguno vuelve. Porque según vayan pasando las semanas, los meses, la vida nos mueve en una u otra dirección. Las cosas cambian mucho, muchísimo en un año. Los que prometieron volver porque harían este trabajo siempre, no lo hacen por mil y un motivos, laborales, personales, familiares, económicos. Incluso algunos de los que se juraron amistad infinita tendrán que revisar en su lista de contactos cómo se llamaba aquella persona con la que se llevaba tan bien hace un año pero de la que hace meses que no sabe nada. Llamadme cínica, pero a veces soy escéptica ante esas declaraciones de amistad eterna y promesas de reencuentros habituales. Porque se suelen quedar en eso, en promesas.
Y aún así… Ay, aún así, a veces se forman unos vínculos inquebrantables entre la gente con la que coincides en el mar. A veces es gente que conoces una vez y ya pasa a formar parte de tu vida. A veces es gente que conoces de hace tiempo pero de repente, en un momento dado, esa difusa vinculación se vuelve más sólida y se convierte en una amistad chulísima. Y, ¿sabéis qué? Nunca sabes cuándo va a pasar. Nunca sabes cuándo alguien se va a convertir en importante en tu vida. Nunca sabes cuándo ni, sobre todo, quién. Nunca sabes si esas horas de trabajo compartido, esa caña que os estáis tomando en tierra, esa despedida hasta el año que viene van a ser las últimas que os unan o las primeras de muchas más que quedan por venir. Y ésa es la gracia de todo esto que llamamos vida, disfrutar de todos y cada uno de esos momentos, disfrutar de esos vínculos, sean efímeros o eternos, disfrutar de las risas conjuntas, del trabajo bien hecho, de las bromas y hasta de las discusiones y desencuentros. Disfrutar del aquí y del ahora, de lo que estamos haciendo, de lo que estamos viviendo, de lo que estamos sintiendo, de con quién lo estamos compartiendo. Sea lo que sea. De estar en tierra o estar en el mar o estar trabajando o estar riendo o estar durmiendo o estar alegres o estar pensativos o estar acompañados o, incluso, estar solos. Lo que hemos vivido está ahí y ya forma parte de nosotros. Lo que va a venir, no lo sabemos. Pero esto, este aquí, este ahora, estos vínculos que nos unen en estos momentos son únicos e irrepetibles. Y hay que saborearlos, hay que vivirlos porque quién sabe dónde estaremos y quiénes seremos dentro de un año.
La foto, de hace unos días, en el mar, desde mi lugar favorito del barco. He hecho pocas fotos este año, pero alguna más publicaré por aquí.
Me hace mucha gracia ver las reacciones de los nuevos, de la gente que participa por primera vez en un festival los últimos días en el mar. No quieren que acabe. No se quieren ir. No quieren dejar atrás a los nuevos amigos que han hecho a bordo. No quieren volver a tierra para enfrentarse a la realidad que allí tienen. Me hace gracia porque aunque hago como que no, en realidad siento y vivo exactamente lo mismo que ellos, después de tantos años, después de tantos festivales a mis espaldas. La única diferencia es que yo lo relativizo. No es que intente evitar esos vínculos, son vínculos naturales que se establecen con la gente con la que más congenias. Es cierto que la mayor parte de mi trabajo no se lleva a cabo codo con codo con el resto del personal científico y posiblemente sea yo la que establezca vínculos menos robustos con los demás, pero así y todo, existen. Por eso siempre observo con gracia y cierta sabiduría que sólo el tiempo da las despedidas entre ellos, entre nosotros. Las lágrimas que a veces se derraman. Las promesas de viajes juntos o visitas a sus respectivos lugares de origen. La seguridad de volver a encontrarse aquí, de nuevo, en el mismo barco, en las mismas circunstancias dentro de un año. Y digo que lo veo con cierta sabiduría porque yo también lo he vivido, lo vivo, lo he visto cada año y sé lo que pasa. ¿Qué pasa? Pasa de todo. Algunos de esos vínculos se irán diluyendo con el paso del tiempo, después de unos días (o semanas en el peor de los casos) de tristeza y melancolía, cada uno volverá a su rutina, a su normalidad, a su vida en tierra que no es que sea mejor o peor que la de a bordo, es simplemente otra. Otros vínculos durarán semanas, meses, seguirá el contacto más o menos esporádico, sobre todo hoy en día que es mucho más fácil con redes sociales y móviles con los que es posible estar hiperconectados. En otros casos, los menos, sí que habrá viajes conjuntos, quedadas, reencuentros que pueden ser estupendos e inolvidables, pero también extraños, porque en el barco, todos estamos juntos y navegamos hacia el mismo rumbo pero, en tierra, la gente se dispersa y vuelve a ser lo que era. Por eso a veces relativizo o racionalizo los vínculos y las relaciones, los sentimientos y las promesas de que el año que viene todos volverán. Porque, ya os lo digo, no todos vuelven. De hecho, casi ninguno vuelve. Porque según vayan pasando las semanas, los meses, la vida nos mueve en una u otra dirección. Las cosas cambian mucho, muchísimo en un año. Los que prometieron volver porque harían este trabajo siempre, no lo hacen por mil y un motivos, laborales, personales, familiares, económicos. Incluso algunos de los que se juraron amistad infinita tendrán que revisar en su lista de contactos cómo se llamaba aquella persona con la que se llevaba tan bien hace un año pero de la que hace meses que no sabe nada. Llamadme cínica, pero a veces soy escéptica ante esas declaraciones de amistad eterna y promesas de reencuentros habituales. Porque se suelen quedar en eso, en promesas.
Y aún así… Ay, aún así, a veces se forman unos vínculos inquebrantables entre la gente con la que coincides en el mar. A veces es gente que conoces una vez y ya pasa a formar parte de tu vida. A veces es gente que conoces de hace tiempo pero de repente, en un momento dado, esa difusa vinculación se vuelve más sólida y se convierte en una amistad chulísima. Y, ¿sabéis qué? Nunca sabes cuándo va a pasar. Nunca sabes cuándo alguien se va a convertir en importante en tu vida. Nunca sabes cuándo ni, sobre todo, quién. Nunca sabes si esas horas de trabajo compartido, esa caña que os estáis tomando en tierra, esa despedida hasta el año que viene van a ser las últimas que os unan o las primeras de muchas más que quedan por venir. Y ésa es la gracia de todo esto que llamamos vida, disfrutar de todos y cada uno de esos momentos, disfrutar de esos vínculos, sean efímeros o eternos, disfrutar de las risas conjuntas, del trabajo bien hecho, de las bromas y hasta de las discusiones y desencuentros. Disfrutar del aquí y del ahora, de lo que estamos haciendo, de lo que estamos viviendo, de lo que estamos sintiendo, de con quién lo estamos compartiendo. Sea lo que sea. De estar en tierra o estar en el mar o estar trabajando o estar riendo o estar durmiendo o estar alegres o estar pensativos o estar acompañados o, incluso, estar solos. Lo que hemos vivido está ahí y ya forma parte de nosotros. Lo que va a venir, no lo sabemos. Pero esto, este aquí, este ahora, estos vínculos que nos unen en estos momentos son únicos e irrepetibles. Y hay que saborearlos, hay que vivirlos porque quién sabe dónde estaremos y quiénes seremos dentro de un año.
La foto, de hace unos días, en el mar, desde mi lugar favorito del barco. He hecho pocas fotos este año, pero alguna más publicaré por aquí.
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