Los minions son unos bichitos amarillos que hablan muy raro y que se ganaron el protagonismo en las películas de Gru. El objetivo de los minions es servir a un villano, por eso se llaman minions, que significa esbirro.
Esbirro, qué palabra tan fea. Me gusta más secuaz o compinche. A mí, oír la palabra esbirro en una peli para niños me da repelús. ¿Quién usa esbirro en la vida real? Vale, sí, hay que fomentar el conocimiento de palabras nuevas y no debemos hablar sólo de “buenos” y “malos”, pero esbirro me suena fatal.
Me suena a adicto a las birras. Pero un tipo feo, barrigudo y adicto a las birras.
Me despisto. Fui a ver la peli de los minions porque me parecen criaturas simpáticas y con un triste objetivo en el planeta, lo de servir a un villano. Pero son graciosos, pequeñitos, con un número variable de ojos (eso me encanta) y bastante torpes. La peli es estupenda para una tarde de verano, te ríes, pasas el rato y acabas pensando que estos bichos son adorables. Y casi acabas entendiendo su idioma.
Yo soy muy fan de las pelis de dibujos, así que igual no soy objetiva. Y soy muy fan de los minions, así que soy aún menos objetiva. Me lo pasé genial. Eso sí, seguro que si la hubieran titulado “Esbirros” y les hubieran cambiado el nombre por “esbirros”, no sería el superéxito que es.
Con lo chula que es la palabra secuaz.
Qué bonitas son las zetas.
miércoles, 29 de julio de 2015
martes, 28 de julio de 2015
De esto que... (X)
De esto que es domingo tarde y estás holgazaneando en el sofá y tonteando con el portátil que se está quedando sin batería. Te levantas a buscar el cargador y… oh… ¡oh, oh! ¡Te lo dejaste el viernes en la oficina! Y estás de vacaciones. Durante las próximas dos semanas. Y necesitas el portátil. Con batería y/o cargador, a ser posible. Así que durante tres cuartos horas te piensas si ir o no a la oficina en una tarde de domingo de verano de vacaciones… O ir mañana, lunes. Al final decides que es mejor ir hoy, que no te verá nadie y te vas, pensando en la ducha fresquita que te pegarás al volver. Por el camino, ves a la gente paseando y tomándose cosas en terracitas. Y una cola enorme en una heladería. Pringaos. Llegas a la oficina, subes al despacho, coges el cargador y sales de allí casi corriendo, casi con vergüenza, casi sin estar allí. Llegas a casa, cargador en mano, y vas a sacar el móvil de bolso y… oh, ¡oh, oh! No está el móvil. Te llamas desde el fijo. Una vez. Y dos. El móvil no está en casa. Enciendes el portátil (porque ¡ya tienes cargador!) para buscar con aquella aplicación que te instalaste dónde está y… ¿cómo se llamaba la aplicación? No la encuentras. Uy, qué gran idea instalar una aplicación para rastrear el móvil que no recuerdas cuál es ni cómo funciona. Vuelves a llamarte dando vueltas por casa. Aquí no está. Así que te vas al coche, seguro que se te ha caído en el coche. No, tampoco. Hasta vacías la guantera y te preguntas si al cambiar el CD habrás metido el móvil en el reproductor en vez de un CD… imposible. ¿En el trabajo? ¿¡Estará en la oficina!? No, no puede ser, no has estado tiempo suficiente para soltarlo… ¿o sí? Así que, lloriqueando por las esquinas y mirando hacia atrás para que nadie te vea, subes a casa a por el bolso y vuelves al coche. Y vuelves a la oficina. Sigue la cola en la heladería. Ya no te parecen tan pringaos. Entras en el despacho, despacito, “tiene que estar, tiene que estar, tiene que estar”. No está. Buscas y rebuscas y te sientes tonta, idiota, estúpida y despistada. Al final, te rindes a la evidencia: no está. Y, de vuelta a casa, buscas planes B para encontrar el móvil, pero no hay demasiados planes B. Ay, que he perdido el móvil. En un último intento, parada en un semáforo, vuelves a mirar por el coche y… ahí está, el móvil, debajo del asiento del copiloto. Qué gran momento.
Y así es como pasé una tarde de domingo de vacaciones veraniegas. Con dos viajes a la oficina y un móvil perdido y hallado en el coche.
Y casi atropello un perro.
La foto no tiene mucho que ver con la historia, pero es del mismo día (un día en conjunto bastante raro): hoja de Posidonia oceanica con una forma muy peculiar. La posidonia es una planta superior, no un alga.
Y así es como pasé una tarde de domingo de vacaciones veraniegas. Con dos viajes a la oficina y un móvil perdido y hallado en el coche.
Y casi atropello un perro.
La foto no tiene mucho que ver con la historia, pero es del mismo día (un día en conjunto bastante raro): hoja de Posidonia oceanica con una forma muy peculiar. La posidonia es una planta superior, no un alga.
viernes, 24 de julio de 2015
Sète
Sète (Seta en occitano) es una pequeña ciudad portuaria, al sur de Francia, en pleno Golfo de León. Es una ciudad marítima y marinera, surcada por canales en los que se practica una de las competiciones más simpáticas que conozco: las justas náuticas. Es una ciudad curiosa; turística y bastante bulliciosa en verano y calmada y apagada fuera de temporada. Es, además, de los pocos lugares de Francia que conozco y, de lejos, el que mejor. Ya he perdido la cuenta de las veces que he estado en Sète (yo diría que ya son siete, la última hace dos años); creo que mis viajes aquí superan incluso a mis viajes a Roma, porque de manera más o menos constante, vengo por aquí una vez casi cada año, desde hace ya unos cuantos.
El viaje hasta allí es largo y eso que no está tan lejos de donde vivo. Siempre hacemos el mismo recorrido: un avión a Barcelona y casi 400 km de coche. Es una alternativa razonable a los tres aviones que, de otra manera, necesitaríamos para llegar. Aún a pesar del largo viaje, ir a Sète siempre es agradable. Me gusta esa ciudad y me gusta trabajar con los colegas con los que allí trabajo. Me gusta darme una vuelta por su centro antiguo, ver sus canales, el faro de su puerto, la subasta de pescado, incluso el cementerio marítimo de aquí tiene vistas espectaculares al Mediterráneo. Es una ciudad muy, muy ligada al mar, con una flota pesquera de dimensiones considerables, multitud de pequeños veleros atracados en sus muelles y el espíritu marinero presente en cada uno de sus rincones.
También es una ciudad con zonas claramente delimitadas: la zona antigua junto a los canales, la colina con espectaculares vistas al mar, la parte nueva y moderna, en la zona alta, junto a las playas. Incluso con su clima loco y cambiante, con días de nubes y niebla en plena ola de calor veraniega, con vientos fuertes que empiezan a soplar cuando menos te lo esperas y un afloramiento de aguas profundas que es la clave de la riqueza marítima de esta zona pero también es el responsable de que la temperatura superficial del mar baje a veces tanto que, con casi cuarenta grados fuera, la gente no se atreva a meterse dentro.
El toque decadente de los edificios que rodean sus canales le da a la ciudad un punto melancólico que me
atrae e incomoda a partes iguales. Porque sobre todo en los meses silenciosos fuera de temporada, pero también en plena locura veraniega, se respira claramente ese aire de tristeza melancólica que le da a la ciudad un toque triste y a la vez, interesante, casi seductor.
Y allí he pasado unos días de este mes de Julio, de nuevo trabajando, de nuevo en esta ciudad de canales. Las fotos son de estos días, menos la primera, que es de la única vez que tuve oportunidad de ver las justas náuticas, hace ya cuatro años. Eso sí, esta vez pillé los fuegos artificiales de la fiesta nacional francesa. E incluso tuve oportunidad de visitar el buque científico en el que trabajan los colegas franceses, L’Europe.
El viaje hasta allí es largo y eso que no está tan lejos de donde vivo. Siempre hacemos el mismo recorrido: un avión a Barcelona y casi 400 km de coche. Es una alternativa razonable a los tres aviones que, de otra manera, necesitaríamos para llegar. Aún a pesar del largo viaje, ir a Sète siempre es agradable. Me gusta esa ciudad y me gusta trabajar con los colegas con los que allí trabajo. Me gusta darme una vuelta por su centro antiguo, ver sus canales, el faro de su puerto, la subasta de pescado, incluso el cementerio marítimo de aquí tiene vistas espectaculares al Mediterráneo. Es una ciudad muy, muy ligada al mar, con una flota pesquera de dimensiones considerables, multitud de pequeños veleros atracados en sus muelles y el espíritu marinero presente en cada uno de sus rincones.
También es una ciudad con zonas claramente delimitadas: la zona antigua junto a los canales, la colina con espectaculares vistas al mar, la parte nueva y moderna, en la zona alta, junto a las playas. Incluso con su clima loco y cambiante, con días de nubes y niebla en plena ola de calor veraniega, con vientos fuertes que empiezan a soplar cuando menos te lo esperas y un afloramiento de aguas profundas que es la clave de la riqueza marítima de esta zona pero también es el responsable de que la temperatura superficial del mar baje a veces tanto que, con casi cuarenta grados fuera, la gente no se atreva a meterse dentro.
El toque decadente de los edificios que rodean sus canales le da a la ciudad un punto melancólico que me
atrae e incomoda a partes iguales. Porque sobre todo en los meses silenciosos fuera de temporada, pero también en plena locura veraniega, se respira claramente ese aire de tristeza melancólica que le da a la ciudad un toque triste y a la vez, interesante, casi seductor.
Y allí he pasado unos días de este mes de Julio, de nuevo trabajando, de nuevo en esta ciudad de canales. Las fotos son de estos días, menos la primera, que es de la única vez que tuve oportunidad de ver las justas náuticas, hace ya cuatro años. Eso sí, esta vez pillé los fuegos artificiales de la fiesta nacional francesa. E incluso tuve oportunidad de visitar el buque científico en el que trabajan los colegas franceses, L’Europe.
lunes, 20 de julio de 2015
De esto que... (IX)
De esto que estás en una pequeña ciudad en el sur de Francia. En concreto, en Sète (Seta en catalán, como bien indica la señal de entrada al lugar). Es la última noche aquí, después de una semana de trabajo cansado y complicado, cansada porque el día ha sido largo y hasta un poco feo, y porque ayer condujiste nosécuántos quilómetros para ir a Barcelona a buscar al jefe. Total, que es la última noche y salís a cenar. Estáis delante del hotel, decidiendo si ir a echar gasolina en el Fiat 500 huevito blanco con el que has conducido más de 1000 quilómetros en dos días (ah, qué bonita la cascada de Sant-Laurant-le-Minier, ah, qué bonito el pueblecito de Saint-Guilhem-le-Désert) y al final decidís que no, que la gasolina se echa mañana, pero os vais a cenar al restaurante aquel en el que comisteis una vez hace años con una lugareña. Y en eso que entráis al coche (tú de pilota oficial), arrancas y suena en el CD la banda sonora de “El fantasma de la ópera” a todo volumen. Bajas el volumen y de repente, ¡plas!, fundido en negro (por poner un símil cinematográfico), el coche se apaga. ¿El coche se apaga? ¿Se pueden apagar los coches? Éste sí. Pruebas de arrancar una y otra vez, pero no, no funciona nada: ni las luces, ni el mando a distancia, ni el contacto.
Oh, oh. ¡Oh, oh, oh!
A 175 quilómetros de la frontera española (o catalana o ¡qué más da! A 175 quilómetros de un lugar cuyo/s idioma/s entiendes sin problemas) y con un avión que coger en Barcelona en menos de 24 horas, no cunde el pánico, pero casi. Si hubiera estado sola, creo que me hubiera puesto a llorar. Llamada al servicio de asistencia, un rato largo explicando una y otra vez qué pasa, qué no funciona y respondiendo a preguntas extrañas, como que cuántos quilómetros hemos hecho… ni idea, Barcelona-Sète, Sète-Barcelona, Barcelona-Sète, Sète-Barcelona y alguno más por los alrededores de la Seta ésta. Y así nos quedamos, més penjats que un mico, en Sète y con el coche roto.
Y encima, los mosquitos la han tomado conmigo mientras pedíamos asistencia.
Eso sí, el muscat de por aquí muy rico, oye.
Mañana, a las ocho, nos vienen a rescatar.
Espero.
Por favor, venid a buscarnos. Quiero volver mañana a casa.
De verdad.
La foto es del otro día, de Saint-Guilhem-le-Désert. No tiene nada que ver, pero la pongo. O igual sí: así me veo mañana, esperando en una silla destartalada a que nos vengan a rescatar. O vengáis. Por favor.
Oh, oh. ¡Oh, oh, oh!
A 175 quilómetros de la frontera española (o catalana o ¡qué más da! A 175 quilómetros de un lugar cuyo/s idioma/s entiendes sin problemas) y con un avión que coger en Barcelona en menos de 24 horas, no cunde el pánico, pero casi. Si hubiera estado sola, creo que me hubiera puesto a llorar. Llamada al servicio de asistencia, un rato largo explicando una y otra vez qué pasa, qué no funciona y respondiendo a preguntas extrañas, como que cuántos quilómetros hemos hecho… ni idea, Barcelona-Sète, Sète-Barcelona, Barcelona-Sète, Sète-Barcelona y alguno más por los alrededores de la Seta ésta. Y así nos quedamos, més penjats que un mico, en Sète y con el coche roto.
Y encima, los mosquitos la han tomado conmigo mientras pedíamos asistencia.
Eso sí, el muscat de por aquí muy rico, oye.
Mañana, a las ocho, nos vienen a rescatar.
Espero.
Por favor, venid a buscarnos. Quiero volver mañana a casa.
De verdad.
La foto es del otro día, de Saint-Guilhem-le-Désert. No tiene nada que ver, pero la pongo. O igual sí: así me veo mañana, esperando en una silla destartalada a que nos vengan a rescatar. O vengáis. Por favor.
miércoles, 15 de julio de 2015
"The Last Dance and Other Stories" de Victoria Hislop
Hace ya un par de meses que me leí este libro pero, no sé por qué, no lo había referenciado hasta ahora. Soy muy fan de Victoria Hislop (como ya conté aquí), sus novelas me parece que tienen el punto justo para engancharme: entre el culebrón y la historia, normalmente griega, aunque también tiene una novela ambientada en España y, la última (que aún no tengo), en Chipre.
Compré este libro de relatos en Dublín, en mi librería favorita de esa ciudad. Recuerdo perfectamente la conversación que tuve con el tipo que me la vendió, muy amable a pesar de que sólo quedaran unos minutos para cerrar (pasamos mucho tiempo en ésta y otras librerías dublinesas). Me pregunté de dónde venía, le contesté que de Mallorca y me empezó a enumerar varios (muchos) de los lugares que conocía, lugares totalmente atípicos de conocer para un turista. Entonces me contó que visitaba la isla cada primavera, para practicar ciclismo.
Anécdotas dublinesas aparte, éste es un libro de relatos que se desarrollan en Grecia, variados y diferentes, aunque la mayoría se desarrollan en pueblos griegos, también hay alguno ambientado en Atenas. Admito que las historias me han gustado de manera desigual, unas me han parecido muy logradas y otras no me han llegado a enganchar, pero esta autora nunca me llega a defraudar, así que tengo que conseguir ya su libro sobre Chipre.
Hoy, actualizo desde el sur de Francia, desde Sète. Iba a escribir algo rápido sobre esta ciudad hoy, pero me he dado cuenta de que no he contado nunca nada de ella. Así que se merece una entrada más tranquila y reposada.
Compré este libro de relatos en Dublín, en mi librería favorita de esa ciudad. Recuerdo perfectamente la conversación que tuve con el tipo que me la vendió, muy amable a pesar de que sólo quedaran unos minutos para cerrar (pasamos mucho tiempo en ésta y otras librerías dublinesas). Me pregunté de dónde venía, le contesté que de Mallorca y me empezó a enumerar varios (muchos) de los lugares que conocía, lugares totalmente atípicos de conocer para un turista. Entonces me contó que visitaba la isla cada primavera, para practicar ciclismo.
Anécdotas dublinesas aparte, éste es un libro de relatos que se desarrollan en Grecia, variados y diferentes, aunque la mayoría se desarrollan en pueblos griegos, también hay alguno ambientado en Atenas. Admito que las historias me han gustado de manera desigual, unas me han parecido muy logradas y otras no me han llegado a enganchar, pero esta autora nunca me llega a defraudar, así que tengo que conseguir ya su libro sobre Chipre.
Hoy, actualizo desde el sur de Francia, desde Sète. Iba a escribir algo rápido sobre esta ciudad hoy, pero me he dado cuenta de que no he contado nunca nada de ella. Así que se merece una entrada más tranquila y reposada.
viernes, 10 de julio de 2015
Diario de a bordo
Desde que me ha tocado ser jefa del Festival de Primavera, llevo un diario a bordo. En realidad no fue iniciativa mía, aunque sí que es cierto que en algunas campañas previas había hecho ya una especie de diario o al menos anotaciones sueltas de cosas que pasaban, veía o vivía. Pero el primer año que me tocó ser jefa, el jefe me recomendó hacerlo: escribir cada día las cosas que habían pasado. Los días de mar son muy densos e intensos y, a menudo, las cosas que pasan a primera hora se acaban diluyendo entre las cosas que pasan un rato más tarde y, al final del día, o bien no las recuerdas o bien parece que pasaron varios día antes. Y, cuando vuelves a tierra, hay muchos detalles importantes que has olvidado. Algunos de esos detalles son importantes, a qué hora se acabó el trabajo cada día, incidencias hubo y cuándo fueron, por lo que lo que empecé a hacer hace años por recomendación lo he asumido como una tarea muy necesaria para el trabajo.
Escribir el diario cada día, después de largas horas en el puente, de subir y bajar escaleras y de la tensión que supone llevar una campaña, suele ser bastante cansado. Pero, aún así, intento hacerlo siempre. Incluso a lo largo del día voy anotando cosas que luego igual olvido, como cuánto cable hemos tenido que añadir en un determinado muestreo, si había barcos en la zona o los motivos por los que algún muestreo ha sido nulo.
Empecé a escribir los diarios de forma metódica y profesional. Reflejaban casi exclusivamente cosas laborales que pasaban, incidencias, problemas o ideas para mejoras en años siguientes. Con el tiempo, me he ido relajando y cada vez más anoto también anécdotas personales, cosas divertidas que pasan, mis enfados, si la comida está rica o quién se ha peleado con quién. Luego, en tierra, los repaso al menos una vez, cuando preparamos el informe preliminar en el que reflejamos las incidencias y problemas que hemos experimentado durante los días de mar. Y siempre me río. Me río porque aparecen anécdotas que ya no recordaba. Me río porque la perspectiva en tierra es muy distinta a la del mar. Me río porque me encuentro frases como “Qué putas, éste es mi diario y escribo lo que quiero” justo antes de una reflexión eterna sobre alguna chorrada que me ha pasado por la cabeza ese día.
Me gusta releerlos no sólo porque me resulta necesario laboralmente, sino porque veo reflejado en ellos lo que siento cada día, cómo va cambiando mi actitud según los días. Después de dos o tres semanas en el mar, a la vuelta lo recuerdas todo como un conjunto, un resumen, algo global, perdiendo los detalles del día a día. Pero es bucear en los recuerdos escritos lo que me da la perspectiva real de lo que viví a bordo, o al menos la idea de cómo yo viví esos días a bordo. Hay días fabulosos en los que no paro de escribir sobre lo feliz que estoy por tener un trabajo maravilloso. Y hay días en los que estoy tan enfadada y/o cansada que sólo escribo palabras sueltas (“Hemos hecho cuatro muestreos. Todo bien. Estoy muerta”). Hay días en los que incluso escribo sobre conversaciones que hemos tenido en el puente, sobre los delfines que hemos visto o sobre las copas que nos hemos tomado el día que entramos a puerto. También hay veces que escribo cosas que, cuando las releo, no sé qué significan. Y luego hay cosas sobre las que no escribo, muchas, pero al releer otras, a veces las recuerdo. A veces no y se quedan ahí, perdidas en algún rincón oscuro de mi memoria caprichosa.
Me gustan estos diarios. Aunque me suponen un esfuerzo cuando están en el mar, creo que son una herramienta estupenda, tanto laboral, como personal. Me ayudan a conocerme un poco mejor, a saber quién era y quién soy. Y, aunque sólo sea por eso, creo que vale la pena seguir con ellos.
En la foto, uno de los portillos de mi camarote .
Escribir el diario cada día, después de largas horas en el puente, de subir y bajar escaleras y de la tensión que supone llevar una campaña, suele ser bastante cansado. Pero, aún así, intento hacerlo siempre. Incluso a lo largo del día voy anotando cosas que luego igual olvido, como cuánto cable hemos tenido que añadir en un determinado muestreo, si había barcos en la zona o los motivos por los que algún muestreo ha sido nulo.
Empecé a escribir los diarios de forma metódica y profesional. Reflejaban casi exclusivamente cosas laborales que pasaban, incidencias, problemas o ideas para mejoras en años siguientes. Con el tiempo, me he ido relajando y cada vez más anoto también anécdotas personales, cosas divertidas que pasan, mis enfados, si la comida está rica o quién se ha peleado con quién. Luego, en tierra, los repaso al menos una vez, cuando preparamos el informe preliminar en el que reflejamos las incidencias y problemas que hemos experimentado durante los días de mar. Y siempre me río. Me río porque aparecen anécdotas que ya no recordaba. Me río porque la perspectiva en tierra es muy distinta a la del mar. Me río porque me encuentro frases como “Qué putas, éste es mi diario y escribo lo que quiero” justo antes de una reflexión eterna sobre alguna chorrada que me ha pasado por la cabeza ese día.
Me gusta releerlos no sólo porque me resulta necesario laboralmente, sino porque veo reflejado en ellos lo que siento cada día, cómo va cambiando mi actitud según los días. Después de dos o tres semanas en el mar, a la vuelta lo recuerdas todo como un conjunto, un resumen, algo global, perdiendo los detalles del día a día. Pero es bucear en los recuerdos escritos lo que me da la perspectiva real de lo que viví a bordo, o al menos la idea de cómo yo viví esos días a bordo. Hay días fabulosos en los que no paro de escribir sobre lo feliz que estoy por tener un trabajo maravilloso. Y hay días en los que estoy tan enfadada y/o cansada que sólo escribo palabras sueltas (“Hemos hecho cuatro muestreos. Todo bien. Estoy muerta”). Hay días en los que incluso escribo sobre conversaciones que hemos tenido en el puente, sobre los delfines que hemos visto o sobre las copas que nos hemos tomado el día que entramos a puerto. También hay veces que escribo cosas que, cuando las releo, no sé qué significan. Y luego hay cosas sobre las que no escribo, muchas, pero al releer otras, a veces las recuerdo. A veces no y se quedan ahí, perdidas en algún rincón oscuro de mi memoria caprichosa.
Me gustan estos diarios. Aunque me suponen un esfuerzo cuando están en el mar, creo que son una herramienta estupenda, tanto laboral, como personal. Me ayudan a conocerme un poco mejor, a saber quién era y quién soy. Y, aunque sólo sea por eso, creo que vale la pena seguir con ellos.
En la foto, uno de los portillos de mi camarote .
lunes, 6 de julio de 2015
ALB & SKJ
Un fin de semana cualquiera, de verano. Para ser más precisos, un fin de semana largo, cuatro días, porque tengo que ir cogiéndome días que me deben antes de que caduquen. En principio, no tengo planes destacados, pero no me importa: en verano, los planes aparecen en el último minuto. Pero antes de eso, antes de que llegue el último minuto, de repente, se me presenta un plan atractivo: ayudar a muestrear atunes en un concurso de pesca. Bueno, igual no es un plan atractivo para muchos. Para mí, que hace ya años que tengo ganas de colaborar en estos muestreos, sí que lo es. Un planazo.
Y así me paso dos tardes-noches de un fin de semana cualquiera de verano, ayudando en un muestreo científico, haciendo de becaria novata con un grupo de colegas, sufriendo el sol y las temperaturas demasiado altas incluso en pleno verano, llegando a casa a las 2 de la mañana, con la ropa y la piel veteada de sangre de atún, aprendiendo a distinguir la albacora o bonito o atún blanco (en inglés albacore, de nombre científico Thunnus alalunga y ALB el código que utilizábamos para etiquetar las muestras) del listado (en inglés skipjack, de nombre científico Katsuwonus pelamis -ah, ¡la magia de los nombres científicos!- y SKJ de código), aprendiendo cosas sobre su biología, su distribución, su pesca, aprendiendo incluso a limpiar estos peces magníficos, elegantes, veloces y hasta violentos, de carne roja y sangre oscura.
Ha sido genial.
Si puedo, repetiré el año que viene.
Y así me paso dos tardes-noches de un fin de semana cualquiera de verano, ayudando en un muestreo científico, haciendo de becaria novata con un grupo de colegas, sufriendo el sol y las temperaturas demasiado altas incluso en pleno verano, llegando a casa a las 2 de la mañana, con la ropa y la piel veteada de sangre de atún, aprendiendo a distinguir la albacora o bonito o atún blanco (en inglés albacore, de nombre científico Thunnus alalunga y ALB el código que utilizábamos para etiquetar las muestras) del listado (en inglés skipjack, de nombre científico Katsuwonus pelamis -ah, ¡la magia de los nombres científicos!- y SKJ de código), aprendiendo cosas sobre su biología, su distribución, su pesca, aprendiendo incluso a limpiar estos peces magníficos, elegantes, veloces y hasta violentos, de carne roja y sangre oscura.
Ha sido genial.
Si puedo, repetiré el año que viene.
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