En el último mes y pico, he hecho dos viajes a Madrid, dos viajes por placer a Madrid, en claro contraste a los cuatro viajes por oposiciones que hice en esta época el año pasado.
Madrid es maravillosa.
Tiene muchas pegas también, claro. Muchas. Para mí las más importantes probablemente sean que hay mucha gente, está muy lejos del mar y el clima es tan, tan seco que yo lo noto en los labios y en la piel a las pocas horas de llegar. Y a mi vuelta, sigo teniendo los labios secos durante días, a pesar de todo el bálsamo que me ponga.
Pero también tiene un montón de cosas buenas. Y bonitas.
Tiene tuiteras guays, con las que no me he visto en este último viaje, pero sí en casi todos los anteriores.
Tiene mil opciones de ocio, de restauración y de todo.
Tiene historia, cultura, diversión y un montón de sitios verdes donde perderte.
Madrid es esa ciudad en la que una noche, haciendo una visita nocturna guiada, mientras un guía cuenta una historia de un fantasma que se aparece en un antiguo palacio que ahora es sede del Ministerio de Educación, los cinco que formáis el grupo (más el guía) veis unas luces extrañas y totalmente fuera de lugar en el palacio. Y os miráis unos a otros buscando una explicación racional a eso que acabáis de ver y pensando que, oye, igual el fantasma sigue ahí, por qué no.
Madrid es esa ciudad en la que puede estar lloviendo tres o cuatro días seguidos, como nos pasó hace mes y pico, y que aún así encuentras mil cosas para hacer, llámalo teatro (Billy Elliot es maravillosa), museos (por ejemplo, el Museo Arqueológico Nacional), exposiciones (la de Auswitch es tan dura como imprescindible) o simplemente de tiendas. O que puede alternar nubes y claros y pasarte el día quitándote y poniendo chaquetas, mirando por la ventana antes de salir del apartamento y echando a suertes cuanto te vas a abrigar ese día, como nos ha pasado esta semana.
Madrid es esa ciudad en la que se juegan finales de Copa del Rey y te pasas el día cruzándote con afición de uno u otro equipo, con sus camisetas, bufandas, cánticos, alegría y ganas de victoria, con un ambiente tan único, multitudinario y eufórico que te dan ganas de cantar y saltar con ellos, sean de tu equipo o no. Y aunque no tengas equipo.
Madrid es esa ciudad en la que un camarero te habla valenciano porque ha oído una charla mallorquina-valenciana en tu mesa.
Madrid es esa ciudad en la que un día, después de pasarlo pateándola, aprendiendo su historia, viendo tiendas, comiendo y bebiendo bien, estás volviendo al apartamento pero acabas en un local de cerveza artesana que te han recomendado varias veces. Y allí conoces a un grupo de chavales entre los que está uno cuyo hermano vive en tu isla. Qué digo en tu isla, en tu ciudad. Qué digo en tu ciudad, en tu barrio. Qué digo en tu barrio, en la calle de al lado. Y al final el grupo de tres se convierte en un grupo de seis y os pasáis horas charlando y buscando locales abiertos para tomar la última. Y cuando por fin decidís que sí, que esa era la última, acabas en una chocolatería que abre las 24 horas del día, llena de fotos de famosos en sus paredes y a la que entra un travesti con tipazo y peluca rosa fosforito.
Madrid es la bomba.
Viajar con gente bonita es genial.
Aunque en las dos noches que he pasado ahora allí haya dormido tanto (o tan poco) como esta primera noche en casa.
A veces, pasar sueño merece la pena.
En la foto, el templo egipcio de Debob, durante una visita guidada (y muy recomendable) que hicimos.. Me encanta.
domingo, 22 de abril de 2018
miércoles, 11 de abril de 2018
Preguntas
La cantidad de cosas que le hubiera preguntado en su día. Muchas, muchísimas. Un montón de cuestiones que me rondaban por la cabeza, interrogantes sin resolver, tantas cosas que no entendí en su momento y de las que quería explicación. Y de repente, al tenerlo delante después de tanto tiempo, no tengo nada que preguntarle. Porque ahora, a estas alturas, ya nada me importa. Sí, tal vez seguiría sintiendo curiosidad por esas mismas cosas. Si las recordara. Porque ya no las recuerdo, no tengo ni idea de lo que me inquietaba, de lo que quería saber. Así que callo, no digo nada. Porque ya no quiero saber. Y aunque quisiera, qué rayos importa todo aquello ya.
domingo, 8 de abril de 2018
Una noche en Roma
Anoche vi una película italiana “La gran belleza” de Paolo Sorrentino porque se desarrollaba en Roma. La película no me gustó especialmente, aunque debo admitir que igual no le hice todo el caso que debiera, estaba entretenida en otras tonterías y yo solo quería ver Roma. Pero verla me ha hecho recordar esta entrada que escribí hace ya varios meses y que aún no había visto la luz. Así que aquí está.
Es diciembre y en mi viaje hacia las orillas orientales del Mar Negro, paso unas horas en Roma, una noche de escala. Una colega italiana me acoge en su casa, un piso alto, pequeño, muy acogedor, más allá del Vaticano y con ojos de buey cual ventanas, como si de un barco se tratara. Llego después de las siete de la tarde, tras dos aviones, un tren y un metro. Nos tomamos un vino blanco mientas nos ponemos al día y luego salimos. Tenemos planes para cenar, ambas con colegas que se encuentran en la ciudad en una reunión. Los conozco a todos, pero acabamos en dos grupos diferentes. Vamos al centro en motorino, con el sistema de motos público de la ciudad. He ido en moto por Roma. Flipo. Por el camino, vemos la basílica de San Pedro, el Castillo de Sant’Angelo, ruinas y columnas de los foros, el Capitolino al atravesar Piazza Venezia, la iglesia de Santa Maria la Maggiore. Me alucina recorrer Roma en moto y reconocer sus calles, saber en casi todo momento dónde estamos; me alucina conocer tan bien la ciudad.
En un momento del trayecto, paradas en un semáforo en rojo, ella se gira y me dice “I love this city”. “Me too”, grito desde atrás. Me encanta esta ciudad y en ese momento mágico, conociéndola desde una perspectiva diferente, me rindo definitivamente a sus pies.
Me encuentro con mis colegas, aún eufórica del viaje en moto y les propongo cenar en un sitio que conozco. Es un restaurante populoso en el que cené justo dos semanas antes, la noche de la estrella. Por el camino, reconozco una calle que una vez vi cubierta de nieve. Y el hotel en el que me alojé entonces. Nos alojamos, debería decir. Hoy chispea y hace frío, pero no nieva. Cenamos estupendamente, pero el frío hace mella en nosotros: las estufas de la terraza no son suficientes para calentar la noche. Caminamos hacia el Coliseo para entrar en calor. Lo fotografío por tercera vez en tres meses. No me canso de hacerlo. En la estación del metro, intento contactar con mi anfitriona para unirme al otro grupo, pero cuando lo logro, ya estoy de camino a su casa. Tengo frío y sueño, así que me retiro. Por el camino, intercambio mensajes que me hacen sonreír.
Llego a un barrio que horas antes me era totalmente desconocido y entro a una casa que no es mía. Me ducho, me pongo el pijama y se me ponen los pelos de punta al ver que el despertador sonará en menos de cinco horas. Poco después, oigo llegar a mi anfitriona pero soy incapaz de decir nada, el sueño puede conmigo.
Ay, Roma, soy tuya para siempre.
La foto es de esa noche, del Coliseo, claro, con una luna brillante, casi, casi llena.
Es diciembre y en mi viaje hacia las orillas orientales del Mar Negro, paso unas horas en Roma, una noche de escala. Una colega italiana me acoge en su casa, un piso alto, pequeño, muy acogedor, más allá del Vaticano y con ojos de buey cual ventanas, como si de un barco se tratara. Llego después de las siete de la tarde, tras dos aviones, un tren y un metro. Nos tomamos un vino blanco mientas nos ponemos al día y luego salimos. Tenemos planes para cenar, ambas con colegas que se encuentran en la ciudad en una reunión. Los conozco a todos, pero acabamos en dos grupos diferentes. Vamos al centro en motorino, con el sistema de motos público de la ciudad. He ido en moto por Roma. Flipo. Por el camino, vemos la basílica de San Pedro, el Castillo de Sant’Angelo, ruinas y columnas de los foros, el Capitolino al atravesar Piazza Venezia, la iglesia de Santa Maria la Maggiore. Me alucina recorrer Roma en moto y reconocer sus calles, saber en casi todo momento dónde estamos; me alucina conocer tan bien la ciudad.
En un momento del trayecto, paradas en un semáforo en rojo, ella se gira y me dice “I love this city”. “Me too”, grito desde atrás. Me encanta esta ciudad y en ese momento mágico, conociéndola desde una perspectiva diferente, me rindo definitivamente a sus pies.
Me encuentro con mis colegas, aún eufórica del viaje en moto y les propongo cenar en un sitio que conozco. Es un restaurante populoso en el que cené justo dos semanas antes, la noche de la estrella. Por el camino, reconozco una calle que una vez vi cubierta de nieve. Y el hotel en el que me alojé entonces. Nos alojamos, debería decir. Hoy chispea y hace frío, pero no nieva. Cenamos estupendamente, pero el frío hace mella en nosotros: las estufas de la terraza no son suficientes para calentar la noche. Caminamos hacia el Coliseo para entrar en calor. Lo fotografío por tercera vez en tres meses. No me canso de hacerlo. En la estación del metro, intento contactar con mi anfitriona para unirme al otro grupo, pero cuando lo logro, ya estoy de camino a su casa. Tengo frío y sueño, así que me retiro. Por el camino, intercambio mensajes que me hacen sonreír.
Llego a un barrio que horas antes me era totalmente desconocido y entro a una casa que no es mía. Me ducho, me pongo el pijama y se me ponen los pelos de punta al ver que el despertador sonará en menos de cinco horas. Poco después, oigo llegar a mi anfitriona pero soy incapaz de decir nada, el sueño puede conmigo.
Ay, Roma, soy tuya para siempre.
La foto es de esa noche, del Coliseo, claro, con una luna brillante, casi, casi llena.
martes, 27 de marzo de 2018
Luz
Hoy han cortado la electricidad durante unas horas en mi casa, por trabajos técnicos que tenían que hacer. No ha sido un corte inesperado, al contrario: hace días que la compañía había puesto un cartel en el portal, anunciando de un corte entre las 5:30 y las 8:30 de la mañana. Al cabo de unos días, apareció un segundo anuncio con los horarios de un segundo corte, el mismo día poco después. Pero el fin de semana pasado, desaparecieron ambos carteles.
Así, anoche me fui a dormir con la incertidumbre de si esta mañana habría o no luz. Suena a tontería, lo del corte de electricidad, pero ahora que hemos cambiado de hora, ni estar tan al este permite tener luz a las 5:30 de la mañana. Así que anoche dejé algunas cosas preparadas: la ropa para hoy, una linterna pequeña, una vela. Prepararme para ir a trabajar en total oscuridad no me parecía demasiado adecuado. No sé quién tuvo la brillante idea de cortar la luz a la hora de irse a trabajar, pero había que adaptarse. Que igual pensáis que oh, son vacaciones, no molestará tanto, pero no es así: en estas islas, las vacaciones escolares son la semana que viene, esta es una semana laboral normal. Corta, pero normal.
Esta mañana me he despertado casi una hora antes de que sonara el despertador, sobre las seis. Instintivamente, he mirado hacia mi radio despertador, esperando ver en sus números rojos la hora, pero solo he visto negrura. He comprobado la hora en el móvil y he comprendido que sí, que habían cortado la electricidad. He logrado dormirme y he tenido un extraño sueño en el que dormía en el comedor, en uno de mis sofás naranjas, junto a otras personas que conozco pero que ni siquiera me son cercanas o queridas. Soñaba que pasábamos la noche ahí, que me despertaba para ir a trabajar y que cuando me iba a duchar a la luz de las velas, tenía que pedir ayuda para sacar de la bañera algunas cosas que había en ella, incluyendo (agárrense) una bañera llena de agua.
Me he despertado en mitad del extraño sueño, gracias al despertador del móvil, el primero que suena siempre. Me he levantado rápido, porque sabía que el segundo despertador, la radio, hoy no sonaría. Y porque hoy, justamente hoy, tenía que ir antes a la oficina. Me he levantado y me he iluminado con una pequeña linterna, he encendido una vela y la he usado para iluminarme por la casa. No sabía cuándo iba a durar la pila de la linterna y sabía que la necesitaría después. Mientras me duchaba, me sorprendía de la luz cálida que emitía, de lo mucho que ilumina una simple llama, del silencio que había en la casa porque mi radio despertador no estaba en marcha.
No he desayunado, quería llegar pronto a la oficina y anoche preparé un bocadillo para comérmelo en cuanto tuviera tiempo hoy. Tampoco he hecho la cama. Cualquier cosa que hacía se complicaba por tener que ir paseando la vela conmigo a todas partes, así que lo he simplificado todo al máximo. Aún así, he perdido la cuenta de las veces que he tocado un interruptor de la luz que no ha encendido nada. En el baño, en la cocina, en mi habitación, en el pasillo. Sabía que no había electricidad, sabía que por muy oscuro que estuviera, tocar esos interruptores no serviría de nada, pero lo he seguido haciendo, instintivamente.
Al salir de casa, antes de las 7:30,
he apagado la vela, claro, y he encendido la linterna. Al cerrar la puerta, he oído como se cerraba otra en el piso superior. He bajado los cinco pisos iluminándome con la linterna, oyendo los pasos de alguien que bajaba solo unos escalones por detrás. También veía la luz de su linterna. Sabía que era un vecino, sabía que era alguien conocido, pero la oscuridad rota por nuestras linternas tintineantes es mala amiga de la confianza y he seguido bajando a buen ritmo, evitando que me alcanzara. No ha sido hasta llegar al portal cuando he visto que mi no-perseguidor era un preadolescente que vive en la planta de arriba, que salía también de casa, en la oscuridad, de camino al instituto, supongo.
Y toda esta tontería de la luz, de la electricidad, de ese ratito que he merodeado por casa como pollo sin cabeza, con velas y linternas, dándole a interruptores que no encendían nada, despistada, y un poco perdida, me ha parecido que es una buena metáfora de lo que es que se alteren cosas de nuestra vida, de nuestro día a día, de nuestro entorno, de nuestra gente. Una buena metáfora de lo que es perder unos referentes, perder algo que sabes que está ahí (si le doy al interruptor, se encenderá la luz), de lo incómodo que es, de lo confuso, de lo fácil que es cuando algo de nuestro entorno se altera; que sí, está claro, sigues adelante, te adaptas, pero vas un poco despistada, y un poco perdida. Como me siento yo a veces.
No sé si me explico.
En la foto, la vela iluminando mis baldosas de pececitos, en el cuarto de baño.
Así, anoche me fui a dormir con la incertidumbre de si esta mañana habría o no luz. Suena a tontería, lo del corte de electricidad, pero ahora que hemos cambiado de hora, ni estar tan al este permite tener luz a las 5:30 de la mañana. Así que anoche dejé algunas cosas preparadas: la ropa para hoy, una linterna pequeña, una vela. Prepararme para ir a trabajar en total oscuridad no me parecía demasiado adecuado. No sé quién tuvo la brillante idea de cortar la luz a la hora de irse a trabajar, pero había que adaptarse. Que igual pensáis que oh, son vacaciones, no molestará tanto, pero no es así: en estas islas, las vacaciones escolares son la semana que viene, esta es una semana laboral normal. Corta, pero normal.
Esta mañana me he despertado casi una hora antes de que sonara el despertador, sobre las seis. Instintivamente, he mirado hacia mi radio despertador, esperando ver en sus números rojos la hora, pero solo he visto negrura. He comprobado la hora en el móvil y he comprendido que sí, que habían cortado la electricidad. He logrado dormirme y he tenido un extraño sueño en el que dormía en el comedor, en uno de mis sofás naranjas, junto a otras personas que conozco pero que ni siquiera me son cercanas o queridas. Soñaba que pasábamos la noche ahí, que me despertaba para ir a trabajar y que cuando me iba a duchar a la luz de las velas, tenía que pedir ayuda para sacar de la bañera algunas cosas que había en ella, incluyendo (agárrense) una bañera llena de agua.
Me he despertado en mitad del extraño sueño, gracias al despertador del móvil, el primero que suena siempre. Me he levantado rápido, porque sabía que el segundo despertador, la radio, hoy no sonaría. Y porque hoy, justamente hoy, tenía que ir antes a la oficina. Me he levantado y me he iluminado con una pequeña linterna, he encendido una vela y la he usado para iluminarme por la casa. No sabía cuándo iba a durar la pila de la linterna y sabía que la necesitaría después. Mientras me duchaba, me sorprendía de la luz cálida que emitía, de lo mucho que ilumina una simple llama, del silencio que había en la casa porque mi radio despertador no estaba en marcha.
No he desayunado, quería llegar pronto a la oficina y anoche preparé un bocadillo para comérmelo en cuanto tuviera tiempo hoy. Tampoco he hecho la cama. Cualquier cosa que hacía se complicaba por tener que ir paseando la vela conmigo a todas partes, así que lo he simplificado todo al máximo. Aún así, he perdido la cuenta de las veces que he tocado un interruptor de la luz que no ha encendido nada. En el baño, en la cocina, en mi habitación, en el pasillo. Sabía que no había electricidad, sabía que por muy oscuro que estuviera, tocar esos interruptores no serviría de nada, pero lo he seguido haciendo, instintivamente.
Al salir de casa, antes de las 7:30,
he apagado la vela, claro, y he encendido la linterna. Al cerrar la puerta, he oído como se cerraba otra en el piso superior. He bajado los cinco pisos iluminándome con la linterna, oyendo los pasos de alguien que bajaba solo unos escalones por detrás. También veía la luz de su linterna. Sabía que era un vecino, sabía que era alguien conocido, pero la oscuridad rota por nuestras linternas tintineantes es mala amiga de la confianza y he seguido bajando a buen ritmo, evitando que me alcanzara. No ha sido hasta llegar al portal cuando he visto que mi no-perseguidor era un preadolescente que vive en la planta de arriba, que salía también de casa, en la oscuridad, de camino al instituto, supongo.
Y toda esta tontería de la luz, de la electricidad, de ese ratito que he merodeado por casa como pollo sin cabeza, con velas y linternas, dándole a interruptores que no encendían nada, despistada, y un poco perdida, me ha parecido que es una buena metáfora de lo que es que se alteren cosas de nuestra vida, de nuestro día a día, de nuestro entorno, de nuestra gente. Una buena metáfora de lo que es perder unos referentes, perder algo que sabes que está ahí (si le doy al interruptor, se encenderá la luz), de lo incómodo que es, de lo confuso, de lo fácil que es cuando algo de nuestro entorno se altera; que sí, está claro, sigues adelante, te adaptas, pero vas un poco despistada, y un poco perdida. Como me siento yo a veces.
No sé si me explico.
En la foto, la vela iluminando mis baldosas de pececitos, en el cuarto de baño.
viernes, 23 de marzo de 2018
Pisa es cuqui
Pisa es cuqui.
Eso es lo primero que pensé después de pasar un par de horas paseando por la ciudad cuando llegué la primera tarde, en el viaje de trabajo que me llevó allí hace ya dos meses. No había planeado nada para esa tarde: tenía una conexión corta en Roma entre dos de los tres vuelos que me llevaron allí y no confiaba demasiado en llegar a la hora prevista. Pero sí, llegué. Y como el aeropuerto es pequeño y está cerca de la ciudad, llegué incluso antes de lo que creía. Pisa es cuqui hasta en eso.
Así que después de pasar un momento por el hotel, me dirigí a la plaza de los Milagros, que aparentemente estaba cerca. Lo estaba. Llegué en un momento perfecto, con el sol ya cayendo, con esa luz tan especial que precede al atardecer. La plaza de los Milagros es maravillosa y, al atardecer, más. El baptisterio, el camposanto (del que ya hablé aquí), la catedral y, cómo no, la famosa torre inclinada de Pisa que no es más que el campanario de la catedral, sorprendentemente alejado de ésta, maravillosamente inclinado. Esa tarde, paseé por las calles peatonales del centro, me crucé con multitud de estudiantes que entraban y salían de las numerosas facultades que hay en la ciudad, caminé por las orillas del río Arno y llegué hasta la pequeña Iglesia de Santa Maria della Spina. Recorrí Pisa en un ratito, porque Pisa es cuqui.
Al día siguiente, antes de la reunión, volví a la plaza de los Milagros y ya visité todos los edificios tranquilamente, subida a la torre de Pisa incluida. Por supuesto. Me mareé al entrar, flipé cuando me balanceaba mientras subía su escalera de caracol (y como yo, miles antes, como se ve perfectamente en las marcas que nuestros pasos han ido dejando) y di tantas vueltas en la terraza circular superior que pensé que me acabarían echando. Pero no, porque Pisa es cuqui y de los sitios cuquis no te echan.
Esa noche, después de la cena de grupo, acabamos de nuevo a los pies de la torre de Pisa. Aún volvería varias veces al día siguiente, antes y después de recorrer de nuevo la ciudad, atravesar el río Arno por el Ponte di Mezzo, donde una bandera con los colores del arco iris y la inscripción “PISA PEACE” ondeaba alegremente y flipar un poco más con esta ciudad pequeña, plana, universitaria, viva y alegre.
Pisa es muy cuqui, de verdad. Y fue genial empezar el año laboral viajero yendo allí.
Las fotos son del móvil, de la cámara compacta y de la réflex; hacía mucho tiempo que no la llevaba de viaje.
Eso es lo primero que pensé después de pasar un par de horas paseando por la ciudad cuando llegué la primera tarde, en el viaje de trabajo que me llevó allí hace ya dos meses. No había planeado nada para esa tarde: tenía una conexión corta en Roma entre dos de los tres vuelos que me llevaron allí y no confiaba demasiado en llegar a la hora prevista. Pero sí, llegué. Y como el aeropuerto es pequeño y está cerca de la ciudad, llegué incluso antes de lo que creía. Pisa es cuqui hasta en eso.
Así que después de pasar un momento por el hotel, me dirigí a la plaza de los Milagros, que aparentemente estaba cerca. Lo estaba. Llegué en un momento perfecto, con el sol ya cayendo, con esa luz tan especial que precede al atardecer. La plaza de los Milagros es maravillosa y, al atardecer, más. El baptisterio, el camposanto (del que ya hablé aquí), la catedral y, cómo no, la famosa torre inclinada de Pisa que no es más que el campanario de la catedral, sorprendentemente alejado de ésta, maravillosamente inclinado. Esa tarde, paseé por las calles peatonales del centro, me crucé con multitud de estudiantes que entraban y salían de las numerosas facultades que hay en la ciudad, caminé por las orillas del río Arno y llegué hasta la pequeña Iglesia de Santa Maria della Spina. Recorrí Pisa en un ratito, porque Pisa es cuqui.
Al día siguiente, antes de la reunión, volví a la plaza de los Milagros y ya visité todos los edificios tranquilamente, subida a la torre de Pisa incluida. Por supuesto. Me mareé al entrar, flipé cuando me balanceaba mientras subía su escalera de caracol (y como yo, miles antes, como se ve perfectamente en las marcas que nuestros pasos han ido dejando) y di tantas vueltas en la terraza circular superior que pensé que me acabarían echando. Pero no, porque Pisa es cuqui y de los sitios cuquis no te echan.
Esa noche, después de la cena de grupo, acabamos de nuevo a los pies de la torre de Pisa. Aún volvería varias veces al día siguiente, antes y después de recorrer de nuevo la ciudad, atravesar el río Arno por el Ponte di Mezzo, donde una bandera con los colores del arco iris y la inscripción “PISA PEACE” ondeaba alegremente y flipar un poco más con esta ciudad pequeña, plana, universitaria, viva y alegre.
Pisa es muy cuqui, de verdad. Y fue genial empezar el año laboral viajero yendo allí.
Las fotos son del móvil, de la cámara compacta y de la réflex; hacía mucho tiempo que no la llevaba de viaje.
domingo, 18 de marzo de 2018
Chania
Gatos por todas partes. Casas habitadas a medio construir. Comida deliciosa. Camareros extremadamente calmados. Aguas cristalinas. Montañas nevadas. Una tranquilidad extraña e inexplicable, la sensación de estar en casa, la frustración de no poder pasar más tiempo allí, la gratitud extrema de haber vuelto.
Volver a Creta ha sido un regalo, volver a Chania (La Canea), una maravilla. Como puse el otro día en instagram, si esa es la ciudad más bonita de Creta, se dice y ya está. Y si me explota el corazón de felicidad por estar de nuevo en esa isla, se dice y ya está.
Porque eso es ni más ni menos lo que sentí al volver a Creta, una explosión de felicidad.
Casi diez años de mi primera visita, los cuatro meses que pasé en el verano y otoño de 2008. Casi ocho años de mi segunda visita, unos días de reunión en Heraklion que completé con una visita a la zona donde vivía y una excursión (épica) a la garganta de Samaria, al magnífico sur. Y más de seis años después de mi última visita, en la que volví a estar en Chania y en la que aproveché para recorrer algunas partes de la parte occidental de la isla con unos colegas. Es la primera vez que estoy en Creta y no le dedico tiempo a disfrutarla. Y estoy sumamente arrepentida de no haberlo hecho.
Pero centrémonos en lo positivo. En la felicidad de ver un diminuto coche amarillo en mitad de Chania y pensar “uno como ese conducía yo por estas calles”. En la sorpresa por la temperatura suave de un día a las siete de la mañana, para pasear hasta el puerto veneciano. En volver a beber cerveza Mythos. En poder soltar alegremente las cuatro palabras que aún recuerdo de griego y que me confundan con autóctona. En deambular por el caso antiguo de la ciudad, lleno de obras, despertándose poco a poco del invierno, preparándose para la temporada turística. En sonreír al ver que el edificio abandonado que estaba junto al hotel en el que nos alojamos la última vez, hace más de seis años, sigue igual. En recordar la locura de algunas construcciones griegas. En la familiaridad de reconocer la hamburguesería donde comimos hace casi diez años S, MM y yo, cuando me fueron a visitar. En las risas de una noche de cervezas, ouzo, vino y raki. En encargar más comida de la que podríamos comer, pero intentarlo, claro que sí, de tan deliciosa que estaba. En las aguas transparentes del antiguo puerto veneciano, a las que daba ganas tirarse, incluso en la noche oscura. En reconocer el Museo Marítimo que en su día me sorprendió tan positivamente. En ver las montañas nevadas allí en la lejanía y soñar con pisarlas. En comprar una novela sobre Grecia de una autora que descubrí allí hace casi diez años, las galletas con relleno de color rosa nuclear y el pan de aceite que comía cuando vivía allí. Y en lo bien que nos lo hemos pasado incluso en las intensas horas de trabajo.
Lo dicho, volver a Creta me ha hecho explotar el corazón de auténtica felicidad. Lo digo y ya está.
Lástima que haya durado tan poco.
Prometo volver.
Las fotos están hechas con el móvil, aunque también hay una con la compacta.
Volver a Creta ha sido un regalo, volver a Chania (La Canea), una maravilla. Como puse el otro día en instagram, si esa es la ciudad más bonita de Creta, se dice y ya está. Y si me explota el corazón de felicidad por estar de nuevo en esa isla, se dice y ya está.
Porque eso es ni más ni menos lo que sentí al volver a Creta, una explosión de felicidad.
Casi diez años de mi primera visita, los cuatro meses que pasé en el verano y otoño de 2008. Casi ocho años de mi segunda visita, unos días de reunión en Heraklion que completé con una visita a la zona donde vivía y una excursión (épica) a la garganta de Samaria, al magnífico sur. Y más de seis años después de mi última visita, en la que volví a estar en Chania y en la que aproveché para recorrer algunas partes de la parte occidental de la isla con unos colegas. Es la primera vez que estoy en Creta y no le dedico tiempo a disfrutarla. Y estoy sumamente arrepentida de no haberlo hecho.
Pero centrémonos en lo positivo. En la felicidad de ver un diminuto coche amarillo en mitad de Chania y pensar “uno como ese conducía yo por estas calles”. En la sorpresa por la temperatura suave de un día a las siete de la mañana, para pasear hasta el puerto veneciano. En volver a beber cerveza Mythos. En poder soltar alegremente las cuatro palabras que aún recuerdo de griego y que me confundan con autóctona. En deambular por el caso antiguo de la ciudad, lleno de obras, despertándose poco a poco del invierno, preparándose para la temporada turística. En sonreír al ver que el edificio abandonado que estaba junto al hotel en el que nos alojamos la última vez, hace más de seis años, sigue igual. En recordar la locura de algunas construcciones griegas. En la familiaridad de reconocer la hamburguesería donde comimos hace casi diez años S, MM y yo, cuando me fueron a visitar. En las risas de una noche de cervezas, ouzo, vino y raki. En encargar más comida de la que podríamos comer, pero intentarlo, claro que sí, de tan deliciosa que estaba. En las aguas transparentes del antiguo puerto veneciano, a las que daba ganas tirarse, incluso en la noche oscura. En reconocer el Museo Marítimo que en su día me sorprendió tan positivamente. En ver las montañas nevadas allí en la lejanía y soñar con pisarlas. En comprar una novela sobre Grecia de una autora que descubrí allí hace casi diez años, las galletas con relleno de color rosa nuclear y el pan de aceite que comía cuando vivía allí. Y en lo bien que nos lo hemos pasado incluso en las intensas horas de trabajo.
Lo dicho, volver a Creta me ha hecho explotar el corazón de auténtica felicidad. Lo digo y ya está.
Lástima que haya durado tan poco.
Prometo volver.
Las fotos están hechas con el móvil, aunque también hay una con la compacta.
lunes, 12 de febrero de 2018
Vete a ver la ballena
Fui una niña inquieta y traviesa. Inquieta de no aguantar mucho tiempo sentada y traviesa de subirme a los árboles. Comía mal, muy mal. Con los años, he descubierto que no es que no me gustara comer, ni la mayoría de la comida, pero sentarme a la mesa era perder el tiempo que podría utilizar para hacer otras cosas. Cuando comía, me aburría. Y para entretenerme, a veces mi madre me dejaba levantarme de la mesa, ir a dar una vuelta por la casa y volver para seguir comiendo. “Anda, vete a ver la ballena”, me decía cuando empezaba con el repetitivo “ya no quiero más” que amenizaba día sí y día también nuestras comidas familiares. Así que yo me levantaba, me iba dando saltitos hacia el comedor, me imagino que salía al balcón si era verano o miraba a través de los cristales si era invierno, me entretenía observando cosas y, al cabo de un rato, volvía a la mesa, me sentaba y seguía comiendo más mal que bien.
“Vete a ver la ballena” era la frase mágica que me permitía escaquearme de estar sentada en la mesa y estar un rato a mi bola. “Vete a ver la ballena” es una frase de mi infancia, que siempre ha estado ahí, que nunca me planteé ni qué significaba ni si realmente alguien se creía que yo me iba a ver alguna ballena. Solo eso.
Hasta el otro día.
Porque el otro día, ojeando un diccionario Asturianu-Castellanu que los Reyes Magos le trajeron a mi madre (con cierto retraso), vi por casualidad la expresión en la entrada “ballena”, “Mandar a ver la ballena: expresión cariñosa o escasamente agresiva con que se manda a uno a paseo o se le manda alejarse para no molestar”.
Flipé.
Mi infancia en un diccionario.
Me encantó encontrarla, nos reímos mucho con la entrada que leí una, dos, tres o no sé cuántas veces. Me encanta lo de expresión “escasamente agresiva”, pero tengo que admitir que lo de “se le manda alejarse para no molestar” me ha abierto los ojos para saber lo que pasaba en aquellas comidas familiares: no es que se me permitiera un rato de diversión, de relax, de alejarme de las normas de estar sentada en la mesa comiendo, sino que se libraban de mí, me mandaban de paseo cariñosamente, para dejarles comer tranquilamente, sin mi cansino “no quiero más”. Y, ¿queréis saber la verdad? Tampoco me importa demasiado.
De hecho, creo que debería incorporar la expresión a mi vocabulario.
Vete a ver la ballena.
Si es que es maravillosa.
En la foto, la entrada del diccionario.
“Vete a ver la ballena” era la frase mágica que me permitía escaquearme de estar sentada en la mesa y estar un rato a mi bola. “Vete a ver la ballena” es una frase de mi infancia, que siempre ha estado ahí, que nunca me planteé ni qué significaba ni si realmente alguien se creía que yo me iba a ver alguna ballena. Solo eso.
Hasta el otro día.
Porque el otro día, ojeando un diccionario Asturianu-Castellanu que los Reyes Magos le trajeron a mi madre (con cierto retraso), vi por casualidad la expresión en la entrada “ballena”, “Mandar a ver la ballena: expresión cariñosa o escasamente agresiva con que se manda a uno a paseo o se le manda alejarse para no molestar”.
Flipé.
Mi infancia en un diccionario.
Me encantó encontrarla, nos reímos mucho con la entrada que leí una, dos, tres o no sé cuántas veces. Me encanta lo de expresión “escasamente agresiva”, pero tengo que admitir que lo de “se le manda alejarse para no molestar” me ha abierto los ojos para saber lo que pasaba en aquellas comidas familiares: no es que se me permitiera un rato de diversión, de relax, de alejarme de las normas de estar sentada en la mesa comiendo, sino que se libraban de mí, me mandaban de paseo cariñosamente, para dejarles comer tranquilamente, sin mi cansino “no quiero más”. Y, ¿queréis saber la verdad? Tampoco me importa demasiado.
De hecho, creo que debería incorporar la expresión a mi vocabulario.
Vete a ver la ballena.
Si es que es maravillosa.
En la foto, la entrada del diccionario.
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