jueves, 4 de mayo de 2017

Chal ola rosa

Tengo en casa un importante alijo lanero por gastar. En algunos casos son lanas que he comprado en algún viaje, porque me han gustado, a la espera de la inspiración que me lleve a hacer con ellas algo. Otras veces son restos de lanas que tengo de proyectos anteriores, que me han sobrado porque en su momento compré de más (por si acaso). Entre esas lanas (algodón en este caso) sobrantes, tenía algunos ovillos casi enteros de varios tonos de rosa, que me sobraron del Proyecto Final que tejí con Pearl Knitter hace casi dos años. Hace ya bastantes meses, igual un año, aproveché parte de esos hilos para tejer dos mandalas que, aunque son de novata total, me quedaron bastante graciosos y tengo en el comedor de casa como adorno. Pero aún así, me quedaba mucho hilo, así que decidí que tenía que usarlo.



Necesitaba un proyecto sencillo y que no me hiciera pensar y el Chal Ola me pareció perfecto. Y ahí me puse, a tejer el chal en tonos rosa, alternándolos como ya hice en su día con el jersey y tejiendo hasta que me quedara sin. Hasta tejí en el Retiro madrileño, en una mañana maravillosa que pasé allí hace un par de semanas. Me ha encantado tejerlo y creo que no será el último que teja con otros restos laneros. Eso sí, no me ha quedado muy grande, pero bueno, era para aprovechar lo que tenía, así que me servirá para cubrirme el cuello en las noches fresquitas de verano.

 

Y, como es jueves, me voy a RUMS.

miércoles, 3 de mayo de 2017

La falda namibia


Empiezo Mayo con muchas entradas en el tintero y con ganas de ponerme las pilas con el blog. Y voy a empezar por lo último, o penúltimo, mi falda nueva. El origen de la falda es un viaje a Namibia, pero no recuerdo cuál. Creo que compré telas en al menos dos viajes allí, o incluso tres. La cuestión es que tenía (y tengo) en casa varias telas namibias con las que no tenía muy claro qué hacer (sobre todo porque sé coser muy poco), pero me pareció que hacer una falda para bailar lindy hop sería una buena idea. Y un buen recuerdo namibio. Y así surgió esta falda con dos telas diferentes y complementarias. La obra es de Va de Lindy Hop Fashion. Yo sólo puse las telas y di el visto bueno. Él se encargó de todo lo demás, desde buscar el modelo adecuado hasta la última puntada. Ayer me la probé para bailar, en una comida semicampestre que (como siempre) acabó con baile y me encanta. ¡Gracias, Jose! Ojalá tuviera yo maña para coser. 







lunes, 24 de abril de 2017

"Un paseo por el bosque" de Bill Bryson

Llevo semanas sin publicar por aquí, por razones más que justificadas y que no vienen a cuento, pero como este es mi blog, no tengo ni por qué justificarme.

Juas.

La cuestión es que sí que he querido escribir, se me han ocurrido muchas, bueno unas cuantas entradas para publicar, pero tenía otras prioridades primero y cansancio después, así que han ido pasando los días. Pero ha llegado el momento de volver y con qué mejor excusa que con el Día del Libro que celebramos ayer. Así que aquí está el penúltimo libro que me he leído, de Bill Bryson.

Hace ya unos años que leí “Una breve historia de casi todo” del mismo autor, que me pareció un libro de divulgación maravilloso. Éste, en cambio, es una novela que cuenta con grandes dosis de humor y desenfado la experiencia del autor en el sendero de los Apalaches. Por si alguien no lo sabe, este sendero es una ruta de senderismo de más de 3000 Km que recorre la zona este de los Estados Unidos. Yo conocía de su existencia porque hace unos cuantos años una amiga lo recorrió o al menos lo intentó recorrer. Recuerdo bien cómo me contó sus preparativos junto con su entonces novio (hoy marido), que fue el que le metió en el cuerpo el gusanillo de hacer el sendero. Recuerdo que recorrieron una buena parte del camino, pero no recuerdo tanto, aunque finalmente lo abandonaron de pura desesperación.

Porque el sendero, como cuenta Bryson, es un lugar tan fascinante como tortuoso. Las penalidades a las que se enfrenta Bryson me recordaron mucho a las que pasó mi amiga. Aunque no recuerdo mucho los detalles, sí que recuerdo esa sensación de frustración general de que si algo puede salir mal, sale mal, de la naturaleza sobrepasándote, de la dureza de pasar tantas semanas a la intemperie, comiendo y durmiendo mal, enfrentándote al cansancio y al bosque. Esta amiga iba bastante mejor preparada que Bryson y su compañero de paseo, pero aún así, el sendero pudo con ella.

Pero el libro también habla de la fascinación de la naturaleza y de cómo el hombre interacciona con ella, cómo la ha intentando modificar y cómo lo ha conseguido a veces (y a veces no). Me ha resultado fascinante no sólo las descripciones e historias de la flora y fauna, sino también la evaluación que ha seguido el sendero, cómo lo han cuidado y mejorado (o no) y las grandes diferencias que se dan entre los Estados por los que circula.

Además, el tono de humor del libro es estupendo, quitando hierro a situaciones difíciles y complicadas, marcando un ritmo ameno y ligero que me ha gustado mucho. Me encanta como escribe Bill Bryson y no creo que éste sea el último libro suyo que me leo.

martes, 4 de abril de 2017

Sofás naranjas

Tengo dos sofás naranjas en casa. La historia de mis sofás es graciosa, porque yo no pensaba comprarme ningún sofá; mi idea era quedarme con un sofá viejo que había en casa de mis padres. Pero un día, entré en una tienda de muebles en busca de una cama (sí que pensaba comprarme una cama) y vi dos sofás naranjas. Y me enamoré de ellos. Los quería. Pero yo iba a por una cama y no quería comprarme ningún sofá. Así que traté de ignorar la atracción.

Obviamente, no sirvió para nada. Obviamente, al cabo de un tiempo volví a esa tienda. “Quiero esos sofás naranjas”. El dependiente (no recuerdo si era ella o él) me sacó el catálogo y me mostró todos los colores. “Está en negro, en verde, en granate,…”. “Hm, sí, qué bonitos en granate… quiero los naranjas”. Y así fue como los sofás naranjas entraron a formar parte de mi vida.

Los sofás están colocados en forma de L. Uno de ellos, el de tres plazas, pegado al gran ventanal del comedor (yo puse ese ventanal, ah, qué tiempos aquellos en que mi padre y yo nos dedicábamos a cambiar ventanas y otras chapuzas caseras). El otro, de dos plazas, en paralelo. Entre ellos, una esquina francamente saturada. Una lámpara de pie, de esas que se pueden regular la intensidad de la luz, de la que cuelga un búho hecho de una madera muy ligera, que compré en un puesto de carretera a la salida del Parque Nacional de Etosha, en Namibia. Un poto, una planta verde trepadora, que era diminuta cuando la llevé a casa y que ahora crece alegremente por la barra de las cortinas y por la misma lámpara. Un pequeño estante pegado a la columna que hay, donde reposa el teléfono, dos botellas que en su día contenían raki (¿o era ouzo?) y que me traje la última vez que estuve en Creta, rellenas de piedrecitas naranjas y verdes y esta caricatura de Star Wars (hecha por Cristina Torbenilla y que gané en un sorteo). En la columna, hay un reloj de forma alargada, cuyos números irregulares son vinilos que están pegados en la pared. Un cuadro junto a la ventana, con una frase de “El Principito” (“Lo esencial es invisible para los ojos”). En el suelo, varias bolsas de papel con proyectos tejeriles a medio hacer. Sí, definitivamente es una esquina muy concurrida.

Me encanta ese rincón de la casa, me encantan esos sofás naranjas, me encantan cómo contrastan con la alfombra (verde) y con la pared de enfrente (también verde) y cómo hacen juego con la mesita que está sobre la alfombra (oscura, con cristales naranjas de adorno). Mis sofás naranjas son mi lugar bonito. A ellos voy cuando me encuentro mal, cuando estoy enferma, cuando soy feliz, cuando quiero descansar, cuando quiero leer, cuando hablo por teléfono, cuando tejo. En ellos paso las noches que no duermo. No, no sufro insomnio, pero en las ocasiones que me despierto por la noche por algún motivo (dolores menstruales y de garganta, normalmente) y no me puedo dormir, me voy a mis sofás. Mis sofás naranjas me dan una tranquilidad que no me da la cama. Me siento acogida y tranquila. No me pongo nerviosa si no duermo por el dolor (como sí que me pasa en la cama) y puedo encender la luz a una intensidad tan, tan suave que casi estoy a oscuras, poner la tele con poco brillo y menos sonido y dejarme embargar por esa sensación de paz que me dan. Y me duermo.

Cuento esto porque he pasado algunas de las últimas noches durmiendo en esos sofás. Culpa de mi garganta y de despertarme a horas intempestivas con una tos tan fuerte que parecía que se me saldrían los ojos. La primera noche, después de intentar volver a conciliar el sueño en la cama, acabé en el sofá. Y me dormí. Luego siguieron algunas noches más, en las que directamente me quedaba en los sofás. Una o dos. Bueno, igual tres. Que no es lo suyo, eso de dormir en el sofá en vez de en la cama (ah, con mi edredón ma-ra-vi-llo-so), pero lo he hecho. Anoche no, anoche me comporté como la adulta que soy y dormí, de nuevo, en la cama. Y sí, es cierto que me desperté a horas intempestivas tosiendo, pero estaba tan cansada que me di la vuelta y seguí durmiendo. Igual es que me estoy poniendo mejor.

Y hoy me apetecía hablar de mis sofás naranjas y mi rincón bonito porque Facebook me ha recordado que hoy hace siete años que me mudé a esta casa. Cómo pasa el tiempo.

En la foto, mi rincón bonito. Se ve un poco uno de los sofás, pero el color no le hace justicia. Es mucho más bonito al natural.

viernes, 24 de marzo de 2017

Primavera

Igual hoy no es el día más adecuado para escribir sobre la primavera, con este tiempo gris, frío y lluvioso, aunque en realidad la primavera es precisamente esto: la incertidumbre, días veraniegos alternándose con días invernales. Y la realidad es ésta: estamos en primavera.

Y mi balcón lo sabe. Bueno, los narcisos andan un tanto despistados: sus hojas crecen y crecen y crecen y crecen, pero no ha visto una sola flor todavía.

Los saben las buganvillas, las tres plantas, que están empezando a echar hojas, por fin, después de muchas semanas en las que me he llegado a plantear si habían muerto.


Lo saben las capuchinas, que llenan de color el balcón, aunque tengo que ir pensando en hacer algo porque se empeñan en crecer sobre hacia el suelo.


Lo saben las habas, ya he recogido unas cuantas, aunque la finalidad de plantarlas fue nitrogenar el suelo para cuando plante los tomates (creo que ya va siendo hora…). [La foto se empeña en quedarse en horizontal].



Y lo sabe mi bosque de gingkos, sí, por supuesto. Todos están ya echando hojas, o a punto de hacerlo. Me fascina ver esa explosión silenciosa primaveral y continua, esas hojitas diminutas que salen así, de golpe, de sus peladas ramas, con su color verde brillante. Me alegra verlos revivir y comprobar que, un año más, han sobrevivido a un invierno en maceta. Ojalá algún día pueda trasplantarlos a un lugar más adecuado para ellos, para que crezcan en todo su esplendor y den sombra fresca. Pero de momento, me dedico a contemplarlos de cerca.



martes, 21 de marzo de 2017

Tejiendo

 Ahora que ya empieza el buen tiempo, ha llegado el momento de recuperar un proyecto que tengo en marcha desde el verano pasado, un jersey de manga larga, con calados, de algodón. Es un jersey que me gusta mucho como me está quedando, aunque creo que me va a ir un poco grande (cosas de la exitosa #operacionbikini2017), pero me da igual.

Una de las pegas que tiene este jersey es que se teje con algodón doble o sea, con dos hilos a la vez. No debería ser una pega en sí, pero significa que se duplican las posibilidades de que los hilos se líen. Tejiendo la espalda y el delantero no he tenido demasiados problemas, pero con las mangas… Bueno, tengo que decir que acostumbro a tejer las mangas a la vez: es decir, en vez de hacer primero una y luego la otra, las voy haciendo simultáneamente en las mismas agujas. Así, aunque avanzo más lento, se acaban las dos a la vez, por lo que es más emocionante (y menos pesado, para mí). Así que cuando me puse a tejer las mangas me encontré no con uno ni dos, sino con cuatro ovillos enrollándose entre ellos. Resultado: el CAOS.


Como decían en un anuncio (¿era en un anuncio?), una solución quiero. Sé que existen boles con hendiduras, especiales para madejas, pero no tenía yo tiempo de ponerme a buscarlos. Así que me agencié una manualidad tan casera como simple y efectiva: tenía en casa unos botes de cristal de leche-cacao-avellanas-y-azúcar vacíos, con unos simpáticos minions dibujados y con tapa de plástico fácilmente perforable. Y eso hice: dos hendiduras en la tapa y un poco de washi tape para hacerlos más bonitos. Y listos. Dos ovillos en cada bote y ya no hay hilos que se líen.

Obviamente, podría haberlo hecho con cuatro botes en vez de dos, pero no tenía tantos botes y cuatro me parecían demasiados. Así, estos dos cumplen perfectamente su función. Y son la mar de simpáticos.


Ahora sólo me falta acabar el jersey que con tanto calado, me estoy liando un poco.


miércoles, 15 de marzo de 2017

Ya tengo ganas

Ya tengo ganas de que acabe este período autoimpuesto de retiro laboral y social, este período de encierro voluntario en el que toda mi vida gira en torno a estudiar. Ya tengo ganas de volver a la rutina laboral, a sentirme sobrepasada de correos, llamadas y trabajos pendientes. Ya tengo ganas de poner mi dedo en el reloj de fichar, de ver cómo la máquina da los buenos días y de hacer cálculos mentales al comprobar que no me cuadran las horas porque en algún momento me he olvidado de fichar. Ya tengo ganas de ponerme a analizar un montón de datos interesantes que están ahí, esperándome, de cerrar cosas que dejé a medias, de retomar trabajos que a veces me resultan tediosos pero ahora, en la distancia, me apetecen mucho. Ya tengo ganas de que me convoquen a reuniones en lugares donde no he estado nunca y en los lugares de siempre (Roma, ¡ah, Roma!), de volver a hacer y deshacer maletas, de planear viajes e itinerarios y ver qué visitar en los sitios a los que voy por si encuentro un ratillo libre. Ya tengo ganas de que cuando alguien me proponga un plan mi respuesta no sea “No puedo: tengo que estudiar”, de quedar con amigos sin contar las horas que he pasado con ellos en forma de “temas que me podría haber estudiado”. Ya tengo ganas de volver a sentir lo que es la felicidad de un viernes, de saber que si es fin de semana no sonará el despertador (o viceversa) y de sentir ese vacío extraño de un domingo por la tarde en el que no sabes qué hacer porque lo quieres hacer todo. Ya tengo ganas de volver a pensar en los días libres y en las vacaciones como días para hacer algo divertido, interesante o totalmente inútil en vez de ponerme a estudiar.

Todo eso pienso después de mes y medio de excedencia y ante la perspectiva de no volver a mi rutina laboral hasta dentro de otro mes. Pero luego respiro hondo y veo todo lo que me están regalando estas semanas, todo lo que estoy viviendo y veo que habrá muchas cosas que echaré de menos cuando vuelva.

Porque echaré de menos el no tener que preocuparme de quitarme el pijama hasta el mediodía. Echaré de menos el estar delante del ordenador con el ceño fruncido porque el sol me pega en la cara en las mañanas soleadas. Echaré de menos las llamadas a mi madre a las 10 en punto de la mañana y cómo espero cada día su respuesta absurda y cada vez menos inesperada (“Digui, digui”, “Primavera, la espera…”, “Ya no sé qué decir”,…). Echaré de menos parar a media mañana para descansar y hacer algo que me apetezca: leer un rato, jugar con la tablet, hacer un poco de yoga, tumbarme un rato en el sofá. Echaré de menos saber irme a las 8 de la mañana a la piscina sin cronometrar el tiempo para llegar a mi hora a la oficina. Echaré de menos la tranquilidad de estar en mi zona de confort, de no tener que hacer y deshacer maletas para ir a lugares que igual ni me apetecen. Echaré de menos interrumpir en el momento menos pensado lo que estoy haciendo porque se me ocurre algo y poder ponerme a escribir, porque sí, porque me apetece. Echaré de menos poder estar varias horas sin hablar con nadie hasta que me he despertado del todo. Echaré de menos las largas conversaciones culinarias con mi padre, programando la cena del día y la comida del día siguiente. Echaré de menos que el despertador suene el domingo antes de las 7 de la mañana, no porque me guste madrugar en domingo, sino por la luz especial, el ambiente único, el silencio tranquilo que hay los domingos a primera hora de la mañana. Echaré de menos ese primer sorbo de cerveza, de vino o aunque sea de agua con los amigos, después de días de encierro sin socializarme, disfrutando al máximo esos pequeños ratitos de ocio que por escasos son tan, tan valiosos ahora mismo. Echaré de menos estas semanas de ritmo pausado, rutinario, tranquilo, sosegado, a ratos hasta aburrido, que por un lado son duras, claro que sí, pero que me han ayudado a reconciliarme con cosas que había olvidado que me gustaban y a disfrutar de las cosas más simples y habituales.

En la foto, mi bosque de ginkgos a punto de su estallido primaveral anual. Ya tengo ganas de que llegue el momento de ver los arbolitos llenos de hojas. Pero echaré de menos estos días previos en los que miro todos y cada uno de los nudos de los árboles en busca de un ápice de verdor. Está bien pensar en las cosas buenas que tenemos por delante, pero al fin y al cabo, el aquí y el ahora es lo que estamos viviendo. Y también hay que disfrutarlo.