Compré esta novela en un día del libro, creo que el del año pasado. Me parecía que sería el típico libro sencillo, simple, un poco superficial y entretenido que, de tanto en tanto, me gusta leer. Luego ya leí que se basaba en una historia real y, lo admito, eso me tiraba un poco para atrás. Nunca dejes que la realidad estropee una buena historia. El caso es que pensaba que el toque real le quitaría frescura y superficialidad al libro, pero bueno, me lo conté de todos modos.
Es, efectivamente, la historia real de Ree Drummond, una bloguera por lo visto muy famosa en Estados Unidos, que no sólo escribe novelas, libros infantiles y libros de cocina, sino que también tiene un programa en la televisión que, más que de cocina, yo creo que es casi un reality show. Esta novela narra la historia de cómo conoció al que después sería su marido. Tras vivir varios años en Los Ángeles, decide cambiar de vida, deja a su novio y, antes de mudarse a Chicago, pasa unos días en su pueblo natal. Allí es donde conoce a un vaquero que le trastoca totalmente su vida.
La historia está bien, es entretenida, tiene momentos graciosos, pero me ha parecido muy superficial y bastante tonta. A ver, no esperaba una gran novela, pero hay algunas cosas que me han dado un poco (bastante) de vergüenza ajena, la verdad. Aparte de ser bastante empalagosa a ratos. Y la última parte se nota que está metida con calzador, para añadir algunos capítulos de cómo es su vida en el campo. Porque ésta no es la historia de una chica de ciudad que se muda al campo, es la historia de una chica de ciudad que se enamora de un chico del campo (con el que, por cierto, no se acuesta hasta que no se casa. ¡Tenía que contarlo!) y de su noviazgo. La última parte del libro, que podría ser la más interesante, es demasiado corta.
Después de leer el libro, he paseado un poco por la web de la autora y es bastante curiosa, con un montón de recetas con buena pinta. Ah, en el libro también vienen unas cuantas.
Lo dicho: entretiene y poco más. No me ha cambiado la vida ni me he desternillado de risa.
martes, 2 de junio de 2015
viernes, 29 de mayo de 2015
En la terraza
Esta ha sido una semana larga y densa. Un poco extraña también. No sé muy cómo he acabado participando en la reunión que acaba esta tarde aquí, en Milán. Sólo sé que, estando en el mar, recibí una llamada de teléfono y acabé diciendo que sí a hacer algo que, entonces, no sabía muy bien qué sería, pero que acabaron siendo un viaje relámpago la semana pasada a Bruselas y esta reunión en Milán.
Ha sido una semana larga y densa, digo, porque esta reunión tiene un cariz más político que científico, más de gestión que de investigación. Yo, acostumbrada a reuniones más técnicas, me he sentido como pez fuera del agua en esta reunión en la que ellos van con traje y ellas con tacones; en la que nadie tiene nombre, sino que representa a un país u organización (“Tiene la palabra Ucrania”, “Gracias por la intervención, Marruecos”, “Revisemos la propuesta de la Unión Europea”); en la que los idiomas oficiales son el inglés, el francés, el español y el árabe, por lo que son imprescindibles los intérpretes; en la que la gente pide la palabra poniendo en vertical el cartelito que lleva el nombre del país que representa o moviendo la banderita; en el que cada intervención empieza con un “Muchas gracias, señor presidente” y se dicen cosas como “Apoyo la intervención realizada por el distinguido representante de…”. Y me ha flipado porque, lo que a veces se hacen en las reuniones científicas, hablar fuera de la reunión para alcanzar acuerdos, casi disimuladamente, o intentar entre varios sacar adelante algo pactando de antemano, es aquí lo habitual. Nosotros nos reímos diciendo “parecemos la mafia” cuando hacemos alguna (rara) vez eso, pero aquí es lo habitual. Es decir, se realizan multitud de negociaciones fuera de las horas de la reunión (hay reunión, coordinaciones y charlas bilaterales). E incluso, se detiene la reunión un tiempo determinado, para poder acabar de negociar antes de presentar algunas propuestas, como pasó ayer. Y se acuerdan estrategias de “yo intervengo, digo esto, tú presentas lo otro, yo te apoyo, aquel dice algo y al final tú lo echas atrás y lo discutimos el año que viene”.
A mí, que esto del politiqueo no me atrae en absoluto, me ha gustado participar en esta reunión por dos cosas. La primera, para confirmar eso mismo, que quiero ser científica y no política (o gestora). La segunda, para ver que todo el trabajo que hacemos, todo el esfuerzo que invertimos en conseguir datos, en analizarlos, en sacar conclusiones, sigue su camino, sigue su proceso y hay gente que, más arriba, lo revisa, lo tiene en cuenta e intenta aplicar las medidas que proponemos. Poco a poco, a paso muy lento, realizando negociaciones a veces imposibles, pero se tiene en cuenta. Descubrir esto (o mejor, ser realmente consciente de que sí, de que lo que hacemos sirve para algo), en parte compensa la inconveniencia de haber tenido que venir aquí corriendo, a sólo una semana del Festival de Primavera, y con todo lo que he dejado pendiente en casa.
Luego está la otra parte, la parte personal. Porque, aunque se llame a la gente por países, todos somos personas. Y aunque la mayoría sean representantes de ministerios con cargos más o menos importantes, acabas hablando con unos y otros de forma natural, saludas a alguien que conociste en alguna reunión y se mete contigo porque aquí vienes con la delegación más numerosa (y, no nos engañemos, la que corta el bacalao), haces bromas con algún que otro colega que en su día fue científico y que también está por aquí (“Buenos días, Unión Europea”, “Buenos días, FAO”) e incluso te vas a cenar con gente cuya propuesta tu delegación ha machacado duramente y conseguido bloquear y, a pesar de eso, te echas unas risas.
Pienso todo esto esta mañana, aquí, en la (inesperada) terraza de mi habitación del hotel, tratando de ignorar los síntomas de mi alergia a la primavera y trabajando un rato antes de la sesión final de la reunión, esta tarde. La última sesión, ya, para revisar el informe que, esta mañana, están elaborando mientras las delegaciones tenemos unas horas libres. Pienso en el miedo que tenía a esta reunión y en lo rápida que ha pasado. Pienso en lo mucho que he aprendido estos días, a pesar de todo. Pienso en que tampoco ha sido tan duro lo de cambiar las botas de agua por zapatitos de vestir. Y, una vez más, pienso en lo afortunada que soy en trabajar en esto.
En la foto, mi terraza esta semana. Ay, si tuviera una así en casa…
Ha sido una semana larga y densa, digo, porque esta reunión tiene un cariz más político que científico, más de gestión que de investigación. Yo, acostumbrada a reuniones más técnicas, me he sentido como pez fuera del agua en esta reunión en la que ellos van con traje y ellas con tacones; en la que nadie tiene nombre, sino que representa a un país u organización (“Tiene la palabra Ucrania”, “Gracias por la intervención, Marruecos”, “Revisemos la propuesta de la Unión Europea”); en la que los idiomas oficiales son el inglés, el francés, el español y el árabe, por lo que son imprescindibles los intérpretes; en la que la gente pide la palabra poniendo en vertical el cartelito que lleva el nombre del país que representa o moviendo la banderita; en el que cada intervención empieza con un “Muchas gracias, señor presidente” y se dicen cosas como “Apoyo la intervención realizada por el distinguido representante de…”. Y me ha flipado porque, lo que a veces se hacen en las reuniones científicas, hablar fuera de la reunión para alcanzar acuerdos, casi disimuladamente, o intentar entre varios sacar adelante algo pactando de antemano, es aquí lo habitual. Nosotros nos reímos diciendo “parecemos la mafia” cuando hacemos alguna (rara) vez eso, pero aquí es lo habitual. Es decir, se realizan multitud de negociaciones fuera de las horas de la reunión (hay reunión, coordinaciones y charlas bilaterales). E incluso, se detiene la reunión un tiempo determinado, para poder acabar de negociar antes de presentar algunas propuestas, como pasó ayer. Y se acuerdan estrategias de “yo intervengo, digo esto, tú presentas lo otro, yo te apoyo, aquel dice algo y al final tú lo echas atrás y lo discutimos el año que viene”.
A mí, que esto del politiqueo no me atrae en absoluto, me ha gustado participar en esta reunión por dos cosas. La primera, para confirmar eso mismo, que quiero ser científica y no política (o gestora). La segunda, para ver que todo el trabajo que hacemos, todo el esfuerzo que invertimos en conseguir datos, en analizarlos, en sacar conclusiones, sigue su camino, sigue su proceso y hay gente que, más arriba, lo revisa, lo tiene en cuenta e intenta aplicar las medidas que proponemos. Poco a poco, a paso muy lento, realizando negociaciones a veces imposibles, pero se tiene en cuenta. Descubrir esto (o mejor, ser realmente consciente de que sí, de que lo que hacemos sirve para algo), en parte compensa la inconveniencia de haber tenido que venir aquí corriendo, a sólo una semana del Festival de Primavera, y con todo lo que he dejado pendiente en casa.
Luego está la otra parte, la parte personal. Porque, aunque se llame a la gente por países, todos somos personas. Y aunque la mayoría sean representantes de ministerios con cargos más o menos importantes, acabas hablando con unos y otros de forma natural, saludas a alguien que conociste en alguna reunión y se mete contigo porque aquí vienes con la delegación más numerosa (y, no nos engañemos, la que corta el bacalao), haces bromas con algún que otro colega que en su día fue científico y que también está por aquí (“Buenos días, Unión Europea”, “Buenos días, FAO”) e incluso te vas a cenar con gente cuya propuesta tu delegación ha machacado duramente y conseguido bloquear y, a pesar de eso, te echas unas risas.
Pienso todo esto esta mañana, aquí, en la (inesperada) terraza de mi habitación del hotel, tratando de ignorar los síntomas de mi alergia a la primavera y trabajando un rato antes de la sesión final de la reunión, esta tarde. La última sesión, ya, para revisar el informe que, esta mañana, están elaborando mientras las delegaciones tenemos unas horas libres. Pienso en el miedo que tenía a esta reunión y en lo rápida que ha pasado. Pienso en lo mucho que he aprendido estos días, a pesar de todo. Pienso en que tampoco ha sido tan duro lo de cambiar las botas de agua por zapatitos de vestir. Y, una vez más, pienso en lo afortunada que soy en trabajar en esto.
En la foto, mi terraza esta semana. Ay, si tuviera una así en casa…
domingo, 24 de mayo de 2015
Proyectos tejeriles
Estoy en mitad de una vorágine viajera laboral intermareal (considerando intermareal el período comprendido entre dos Festivales de Primavera, en mi caso), que en menos de una semana me ha llevado a Bruselas y a Milán, donde he aterrizado hoy. La cuestión es que no me da la vida (para vivirla) y tengo demasiadas entradas en el tintero, así que he decidido agrupar los proyectos tejeriles de varios meses en una única entrada. Espero no pasarme de larga.
Pearl Knitter es un proyecto de una madre e hija sevillanas, amantes de las agujas, que descubrí un día no sé cómo ni dónde. Este invierno he tejido con ellas dos proyectos: un Bite Sweater maravilloso (en un Tejemos Juntos que me encantó, por lo de conocer a otra gente que comparte no sólo tu afición sino, en este caso, el mismo proyecto) que fue regalo de cumpleaños para mi hermana y unos patucos (que juro, juro, juro que aparecieron como un milagro entre mis agujas, ni idea de cómo los hice) que van a acabar siendo otro regalo, porque a mí me van grandes. Tengo pendiente adaptar otros para mi talla pero ahora que ya es primavera, me he lanzado a otro proyecto (¡¡muy rosa!!) en algodón, que ya mostraré en su momento.
Otro proyecto que acabé este invierno fue un cuello multicolor que me pidió una amiga hace un año (sí, soy un hacha con esto de las agujas). El problema es que lo dejé en punto muerto mucho tiempo y, cuando quise retomarlo, no recordaba cómo se hacía el punto, así que tocó deshacer y empezar de nuevo. Lo acabé en el sofá de su casa, el día que celebrábamos su cumpleaños. Creo que le va estrecho, pero lo está estirando, jajaja.
Hacía tiempo que tenía ganas de hacer una cesta de lana, para poner el proyecto en el que estoy trabajando y me decanté por una de We are knitters en color verde (a juego con la alfombra y una pared de mi comedor – bueno, más o menos). Me emocionó tanto hacerla, que luego hice otra con un material raro de colorines que compró mi madre y se la regalé a ella. Voy a seguir haciendo cestas de tamaños y colores variados, creo que son muy resultonas y útiles, además de sencillas de hacer. (No sé dónde tengo la foto de la cesta verde, ya aparecerá).
Y, finalmente, otro proyecto de We are knitter, esta vez de su segundo libro, que me trajeron los Reyes. En su momento, marqué con un post-it varios proyectos que quiero hacer y éste ha sido el primero: un pañuelo Morocco en rojo y marrón, que creo que me ha quedado un poco demasiado largo por un lado. Además, como ya me ha pasado con otros patrones de WaK, o yo no lo entiendo bien o el patrón no corresponde con el dibujo o el resultado final que muestran. Así que al final, a partir de su patrón, lo modifiqué un poco para conseguir el resultado que yo quería.
Pearl Knitter es un proyecto de una madre e hija sevillanas, amantes de las agujas, que descubrí un día no sé cómo ni dónde. Este invierno he tejido con ellas dos proyectos: un Bite Sweater maravilloso (en un Tejemos Juntos que me encantó, por lo de conocer a otra gente que comparte no sólo tu afición sino, en este caso, el mismo proyecto) que fue regalo de cumpleaños para mi hermana y unos patucos (que juro, juro, juro que aparecieron como un milagro entre mis agujas, ni idea de cómo los hice) que van a acabar siendo otro regalo, porque a mí me van grandes. Tengo pendiente adaptar otros para mi talla pero ahora que ya es primavera, me he lanzado a otro proyecto (¡¡muy rosa!!) en algodón, que ya mostraré en su momento.
Otro proyecto que acabé este invierno fue un cuello multicolor que me pidió una amiga hace un año (sí, soy un hacha con esto de las agujas). El problema es que lo dejé en punto muerto mucho tiempo y, cuando quise retomarlo, no recordaba cómo se hacía el punto, así que tocó deshacer y empezar de nuevo. Lo acabé en el sofá de su casa, el día que celebrábamos su cumpleaños. Creo que le va estrecho, pero lo está estirando, jajaja.
Hacía tiempo que tenía ganas de hacer una cesta de lana, para poner el proyecto en el que estoy trabajando y me decanté por una de We are knitters en color verde (a juego con la alfombra y una pared de mi comedor – bueno, más o menos). Me emocionó tanto hacerla, que luego hice otra con un material raro de colorines que compró mi madre y se la regalé a ella. Voy a seguir haciendo cestas de tamaños y colores variados, creo que son muy resultonas y útiles, además de sencillas de hacer. (No sé dónde tengo la foto de la cesta verde, ya aparecerá).
Y, finalmente, otro proyecto de We are knitter, esta vez de su segundo libro, que me trajeron los Reyes. En su momento, marqué con un post-it varios proyectos que quiero hacer y éste ha sido el primero: un pañuelo Morocco en rojo y marrón, que creo que me ha quedado un poco demasiado largo por un lado. Además, como ya me ha pasado con otros patrones de WaK, o yo no lo entiendo bien o el patrón no corresponde con el dibujo o el resultado final que muestran. Así que al final, a partir de su patrón, lo modifiqué un poco para conseguir el resultado que yo quería.
domingo, 17 de mayo de 2015
Mal de tierra
Hoy hace una semana que volví a tierra.
Ha sido una semana cargadita de historias laborales que me han complicado la vida y me han hecho pensar que llevaba mucho más en tierra, olvidando rápidamente mis semanas en el mar y casi sin tiempo para echar de menos esos días. Ya lo conté el año pasado (y supongo que más veces antes), volver a tierra es siempre duro. Pero cuando te enfrentas a mil historias diferentes una vez atracas, no te da tiempo de pensar en nada, en nada.
Sí que ha habido varios momentos en los que me he dado cuenta lo cercanos que son aún mis días de mar. Han sido momentos en los que he tenido una ligera sensación de mareo. Cuando pasas un tiempo largo en un barco, no es raro que, a la vuelta, sientas que la tierra firme se mueve bajo tus pies. No sé cuál es el nombre adecuado para este efecto, he leído mal de tierra, mal de mar, mareo de tierra y nombres variados.
A mí me gusta mal de tierra.
En estos días en el mar, no me he mareado en ningún momento. Un barco de 70 metros resiste bien al fuerte viento y a las olas y, si el tiempo acompaña, hay momentos en los que apenas recuerdas que estás en un barco. Sin embargo, siempre hay un balanceo, algunas veces apenas perceptible, que hace que, al volver a tierra, tu sistema del equilibrio se sienta un poco confuso.
Un día fue delante de la lavadora, cuando me noté a mí misma balanceándome como si estuviera en el mar. Otro día delante del ordenador. Otro día más creo que tumbada. Y hasta ha habido una cuarta ocasión en la que he sentido ese ligero mal de tierra.
Como decía, apenas he tenido tiempo de echar de menos mis días en el mar, la vorágine de mi día a día me ha engullido con más voracidad que nunca y algún día me he sorprendido a mí misma pensando en el poco tiempo que hacía que había vuelto. Pero sin tristeza ni añoranza.
Hasta ayer.
Ayer tuve uno de esos pinchazos absurdos de añoranza. De repente, me di cuenta de que hacía una semana, sólo una semana, que había pasado mi última noche en el mar. Estaba haciendo de guiri, en un hotel en el levante mallorquín, en mitad de una fiesta de música swing que acabó con música tradicional mallorquina, salsa y hasta la macarena, cuando me acordé del mar con añoranza, con ese gusto entre dulce y amargo que te dejan los días de mar en los que has sido feliz. Fue un “Oooh”. Sólo eso. Un “Oooh”. Eso también es mal de tierra. Creo.
La única cura para el mal de tierra es el tiempo. El mal de tierra tal y como viene, se va.
En las fotos, instantes de estos días en el mar. La última, el parque de pesca, un lugar cerrado, sin luz natural, donde pasamos todo el día trabajando, es para todos aquellos que me preguntan por qué no vuelvo morena de estos embarques y si realmente en el barco trabajamos o sólo vemos delfines y comemos.
En tres semanas, volveré al mar.
Ha sido una semana cargadita de historias laborales que me han complicado la vida y me han hecho pensar que llevaba mucho más en tierra, olvidando rápidamente mis semanas en el mar y casi sin tiempo para echar de menos esos días. Ya lo conté el año pasado (y supongo que más veces antes), volver a tierra es siempre duro. Pero cuando te enfrentas a mil historias diferentes una vez atracas, no te da tiempo de pensar en nada, en nada.
Sí que ha habido varios momentos en los que me he dado cuenta lo cercanos que son aún mis días de mar. Han sido momentos en los que he tenido una ligera sensación de mareo. Cuando pasas un tiempo largo en un barco, no es raro que, a la vuelta, sientas que la tierra firme se mueve bajo tus pies. No sé cuál es el nombre adecuado para este efecto, he leído mal de tierra, mal de mar, mareo de tierra y nombres variados.
A mí me gusta mal de tierra.
En estos días en el mar, no me he mareado en ningún momento. Un barco de 70 metros resiste bien al fuerte viento y a las olas y, si el tiempo acompaña, hay momentos en los que apenas recuerdas que estás en un barco. Sin embargo, siempre hay un balanceo, algunas veces apenas perceptible, que hace que, al volver a tierra, tu sistema del equilibrio se sienta un poco confuso.
Un día fue delante de la lavadora, cuando me noté a mí misma balanceándome como si estuviera en el mar. Otro día delante del ordenador. Otro día más creo que tumbada. Y hasta ha habido una cuarta ocasión en la que he sentido ese ligero mal de tierra.
Como decía, apenas he tenido tiempo de echar de menos mis días en el mar, la vorágine de mi día a día me ha engullido con más voracidad que nunca y algún día me he sorprendido a mí misma pensando en el poco tiempo que hacía que había vuelto. Pero sin tristeza ni añoranza.
Hasta ayer.
Ayer tuve uno de esos pinchazos absurdos de añoranza. De repente, me di cuenta de que hacía una semana, sólo una semana, que había pasado mi última noche en el mar. Estaba haciendo de guiri, en un hotel en el levante mallorquín, en mitad de una fiesta de música swing que acabó con música tradicional mallorquina, salsa y hasta la macarena, cuando me acordé del mar con añoranza, con ese gusto entre dulce y amargo que te dejan los días de mar en los que has sido feliz. Fue un “Oooh”. Sólo eso. Un “Oooh”. Eso también es mal de tierra. Creo.
La única cura para el mal de tierra es el tiempo. El mal de tierra tal y como viene, se va.
En las fotos, instantes de estos días en el mar. La última, el parque de pesca, un lugar cerrado, sin luz natural, donde pasamos todo el día trabajando, es para todos aquellos que me preguntan por qué no vuelvo morena de estos embarques y si realmente en el barco trabajamos o sólo vemos delfines y comemos.
En tres semanas, volveré al mar.
martes, 12 de mayo de 2015
Alguien a quien solía conocer
Os voy a contar una cosa.
Hace un tiempo, estaba metida en medio de algo que no sé muy bien cómo definir. Era una situación entre extraña y absurda. Del rollo chico encuentra chica y se complican la vida. Si mi vida fuera una película, sería esa parte de la peli en la que parece que todo va a salir mal y efectivamente, según el tipo de película, acaba saliendo muy mal (si la peli es un dramón de esos modernos) o muy bien (si la peli es una comedia romántica). La cuestión es que en aquella época confusa y extraña, descubrí esta canción. Me encantaba esta canción. Aún me encanta. Pero me sentía fatal, porque veía que aquello podría convertirse en esta canción, que aquella canción tenía toda la pinta de convertirse la banda sonora de mi vida. Es decir, que al cabo de un tiempo aquella persona fuera simplemente alguien a quien solía conocer. Nada más. Y me daba mucha pena, mucha, porque era una persona que quería en mi vida, con quien me llevaba estupendamente y con quien congeniaba muy bien. Así que me negué a convertirla en sólo eso, en alguien a quien solía conocer. Durante bastante tiempo, luché por evitar eso, para que no fuera así. Tal vez demasiado. O tal vez demasiado poco.
Pero, sí, habéis acertado, pero esa persona se acabó convirtiendo en alguien a quien solía conocer. Y sólo eso. Hace tiempo ya de eso, hace ya un tiempo, pero no ha sido hasta hace bastante poco que me he dado cuenta. O que me he atrevido a decirlo así, en voz alta, tranquilamente. Ya no duele, ya no molesta, ni siquiera me parece que mi vida sería mejor si hubiera permanecido en ella, así que ahora es simplemente eso, alguien a quien solía conocer.
Y ya.
Hace un tiempo, estaba metida en medio de algo que no sé muy bien cómo definir. Era una situación entre extraña y absurda. Del rollo chico encuentra chica y se complican la vida. Si mi vida fuera una película, sería esa parte de la peli en la que parece que todo va a salir mal y efectivamente, según el tipo de película, acaba saliendo muy mal (si la peli es un dramón de esos modernos) o muy bien (si la peli es una comedia romántica). La cuestión es que en aquella época confusa y extraña, descubrí esta canción. Me encantaba esta canción. Aún me encanta. Pero me sentía fatal, porque veía que aquello podría convertirse en esta canción, que aquella canción tenía toda la pinta de convertirse la banda sonora de mi vida. Es decir, que al cabo de un tiempo aquella persona fuera simplemente alguien a quien solía conocer. Nada más. Y me daba mucha pena, mucha, porque era una persona que quería en mi vida, con quien me llevaba estupendamente y con quien congeniaba muy bien. Así que me negué a convertirla en sólo eso, en alguien a quien solía conocer. Durante bastante tiempo, luché por evitar eso, para que no fuera así. Tal vez demasiado. O tal vez demasiado poco.
Pero, sí, habéis acertado, pero esa persona se acabó convirtiendo en alguien a quien solía conocer. Y sólo eso. Hace tiempo ya de eso, hace ya un tiempo, pero no ha sido hasta hace bastante poco que me he dado cuenta. O que me he atrevido a decirlo así, en voz alta, tranquilamente. Ya no duele, ya no molesta, ni siquiera me parece que mi vida sería mejor si hubiera permanecido en ella, así que ahora es simplemente eso, alguien a quien solía conocer.
Y ya.
sábado, 9 de mayo de 2015
Acabando
Hoy es nuestro último día de trabajo en el mar. Si todo va como está previsto, mañana a estas horas ya estaremos atracados en el puerto de Cartagena.
Quería escribir sobre lo que significa acabar un Festival de Primavera, de lo que pasa y se siente los últimos días y de lo que significa el volver a tierra. Pero todo eso ya lo conté el año pasado. Reflexiones de la última noche las conté aquí (hace hoy exactamente un año). Lo que significa volver a tierra, lo conté aquí. Creo que podría volver a publicar ambas entradas exactamente igual, o casi.
Madre mía, no tengo nada más que contar.
¿No? Claro que sí.
Siempre hay algo más que contar.
Lo digo siempre, siempre. Cada campaña es única e irrepetible, cada campaña es diferente, en cada una vives nuevas experiencias. Aunque, con los años, acabas confundiendo algunas cosas, hay momentos que se te quedan grabados de cada una de ellas. A veces son puras chorradas, lo bien o mal que comiste, las risas que te echaste, aquel muestreo que salió fatal o un bicho raro que apareció. No sé lo que recordaré de ésta, sólo el tiempo lo dirá.
Anoche no tuve esa sensación melancólica que te suele invadir en los últimos momentos en el mar. No tuve tiempo. Acabé de trabajar a las diez de las noche y llegaba tarde al Jran Campeonato de Futbolín. Echamos unas buenas risas y, aunque caímos eliminados casi enseguida, fue una manera divertida de pasar la penúltima noche en el mar.
Hoy ya se siente el olor a tierra. Ahora mismo, en mitad del primer muestreo la marinería limpia en profundidad los exteriores del barco. Yo ya he preparado la ropa que dejaré a bordo, para cuando vuelva aquí en menos de un mes. Estamos impacientes por ponernos a tope con los muestreos y empezar con los preparativos para comenzar a dejar el barco listo para que nuestros compañeros que se embarcan mañana lo encuentren en condiciones. Hoy es, probablemente, el peor día de la campaña, recoger todo es un auténtico lío. Se hace, lo hacemos con la precisión de un reloj, como la maquinaria que somos en la que todo encaja. Pero cuesta, cuesta. Cuesta porque ahora ya estábamos más que acostumbrados a la rutina, cualquiera no después de diecisiete días en el mar. ¿O han sido dieciocho? Ya he perdido la cuenta. Y ahora es un cambio, volver a meter en caja todo lo que hemos traído, lo que han traído en este caso. Desde grandes cajas para meter el pescado, que hay que lavar con precisión para que no huelan hasta bolígrafos y gomas de borrar. Hay que recogerlo todo, organizarlo todo, prepararlo todo para guardarlo en algún lugar del barco hasta que se desembarque, dentro de un par de meses.
Y volver a tierra.
Ah, volver a tierra.
Ya se siente, sí, ya se siente, el olor a tierra.
En la foto, unas gambitas preparadas para ser muestreadas. En concreto, Plesionika giglioli.
Quería escribir sobre lo que significa acabar un Festival de Primavera, de lo que pasa y se siente los últimos días y de lo que significa el volver a tierra. Pero todo eso ya lo conté el año pasado. Reflexiones de la última noche las conté aquí (hace hoy exactamente un año). Lo que significa volver a tierra, lo conté aquí. Creo que podría volver a publicar ambas entradas exactamente igual, o casi.
Madre mía, no tengo nada más que contar.
¿No? Claro que sí.
Siempre hay algo más que contar.
Lo digo siempre, siempre. Cada campaña es única e irrepetible, cada campaña es diferente, en cada una vives nuevas experiencias. Aunque, con los años, acabas confundiendo algunas cosas, hay momentos que se te quedan grabados de cada una de ellas. A veces son puras chorradas, lo bien o mal que comiste, las risas que te echaste, aquel muestreo que salió fatal o un bicho raro que apareció. No sé lo que recordaré de ésta, sólo el tiempo lo dirá.
Anoche no tuve esa sensación melancólica que te suele invadir en los últimos momentos en el mar. No tuve tiempo. Acabé de trabajar a las diez de las noche y llegaba tarde al Jran Campeonato de Futbolín. Echamos unas buenas risas y, aunque caímos eliminados casi enseguida, fue una manera divertida de pasar la penúltima noche en el mar.
Hoy ya se siente el olor a tierra. Ahora mismo, en mitad del primer muestreo la marinería limpia en profundidad los exteriores del barco. Yo ya he preparado la ropa que dejaré a bordo, para cuando vuelva aquí en menos de un mes. Estamos impacientes por ponernos a tope con los muestreos y empezar con los preparativos para comenzar a dejar el barco listo para que nuestros compañeros que se embarcan mañana lo encuentren en condiciones. Hoy es, probablemente, el peor día de la campaña, recoger todo es un auténtico lío. Se hace, lo hacemos con la precisión de un reloj, como la maquinaria que somos en la que todo encaja. Pero cuesta, cuesta. Cuesta porque ahora ya estábamos más que acostumbrados a la rutina, cualquiera no después de diecisiete días en el mar. ¿O han sido dieciocho? Ya he perdido la cuenta. Y ahora es un cambio, volver a meter en caja todo lo que hemos traído, lo que han traído en este caso. Desde grandes cajas para meter el pescado, que hay que lavar con precisión para que no huelan hasta bolígrafos y gomas de borrar. Hay que recogerlo todo, organizarlo todo, prepararlo todo para guardarlo en algún lugar del barco hasta que se desembarque, dentro de un par de meses.
Y volver a tierra.
Ah, volver a tierra.
Ya se siente, sí, ya se siente, el olor a tierra.
En la foto, unas gambitas preparadas para ser muestreadas. En concreto, Plesionika giglioli.
martes, 5 de mayo de 2015
No todo son sonrisas
Por si alguien no se había dado cuenta todavía, me lo estoy pasando estupendamente estos días en el mar. Estoy haciendo un trabajo que me divierte, que me entusiasma, que me hace sentir viva, pero a la vez, mi carga de responsabilidades en este primer Festival de Primavera es similar al de mis primeros tiempos en el mar: soy un tornillo más de un gran engranaje y, simplemente, tengo que encargarme de cumplir mis funciones como tornillo, sin preocuparme de otros tornillos, tuercas o, lo que es aún peor, del funcionamiento general del motor. Eso me hace feliz. No quiero decir que tener responsabilidades me haga infeliz, pero me crea un estrés, una tensión que no siempre llevo bien. Por lo que estos días así, haciendo de tornillo, son un soplo de aire fresco en mi vida, una carga de energía extra.
Que esto me haga muy feliz no significa que todo sean sonrisas. Hay sonrisas, muchas. Hay alegría, buen rollo, energía positiva. Pero es imposible estar al 100% de felicidad todos y cada uno de los días en el mar. Y no estoy hablando de enfados, de malos rollos o de problemas serios. Esos también los hay, a veces. No aquí, no ahora, pero todos los que llevamos algún tiempo pasando unos cuantos días cada año en el mar, hemos vivido situaciones incómodas, difíciles e incluso desagradables. Pueden producirse por muchas cosas, por el entorno, por los demás, por el desgaste, por las actitudes, por los comportamientos, por uno mismo. Y al final cada uno lo lleva como puede.
Hay que tener en cuenta que estamos aquí, en mitad del mar, en un lugar con un número limitado de metros cuadrados (muchos en este caso, pero aún así limitado), viéndonos las mismas caras todos los días, haciendo el mismo (o parecido) trabajo cada día, independientemente de si es martes, domingo o festivo. Y pasan los días. Y quien más quien menos empieza a pensar en tierra. En gente que dejaste en tierra. En asuntos pendientes. En trabajos por hacer. En amigos y familiares. Te empieza a embargar ese punto de melancolía propio de la gente de mar: cuando estás aquí, quieres estar allí; cuando estás allí, añoras el estar aquí. Por eso las vueltas a tierra son siempre duras y extrañas, felicidad por lo que te espera en tierra, añoranza de lo que dejas en el mar. Quien más quien menos (creo) que en algún momento piensa lo que estaría haciendo en tierra en esos momentos. Si hoy es domingo, me iría a comer con la familia. Si hoy es martes, me iría al gimnasio. Si hoy es viernes, me iría de cañas con los amigos. Y, casi sin darte cuenta, añoras cosas que, estando en tierra, ni eres consciente de que tienes. Tu sofá. La charla con los compañeros a la hora del café. La comida de mamá. Tomarte una caña en una terracita. Ir al cine. Tus plantas. Cenar con una amiga. Los desayunos pausados de fin de semana. No poner un día el despertador. Las horas tontas de un domingo tarde. Un abrazo.
Que sí, que aquí estás muy bien, pero…. Pero.
Porque no, no todo son sonrisas. Aunque de esas hay muchas.
Afortunadamente.
Y luego están los días terribles. Los días en los que las sonrisas se borran de cuajo. Días como hoy, que no empiezan especialmente mal, aunque sí como acabaron ayer, con vientos fuertes y el barco tambaleándose tanto que, por la noche, apenas puedes conciliar el sueño. Que continúan con la rotura de una pieza que nos obliga a cambiar nuestra planificación y navegar hacia tierra, detener el trabajo, desembarcar a varios miembros de la tripulación en zodiac en busca de la pieza rota. Días que no hacen más que empeorar, con la noticia inesperada de la muerte de un colega, compañero de muchos de los científicos aquí embarcados. Así que aquí estamos, a la capa, esperando la vuelta de los tripulantes y la pieza rota, todos con caras largas, aún en estado de shock por las malas noticias, asumiendo que la vida es así. Ahora estás, ahora no. Y la propuesta casi unánime de “hoy deberíamos emborracharnos”, que sabemos que no vamos a cumplir porque aquí, el alcohol, está prohibido. Y ahora, más que nunca, esta prohibición nos parece una auténtica estupidez.
Hoy la entrada va sin foto. Es que no sabría qué foto poner.
Que esto me haga muy feliz no significa que todo sean sonrisas. Hay sonrisas, muchas. Hay alegría, buen rollo, energía positiva. Pero es imposible estar al 100% de felicidad todos y cada uno de los días en el mar. Y no estoy hablando de enfados, de malos rollos o de problemas serios. Esos también los hay, a veces. No aquí, no ahora, pero todos los que llevamos algún tiempo pasando unos cuantos días cada año en el mar, hemos vivido situaciones incómodas, difíciles e incluso desagradables. Pueden producirse por muchas cosas, por el entorno, por los demás, por el desgaste, por las actitudes, por los comportamientos, por uno mismo. Y al final cada uno lo lleva como puede.
Hay que tener en cuenta que estamos aquí, en mitad del mar, en un lugar con un número limitado de metros cuadrados (muchos en este caso, pero aún así limitado), viéndonos las mismas caras todos los días, haciendo el mismo (o parecido) trabajo cada día, independientemente de si es martes, domingo o festivo. Y pasan los días. Y quien más quien menos empieza a pensar en tierra. En gente que dejaste en tierra. En asuntos pendientes. En trabajos por hacer. En amigos y familiares. Te empieza a embargar ese punto de melancolía propio de la gente de mar: cuando estás aquí, quieres estar allí; cuando estás allí, añoras el estar aquí. Por eso las vueltas a tierra son siempre duras y extrañas, felicidad por lo que te espera en tierra, añoranza de lo que dejas en el mar. Quien más quien menos (creo) que en algún momento piensa lo que estaría haciendo en tierra en esos momentos. Si hoy es domingo, me iría a comer con la familia. Si hoy es martes, me iría al gimnasio. Si hoy es viernes, me iría de cañas con los amigos. Y, casi sin darte cuenta, añoras cosas que, estando en tierra, ni eres consciente de que tienes. Tu sofá. La charla con los compañeros a la hora del café. La comida de mamá. Tomarte una caña en una terracita. Ir al cine. Tus plantas. Cenar con una amiga. Los desayunos pausados de fin de semana. No poner un día el despertador. Las horas tontas de un domingo tarde. Un abrazo.
Que sí, que aquí estás muy bien, pero…. Pero.
Porque no, no todo son sonrisas. Aunque de esas hay muchas.
Afortunadamente.
Y luego están los días terribles. Los días en los que las sonrisas se borran de cuajo. Días como hoy, que no empiezan especialmente mal, aunque sí como acabaron ayer, con vientos fuertes y el barco tambaleándose tanto que, por la noche, apenas puedes conciliar el sueño. Que continúan con la rotura de una pieza que nos obliga a cambiar nuestra planificación y navegar hacia tierra, detener el trabajo, desembarcar a varios miembros de la tripulación en zodiac en busca de la pieza rota. Días que no hacen más que empeorar, con la noticia inesperada de la muerte de un colega, compañero de muchos de los científicos aquí embarcados. Así que aquí estamos, a la capa, esperando la vuelta de los tripulantes y la pieza rota, todos con caras largas, aún en estado de shock por las malas noticias, asumiendo que la vida es así. Ahora estás, ahora no. Y la propuesta casi unánime de “hoy deberíamos emborracharnos”, que sabemos que no vamos a cumplir porque aquí, el alcohol, está prohibido. Y ahora, más que nunca, esta prohibición nos parece una auténtica estupidez.
Hoy la entrada va sin foto. Es que no sabría qué foto poner.
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