De esto que te encuentras en la que probablemente es la ciudad más bonita del mundo y son las siete y media de la tarde y estás encerrada en una habitación negra de un hotel, redactando las recomendaciones y conclusiones de una reunión, después de pasar todo el día en la misma. De esto que lleva todo el día lloviendo y te mueres de rabia por no poder haber ido al Pantenón de Agripa, porque dicen por ahí que es un espectáculo estar en él cuando llueve. De esto que tienes media hora para hacer todo el trabajo o al menos para adelantarlo, porque luego te vas a la cena de grupo, porque no, no y no vas a renunciar a ella por trabajar, porque total, ya has quedado mañana a la hora de comer para tener otra reunión de trabajo y cuando te pones a echar cuentas de las horas que llevas curradas en los últimos dos días flipas un poco, aunque ahora entiendes esa sensación de que llevas en Roma una semana en vez de tres días. De esto que te entran ganas de tirar el ordenador por la ventana e irte por ahí, a pasear por la ciudad, a tomar unas cervezas con los colegas, a sentir la lluvia golpeando tu paraguas y chapoteando en los charcos (eso no, porque no te has traído las botas de aguas, desoyendo el consejo de tu madre que, una vez más, es más precisa con el parte del tiempo que Maldonado) y a poder sentir que sí, efectivamente, estás en la que es probablemente la ciudad más bonita del mundo, aunque de momento no la hayas visto apenas. Pero no lo haces y empiezas a procrastinar un ratillo hasta que te dices a ti misma que no, que las conclusiones van a quedar perfectamente redactadas en un plis, porque sino lo vas a tener que hacer más tarde, después de la cena de grupo, cuando litros de alcohol corran por tus venas (ojalá). Aunque bien pensado, tal vez esas conclusiones quedarán mejor escritas bajo los vapores etílicos de…
¡BASTA!
¡A trabajar!
Al próximo que me diga “¡Qué envidia! ¡Te vas a Roma!” me lo traigo a la reunión. A trabajar. A tiempo completo, con horas extras no pagadas y sin descanso para comer.
Ea.
En la foto, la sede de la reunión. Si esto es bonito, imaginaos el resto de la ciudad. Como hago yo.
miércoles, 26 de noviembre de 2014
jueves, 20 de noviembre de 2014
"Cometas en el cielo" de Khaled Hosseini
Los libros de Khaled Hosseini me han perseguido por medio planeta.
En mi costumbre de visitar librerías en los lugares a los que viajo, siempre me encontraba sus libros. En idiomas que sé leer y en idiomas desconocidos. En lugares destacados de las librerías o en rincones escondidos. Pero siempre estaba ahí, siempre. Y nunca lo compraba. Son los típicos libros que si los veía estando fuera pensaba: (i) que los encontraría en cualquier otro lugar y (ii) que no debería lanzarme a leer en inglés un autor que, aunque muy reconocido, yo no conozco. Así que iba dejando pasar el tiempo, sin llegar a comprarlo nunca.
Y entonces, apareció mi hermana la gafapasta con un regalo en forma de “Cometas en el cielo”. Se lo trajo de un viaje a Barcelona (creo) al que yo no fui. Y me lo leí hace ya algunas semanas. Lo he leído rápido (no como los libros que he leído después, ejem, ejem, que ni acabo ni dejo de leer, ejem, ejem) y con ganas. Me ha gustado mucho, mucho. Es la historia de una amistad entre dos niños de clases sociales muy distintas pero criados juntos, en el Afganistán anterior a la llegada de los talibanes, cómo algunos acontecimientos de aquellos días marcan aquellos días y sus vidas para siempre. Es la historia también del amor paterno-filial y del cariño hacia un país cambiante y no necesariamente hacia mejor.
Después de leer este libro, sé que leeré más del mismo autor. Porque, aunque es una historia bastante dura y triste, con situaciones muy dramáticas, está contada con una gran sensibilidad, sencillez y casi ternura. Y tengo pendiente ver la película basada en esta novela.
Pues ya está. Hicieron bien en perseguirme los libros de Khaled Hosseini por medio planeta. Y me alegro de que, al fin, me hayan encontrado.
En mi costumbre de visitar librerías en los lugares a los que viajo, siempre me encontraba sus libros. En idiomas que sé leer y en idiomas desconocidos. En lugares destacados de las librerías o en rincones escondidos. Pero siempre estaba ahí, siempre. Y nunca lo compraba. Son los típicos libros que si los veía estando fuera pensaba: (i) que los encontraría en cualquier otro lugar y (ii) que no debería lanzarme a leer en inglés un autor que, aunque muy reconocido, yo no conozco. Así que iba dejando pasar el tiempo, sin llegar a comprarlo nunca.
Y entonces, apareció mi hermana la gafapasta con un regalo en forma de “Cometas en el cielo”. Se lo trajo de un viaje a Barcelona (creo) al que yo no fui. Y me lo leí hace ya algunas semanas. Lo he leído rápido (no como los libros que he leído después, ejem, ejem, que ni acabo ni dejo de leer, ejem, ejem) y con ganas. Me ha gustado mucho, mucho. Es la historia de una amistad entre dos niños de clases sociales muy distintas pero criados juntos, en el Afganistán anterior a la llegada de los talibanes, cómo algunos acontecimientos de aquellos días marcan aquellos días y sus vidas para siempre. Es la historia también del amor paterno-filial y del cariño hacia un país cambiante y no necesariamente hacia mejor.
Después de leer este libro, sé que leeré más del mismo autor. Porque, aunque es una historia bastante dura y triste, con situaciones muy dramáticas, está contada con una gran sensibilidad, sencillez y casi ternura. Y tengo pendiente ver la película basada en esta novela.
Pues ya está. Hicieron bien en perseguirme los libros de Khaled Hosseini por medio planeta. Y me alegro de que, al fin, me hayan encontrado.
martes, 18 de noviembre de 2014
La muerte
La muerte no existe. O, al menos, vivimos como así fuera. Morir es algo malo, o eso es lo que se desprende de cualquier noticia relacionada con ella. Claro, sí, morir es malo, te aleja de la vida y de la gente que quieres. Pero es un proceso tan natural como respirar o comer. Todos nacemos, todos morimos. Esta premisa tan sencilla debería ser la base de nuestra vida. Y no. Todos nacemos. Y punto. Nadie, nadie quiere pensar en que todos morimos. Al menos en nuestra sociedad.
El otro día (de payés), después de que se diagnosticara el primer caso de contagio de ébola fuera de África, en nuestro país, se hizo tendencia (trendic topic) la etiqueta (hashtag) #vamosamorirtodos. Efectivamente, vamos a morir todos. Pero eso era incluso antes de ese contagio. Vamos a morir todos, sí, es una realidad apabullante, pero igual de cierta ahora que al principio de los tiempos. Es así. Nacemos, crecemos, nos reproducimos (no todos) y morimos. Como le pasa a cualquier otro ser vivo que habita el planeta Tierra.
Pero, aún así, vivimos de espaldas a la muerte, sin darnos cuenta de que es el paso final de nuestras vidas. Cuando vemos una película, sabemos que va a acabar. Cuando leemos un libro, sabemos que tendrá un fin. Entonces, ¿por qué no somos capaces de asumir el fin de la vida como el proceso natural que, efectivamente, es?
Supongo que nuestro miedo a la muerte viene por el desconocimiento total que tenemos de lo que pasa después. No tenemos ni idea. Desde el vacío más absoluto hasta la fiesta más divertida, pasando por cualquier punto intermedio. Ni idea. Sí, sabemos que nuestros cuerpos se acaban descomponiendo, nuestras células se destruyen y las moléculas que la forman se integran en otras partes de la naturaleza. Pero, ¿hay algo más? ¿Esa misma capacidad que tenemos de plantearnos si hay algo más no debe ser señal de que hay algo más? Igual sí. Igual no. Ni idea. ¿Qué pasa con todo ese conocimiento que adquieres durante la vida? ¿Qué pasa con los sentimientos? ¿Qué pasa con los recuerdos? ¿Se desvanecen? ¿Van a parar a algún sitio?
Ni idea.
Llevo unos meses viendo rondar el fantasma de la muerte cerca de seres que quiero. Y de gente querida de gente que quiero. Algunos han perdido la batalla. Algunos la han ganado. Otros siguen luchando. Porque la vida es, ni más ni menos, una lucha continua contra la muerte. Podemos ganar algunas batallas y, por supuesto, celebrarlas, pero no deberíamos olvidar que la batalla final, la definitiva, la tenemos perdida. Desde el principio.
Y, de banda sonora, “The Kingdom of Death” de Poomse. No puedo pensar en una banda sonora más adecuada para esta entrada.
El otro día (de payés), después de que se diagnosticara el primer caso de contagio de ébola fuera de África, en nuestro país, se hizo tendencia (trendic topic) la etiqueta (hashtag) #vamosamorirtodos. Efectivamente, vamos a morir todos. Pero eso era incluso antes de ese contagio. Vamos a morir todos, sí, es una realidad apabullante, pero igual de cierta ahora que al principio de los tiempos. Es así. Nacemos, crecemos, nos reproducimos (no todos) y morimos. Como le pasa a cualquier otro ser vivo que habita el planeta Tierra.
Pero, aún así, vivimos de espaldas a la muerte, sin darnos cuenta de que es el paso final de nuestras vidas. Cuando vemos una película, sabemos que va a acabar. Cuando leemos un libro, sabemos que tendrá un fin. Entonces, ¿por qué no somos capaces de asumir el fin de la vida como el proceso natural que, efectivamente, es?
Supongo que nuestro miedo a la muerte viene por el desconocimiento total que tenemos de lo que pasa después. No tenemos ni idea. Desde el vacío más absoluto hasta la fiesta más divertida, pasando por cualquier punto intermedio. Ni idea. Sí, sabemos que nuestros cuerpos se acaban descomponiendo, nuestras células se destruyen y las moléculas que la forman se integran en otras partes de la naturaleza. Pero, ¿hay algo más? ¿Esa misma capacidad que tenemos de plantearnos si hay algo más no debe ser señal de que hay algo más? Igual sí. Igual no. Ni idea. ¿Qué pasa con todo ese conocimiento que adquieres durante la vida? ¿Qué pasa con los sentimientos? ¿Qué pasa con los recuerdos? ¿Se desvanecen? ¿Van a parar a algún sitio?
Ni idea.
Llevo unos meses viendo rondar el fantasma de la muerte cerca de seres que quiero. Y de gente querida de gente que quiero. Algunos han perdido la batalla. Algunos la han ganado. Otros siguen luchando. Porque la vida es, ni más ni menos, una lucha continua contra la muerte. Podemos ganar algunas batallas y, por supuesto, celebrarlas, pero no deberíamos olvidar que la batalla final, la definitiva, la tenemos perdida. Desde el principio.
Y, de banda sonora, “The Kingdom of Death” de Poomse. No puedo pensar en una banda sonora más adecuada para esta entrada.
domingo, 16 de noviembre de 2014
martes, 11 de noviembre de 2014
Películas
No había visto hasta ahora “Tú la letra y yo la música” de Marc Lawrence. Comedia romántica (o lo que sea) con Hugh Grant y Drew Barrymore, sobre un cantante de pop cuyo momento de gloria ha pasado que se dedica a componer canciones para otros y una chica que aparece en su vida y compone con él. Nada especial, una película sin pretensiones, para ver en una tarde tonta. No me ha cambiado la vida, pero se deja ver.
De “Y entonces llegó ella” de John Hamburg no puedo decir mucho más, si acaso algo menos. Ben Stiller es un recién casado cuya mujer le pone los cuernos en el viaje de novios y, de vuelta a su vida normal sin esposa, se reencuentra con una vieja amiga, Jennifer Aniston, con la que empieza a verse frecuentemente. Intenta ser algo más que la comedia romántica tradicional al uso, con algún toque rozando el surrealismo (intentando imitar a “Algo pasa con Mary”) pero no me acaba de parecer que funcione.
“Winter’s bone” de Debra Granik no la pillé de casualidad, vi que la hacían en la tele y la quise ver. No sabía ni que existía esta película, pero me pareció interesante, tenía buena pinta y aparece Jennifer Lawrence, que me parece una gran actriz, mucho más allá de la Katniss Everdeen de “Los Juegos del Hambre”. Es la historia de una adolescente en la América profunda que se encarga de cuidar de sus hermanos pequeños y de su madre enferma y de la búsqueda de su padre, que debe aparecer si no quieren quedarse en la calle. Una historia sencilla, dura y algo gris, pero bien contada e interpretada. Y ver a Garret Dillahunt, el alocado abuelo de “Hope” en la serie del mismo nombre, haciendo de sheriff una peli tan seria me ha hecho mucha gracia.
“El secreto de los MacCann” de Tim McCanlies. La pillé empezaba y creía que no iría más allá de un simple divertimento, pero es una gran película. Un jovencito, Haley Joel Osment, se ve obligado a pasar un verano lejos de su madre, en la granja de sus tíos, los estupendos Michael Caine y Robert Duvall, que pronto empiezan a contarle sus maravillosas (y probablemente fantasiosas) aventuras cuando viajaron por África. Película sencilla pero recomendable, muy agradable y entrañable. Y encima sale un ratito Josh Lucas, como el protagonista ya adulto, un tipo muy interesante.
“Unidos por un sueño” de Sebastian Grobler es una película alemana protagonizada por mi adorado Daniel Brühl. Basada en hechos reales, es la historia de un profesor que empieza a trabajar en un internado alemán a finales del siglo XIX, enseñando inglés. Lo que en un principio debían ser unas clases de inglés acaban siendo también clases de fútbol, un deporte que pronto tachan sus superiores de anti-alemán. Es una película maravillosa, con un toque a “El club de los poetas muertos”, estupendamente hecha y redonda. Me gustó mucho, mucho, mucho. Y eso que el fútbol, a mí, plín. Da gusto ver películas tan bien rodadas y que cuentan tantas cosas importantes de manera tan sencilla. Muy recomendable.
Creo que había visto varios trozos de “Sucedió en Manhattan” de Wayne Wang alguna vez. A mí, Jennifer López ni me cae bien ni mal, me deja sumamente indiferente. Pero Ralph Fiennes me encanta mucho, bueno, me encantaba cuando tenía pelo (su hermano también me parece un tipo 10). Así que la vi para disfrutarlo un poco y por poder decir que he visto la película entera. Comedia romántica sin más pretensiones, agradables hasta casi lo infantiloide, pero bueno, lo que me esperaba, no engañan a nadie.
Pillé “Enamorarse” de Ulu Grosbard también empezada, pero como la he visto ya varias veces, tampoco pasa nada. Esta película me encanta siempre, me encanta Meryl Streep (es de esas actrices que me creo todo lo que hace) y me encanta Robert de Niro (ídem). La historia de dos adultos casados que se conocen por casualidad y, casi sin darse cuenta, se enamoran. Es una película preciosa, casi dolorosa. No me canso de verla. Y creo que me estoy haciendo mayor porque Robert de Niro me ha parecido en esta película terriblemente interesante.
“Postdata: te quiero” de Richard LaGravenese también la pillé empezada y también la he visto mil veces, pero no me importa. Me encanta. Mucho. Es la historia de una joven viuda (Hilary Swank) que trata de superar la pérdida de su marido (Gerard Butler, con cierta tendencia a ir sin camiseta, hmmm) mientras recibe cartas enviadas por éste antes de su muerte. Me encanta la película tanto por la historia como por los actores, incluyendo un montón de maravillosos secundarios (Lisa Kudrow, Harry Connick Jr., Gina Gershon, Jeffrey Dean Morgan, Kathy Bates). Y, encima, sale Irlanda. Estupenda.
lunes, 10 de noviembre de 2014
Responsabilidades
En el segundo festival de primavera de este año, pasó una cosa que afectó a terceras personas.
Llamémoslo el incidente de las galletas.
El incidente fui algo así: iba yo de copiloto por mitad del festival de primavera cuando, sin querer, pasamos por encima del stand que tenía las galletas. Yo no conducía el camión (un camión muy, muy grande) y como el stand era muy pequeñito, no lo vi, pero ni el conductor jefe ni su ayudante tampoco vieron el stand. Como consecuencia, nos llevamos por delante el stand, las galletas y hasta el horno. Como consecuencia de nuestros actos una persona se quedó sin poder hacer (y vender) galletas durante un tiempo.
Para solucionar el problema, tuve que hacer un informe sobre el incidente de las galletas. Me ha llevado más tiempo del que debería, por mil y motivos que no vienen al caso, pero la cuestión es que me ha sorprendido la respuesta que ha tenido mi informe. Ya la primera persona que se lo mostré me dijo que me inculpaba demasiado. En el informe, asumía mi responsabilidad por no haber comunicado al conductor que el stand de las galletas podría estar allí. Llevo ya varios años organizando el festival de primavera y sé que, cada año, el stand de las galletas está más o menos en el mismo lugar. Al menos sé que por la zona suele haber stands como el de las galletas, pequeñitos y difíciles de ver. Cada año compruebo que con el camión no pasamos cerca para no tener problemas pero este año me despisté. Eso, unido a que era la primera vez que este camión y su conductor venían al festival hizo que aquello acabara como el rosario de la aurora. Pero yo asumía que había sido culpa mía, porque yo debería haber avisado.
La cuestión es que acabé suavizando el informe, diciendo que era mi culpa, pero no insistiendo tanto. Envié el informe al jefe de todos los festivales (los hay de primavera, de verano y ¡hasta de otoño e inverno!) y le pareció estupendo, excepto lo de que asumiera la responsabilidad. Al final, me dijo algo así que antes de enviarlo a los grandes jefes de la capital del Reino (que a su vez se lo tienen que enviar a otros grandes jefes de la misma capital), lo hiciera más descriptivo, sin asumir la responsabilidad claramente, porque en realidad, en el camión iba más gente que tenía que haber estado pendiente del stand de las galletas.
Yo, que soy muy obediente, hice caso, claro. Y aunque no sé cómo acabará esta historia, esto me ha enseñado una cosa tan real y habitual en este país nuestro como ésta: aquí nadie asume las responsabilidades. Ni el último mono ni el más alto político. Nadie es capaz de entonar un mea culpa y asumir que una decisión tomada ha sido errónea. No sólo eso. Si alguien levanta la mano y dice “Sí, he sido yo”, todo el mundo se sorprende. Y hasta está mal visto. Parece que a nadie le gusta que se encuentren culpables de los fallos y los errores, parece que ofende que alguien acepte que se equivocó, que hizo algo mal y ese error tuvo consecuencias en otras personas. Y me flipa, me flipa mucho, porque lo de tirar balones fuera me parece de cobardes y de incompetentes. Y, por lo visto, de esos los hay por todas partes.
Llamémoslo el incidente de las galletas.
El incidente fui algo así: iba yo de copiloto por mitad del festival de primavera cuando, sin querer, pasamos por encima del stand que tenía las galletas. Yo no conducía el camión (un camión muy, muy grande) y como el stand era muy pequeñito, no lo vi, pero ni el conductor jefe ni su ayudante tampoco vieron el stand. Como consecuencia, nos llevamos por delante el stand, las galletas y hasta el horno. Como consecuencia de nuestros actos una persona se quedó sin poder hacer (y vender) galletas durante un tiempo.
Para solucionar el problema, tuve que hacer un informe sobre el incidente de las galletas. Me ha llevado más tiempo del que debería, por mil y motivos que no vienen al caso, pero la cuestión es que me ha sorprendido la respuesta que ha tenido mi informe. Ya la primera persona que se lo mostré me dijo que me inculpaba demasiado. En el informe, asumía mi responsabilidad por no haber comunicado al conductor que el stand de las galletas podría estar allí. Llevo ya varios años organizando el festival de primavera y sé que, cada año, el stand de las galletas está más o menos en el mismo lugar. Al menos sé que por la zona suele haber stands como el de las galletas, pequeñitos y difíciles de ver. Cada año compruebo que con el camión no pasamos cerca para no tener problemas pero este año me despisté. Eso, unido a que era la primera vez que este camión y su conductor venían al festival hizo que aquello acabara como el rosario de la aurora. Pero yo asumía que había sido culpa mía, porque yo debería haber avisado.
La cuestión es que acabé suavizando el informe, diciendo que era mi culpa, pero no insistiendo tanto. Envié el informe al jefe de todos los festivales (los hay de primavera, de verano y ¡hasta de otoño e inverno!) y le pareció estupendo, excepto lo de que asumiera la responsabilidad. Al final, me dijo algo así que antes de enviarlo a los grandes jefes de la capital del Reino (que a su vez se lo tienen que enviar a otros grandes jefes de la misma capital), lo hiciera más descriptivo, sin asumir la responsabilidad claramente, porque en realidad, en el camión iba más gente que tenía que haber estado pendiente del stand de las galletas.
Yo, que soy muy obediente, hice caso, claro. Y aunque no sé cómo acabará esta historia, esto me ha enseñado una cosa tan real y habitual en este país nuestro como ésta: aquí nadie asume las responsabilidades. Ni el último mono ni el más alto político. Nadie es capaz de entonar un mea culpa y asumir que una decisión tomada ha sido errónea. No sólo eso. Si alguien levanta la mano y dice “Sí, he sido yo”, todo el mundo se sorprende. Y hasta está mal visto. Parece que a nadie le gusta que se encuentren culpables de los fallos y los errores, parece que ofende que alguien acepte que se equivocó, que hizo algo mal y ese error tuvo consecuencias en otras personas. Y me flipa, me flipa mucho, porque lo de tirar balones fuera me parece de cobardes y de incompetentes. Y, por lo visto, de esos los hay por todas partes.
domingo, 2 de noviembre de 2014
Noviembre 2008
Sábado, 1 de noviembre de 2008.
Creta (Grecia).
Sopla viento sur. Las temperaturas son inusualmente altas para la época del año.
Conduzco un pequeño coche rojo. Quedan tres semanas para que abandone Creta y aprovecho que ya ha acabado la temporada veraniega para alquilar un coche durante ese tiempo a un precio razonable. “Es rojo, ¡siempre he querido un coche rojo!”, le había dicho el día anterior al tipo que lleva meses alquilándome un diminuto coche amarillo algunos fines de semana, con el que he recorrido casi toda la isla. “Si me lo llegas a decir antes, te doy uno rojo en vez del amarillo”, me dice.
He salido de casa temprano. De ese diminuto apartamento a unos 15 Km al este de Heraklion rodeado de olivos y con vistas al mar que ha sido mi hogar durante los últimos meses. En el maletero, la toalla de la playa, algo de comida y ropa para pasar dos días fuera. Aún no sé dónde dormiré esa noche.
Me dirijo al oeste. Y luego al sur. Atravieso un túnel escarbado en la roca, de un solo carril y con un semáforo que regula el tráfico. Cruzo pueblos desiertos, casas abandonadas e iglesias blancas y azules. Conduzco durante horas. Y llego a un monasterio junto a aguas cristalinas, Chryssokalitissa. Me paro, aparco y paseo por su silencio.
Sigo hacia el sur, sabiendo que mi destino está próximo. Y, por fin, llego a la playa de aguas cristalinas y arenas rosadas. Elafonissi. He oído hablar tanto de ella… Está nublado, hay algo de viento, pero el viento sur es cálido y en seguida me lanzo al agua. Por supuesto. Soy casi la única visitante de la playa. Ya no hay turistas, ya es temporada baja y estoy conociendo una Creta mucho más sosegada y calmada que la de meses atrás. Paseo, nado, hago fotos y espanto lagartijas que quieren comerse mi comida.
Y sale el sol. Y la playa reluce en todo su esplendor. Sí. Aguas cristalinas. Arenas rosadas. Cielos azules. La infinidad del mar, del cielo. He llegado al fin del mundo, al final de la isla y he parado a contemplarlo.
Por la tarde, sigo mi camino, por esas carreteras cretenses cuyas señales en griego ya hace mucho que entiendo perfectamente. Mi piel, oliendo a crema solar y sal marina, dice que es verano, los árboles de hojas amarillas dicen que es otoño. Más pueblos semidesérticos, más casas abandonadas. Y, de nuevo, esas señales confusas que indican al mismo lugar por dos caminos diferentes. Ah, los cretos me confunden.
Llego al lugar donde pasaré la noche, Palaiochora, un pequeño pueblo en una diminuta península. Al oeste, una playa de arena, sobre la que veo ponerse el sol. Al este, playa de rocas y la inmensidad de las montañas del sur. Alquilo una habitación con vistas al mar y me voy a dormir pronto. Me duele mucho la cabeza.
Por la mañana, reemprendo mi camino de vuelta al norte, más pueblos abandonados, más casas desérticas. Veo letreros en griego y alemán, que no entiendo muy bien qué pintan allí. Aún no he visitado el museo de Chania, así que aún no conozco bien la batalla de Creta y aún no estoy flipada con la historia de esta isla, pero me queda poco para estarlo. Ovejas y cabras se cruzan en mi camino. Llego a otra playa mítica por aquí, Phalasarna, pero está muy nublado y el viento sur no calienta por aquí. La playa está desierta. Me pego un baño y decido aventurarme hacia Gramvousa. Dicen que es un paraíso. Pero el viaje es un auténtico desastre, el camino es totalmente impracticable para mi diminuto vehículo y vuelvo por donde he venido, maldiciendo haber dejado pasar la oportunidad de visitar Balos en verano. Así que cambio de planes y me dirijo a la península de Akrotiri, que está junto a Haniá. Me paro en un monumento que hay, con vistas a la ciudad. Me pego un último baño en Stravros, la famosa playa en la que Anthony Quinn se marca un baile al final de "Zorba el griego". A mi lado, unos militares americanos, supongo que destinados en la cercana base militar, hacen lo mismo. Visito varios monasterios y flipo, flipo con su magia, con su silencio, con su paz, con su belleza desconchada, con un gato que acompaña mi paseo y que, como mínimo, debe ser el espíritu de algún hombre santo. Me hago un par de fotos (entonces aún no se llamaban selfies) y el gato, no sé muy bien cómo, se cuela en todas ellas.
De camino a casa, se me hace de noche, claro. Oscurece ya muy pronto en Creta. Demasiado. Vuelvo con las retinas llenas de imágenes y lugares, con la memoria de la cámara de fotos llena (más de 600 hice ese fin de semana) y con la sensación de que estoy un poquito más enamorada de esta isla.
Me alucina lo rápido que olvido algunas cosas y lo nítidos que son mis recuerdos de otras. Aunque hayan pasado ya seis años.
Las fotos, hechas con la cámara compacta que tenía entonces, una auténtica todo terreno, son algunas de aquellas más de 600.
Creta (Grecia).
Sopla viento sur. Las temperaturas son inusualmente altas para la época del año.
Conduzco un pequeño coche rojo. Quedan tres semanas para que abandone Creta y aprovecho que ya ha acabado la temporada veraniega para alquilar un coche durante ese tiempo a un precio razonable. “Es rojo, ¡siempre he querido un coche rojo!”, le había dicho el día anterior al tipo que lleva meses alquilándome un diminuto coche amarillo algunos fines de semana, con el que he recorrido casi toda la isla. “Si me lo llegas a decir antes, te doy uno rojo en vez del amarillo”, me dice.
He salido de casa temprano. De ese diminuto apartamento a unos 15 Km al este de Heraklion rodeado de olivos y con vistas al mar que ha sido mi hogar durante los últimos meses. En el maletero, la toalla de la playa, algo de comida y ropa para pasar dos días fuera. Aún no sé dónde dormiré esa noche.
Me dirijo al oeste. Y luego al sur. Atravieso un túnel escarbado en la roca, de un solo carril y con un semáforo que regula el tráfico. Cruzo pueblos desiertos, casas abandonadas e iglesias blancas y azules. Conduzco durante horas. Y llego a un monasterio junto a aguas cristalinas, Chryssokalitissa. Me paro, aparco y paseo por su silencio.
Sigo hacia el sur, sabiendo que mi destino está próximo. Y, por fin, llego a la playa de aguas cristalinas y arenas rosadas. Elafonissi. He oído hablar tanto de ella… Está nublado, hay algo de viento, pero el viento sur es cálido y en seguida me lanzo al agua. Por supuesto. Soy casi la única visitante de la playa. Ya no hay turistas, ya es temporada baja y estoy conociendo una Creta mucho más sosegada y calmada que la de meses atrás. Paseo, nado, hago fotos y espanto lagartijas que quieren comerse mi comida.
Y sale el sol. Y la playa reluce en todo su esplendor. Sí. Aguas cristalinas. Arenas rosadas. Cielos azules. La infinidad del mar, del cielo. He llegado al fin del mundo, al final de la isla y he parado a contemplarlo.
Por la tarde, sigo mi camino, por esas carreteras cretenses cuyas señales en griego ya hace mucho que entiendo perfectamente. Mi piel, oliendo a crema solar y sal marina, dice que es verano, los árboles de hojas amarillas dicen que es otoño. Más pueblos semidesérticos, más casas abandonadas. Y, de nuevo, esas señales confusas que indican al mismo lugar por dos caminos diferentes. Ah, los cretos me confunden.
Llego al lugar donde pasaré la noche, Palaiochora, un pequeño pueblo en una diminuta península. Al oeste, una playa de arena, sobre la que veo ponerse el sol. Al este, playa de rocas y la inmensidad de las montañas del sur. Alquilo una habitación con vistas al mar y me voy a dormir pronto. Me duele mucho la cabeza.
Por la mañana, reemprendo mi camino de vuelta al norte, más pueblos abandonados, más casas desérticas. Veo letreros en griego y alemán, que no entiendo muy bien qué pintan allí. Aún no he visitado el museo de Chania, así que aún no conozco bien la batalla de Creta y aún no estoy flipada con la historia de esta isla, pero me queda poco para estarlo. Ovejas y cabras se cruzan en mi camino. Llego a otra playa mítica por aquí, Phalasarna, pero está muy nublado y el viento sur no calienta por aquí. La playa está desierta. Me pego un baño y decido aventurarme hacia Gramvousa. Dicen que es un paraíso. Pero el viaje es un auténtico desastre, el camino es totalmente impracticable para mi diminuto vehículo y vuelvo por donde he venido, maldiciendo haber dejado pasar la oportunidad de visitar Balos en verano. Así que cambio de planes y me dirijo a la península de Akrotiri, que está junto a Haniá. Me paro en un monumento que hay, con vistas a la ciudad. Me pego un último baño en Stravros, la famosa playa en la que Anthony Quinn se marca un baile al final de "Zorba el griego". A mi lado, unos militares americanos, supongo que destinados en la cercana base militar, hacen lo mismo. Visito varios monasterios y flipo, flipo con su magia, con su silencio, con su paz, con su belleza desconchada, con un gato que acompaña mi paseo y que, como mínimo, debe ser el espíritu de algún hombre santo. Me hago un par de fotos (entonces aún no se llamaban selfies) y el gato, no sé muy bien cómo, se cuela en todas ellas.
De camino a casa, se me hace de noche, claro. Oscurece ya muy pronto en Creta. Demasiado. Vuelvo con las retinas llenas de imágenes y lugares, con la memoria de la cámara de fotos llena (más de 600 hice ese fin de semana) y con la sensación de que estoy un poquito más enamorada de esta isla.
Me alucina lo rápido que olvido algunas cosas y lo nítidos que son mis recuerdos de otras. Aunque hayan pasado ya seis años.
Las fotos, hechas con la cámara compacta que tenía entonces, una auténtica todo terreno, son algunas de aquellas más de 600.
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