Hace ahora seis años (¡glups!) por estas fechas, estaba yo preparando lo que con posteridad llamé mi exilio cretense: los cuatro (maravillosos) meses que pasé en esa isla griega. Fue una experiencia increíble, de la que guardo muchos recuerdos y fotos, decenas de entradas en el blog que tenía entonces y algunos contactos y amistades. Durante aquellos meses, trabajé mucho y descubrí mucho de Creta. Casi cada fin de semana me lanzaba a recorrer la isla, con transporte público o coche de alquiler, llegando hasta esos rincones que ni siquiera aparecen en las guías.
En una de esas excursiones, descubrí, de camino al valle de Amari, una presa recién construida, con un embalse en el que apenas comenzaba a haber agua. Me impresionó mucho el lugar y me impresionó ver una iglesia en el fondo del embalse, todavía intacta y la iglesia nueva que habían construido en lo alto del embalse para sustituir aquella. Recuerdo que estuve allí un buen rato, parada, admirando el paisaje cambiante, haciendo multitud de fotos, impresionada por aquella iglesia a punto de sucumbir bajo las aguas, de aquellas carreteras que acababan en el fondo del embalse.
Ayer volví a pensar en ese embalse cuando vi esta noticia: se ha avistado un cocodrilo en ese embalse.
¡¡Un cocodrilo en Creta!!
Suena a noticia engañosa de internet. Pero no, por lo visto es cierta, incluso se ha grabado la presencia del bicho con un drone. Impresionante.
¿Qué hace un cocodrilo en Creta? Me imagino que es la típica historia de mascota que crece demasiado y se acaba soltando en la naturaleza. ¿No conocéis a nadie que tenga un cocodrilo en casa? Pues hay gente que tiene. Yo conozco a uno.
A lo que iba, hay un cocodrilo en Creta (y quieren capturarlo vivo). Y la noticia me ha parecido una excusa perfecta para recordar mi vida cretense y repasar algunas fotos de entonces, del embalse, de la presa, de la iglesia. Las recordaba más bonitas.
Y, siguiendo con la línea de pensamiento cretense, estando allí, hice una excursión a una maravillosa isla de playas cristalinas en la que compré una tobillera que usé durante mucho tiempo y de la que ya hablé aquí, de color rosa que se fue convirtiendo en blanco con el tiempo. Se me rompió en un par de ocasiones y siempre la pude arreglar, menos cuando se me rompió mientras jugaba con ella en una terraza de un restaurante en Swakopmund (Namibia). Allí quedaron, entre las tablas del suelo, muchas de las cuentas de mi tobillera. Pero guardé las que recuperé, pensando en resucitarla. Allí, en Swakopmund, compré cuentas blancas, hechas de cáscara de huevo de avestruz. Y ha sido ahora, hoy, más de un año después cuando, por fin, he creado la tobillera que quería: mezcla de recuerdos cretenses y recuerdos namibios. Y así es, mi nueva/vieja/reconstruida tobillera.
martes, 8 de julio de 2014
lunes, 7 de julio de 2014
“Guía del autoestopista galáctico” de Douglas Adams
Con esto de irme de pesca dos veces este año (una y dos), he leído bastante poco en los últimos tiempos (debido a mi incapacidad para leer estando en el mar, como ya expliqué aquí). Ahora que mi vida parece que está volviendo a la rutina de la vida en tierra y sus viajes asociados, me estoy empezando a poner al día acabando libros que tenía a medias.
La “Guía del autoestopista galáctico” es uno de ellos. Lo empecé hace mucho, leí varios capítulos (incluyendo algún intento en el mar), pero al final volví a empezarlo hace una par de semanas, ya de vuelta. Tenía muchas ganas de leer este libro, había oído hablar mucho de él y sentía mucha curiosidad.
El principio del libro no puede ser mejor: la Tierra es aniquilada para construir una autopista espacial. Arthur Dent, cuya máxima preocupación a primera hora de la mañana era evitar que destruyeran su casa, consigue salvar el pellejo gracias a un vecino, que es en realidad un extraterrestre que lleva muchos años viviendo en la Tierra. A partir de ahí, las aventuras interestelares de ambos se suceden, con grandes dosis de humor, surrealismo y situaciones estrambóticas.
Es un libro divertido y ameno, de ciencia-ficción surrealista. Vamos, la ciencia-ficción no suele ser muy realista, pero en este caso el toque de humor es la clave. No es una historia que se intente tomar en serio a sí misma en ningún momento y, precisamente por eso, tiene una frescura que ya quisieran grandes clásicos del género. Un entretenimiento la mar de agradable. Por lo visto, hay una película que intentaré ver y cuatro secuelas que tengo que leer, porque la historia no acaba, no tiene un final cerrado sino que es simplemente un capítulo de algo más grande.
La “Guía del autoestopista galáctico” es uno de ellos. Lo empecé hace mucho, leí varios capítulos (incluyendo algún intento en el mar), pero al final volví a empezarlo hace una par de semanas, ya de vuelta. Tenía muchas ganas de leer este libro, había oído hablar mucho de él y sentía mucha curiosidad.
El principio del libro no puede ser mejor: la Tierra es aniquilada para construir una autopista espacial. Arthur Dent, cuya máxima preocupación a primera hora de la mañana era evitar que destruyeran su casa, consigue salvar el pellejo gracias a un vecino, que es en realidad un extraterrestre que lleva muchos años viviendo en la Tierra. A partir de ahí, las aventuras interestelares de ambos se suceden, con grandes dosis de humor, surrealismo y situaciones estrambóticas.
Es un libro divertido y ameno, de ciencia-ficción surrealista. Vamos, la ciencia-ficción no suele ser muy realista, pero en este caso el toque de humor es la clave. No es una historia que se intente tomar en serio a sí misma en ningún momento y, precisamente por eso, tiene una frescura que ya quisieran grandes clásicos del género. Un entretenimiento la mar de agradable. Por lo visto, hay una película que intentaré ver y cuatro secuelas que tengo que leer, porque la historia no acaba, no tiene un final cerrado sino que es simplemente un capítulo de algo más grande.
domingo, 6 de julio de 2014
La Sirenita
Hoy hace dos semanas que llegué a Copenhague y que fui a ver La Sirenita.
La vi por primera vez de lejos, en octubre de 2011, en mi primer viaje a Copenhague, en un paseo turístico en barco, desde el canal. Pero tenía ganas de verla desde tierra y fue en este tercer viaje a esta ciudad cuando, por fin, la vi.
Todo el mundo dice que es muy pequeña, que el largo paseo hasta llegar a ella no (siempre) vale la pena. Blablablá. Tonterías.
Yo divido las cosas que veo en los lugares que visito en dos: las que hacen que me pare unos instantes a saborearlas, a disfrutarlas y las que no.
La Sirenita entra en el primer grupo.
Llegamos con una bonita luz pre-crepuscular. Me pareció un lugar único, una escultura única, un momento único. Y, con la (paciente) complicidad de mi compañero de paseo, me senté allí un buen rato, contemplándola, haciéndole fotos, a ella y al cisne que llegó a saludarla, ignorando a los (muchos) turistas que la rodeaban, por tierra y por mar, disfrutando de esa luz, de ese momento, de ese lugar.
Fueron las únicas fotos que hice con la réflex en todo el viaje.
La vi por primera vez de lejos, en octubre de 2011, en mi primer viaje a Copenhague, en un paseo turístico en barco, desde el canal. Pero tenía ganas de verla desde tierra y fue en este tercer viaje a esta ciudad cuando, por fin, la vi.
Todo el mundo dice que es muy pequeña, que el largo paseo hasta llegar a ella no (siempre) vale la pena. Blablablá. Tonterías.
Yo divido las cosas que veo en los lugares que visito en dos: las que hacen que me pare unos instantes a saborearlas, a disfrutarlas y las que no.
La Sirenita entra en el primer grupo.
Llegamos con una bonita luz pre-crepuscular. Me pareció un lugar único, una escultura única, un momento único. Y, con la (paciente) complicidad de mi compañero de paseo, me senté allí un buen rato, contemplándola, haciéndole fotos, a ella y al cisne que llegó a saludarla, ignorando a los (muchos) turistas que la rodeaban, por tierra y por mar, disfrutando de esa luz, de ese momento, de ese lugar.
Fueron las únicas fotos que hice con la réflex en todo el viaje.
jueves, 3 de julio de 2014
C2
Creo que no he dado suficiente importancia a un acontecimiento muy significativo en mi vida en las últimas semanas: he aprobado el nivel C2 de inglés.
Para el que no lo sepa, el nivel C2 es un nivel muy alto, es un nivel de “sé mucho inglés”. Así que aprobarlo ha sido todo un reto. Un reto que me ha llevado tres años.
Llevo mucho utilizando el inglés de manera habitual en mi vida. Viajo a menudo al extranjero por trabajo y las reuniones son siempre en inglés. También lo uso en el día a día, en la lectura y redacción de informes y artículos científicos, en la correspondencia con colegas. He ido a curso de formación en inglés e incluso he dado yo cursos en ese idioma. Antes solía leer de manera esporádica en inglés, pero desde hace algo más de un año, suelo tener siempre un libro en inglés en marcha. Veo series y películas en inglés, no todas, pero sí bastantes. Y hace bastantes meses que tengo por costumbre llevar puesta una emisora inglesa en la radio del coche.
Vamos, que se podría decir que sé inglés.
Eso no quita que tenga momentos de crisis, tampoco implica que entienda todo lo que está escrito en inglés y, sobre todo, todo lo que oigo. Tengo un inglés aprendido en colegios y escuelas de idiomas. Nunca he vivido ni he pasado un período medianamente largo en un país anglosajón. Pero he aprendido inglés, me mola aprender y me molan los idiomas.
Decía que he tardado tres años en aprobar el nivel C2. El primer año, no me lo tomé muy en serio. Aún estaba con la sorpresa de haber aprobado el C1 sin haber estudiado nada, así que no creía que fuera a aprobar el C2 a la primera. Encima, la semana del examen de junio fue una de las semanas más horribilis de mi vida: tenía que depositar la tesis, mi padre tuvo un desprendimiento de retina y alguien que creía importante en mi vida resultó que no lo era tanto. Fui al examen pero ni lo acabé: mi padre entraba en quirófano esa misma tarde y me pareció absurdo estar allí, examinándome de algo para lo que no estaba ni remotamente preparada.
El segundo año fue aún peor. Empezó el curso el día que defendía mi tesis doctoral y, aunque me ha costado tiempo darme cuenta, caí en un bajón intelectual importante. No tuve una depresión post-tesis ni nada eso, sino que le había dedicado tantos años, tanto esfuerzo, tanto de mi misma a esa tesis que me quedé vacía. No tenía energía para seguir dedicando mi tiempo libre a estudios. Eso, unido a alguna crisis sentimental me llevó a abandonar el curso cuando faltaban varios meses para que acabara. Me disculpé con el profesor, para que no creyera que era culpa suya, y decidí postergarlo todo el tiempo que hiciera falta.
Y llegó el tercer año. El último con derecho a clases presenciales. Dudé si matricularme o no, no sabía si tendría la energía que necesitaba para seguir el curso y, sobre todo, aprobarlo. Pero me sentía fuerte, animada y me lancé. Y esta vez, sí, gané. Ha sido un curso largo, intenso. He tenido el mismo profesor que los años anteriores, un profesor que me ha gustado mucho y que cada año ha dado las clases de manera diferente. He ido a clase siempre que mis viajes laborales me lo permitían. No he faltado ni un solo día por pereza, aburrimiento o porque prefería quedarme en casa. Y a eso, no lo voy a negar, ha colaborado que en mi clase hubiera un chico mono. El chico mono de inglés, como lo llamaba yo. Era simplemente eso, un chico mono y majo y un aliciente para obligarme a ir a clase. No ha sido más que eso. He hecho los deberes siempre que he podido, incluso a horas intempestivas de la noche. He leído bastantes libros. He convertido el inglés en parte de mi vida. Y he aprobado. Haciendo el examen, no estaba muy segura de haber aprobado pero sí que lo disfruté, disfruté de lo que estaba haciendo, no me resultó un examen pesado ni terrorífico. Me resultó natural hacerlo.
Debo admitir que no he tenido notas espectaculares, de media menos de 7. Pero he conseguido hacer algo que tenía empezado. Por una vez, no he dejado una cosa a medias.
Me llena de orgullo y satisfacción.
Je.
La verdad es que no creo que sepa más inglés del que sabía antes de aprobar este examen. La verdad es que no creo que sepa mucho inglés. De hecho, la semana en el curso en el que estuve, tuve momentos de crisis lingüística de no entender nada. Pero estoy contenta de haber superado este reto. Ya tenía ganas de poder superarlo y dedicar el tiempo de clases y estudio de inglés a otras cosas. Ya veremos a qué.
Ayer me matriculé en el nivel básico de francés.
En la foto, un gato en Moni Chrisoskalitissis, un monasterio en el sudoeste de Creta, la última vez que estuve allí, hace ya demasiado. No tiene nada que ver con la entrada, pero es parte de la foto que tengo ahora mismo de fondo de pantalla. Y me gusta.
Para el que no lo sepa, el nivel C2 es un nivel muy alto, es un nivel de “sé mucho inglés”. Así que aprobarlo ha sido todo un reto. Un reto que me ha llevado tres años.
Llevo mucho utilizando el inglés de manera habitual en mi vida. Viajo a menudo al extranjero por trabajo y las reuniones son siempre en inglés. También lo uso en el día a día, en la lectura y redacción de informes y artículos científicos, en la correspondencia con colegas. He ido a curso de formación en inglés e incluso he dado yo cursos en ese idioma. Antes solía leer de manera esporádica en inglés, pero desde hace algo más de un año, suelo tener siempre un libro en inglés en marcha. Veo series y películas en inglés, no todas, pero sí bastantes. Y hace bastantes meses que tengo por costumbre llevar puesta una emisora inglesa en la radio del coche.
Vamos, que se podría decir que sé inglés.
Eso no quita que tenga momentos de crisis, tampoco implica que entienda todo lo que está escrito en inglés y, sobre todo, todo lo que oigo. Tengo un inglés aprendido en colegios y escuelas de idiomas. Nunca he vivido ni he pasado un período medianamente largo en un país anglosajón. Pero he aprendido inglés, me mola aprender y me molan los idiomas.
Decía que he tardado tres años en aprobar el nivel C2. El primer año, no me lo tomé muy en serio. Aún estaba con la sorpresa de haber aprobado el C1 sin haber estudiado nada, así que no creía que fuera a aprobar el C2 a la primera. Encima, la semana del examen de junio fue una de las semanas más horribilis de mi vida: tenía que depositar la tesis, mi padre tuvo un desprendimiento de retina y alguien que creía importante en mi vida resultó que no lo era tanto. Fui al examen pero ni lo acabé: mi padre entraba en quirófano esa misma tarde y me pareció absurdo estar allí, examinándome de algo para lo que no estaba ni remotamente preparada.
El segundo año fue aún peor. Empezó el curso el día que defendía mi tesis doctoral y, aunque me ha costado tiempo darme cuenta, caí en un bajón intelectual importante. No tuve una depresión post-tesis ni nada eso, sino que le había dedicado tantos años, tanto esfuerzo, tanto de mi misma a esa tesis que me quedé vacía. No tenía energía para seguir dedicando mi tiempo libre a estudios. Eso, unido a alguna crisis sentimental me llevó a abandonar el curso cuando faltaban varios meses para que acabara. Me disculpé con el profesor, para que no creyera que era culpa suya, y decidí postergarlo todo el tiempo que hiciera falta.
Y llegó el tercer año. El último con derecho a clases presenciales. Dudé si matricularme o no, no sabía si tendría la energía que necesitaba para seguir el curso y, sobre todo, aprobarlo. Pero me sentía fuerte, animada y me lancé. Y esta vez, sí, gané. Ha sido un curso largo, intenso. He tenido el mismo profesor que los años anteriores, un profesor que me ha gustado mucho y que cada año ha dado las clases de manera diferente. He ido a clase siempre que mis viajes laborales me lo permitían. No he faltado ni un solo día por pereza, aburrimiento o porque prefería quedarme en casa. Y a eso, no lo voy a negar, ha colaborado que en mi clase hubiera un chico mono. El chico mono de inglés, como lo llamaba yo. Era simplemente eso, un chico mono y majo y un aliciente para obligarme a ir a clase. No ha sido más que eso. He hecho los deberes siempre que he podido, incluso a horas intempestivas de la noche. He leído bastantes libros. He convertido el inglés en parte de mi vida. Y he aprobado. Haciendo el examen, no estaba muy segura de haber aprobado pero sí que lo disfruté, disfruté de lo que estaba haciendo, no me resultó un examen pesado ni terrorífico. Me resultó natural hacerlo.
Debo admitir que no he tenido notas espectaculares, de media menos de 7. Pero he conseguido hacer algo que tenía empezado. Por una vez, no he dejado una cosa a medias.
Me llena de orgullo y satisfacción.
Je.
La verdad es que no creo que sepa más inglés del que sabía antes de aprobar este examen. La verdad es que no creo que sepa mucho inglés. De hecho, la semana en el curso en el que estuve, tuve momentos de crisis lingüística de no entender nada. Pero estoy contenta de haber superado este reto. Ya tenía ganas de poder superarlo y dedicar el tiempo de clases y estudio de inglés a otras cosas. Ya veremos a qué.
Ayer me matriculé en el nivel básico de francés.
En la foto, un gato en Moni Chrisoskalitissis, un monasterio en el sudoeste de Creta, la última vez que estuve allí, hace ya demasiado. No tiene nada que ver con la entrada, pero es parte de la foto que tengo ahora mismo de fondo de pantalla. Y me gusta.
miércoles, 2 de julio de 2014
Un día
De repente, llega un día en que todas tus preocupaciones, todos tus cabreos, todas tus frustraciones, todos tus problemas, todas tus tristezas, toda esa energía negativa que circula a tu alrededor alcanza cuotas extremas y de repente, sin más, lo liberas todo de golpe con una cascada de lágrimas incontrolables.
Ese día ha llegado hoy.
Todo, todo, todo se ha ido acumulando y todo, todo, todo ha acabado saliendo a borbotones, sin poder detenerlo. En realidad no ha salido todo, porque los que tienen la mala suerte de pillarte cerca en ese momento te miran con cara de sorpresa y te dicen “Pero si eso que te he dicho… ¡no era para tanto!”. Y tú lo admites, con los ojos rojos, cogiendo un segundo paquete de pañuelos, sorbiendo los mocos e hipando sin control. Y te intentas controlar. Porque claro, “eso” que ha desencadenado la cascada no era, ni mucho menos, para tanto. Pero todas las minucias negativas de tu vida personal, sentimental, familiar, laboral y social tienen que salir fuera en algún momento y de alguna manera.
Y ha sido hoy.
Es así. No es nada terrible, ni horrible, ni siquiera preocupante. Pero hay veces que hay que parar, que tienes que decir basta, que el mundo tiene que comprender, al menos una vez, que lo de ser fuerte es agotador. Y si encima tienes faringitis y estás menstruando, pues aún más agotador.
Mañana volveré con fuerza, energía y alegría.
Hoy, simplemente, es hoy. Un día.
En la foto, un pececito triste que fotografié la semana pasada en Copenhague. A ratos, me siento identificada con él.
Y encima, va Bichejo y cuelga este video en twitter y ahí estaba yo, llorando a moco tendido. De bonus track, la canción original de la peli (“Frozen", que ya comenté aquí).
Ese día ha llegado hoy.
Todo, todo, todo se ha ido acumulando y todo, todo, todo ha acabado saliendo a borbotones, sin poder detenerlo. En realidad no ha salido todo, porque los que tienen la mala suerte de pillarte cerca en ese momento te miran con cara de sorpresa y te dicen “Pero si eso que te he dicho… ¡no era para tanto!”. Y tú lo admites, con los ojos rojos, cogiendo un segundo paquete de pañuelos, sorbiendo los mocos e hipando sin control. Y te intentas controlar. Porque claro, “eso” que ha desencadenado la cascada no era, ni mucho menos, para tanto. Pero todas las minucias negativas de tu vida personal, sentimental, familiar, laboral y social tienen que salir fuera en algún momento y de alguna manera.
Y ha sido hoy.
Es así. No es nada terrible, ni horrible, ni siquiera preocupante. Pero hay veces que hay que parar, que tienes que decir basta, que el mundo tiene que comprender, al menos una vez, que lo de ser fuerte es agotador. Y si encima tienes faringitis y estás menstruando, pues aún más agotador.
Mañana volveré con fuerza, energía y alegría.
Hoy, simplemente, es hoy. Un día.
En la foto, un pececito triste que fotografié la semana pasada en Copenhague. A ratos, me siento identificada con él.
Y encima, va Bichejo y cuelga este video en twitter y ahí estaba yo, llorando a moco tendido. De bonus track, la canción original de la peli (“Frozen", que ya comenté aquí).
viernes, 27 de junio de 2014
Azul
Tengo
una pequeña mancha azul en el pie izquierdo, en la cara interna, justo al lado
del (excesivo en mi caso) puente y no muy lejos de mi lunar del talón. Es una
mancha de pintura. Hace ya varios días que la tengo y no se acaba de borrar.
Debo admitir que no he puesto mucho empeño en eliminarla. Es pequeñita, casi medio
centímetro de largo y un par de milímetros de ancho, pero no tengo ganas de que
desaparezca. Es uno de los pocos recuerdos físicos que conservo de los últimos
días de mar. Otro es una anilla metálica que era circular y, por un golpe mal
dado, se volvió elíptica. Y el tercero es una pegatina de un local que alguien
pegó bajo un asiento de mi coche en una última noche de copas (y botellón, ¡a
mi edad!) en tierra.
En
el mar, todo se degrada por el salitre y, de vez en cuando, hay que picar la
pintura de los barcos y volver a pintar. En nuestros días de mar, hubo tiempo
también para eso. Algunas gotas de pintura azul cayeron dispersas por el
exterior de la cubierta del puente. Yo, que tenía que salir fuera a ponerme mis
zapatos de seguridad de suela en desintegración, me debí manchar con esas gotas
en algún momento. Fueron manchas diminutas, casi sutiles: una en uno de mis
calcetines, una en el pie.
Mi
mancha en el pie me recuerda que, no hace tantos días, yo estaba en el mar. Con
todo lo que eso significa.
Volver
a tierra fue toda una vorágine, no sólo de sentimientos, sino también de
eventos. No todos agradables. Los escasos días en casa, antes de volver a coger
un avión, fueron mucho más frenéticos de lo esperado, con algún susto
hospitalario familiar incluido. Así que, casi sin tener tiempo de pensarlo,
pasé del barco a casa, de casa al hospital y del hospital al avión. Sin tiempo
para digerir como se merece los días de mar, engullida por una nueva vorágine
viajera, con sus propias complicaciones digamos que personales de las que tal
vez, sólo tal vez, algún día hablaré.
Por
eso, esta mancha azul me ayuda a recordar el mar, las cosas buenas del mar. Es
un vínculo sutil y extraño, no es bueno añorar cosas que sólo han pasado unos
días antes, pero tampoco quiero desprenderme de esta conexión tan bruscamente.
Los días de mar deben desaparecer sutilmente, no a golpe de un nuevo viaje que
elimine lo anterior, sino diluirse poco a poco, como los restos de pintura azul
en mi pie izquierdo. Y así, un día, cuando desaparezca la pintura, desaparecerá
también ese vínculo invisible, esa conexión que aún perdura.
Pero
la anilla y la pegatina seguirán ahí.
En
la foto, mis zapatos de seguridad, con sus suelas desintegrándose y algunas
gotas de pintura azul rodeándolas.
jueves, 26 de junio de 2014
Sankt Hans
No soy yo muy de celebrar San Juan. Desde que me dedico a esto de medir peces, casi cada año me ha pillado fuera de casa, en general en el mar, con todas las limitaciones festivas que ello conlleva.
Este año, para no variar, he vuelto a estar fuera, esta vez en Copenhague. En un principio, creí que no habría ningún tipo de celebración, más allá de una merendola para romper el hielo ofrecida por nuestros anfitriones. Pero al final, los colegas locales del curso en el que estamos nos comentaron que muy cerquita habría una hoguera. Y allí nos fuimos, una variedad de los participantes internacionales de este curso. Cargamos con algunas cervezas y nos unimos a la multitud (silenciosa, qué silenciosos son estos daneses) que, sentada junto a un canal, asaba carne en pequeños packs individuales sobre el césped. Y allí estuvimos, junto a un montón de madera coronada con una bruja (¿o brujo?), tomando cervezas hasta que el fuego la consumió y disfrutando de esos atardeceres tan tardíos como lentos que parecen caracterizar el verano danés.
De vuelta a la civilización, una última cerveza con uno de los profes del curso acabó alargando la noche más de lo esperado. Y a la hora mágica de la medianoche, cuando medio mundo saltaba hogueras y otro medio mundo entraba en el mar, acabamos en una hamburguesería comiendo una hamburguesa de queso.
Así que, este año, ni deseos, ni rituales, ni tradiciones. Este año, hamburguesa de queso.
Las fotos son con el móvil.
Este año, para no variar, he vuelto a estar fuera, esta vez en Copenhague. En un principio, creí que no habría ningún tipo de celebración, más allá de una merendola para romper el hielo ofrecida por nuestros anfitriones. Pero al final, los colegas locales del curso en el que estamos nos comentaron que muy cerquita habría una hoguera. Y allí nos fuimos, una variedad de los participantes internacionales de este curso. Cargamos con algunas cervezas y nos unimos a la multitud (silenciosa, qué silenciosos son estos daneses) que, sentada junto a un canal, asaba carne en pequeños packs individuales sobre el césped. Y allí estuvimos, junto a un montón de madera coronada con una bruja (¿o brujo?), tomando cervezas hasta que el fuego la consumió y disfrutando de esos atardeceres tan tardíos como lentos que parecen caracterizar el verano danés.
De vuelta a la civilización, una última cerveza con uno de los profes del curso acabó alargando la noche más de lo esperado. Y a la hora mágica de la medianoche, cuando medio mundo saltaba hogueras y otro medio mundo entraba en el mar, acabamos en una hamburguesería comiendo una hamburguesa de queso.
Así que, este año, ni deseos, ni rituales, ni tradiciones. Este año, hamburguesa de queso.
Las fotos son con el móvil.
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