Descubrí a Peter May casi por casualidad, hace casi dos años, cuando me compré “La isla de los cazadores de pájaros” y que fue, por cierto, el primer libro que comenté en este blog. Ya dije entonces que me había entusiasmado y quería conseguir más libros suyos, sobre todo los otros dos de la trilogía de Lewis, del que “La isla…” era el primero. Lo encontré el año pasado en Namibia y me lo pensé un poco antes de comprarlo: aunque intento leer en inglés con regularidad, no estaba segura de que fuera capaz de disfrutarlo como hice con el primer libro.
Ahora que lo he leído, puedo decir que lo he disfrutado tanto como el primero, independientemente del idioma en que lo haya leído. Peter May me gusta mucho, pero mucho y pienso seguir leyendo libros suyos. Me da igual en el idioma que los lea.
Este segundo libro (“El hombre sin pasado” en la versión española) tiene de nuevo como protagonista a Fin MacLeod. Si en el primero, Fin vuelve a la isla que le vio crecer para resolver un asesinato, enfrentándose a cosas de su pasado de las que no podía ni acordarse, en el segundo, Fin vuelve a la isla para instalarse, huyendo de su pasado, de la muerte accidental de su hijo (cuya sombra ya era constante en el primer libro), sin saber muy bien qué le deparará el futuro. La que parecía iba a ser una vuelta tranquila a la isla que le vio nacer, se convierte en un nuevo caso de investigación criminal con la aparición de un cadáver. La recopilación del ADN de todos los hombres de la isla llevada a cabo en la primera parte de la trilogía permite comprobar que no se trata de un cadáver anónimo, sino que aparentemente es un pariente cercano de Tormod Macdonald, el padre del amor de infancia de Fin. Sólo que él siempre ha afirmado que era hijo único. A partir de aquí, Fin comienza una investigación no oficial, hurgando en el pasado de un hombre que, con una demencia senil, es casi incapaz de reconocerse a sí mismo.
De este segundo libro me han gustado las mismas cosas que del primero. O sea, todo. De nuevo nos encontramos con una narración a dos voces, aunque esta vez son distintas: en tercera persona, desde el punto de vista de Fin y en primera persona, Tormod. Y también, de nuevo, he descubierto cosas que no sabía sobre las Islas Hébridas, en este caso la existencia de un tipo de suelo del que nunca había oído hablar, el machair. Como en el primer libro, leerlo me ha impulsado a surfear por la red para conocer más y más. Y, también de nuevo, la historia es mucho más que una investigación de un asesinato. Pasado, presente, dramas familiares, historias por resolver. Pero no puedo contar más, porque para contar algo de este segundo libro, tendría que espoilear el primero.
Resumiendo. Me ha encantado. Y seguiré leyendo a Peter May. Todo lo que pueda.
miércoles, 29 de enero de 2014
lunes, 27 de enero de 2014
Roma
La última vez que estuve en Roma, nevó. Pero no fue nieve de esa difusa, un aguanieve absurdo por lo frío y poco espectacular, no. Fue una nevada en toda regla, de esas históricas de las que todo el mundo se acuerda. Una nevada espectacular. Aquel día, también nevó en mi ciudad. Todo el mundo recuerda aquel día, todo el mundo recuerda lo que hizo en ese inusual día en el que mi ciudad se tiñó de blanco. Cuando alguien me dice aquello de “¿Te acuerdas de aquella nevada?”, yo sólo puedo decir “No. Yo no estaba. Yo estaba en Roma. Pero allí también nevó”.
La última vez que estuve en Roma, hacía frío, mucho frío. No recuerdo demasiado, como ya comenté aquí. Sé que estaba enferma. Sé que estuve en una reunión. Y sé que, a la vuelta, estuve casi una semana de baja, por un virus que me subió la fiebre a temperaturas que ya ni recordaba posibles, que me dejó destrozada y que me hizo perder varios quilos.
La última vez que estuve en Roma, llegué un domingo por la tarde, tal día como hoy, el último domingo de enero, hace exactamente dos años. Entonces, venía de pasar un fin de semana en Barcelona con amigos. Hoy, también he volado desde Barcelona y también debía haber pasado el fin de semana allí con ellos, pero esta vez decidí quedarme en casa. Me esperan por delante dos semanas fuera de casa, y necesitaba estar allí estos últimos días, para acabar de organizarme. Aquel domingo, no nevó. De hecho, no nevó hasta el viernes siguiente, cuando ya acababa la reunión. Nevó mucho esa tarde de viernes. Y esa noche. Al día siguiente, las calles romanas estaban blancas, blancas de nieve.
Podría contar muchas cosas de la última vez que estuve en Roma pero, como ya me pasó entonces, no sé por dónde empezar, no supe por dónde empezar, no sabría por dónde empezar. Roma es una ciudad fascinante, bella, increíble bajo la nieve, increíblemente triste.
Hace pocos días, por casualidad, encontré las fotos de aquella Roma nevada. No pude verlas. Parece que hace tanto tiempo, parece que han pasado tantas cosas. Y en realidad, apenas hace dos años y apenas ha pasado nada.
Hoy he vuelto a Roma. Estoy sólo de paso, sólo unas horas de camino a mi destino final, una ciudad a orillas del Adriático. Una escala patrocinada por las habituales malas conexiones aéreas entre países de la cuenca mediterránea. Ha sido extraño volver a Roma. Pero ha sido también bonito. Bonito para quitarme ese toque triste, amargo, que recordaba de la Roma nevada. O, si no eliminarlo, al menos dejarlo allí, en esos días de nieve de hace dos años. Roma sigue siendo igual de bella, igual de fascinante, igual de fría a finales de enero. Pero esta vez sin nieve. Esta vez sin apenas tiempo. Esta vez sin nada más que disfrutar de un par de horas en la ciudad, como si nunca antes hubiera estado.
Hoy he vuelto a Roma y ha sido una visita relámpago. Deambular por sus callejuelas, admirar algunos de sus monumentos, saborear su comida y hasta convencer a mis compañeros de escala para dar un paseo después de cenar, con temperaturas que apenas sobrepasan los cero grados, hasta mi lugar favorito, la Fontana di Trevi. Se me ponen los pelos de punta, cada vez que la veo. Incluso sin nieve. Nunca olvidaré lo que sentí la primera vez que la vi, hace ya más de ocho años, en el que fue mi primer viaje de trabajo internacional, allí, la cosa más espectacular e inesperada, en medio de unas callejuelas intrincadas. Aquella vez, hacía calor, mucho. Luego volví a verla bajo la nieve. Y, de nuevo, hoy. Sólo unos minutos, unos instantes.
Hoy he vuelto a Roma. Ya lo he dicho, ha sido bonito y extraño. Cada paso me ha hecho pensar en otros pasos, cada esquina me ha hecho pensar en otros momentos, cada rincón me ha hecho recordarlo bajo la nieve.
Recuerdos. Eso es todo lo que queda de aquella Roma bajo la nieve.
Pero hoy, no ha habido nieve.
Ni muchas otras cosas.
Sólo estaba ella, Roma.
Mágica. Sublime. Inmensa. Impresionante. Bella.
Y algunas fotos.
La última vez que estuve en Roma, hacía frío, mucho frío. No recuerdo demasiado, como ya comenté aquí. Sé que estaba enferma. Sé que estuve en una reunión. Y sé que, a la vuelta, estuve casi una semana de baja, por un virus que me subió la fiebre a temperaturas que ya ni recordaba posibles, que me dejó destrozada y que me hizo perder varios quilos.
La última vez que estuve en Roma, llegué un domingo por la tarde, tal día como hoy, el último domingo de enero, hace exactamente dos años. Entonces, venía de pasar un fin de semana en Barcelona con amigos. Hoy, también he volado desde Barcelona y también debía haber pasado el fin de semana allí con ellos, pero esta vez decidí quedarme en casa. Me esperan por delante dos semanas fuera de casa, y necesitaba estar allí estos últimos días, para acabar de organizarme. Aquel domingo, no nevó. De hecho, no nevó hasta el viernes siguiente, cuando ya acababa la reunión. Nevó mucho esa tarde de viernes. Y esa noche. Al día siguiente, las calles romanas estaban blancas, blancas de nieve.
Podría contar muchas cosas de la última vez que estuve en Roma pero, como ya me pasó entonces, no sé por dónde empezar, no supe por dónde empezar, no sabría por dónde empezar. Roma es una ciudad fascinante, bella, increíble bajo la nieve, increíblemente triste.
Hace pocos días, por casualidad, encontré las fotos de aquella Roma nevada. No pude verlas. Parece que hace tanto tiempo, parece que han pasado tantas cosas. Y en realidad, apenas hace dos años y apenas ha pasado nada.
Hoy he vuelto a Roma. Estoy sólo de paso, sólo unas horas de camino a mi destino final, una ciudad a orillas del Adriático. Una escala patrocinada por las habituales malas conexiones aéreas entre países de la cuenca mediterránea. Ha sido extraño volver a Roma. Pero ha sido también bonito. Bonito para quitarme ese toque triste, amargo, que recordaba de la Roma nevada. O, si no eliminarlo, al menos dejarlo allí, en esos días de nieve de hace dos años. Roma sigue siendo igual de bella, igual de fascinante, igual de fría a finales de enero. Pero esta vez sin nieve. Esta vez sin apenas tiempo. Esta vez sin nada más que disfrutar de un par de horas en la ciudad, como si nunca antes hubiera estado.
Hoy he vuelto a Roma y ha sido una visita relámpago. Deambular por sus callejuelas, admirar algunos de sus monumentos, saborear su comida y hasta convencer a mis compañeros de escala para dar un paseo después de cenar, con temperaturas que apenas sobrepasan los cero grados, hasta mi lugar favorito, la Fontana di Trevi. Se me ponen los pelos de punta, cada vez que la veo. Incluso sin nieve. Nunca olvidaré lo que sentí la primera vez que la vi, hace ya más de ocho años, en el que fue mi primer viaje de trabajo internacional, allí, la cosa más espectacular e inesperada, en medio de unas callejuelas intrincadas. Aquella vez, hacía calor, mucho. Luego volví a verla bajo la nieve. Y, de nuevo, hoy. Sólo unos minutos, unos instantes.
Hoy he vuelto a Roma. Ya lo he dicho, ha sido bonito y extraño. Cada paso me ha hecho pensar en otros pasos, cada esquina me ha hecho pensar en otros momentos, cada rincón me ha hecho recordarlo bajo la nieve.
Recuerdos. Eso es todo lo que queda de aquella Roma bajo la nieve.
Pero hoy, no ha habido nieve.
Ni muchas otras cosas.
Sólo estaba ella, Roma.
Mágica. Sublime. Inmensa. Impresionante. Bella.
Y algunas fotos.
domingo, 26 de enero de 2014
Las bicis y Son Moix
Ya conté el otro día que estos días pasados han sido días de fiesta por mi tierra. El día 20, patrón de la ciudad, aproveché para hacer algo que, desde que he tenido uso de razón, he querido hacer y nunca había hecho: participar en una diada ciclista.
Es un acontecimiento que se repite cada año desde hacer 36. Es un recorrido que va desde la plaza del Ayuntamiento, hasta un polideportivo municipal, Son Moix. La primera diada ciclista fue para dar a conocer las entonces recién estrenadas instalaciones de Son Moix: un enorme edificio con piscinas y pista de baloncesto. Este año, ha servido de excusa para re-inaugurar el mismo reciento. Vosotros igual no os acordáis, pero hace unos años, esta isla sufrió las consecuencias de una ciclogénesis explosiva que, entre otras cosas, se llevó por delante el techo de estas inmensas instalaciones.
La cuestión es que ahí estaba yo, un poco antes de las 12 del mediodía, después de una noche de fiesta, con la bici de mi hermana la gafapasta (la mía, plegable, sigue pinchada), con un número de inscripción que me encanta (con sietes, muchos sietes) rodeada de miles de otros ciclistas de todos los tipos y edades: profesionales, jóvenes resacosos, niños con padres, grupos escolares, familias enteras que durante un día desempolvan la bicicleta para hacer de esta ciudad eso, una ciudad de bicicletas.
El recorrido no es largo, unos seis quilómetros. Yo, que voy en bici pero poco (y menos distancias) no estaba muy segura de ser capaz de hacer todo el recorrido sin problemas. Aunque todo el mundo me decía que seis quilómetros no son nada, no estaba yo muy convencida. Pero me llena de orgullo y satisfacción decir que hice los seis quilómetros sin problema (bueno, con un ligero dolor en una rodilla, dolor que no recordaba desde mi época de futbolista –hace sólo un par de años). Incluso subía la terrible cuesta junto al cementerio, en la que el 50, qué digo el 50, yo diría que el 70% de la gente que participaba tuvo que subir a pie. Incluso subí la aún más terrible (pero corta) última cuesta que hay justo antes del puente que atraviesa la vía de cintura, ya a pocos metros del polideportivo.
Y allí llegué yo, más feliz que una perdiz, a la meta.
Como decía, el día también sirvió para re-inaugurar las instalaciones deportivas del viejo polideportivo. Qué queréis que os diga. Yo aprendí a nadar en esas piscinas. Poder volver a entrar allí, después de tantos años, después de haber visto fotos de esas piscinas casi en ruina, poder volver a ver la piscina pequeña, en la que aprendí a nadar y la grande, en la que flipaba con su profundidad, fue muy especial. Como cuando haces obras en casa y, por fin, tras meses y meses de polvo y obras, las ves acabadas. Como volver a una lugar querido al que hace mucho que no vuelves. Ahora toca esperar unas semanas más para que las re-inauguren de verdad y poder probarlas.
Las fotos, un batiburrillo de bicicletas y piscinas.
Ahora sí, ahora de verdad, ahora se han acabado las fiestas.
Ya va siendo hora de volver a la realidad.
Yo ya estoy en el aeropuerto, a punto de partir al segundo viaje laboral del año.
Es un acontecimiento que se repite cada año desde hacer 36. Es un recorrido que va desde la plaza del Ayuntamiento, hasta un polideportivo municipal, Son Moix. La primera diada ciclista fue para dar a conocer las entonces recién estrenadas instalaciones de Son Moix: un enorme edificio con piscinas y pista de baloncesto. Este año, ha servido de excusa para re-inaugurar el mismo reciento. Vosotros igual no os acordáis, pero hace unos años, esta isla sufrió las consecuencias de una ciclogénesis explosiva que, entre otras cosas, se llevó por delante el techo de estas inmensas instalaciones.
La cuestión es que ahí estaba yo, un poco antes de las 12 del mediodía, después de una noche de fiesta, con la bici de mi hermana la gafapasta (la mía, plegable, sigue pinchada), con un número de inscripción que me encanta (con sietes, muchos sietes) rodeada de miles de otros ciclistas de todos los tipos y edades: profesionales, jóvenes resacosos, niños con padres, grupos escolares, familias enteras que durante un día desempolvan la bicicleta para hacer de esta ciudad eso, una ciudad de bicicletas.
El recorrido no es largo, unos seis quilómetros. Yo, que voy en bici pero poco (y menos distancias) no estaba muy segura de ser capaz de hacer todo el recorrido sin problemas. Aunque todo el mundo me decía que seis quilómetros no son nada, no estaba yo muy convencida. Pero me llena de orgullo y satisfacción decir que hice los seis quilómetros sin problema (bueno, con un ligero dolor en una rodilla, dolor que no recordaba desde mi época de futbolista –hace sólo un par de años). Incluso subía la terrible cuesta junto al cementerio, en la que el 50, qué digo el 50, yo diría que el 70% de la gente que participaba tuvo que subir a pie. Incluso subí la aún más terrible (pero corta) última cuesta que hay justo antes del puente que atraviesa la vía de cintura, ya a pocos metros del polideportivo.
Y allí llegué yo, más feliz que una perdiz, a la meta.
Como decía, el día también sirvió para re-inaugurar las instalaciones deportivas del viejo polideportivo. Qué queréis que os diga. Yo aprendí a nadar en esas piscinas. Poder volver a entrar allí, después de tantos años, después de haber visto fotos de esas piscinas casi en ruina, poder volver a ver la piscina pequeña, en la que aprendí a nadar y la grande, en la que flipaba con su profundidad, fue muy especial. Como cuando haces obras en casa y, por fin, tras meses y meses de polvo y obras, las ves acabadas. Como volver a una lugar querido al que hace mucho que no vuelves. Ahora toca esperar unas semanas más para que las re-inauguren de verdad y poder probarlas.
Las fotos, un batiburrillo de bicicletas y piscinas.
Ahora sí, ahora de verdad, ahora se han acabado las fiestas.
Ya va siendo hora de volver a la realidad.
Yo ya estoy en el aeropuerto, a punto de partir al segundo viaje laboral del año.
jueves, 23 de enero de 2014
Uy
En facebook está todo. El facebook lo sabe todo. En
los últimos meses, de manera repetitiva, aparece en mi cuenta de facebook este
anuncio:
Uy.
¿Qué sabe el facebook de mí? ¿Cómo sabe que aún no
me he reproducido? ¿Cómo sabe que soy una hembra en edad reproductora?
¿Acaso ha hablado el facebook con mis padres para
que me sienta presionada?
Y no, no me he atrevido a escribir mi edad. Pero la
próxima vez que me aparezca, la escribo. Os lo juro. Ya veréis las risas de mis
amigos cuando salga en el muro “Nisi sólo tiene un porcentaje-muy-bajo de
reproducirse porque ya tiene una edad”.
Juas.
lunes, 20 de enero de 2014
En fiestas
Hay unos días, a mitad del mes de enero, que mi isla se llena de fuego. Son los días que van aproximadamente del 15 al 20 de enero, aunque pueden alargarse más o menos en el calendario, ya se sabe, las fiestas hay que celebrarlas bien celebradas. Son los días que rodean a San Antonio, el día 17, patrón de la mayoría de pueblos de la isla y San Sebastián, el día 20, patrón de la capital de la isla. Son días en los que se discute siempre, siempre, la conveniencia e inconveniencia de ambas fiestas: los de los pueblos que trabajan en la capital se quedan de tener que hacerlo el día de su patrón y no poder disfrutar de sus fiestas, los de la capital que trabajan en pueblos se quedan de lo mismo; incluso aunque puedas disfrutar de tus fiestas locales, unos y otros se quejan (nos quejamos) de no poder disfrutar de las otras. Todas estas quejas esconden una realidad absoluta: todos los mallorquines quisiéramos que fuera festivo en toda la isla tanto el día 17 como el 20. No sólo eso, ojalá fuera festivo ambos días y los días intermedios, sin molestos días laborales de por medio.
La cuestión es que estos han sido días de fiesta por estos lares. Fuego en forma de grandes hogueras, viandas de cerdo, humo, música y bailes tradicionales, glosas, alcohol y hasta pinos de más de 20 metros por escalar. Y lluvia. Fiestas y enero son una combinación extraña. Así que la lluvia suele ser un invitado no por menos inesperado sí incómodo.
Anoche, víspera de San Sebastián, se celebró la revetla, la verbena de la ciudad. Una revetla que se celebra en la calle, con conciertos oficiales y extraoficiales en varias plazas de la ciudad, con fuego y humo. Y, como muchos años, con lluvia. Ya hace años que no se suspenden las actuaciones musicales porque los escenarios son cubiertos. Aún recuerdo aquella revetla, con todos los conciertos suspendidos y la gente paseando por las calles, sin querer volver a casa, bajo una lluvia intermitente pero puñetera. Porque esta es una noche para estar en la calle, para pasear, para ir de plaza en plaza cruzándote con amigos, conocidos y hasta con enemigos. Todos están en la calle, todo vamos a las calles. Hasta las luces de Navidad se vuelven a encender, una sola noche, el 19 de enero.
Ayer fuimos al centro con paraguas, chubasqueros y botas de agua, después de una tarde de lluvia constante. El primer chaparrón fuerte nos pilló a resguardo, cogiendo fuerzas para pasar la noche, mientras sonreíamos por los incondicionales de los bailes tradicionales que seguían bailando bajo la lluvia. Poco después, tras algunas copas, éramos nosotros los incondicionales que estábamos allí, bajo la lluvia, como si fuera la última oportunidad de nuestras vidas de bailar así. Es lo que tiene, la magia de esta revetla.
La lluvia intermitente nos acompañó toda la noche. Imposible estar en todas las plazas. Música tradicional primero. Ritmos de jazz y swing después. De vuelta a casa, el diluvio universal. Y, una vez en la cama, aún con el frío en los huesos y el olor a humo y fuego impregnando ropa y pelo, piensas en que ya ha pasado otro año, que aún queda otro un entero para volver a disfrutar de una velada en la que la ciudad se lanza a la calle, en la que el fuego invade todos los rincones y la música las principales plazas.
Las fotos, mal hechas con el móvil, son de anoche: nuestro refugio de la lluvia, bailes en la plaza y la lluvia de vuelta a casa.
La cuestión es que estos han sido días de fiesta por estos lares. Fuego en forma de grandes hogueras, viandas de cerdo, humo, música y bailes tradicionales, glosas, alcohol y hasta pinos de más de 20 metros por escalar. Y lluvia. Fiestas y enero son una combinación extraña. Así que la lluvia suele ser un invitado no por menos inesperado sí incómodo.
Anoche, víspera de San Sebastián, se celebró la revetla, la verbena de la ciudad. Una revetla que se celebra en la calle, con conciertos oficiales y extraoficiales en varias plazas de la ciudad, con fuego y humo. Y, como muchos años, con lluvia. Ya hace años que no se suspenden las actuaciones musicales porque los escenarios son cubiertos. Aún recuerdo aquella revetla, con todos los conciertos suspendidos y la gente paseando por las calles, sin querer volver a casa, bajo una lluvia intermitente pero puñetera. Porque esta es una noche para estar en la calle, para pasear, para ir de plaza en plaza cruzándote con amigos, conocidos y hasta con enemigos. Todos están en la calle, todo vamos a las calles. Hasta las luces de Navidad se vuelven a encender, una sola noche, el 19 de enero.
Ayer fuimos al centro con paraguas, chubasqueros y botas de agua, después de una tarde de lluvia constante. El primer chaparrón fuerte nos pilló a resguardo, cogiendo fuerzas para pasar la noche, mientras sonreíamos por los incondicionales de los bailes tradicionales que seguían bailando bajo la lluvia. Poco después, tras algunas copas, éramos nosotros los incondicionales que estábamos allí, bajo la lluvia, como si fuera la última oportunidad de nuestras vidas de bailar así. Es lo que tiene, la magia de esta revetla.
La lluvia intermitente nos acompañó toda la noche. Imposible estar en todas las plazas. Música tradicional primero. Ritmos de jazz y swing después. De vuelta a casa, el diluvio universal. Y, una vez en la cama, aún con el frío en los huesos y el olor a humo y fuego impregnando ropa y pelo, piensas en que ya ha pasado otro año, que aún queda otro un entero para volver a disfrutar de una velada en la que la ciudad se lanza a la calle, en la que el fuego invade todos los rincones y la música las principales plazas.
Las fotos, mal hechas con el móvil, son de anoche: nuestro refugio de la lluvia, bailes en la plaza y la lluvia de vuelta a casa.
sábado, 18 de enero de 2014
"La librería de las nuevas oportunidades" de Anjali Banerjee
Este es un libro que, a priori, no me hubiera leído. Bueno, miento, este es un libro que probablemente me hubiera traído un día mi hermana la gafapasta y me hubiera dicho “Tienes que leértelo”. Yo le hubiera dicho “Pero no será de amor y cosas de esas, ¿no?”. Y ella me mentiría y me diría “No, claro que no”. Luego, lo hubiera tenido algunas semanas (o meses) junto a la tele (que es donde pongo los libros que me dejan) y, en algún momento, en un instante en que realmente hubiera creído que no me mentía, me lo hubiera leído. Después, se lo hubiera devuelto y le hubiera dicho “Me mentiste, sí que era de amor y cosas de esas”. Y ella hubiera replicado “¡Que no es de amor!”. Así es como funciona nuestra relación fraterno-literaria.
Pero ha sido el segundo libro elegido por votación popular para la II lectura conjunta organizada por Lady Boheme, así que aproveché que mi hermana lo tenía, se lo pedí prestado y me leí por voluntad propia. Inaudito, vamos.
El libro cuenta la historia de Jasmine, una mujer recién divorciada que viaja a una pequeña isla lluviosa para hacerse cargo durante un mes de la vieja y polvorienta librería de su tía Ruma. La vuelta a su pasado, el enfrentarse a su corazón herido, sus intentos de modernizar la librería, su relación con los locales marcan una historia con tintes sobrenaturales y sí, románticos. Es un libro sencillo, que se lee muy rápido, yo me lo he leído prácticamente todo entre la ida y la vuelta de un viaje relámpago a Bruselas, pero también es un libro completamente previsible. Al menos para mí. No me ha sorprendido nada, nada del libro, cualquier cosa que ocurría me la esperaba, cualquier sorpresa nueva me la venía venir. No sé si eso es bueno o malo. A mí no me ha aportado nada especial, precisamente por eso, es como si lo hubiera escrito yo misma, casi me lo sabía de memoria sin haberlo leído antes. Tiene alguna descripción bonita y alguna frase que me he apuntado, pero creo que no se le saca todo el jugo que se le podría sacar a una historia con las premisas que tenía ésta. No me ha gustado especialmente, me ha parecido demasiado simple y superficial, casi obvio, pero realmente era lo que me esperaba de él en cuanto empecé a leerlo, así que no ha sido una sorpresa.
Eso sí, me ha entretenido el viaje a Bruselas. Y como es cortito y se lee rápido tampoco tengo la sensación de que he perdido el tiempo. Además, el toque sobrenatural tiene su punto.
Pero ha sido el segundo libro elegido por votación popular para la II lectura conjunta organizada por Lady Boheme, así que aproveché que mi hermana lo tenía, se lo pedí prestado y me leí por voluntad propia. Inaudito, vamos.
El libro cuenta la historia de Jasmine, una mujer recién divorciada que viaja a una pequeña isla lluviosa para hacerse cargo durante un mes de la vieja y polvorienta librería de su tía Ruma. La vuelta a su pasado, el enfrentarse a su corazón herido, sus intentos de modernizar la librería, su relación con los locales marcan una historia con tintes sobrenaturales y sí, románticos. Es un libro sencillo, que se lee muy rápido, yo me lo he leído prácticamente todo entre la ida y la vuelta de un viaje relámpago a Bruselas, pero también es un libro completamente previsible. Al menos para mí. No me ha sorprendido nada, nada del libro, cualquier cosa que ocurría me la esperaba, cualquier sorpresa nueva me la venía venir. No sé si eso es bueno o malo. A mí no me ha aportado nada especial, precisamente por eso, es como si lo hubiera escrito yo misma, casi me lo sabía de memoria sin haberlo leído antes. Tiene alguna descripción bonita y alguna frase que me he apuntado, pero creo que no se le saca todo el jugo que se le podría sacar a una historia con las premisas que tenía ésta. No me ha gustado especialmente, me ha parecido demasiado simple y superficial, casi obvio, pero realmente era lo que me esperaba de él en cuanto empecé a leerlo, así que no ha sido una sorpresa.
Eso sí, me ha entretenido el viaje a Bruselas. Y como es cortito y se lee rápido tampoco tengo la sensación de que he perdido el tiempo. Además, el toque sobrenatural tiene su punto.
domingo, 12 de enero de 2014
Animales
Tengo pocos objetos de decoración en las paredes de mi casa. No es porque no me gusten, sino porque como no me parecían imprescindibles, no les he dado demasiada importancia. Quiero decir, poner lámparas o cortinas me parecía mucho más prioritario, así que el tema de decoración en general y el de las paredes en particular ha ido cayendo con cuentagotas, de tanto en tanto, casi por casualidad.
Sí que hay algunas cosas puntuales en algunas habitaciones, pero en general las paredes de mi casa están bastante vacías. Bueno, ahora no tanto con la incorporación de dos nuevas adquisiciones. Por una de esas casualidades de la vida que se suelen dar en la vida de la gente que ha estudiado Biología, las dos nuevas incorporaciones son representaciones de animales. Y lucen ya en el salón de mi casa, frente a frente.
La primera es una lámina de un elefante que me traje de mi último viaje a Namibia. Es de un artista local, Elton Mugomo, al que ya le compré otra lámina en un viaje anterior. La compré después de estar en Etosha. Y de flipar con los elefantes, claro, sobre todo con aquel que aparentemente se nos quedó mirando fijamente en mitad de la noche. Pero eso ya es otra historia. La lámina me encantó en cuanto la vi y, aunque dudé entre varias de sus láminas, casi desde el primer momento supe que me decantaría por ésta.
La segunda incorporación es una medusa, regalo de los Reyes Magos. Es de un escultor mallorquín, Jaume Canet. La vi el año pasado, en una exposición de una noche calurosa de verano y me encantó. Y como los Reyes Magos son muy listos, me la han regalado.
Son bonitos, ¿verdad? Ay, qué sería de mí sin esos Reyes más que Magos, Mágicos. Y sin ese padre-MacGyver que me hace agujeros en las paredes (y esta vez sin atravesarlas).
(Las fotos no es que sean una maravilla, pero las he hecho ya de noche, con la compacta, porque me ha dado pereza sacar la réflex).
Sí que hay algunas cosas puntuales en algunas habitaciones, pero en general las paredes de mi casa están bastante vacías. Bueno, ahora no tanto con la incorporación de dos nuevas adquisiciones. Por una de esas casualidades de la vida que se suelen dar en la vida de la gente que ha estudiado Biología, las dos nuevas incorporaciones son representaciones de animales. Y lucen ya en el salón de mi casa, frente a frente.
La primera es una lámina de un elefante que me traje de mi último viaje a Namibia. Es de un artista local, Elton Mugomo, al que ya le compré otra lámina en un viaje anterior. La compré después de estar en Etosha. Y de flipar con los elefantes, claro, sobre todo con aquel que aparentemente se nos quedó mirando fijamente en mitad de la noche. Pero eso ya es otra historia. La lámina me encantó en cuanto la vi y, aunque dudé entre varias de sus láminas, casi desde el primer momento supe que me decantaría por ésta.
La segunda incorporación es una medusa, regalo de los Reyes Magos. Es de un escultor mallorquín, Jaume Canet. La vi el año pasado, en una exposición de una noche calurosa de verano y me encantó. Y como los Reyes Magos son muy listos, me la han regalado.
Son bonitos, ¿verdad? Ay, qué sería de mí sin esos Reyes más que Magos, Mágicos. Y sin ese padre-MacGyver que me hace agujeros en las paredes (y esta vez sin atravesarlas).
(Las fotos no es que sean una maravilla, pero las he hecho ya de noche, con la compacta, porque me ha dado pereza sacar la réflex).
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