Llevo unos días prestando especial atención a mi orquídea, que tiene ya varios capullos, y a una maceta en la que planté unas semillas de flores variadas que compré en
Belfast (o en
Dublín, la verdad es que no lo recuerdo). Esta mañana, he visto que una de las orquídeas está a punto de abrirse.
Y que ya empiezan a verse algunos brotes de florecillas desconocidas.
Por eso, no me he dado cuenta de otro acontecimiento que estaba teniendo lugar en mi galería, en concreto en mi bosque de ginkgos (
Ginkgo biloba). Y ha sido casualidad cuando he descubierto esto.
¡Los ginkgos están reviviendo!
Así, cuando menos me lo esperaba, una explosión de brotes verdes ilumina mi bosque de ginkgos.
Y he pensado que era un buen momento para contar la historia de mis ginkgos. La conté ya en otro lugar, pero la voy a volver a contar aquí. Es una historia que, si me conocéis en persona, ya habréis oído. Porque estoy muy orgullosa de mis ginkgos. Y, siempre que puedo, la cuento.
En diciembre de 2009 participé en una reunión en un pueblecito al norte de Italia, en Barza d’Ispra. Estábamos en
esta casa de espiritualidad en la que cada día desayunábamos, comíamos y cenábamos. Fue una semana curiosa, que recuerdo muy bien, entre otras cosas porque celebré mi cumpleaños en un bar cercano, rodeada de (casi) desconocidos, con temperaturas exteriores por debajo de cero grados. Y porque nevó, mucho, la última noche que pasé allí.
No había mucho que hacer en aquel centro de espiritualidad. Ni siquiera teníamos tele en las habitaciones, tan sólo una biblia. Además, oscurecía muy pronto y eso hacía que al acabar el día, las salidas del monasterio quedaran totalmente descartadas. Así que me aficioné, con una compañera, a pasear durante la hora de comer por los jardines de la casa. Un día, descubrí en el suelo unas hojas que reconocí de mi época de estudiante: hojas de
Ginkgo biloba. Es lo que se conoce como
fósil viviente, un árbol muy antiguo, cuyos dispersores de semillas eran los dinosaurios (¡¡los dinosaurios!!). Es un árbol con algo especial:
ha inspirado a poetas como Goethe, es el símbolo de la ciudad alemana de Weimar (donde incluso le han dedicado un
museo) y fue capaz de
sobrevivir a la bomba atómica de Hiroshima.
En el suelo, además de hojas (es un árbol de hoja caduca) había multitud de semillas (pestilentes). Me llevé una docena a casa y, tras varios meses, conseguí que germinara una de las semillas. Más adelante, germinaron cuatro más. De mis cinco ginkgos, repartí 3 y me quedé los dos que forman mi bosque actual. Estas son algunas de las fotos que hice entonces.
Hace unos días volví, tres años y medio después, a la casa de espiritualidad (como ya conté
aquí). Casi, casi lo primero que hice fue dirigirme al lugar donde había recogido las primeras semillas, a visitar a los padres de mis ginkgos. Y ahí estaban, altos e imponentes, sin hojas como corresponde a esta época del año, los antepasados de mi bosque de ginkgos.
Y pensé, “si una vez funcionó, ¿por qué no volver a intentarlo?”. Era ya marzo, no sabía si encontraría semillas ni qué pasaría. Y sí, encontré algunas. No tantas como en mi anterior visita, pero ya no pestilentes y, por tanto, más manejables. Y traje en mi equipaje, de nuevo, unas cuantas. Mejor dicho, traje muchas, muchas semillas de ginkgo. No tengo mucha confianza. Algunas de ellas están vacías, su interior podrido y conociendo mi porcentaje de germinación de la vez anterior, dudo que consiga más de un par de árboles. Pero voy a volver a intentarlo, voy a intentar de nuevo la aventura de sembrar estos preciosos arbolitos que me parecen una de las criaturas más alucinantes de la tierra.
Y, mientras tanto, mientras intento germinar nuevas semillas, sigo
sorprendiéndome con los brotes verdes de este árbol tan fascinante como
elegante y, por qué no, mágico.
En julio tengo que volver. Será toda
una novedad ver todos esos árboles cargados de sus preciosas hojas
verdes. A pesar de las limitaciones del sitio, a pesar de los mosquitos
que (según me han dicho) habrá, ya tengo ganas de ir.