Desde que vi la película “Blade Runner” por primera vez hace muchos años, sentí ganas de leer la novela en la que basa. Y por fin la he leído.
Lo que siempre me había sorprendido de esta novela es su título, esa referencia a ovejas eléctricas: no tenía ni idea a qué se refería. Supongo que por eso me atraía aún más leerla. Ahora ya lo entiendo.
La novela en la que se basa “Blade Runner” se parece poco a “Blade Runner”. Aunque realmente debería decir lo contrario: la película se parece poco a la novela en la que se basa.
“¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” se desarrolla en una época posterior a una guerra nuclear que ha provocado que todo el planeta esté recubierto de polvo radiactivo, que la mayoría de los animales haya muerto y que lo normal en los humanos es emigrar a colonias externas. El hombre es capaz de crear androides (llamados a veces “andrillos” de forma despectiva) cuya función es servirles en esas colonias. También crea animales eléctricos, sustitutos de los reales que apenas existen y son inmensamente caros. Eso sí, tener un animal está bien visto, es una señal de elevada posición social. Un animal real, claro.
La presencia de androides en la Tierra está prohibida y hay policías especializados en acabar con ellos, los cazadores de bonificaciones. Rick Deckard es uno de ellos. Deckard tiene una oveja en el tejado de su casa. Una oveja eléctrica. Deckard recibe el encargo de acabar con varios Nexus 6, que han llegado a la Tierra. Pero distinguir un androide de un humano es muy difícil. Hay varias maneras, aunque la más sencilla es el test de empatía de Voigt-Kampff, que mide la reacción del sujeto analizado a varias preguntas. En función del tipo de respuesta se sabe si un ser es androide o humano: los androides son incapaces de sentir empatía.
Pero en la novela hay mucho más. Hay una extraña religión que siguen los humanos (el Mercerismo), un programa en televisión y radio que dura 23 horas al día, con el mismo presentador, aparatos que controlan las emociones de los humanos que los usan.
Me ha resultado muy curiosa esta historia. Sí, la conocía de antemano, pero había cosas totalmente nuevas para mí, curiosas y hasta sorprendentes. Incluso decepcionantes, como los androides que tiene que liquidar Deckard: bastante más descafeinados que la película. Pero también es cierto que la novela plantea muchas cosas que no aparecen en la película o que en ella sólo aparecen de manera superficial: el mercerismo, la relación humanos-animales, la relación humanos-androides, el límite entre lo natural y lo artificial, entre lo normal y lo anormal, la decadencia, la esperanza, la capacidad de empatía, de superar las situaciones y el dolor.
Inevitablemente, he vuelto a ver la película después de acabar el libro. La última vez que la vi fue hace más de cuatro años. Me gusta mucho “Blade Runner”, me gusta mucho la ciencia ficción y los actores personajes de la película son geniales. Igual que la escenografía, la fotografía y la (fabulosa) banda sonora. Es una adaptación muy, muy libre de la novela. Incluso el paisaje, el entorno es muy diferente entre novela y película. Eso no es bueno ni malo. Se parecen, pero no son lo mismo. Sí, se mantiene el personaje principal, pero incluso él es diferente. No sé, ha sido curioso leer la novela, igual que ha sido curioso volver a ver la película. Me gustaría ver la versión del director. Creo que hay algunos cambios significativos.
Recomendables. Libro y película.
martes, 2 de abril de 2013
lunes, 1 de abril de 2013
Pascua de Resurección
Ayer, día de Pascua, me levanté con ese extraño mal humor últimamente demasiado habitual en mis despertares. Lo de perder una hora del día tampoco ayudaba mucho. Ni la alergia que ya me empieza a molestar. Al ir a la cocina, descubrí una de las flores de mi orquídea abierta. Me hizo sonreír. Con una infusión en la mano, encendí el ordenador y surfeé por la red intentando encontrar una solución para la falta de espacio sintomática que afecta a mi móvil. Cuando vi que arreglarlo me llevaría un par de horas, de las que no disponía en ese momento, decidí que era el momento de comer algo y pasar el rato en facebook. Y al abrirlo me enteré del fallecimiento de la Dra. Montserrat Casas, rectora de la Universitat de les Illes Balears, de mi universidad. La universidad en la que empecé una carrera que nunca terminé, en la que empecé una segunda carrera que sí acabé y en la que hice mi doctorado. Y se me pusieron los pelos de punta.
Yo ahí, quejándome por la maldita tristeza infinita que estos días parece acrecentarse sin motivo aparente, por una hora menos de día, por la alergia y ahí fuera hay gente que se muere. Pero no cualquier gente. La rectora de la UIB era un ejemplo, como científica, con cargo importante, luchadora, defensora de sus ideas (de la importancia de la formación, del conocimiento científico, de la identidad propia) pero además de científica fue mujer y madre, capaz de compatibilizar trabajo (ciencia) y formar una familia como demuestra el tweet que colgó su propio hijo:
“Lo que no sabéis es que, aparte de todo lo que se publica, era la mejor madre del mundo”.
Ayer me pasé gran parte del día con esa sensación de que estás viviendo algo irreal, no me lo acababa de creer.
Me presentaron a la Dra. Casas hace unos años. Era una mujer pequeña, menuda, llena de energía. Estaba en mi centro de trabajo por no recuerdo qué motivo y un investigador me la presentó. De mí le dijo “es una de las jóvenes promesas en investigación marina de la isla”. Y yo me eché a reír, sintiéndome entre avergonzada y fuera de lugar. Charlamos un par de minutos, aunque no recuerdo muy bien de qué. Creo que fue de la importancia de la formación en la tarea investigadora y de que nuestra propia universidad (pequeña, de provincias) era capaz de generar científicos. Hace unos meses, recibí una carta suya felicitándome por mi tesis. Una carta de esas que me imagino envían en serie a todos los que acaban su doctorado. No sé dónde está esa carta, estoy segura que no la tiré (mi amigo Diógenes) pero no he sido capaz de encontrarla. Ahora sé que cuando la envió (o la enviaron por ella, es igual) ya estaba enferma. Llevaba dos años enferma, pero seguía con su trabajo al frente de nuestra Universidad. De vez en cuando aparecía en prensa, últimamente luchando contra los recortes que la institución está sufriendo de forma continuada. Nunca sospeché (supongo que nos pasó a muchos) que esto iba a pasar.
Antes de morir, pidió que no enviaran flores en su despedida, que quien quisiera enviarlas gastara ese dinero en formación de jóvenes investigadores en nuestra Universidad (y la UIB ha abierto un número de cuenta para recaudar ese dinero). Una última voluntad valiente para una mujer que fue eso, valiente, luchadora. Yo no voy a gastar en flores, pero sí le voy a dedicar esta entrada y la primera flor de la temporada de mi orquídea florecida. Por la enseñanza, por la investigación, por el trabajo bien hecho.
Yo ahí, quejándome por la maldita tristeza infinita que estos días parece acrecentarse sin motivo aparente, por una hora menos de día, por la alergia y ahí fuera hay gente que se muere. Pero no cualquier gente. La rectora de la UIB era un ejemplo, como científica, con cargo importante, luchadora, defensora de sus ideas (de la importancia de la formación, del conocimiento científico, de la identidad propia) pero además de científica fue mujer y madre, capaz de compatibilizar trabajo (ciencia) y formar una familia como demuestra el tweet que colgó su propio hijo:
El que no sabeu és que, a part de tot el que es publica, era la millor mare del món. Descansa Montserrat Casas.
— Carles Bona Casas (@carlesbc) 30 de marzo de 2013
“Lo que no sabéis es que, aparte de todo lo que se publica, era la mejor madre del mundo”.
Ayer me pasé gran parte del día con esa sensación de que estás viviendo algo irreal, no me lo acababa de creer.
Me presentaron a la Dra. Casas hace unos años. Era una mujer pequeña, menuda, llena de energía. Estaba en mi centro de trabajo por no recuerdo qué motivo y un investigador me la presentó. De mí le dijo “es una de las jóvenes promesas en investigación marina de la isla”. Y yo me eché a reír, sintiéndome entre avergonzada y fuera de lugar. Charlamos un par de minutos, aunque no recuerdo muy bien de qué. Creo que fue de la importancia de la formación en la tarea investigadora y de que nuestra propia universidad (pequeña, de provincias) era capaz de generar científicos. Hace unos meses, recibí una carta suya felicitándome por mi tesis. Una carta de esas que me imagino envían en serie a todos los que acaban su doctorado. No sé dónde está esa carta, estoy segura que no la tiré (mi amigo Diógenes) pero no he sido capaz de encontrarla. Ahora sé que cuando la envió (o la enviaron por ella, es igual) ya estaba enferma. Llevaba dos años enferma, pero seguía con su trabajo al frente de nuestra Universidad. De vez en cuando aparecía en prensa, últimamente luchando contra los recortes que la institución está sufriendo de forma continuada. Nunca sospeché (supongo que nos pasó a muchos) que esto iba a pasar.
Antes de morir, pidió que no enviaran flores en su despedida, que quien quisiera enviarlas gastara ese dinero en formación de jóvenes investigadores en nuestra Universidad (y la UIB ha abierto un número de cuenta para recaudar ese dinero). Una última voluntad valiente para una mujer que fue eso, valiente, luchadora. Yo no voy a gastar en flores, pero sí le voy a dedicar esta entrada y la primera flor de la temporada de mi orquídea florecida. Por la enseñanza, por la investigación, por el trabajo bien hecho.
sábado, 30 de marzo de 2013
Mis ginkgos
Llevo unos días prestando especial atención a mi orquídea, que tiene ya varios capullos, y a una maceta en la que planté unas semillas de flores variadas que compré en Belfast (o en Dublín, la verdad es que no lo recuerdo). Esta mañana, he visto que una de las orquídeas está a punto de abrirse.
Y que ya empiezan a verse algunos brotes de florecillas desconocidas.
Por eso, no me he dado cuenta de otro acontecimiento que estaba teniendo lugar en mi galería, en concreto en mi bosque de ginkgos (Ginkgo biloba). Y ha sido casualidad cuando he descubierto esto.
¡Los ginkgos están reviviendo!
Así, cuando menos me lo esperaba, una explosión de brotes verdes ilumina mi bosque de ginkgos.
Y he pensado que era un buen momento para contar la historia de mis ginkgos. La conté ya en otro lugar, pero la voy a volver a contar aquí. Es una historia que, si me conocéis en persona, ya habréis oído. Porque estoy muy orgullosa de mis ginkgos. Y, siempre que puedo, la cuento.
En diciembre de 2009 participé en una reunión en un pueblecito al norte de Italia, en Barza d’Ispra. Estábamos en esta casa de espiritualidad en la que cada día desayunábamos, comíamos y cenábamos. Fue una semana curiosa, que recuerdo muy bien, entre otras cosas porque celebré mi cumpleaños en un bar cercano, rodeada de (casi) desconocidos, con temperaturas exteriores por debajo de cero grados. Y porque nevó, mucho, la última noche que pasé allí.
No había mucho que hacer en aquel centro de espiritualidad. Ni siquiera teníamos tele en las habitaciones, tan sólo una biblia. Además, oscurecía muy pronto y eso hacía que al acabar el día, las salidas del monasterio quedaran totalmente descartadas. Así que me aficioné, con una compañera, a pasear durante la hora de comer por los jardines de la casa. Un día, descubrí en el suelo unas hojas que reconocí de mi época de estudiante: hojas de Ginkgo biloba. Es lo que se conoce como fósil viviente, un árbol muy antiguo, cuyos dispersores de semillas eran los dinosaurios (¡¡los dinosaurios!!). Es un árbol con algo especial: ha inspirado a poetas como Goethe, es el símbolo de la ciudad alemana de Weimar (donde incluso le han dedicado un museo) y fue capaz de sobrevivir a la bomba atómica de Hiroshima.
En el suelo, además de hojas (es un árbol de hoja caduca) había multitud de semillas (pestilentes). Me llevé una docena a casa y, tras varios meses, conseguí que germinara una de las semillas. Más adelante, germinaron cuatro más. De mis cinco ginkgos, repartí 3 y me quedé los dos que forman mi bosque actual. Estas son algunas de las fotos que hice entonces.
Hace unos días volví, tres años y medio después, a la casa de espiritualidad (como ya conté aquí). Casi, casi lo primero que hice fue dirigirme al lugar donde había recogido las primeras semillas, a visitar a los padres de mis ginkgos. Y ahí estaban, altos e imponentes, sin hojas como corresponde a esta época del año, los antepasados de mi bosque de ginkgos.
Y pensé, “si una vez funcionó, ¿por qué no volver a intentarlo?”. Era ya marzo, no sabía si encontraría semillas ni qué pasaría. Y sí, encontré algunas. No tantas como en mi anterior visita, pero ya no pestilentes y, por tanto, más manejables. Y traje en mi equipaje, de nuevo, unas cuantas. Mejor dicho, traje muchas, muchas semillas de ginkgo. No tengo mucha confianza. Algunas de ellas están vacías, su interior podrido y conociendo mi porcentaje de germinación de la vez anterior, dudo que consiga más de un par de árboles. Pero voy a volver a intentarlo, voy a intentar de nuevo la aventura de sembrar estos preciosos arbolitos que me parecen una de las criaturas más alucinantes de la tierra.
Y, mientras tanto, mientras intento germinar nuevas semillas, sigo sorprendiéndome con los brotes verdes de este árbol tan fascinante como elegante y, por qué no, mágico.
En julio tengo que volver. Será toda una novedad ver todos esos árboles cargados de sus preciosas hojas verdes. A pesar de las limitaciones del sitio, a pesar de los mosquitos que (según me han dicho) habrá, ya tengo ganas de ir.
Y que ya empiezan a verse algunos brotes de florecillas desconocidas.
Por eso, no me he dado cuenta de otro acontecimiento que estaba teniendo lugar en mi galería, en concreto en mi bosque de ginkgos (Ginkgo biloba). Y ha sido casualidad cuando he descubierto esto.
¡Los ginkgos están reviviendo!
Así, cuando menos me lo esperaba, una explosión de brotes verdes ilumina mi bosque de ginkgos.
Y he pensado que era un buen momento para contar la historia de mis ginkgos. La conté ya en otro lugar, pero la voy a volver a contar aquí. Es una historia que, si me conocéis en persona, ya habréis oído. Porque estoy muy orgullosa de mis ginkgos. Y, siempre que puedo, la cuento.
En diciembre de 2009 participé en una reunión en un pueblecito al norte de Italia, en Barza d’Ispra. Estábamos en esta casa de espiritualidad en la que cada día desayunábamos, comíamos y cenábamos. Fue una semana curiosa, que recuerdo muy bien, entre otras cosas porque celebré mi cumpleaños en un bar cercano, rodeada de (casi) desconocidos, con temperaturas exteriores por debajo de cero grados. Y porque nevó, mucho, la última noche que pasé allí.
No había mucho que hacer en aquel centro de espiritualidad. Ni siquiera teníamos tele en las habitaciones, tan sólo una biblia. Además, oscurecía muy pronto y eso hacía que al acabar el día, las salidas del monasterio quedaran totalmente descartadas. Así que me aficioné, con una compañera, a pasear durante la hora de comer por los jardines de la casa. Un día, descubrí en el suelo unas hojas que reconocí de mi época de estudiante: hojas de Ginkgo biloba. Es lo que se conoce como fósil viviente, un árbol muy antiguo, cuyos dispersores de semillas eran los dinosaurios (¡¡los dinosaurios!!). Es un árbol con algo especial: ha inspirado a poetas como Goethe, es el símbolo de la ciudad alemana de Weimar (donde incluso le han dedicado un museo) y fue capaz de sobrevivir a la bomba atómica de Hiroshima.
En el suelo, además de hojas (es un árbol de hoja caduca) había multitud de semillas (pestilentes). Me llevé una docena a casa y, tras varios meses, conseguí que germinara una de las semillas. Más adelante, germinaron cuatro más. De mis cinco ginkgos, repartí 3 y me quedé los dos que forman mi bosque actual. Estas son algunas de las fotos que hice entonces.
Hace unos días volví, tres años y medio después, a la casa de espiritualidad (como ya conté aquí). Casi, casi lo primero que hice fue dirigirme al lugar donde había recogido las primeras semillas, a visitar a los padres de mis ginkgos. Y ahí estaban, altos e imponentes, sin hojas como corresponde a esta época del año, los antepasados de mi bosque de ginkgos.
Y pensé, “si una vez funcionó, ¿por qué no volver a intentarlo?”. Era ya marzo, no sabía si encontraría semillas ni qué pasaría. Y sí, encontré algunas. No tantas como en mi anterior visita, pero ya no pestilentes y, por tanto, más manejables. Y traje en mi equipaje, de nuevo, unas cuantas. Mejor dicho, traje muchas, muchas semillas de ginkgo. No tengo mucha confianza. Algunas de ellas están vacías, su interior podrido y conociendo mi porcentaje de germinación de la vez anterior, dudo que consiga más de un par de árboles. Pero voy a volver a intentarlo, voy a intentar de nuevo la aventura de sembrar estos preciosos arbolitos que me parecen una de las criaturas más alucinantes de la tierra.
Y, mientras tanto, mientras intento germinar nuevas semillas, sigo sorprendiéndome con los brotes verdes de este árbol tan fascinante como elegante y, por qué no, mágico.
En julio tengo que volver. Será toda una novedad ver todos esos árboles cargados de sus preciosas hojas verdes. A pesar de las limitaciones del sitio, a pesar de los mosquitos que (según me han dicho) habrá, ya tengo ganas de ir.
viernes, 29 de marzo de 2013
S'Hort de sa Cova
Hoy tenía planeada una excursión con unos amigos. Pero ayer por la noche, la idea de ir hoy de excursión no me atraía demasiado. Qué diantres, no me atraía en absoluto. No tenía ganas de salir, de estar con gente, de seguir adelante. Tenía ganas de pasar un día más en casa, si hacer poco más que arreglar cosas, tejer, descansar y aislarme del mundo. Y me fui a dormir sin saber si hoy iría o no de excursión.
Pero no podía evitar pensar en esta frase que leí ayer mismo:
No matter how you feel, get up, dress up and show up.
"No importa cómo te sientes, levántate, arréglate y aparece."
Así que esta mañana he hecho eso: me he levantado, me he arreglado y he ido de excursión.
Ha sido una buena idea.
Y he acabado aquí. Junto al mar,
en el mar,
con un libro en las manos.
Y he acabado el día cocinando panades.
Así que ya sabéis:
No matter how you feel, get up, dress up and show up.
Vale la pena.
Pero no podía evitar pensar en esta frase que leí ayer mismo:
No matter how you feel, get up, dress up and show up.
"No importa cómo te sientes, levántate, arréglate y aparece."
Así que esta mañana he hecho eso: me he levantado, me he arreglado y he ido de excursión.
Ha sido una buena idea.
Y he acabado aquí. Junto al mar,
en el mar,
con un libro en las manos.
Y he acabado el día cocinando panades.
Así que ya sabéis:
No matter how you feel, get up, dress up and show up.
Vale la pena.
jueves, 28 de marzo de 2013
Barza d'Ispra
Hay días que te despiertas a las 5 de la mañana con un tirón en un gemelo que casi te hace gritar. Que no puedes volver a dormir porque el viento golpea las persianas de manera tan insistente que tienes que levantarte a engancharlas. Que el día se te hace largo, muy largo, aunque el curso que estés haciendo sea muy interesante. Que te cuentan que tu coche está muriendo, oh Dios mío, es curable, pero caro, muy caro. Hay días que piensas que no quieres estar donde estás. Que quieres estar en tu casa, arreglando tus plantas, tejiendo tus proyectos o simplemente disfrutando de tu sofá y no en un monasterio italiano en mitad de la ninguna parte.
Pero esos mismos días hace un sol cálido que te llena de energía. Paseas entre árboles centenarios, entre las sombras de ese sol maravilloso, con vistas a lejanas montañas nevadas. Paseas a la hora de la comida por debajo de árboles centenarios (¿o incluso milenarios?), incluidos los padres de tu (diminuto) bosque de ginkgos. Acabas las clases, por fin, y te diriges a un local donde hace años celebraste tu cumpleaños, en compañía de unas compañeras que son, además, amigas. Y disfrutas de una noche de chicas y cervezas (y pizza quatro formaggio), llena de charla y risas y más charla y más risas.
Y entonces piensas en el reloj que hay en ese hotel-casa de espiritualidad que es tu hogar durante unos días. “Fili, conserva tempus”. Que en mi interpretación libre con mis limitados conocimientos del latín sería algo así como aprovecha bien el tiempo, empléalo bien, sea lo que sea lo que hagas. Si estoy aquí, hoy, ahora, tengo que aprovecharlo al máximo. No tiene sentido querer estar en otro sitio, pensar en estar en otro sitio, cuando ahora estás aquí. Es absurdo. Sí, es absurdo intentar querer hacer lo que no estás haciendo, añorar lo que en esos momentos no tienes. Hay que disfrutar de cada momento, de cada oportunidad y de cada situación. Sea cual sea. Aunque no siempre sea como deseamos, aunque las cosas no salgan como pensábamos, aunque a veces sea duro.
Fili, conserva tempus.
Las fotos, hechas durante estos días de nieve y sol, pasados a orillas del lago Mayor, en la Lombardía italiana.
Felices días festivos. Yo estaré por aquí.
Pero esos mismos días hace un sol cálido que te llena de energía. Paseas entre árboles centenarios, entre las sombras de ese sol maravilloso, con vistas a lejanas montañas nevadas. Paseas a la hora de la comida por debajo de árboles centenarios (¿o incluso milenarios?), incluidos los padres de tu (diminuto) bosque de ginkgos. Acabas las clases, por fin, y te diriges a un local donde hace años celebraste tu cumpleaños, en compañía de unas compañeras que son, además, amigas. Y disfrutas de una noche de chicas y cervezas (y pizza quatro formaggio), llena de charla y risas y más charla y más risas.
Y entonces piensas en el reloj que hay en ese hotel-casa de espiritualidad que es tu hogar durante unos días. “Fili, conserva tempus”. Que en mi interpretación libre con mis limitados conocimientos del latín sería algo así como aprovecha bien el tiempo, empléalo bien, sea lo que sea lo que hagas. Si estoy aquí, hoy, ahora, tengo que aprovecharlo al máximo. No tiene sentido querer estar en otro sitio, pensar en estar en otro sitio, cuando ahora estás aquí. Es absurdo. Sí, es absurdo intentar querer hacer lo que no estás haciendo, añorar lo que en esos momentos no tienes. Hay que disfrutar de cada momento, de cada oportunidad y de cada situación. Sea cual sea. Aunque no siempre sea como deseamos, aunque las cosas no salgan como pensábamos, aunque a veces sea duro.
Fili, conserva tempus.
Las fotos, hechas durante estos días de nieve y sol, pasados a orillas del lago Mayor, en la Lombardía italiana.
Felices días festivos. Yo estaré por aquí.
martes, 26 de marzo de 2013
Casi una falda
En estas casi dos semanas rulando por el mundo, he echado de menos algo más que mis plantas: mis agujas. No soy una gran tejedora, no sé demasiado, pero hubo algún día que me hubieran venido muy bien tenerlas a mano, para relajarme y ocupar mi mente sólo en agujar y lanas.
Así que esta tarde de lluvia, series y fútbol, víspera de vacaciones (sí, mañana me cojo libre y en esta terra poco incognita donde vivo es festivo jueves, viernes y lunes), he cogido de nuevo las agujas después de mucho, mucho tiempo y he tejido hasta que me han dolido los dedos. Y no sólo eso: he acabado un proyecto. Bueno, en parte.
Es una falda.
Bueno, es casi una falda.
Tengo dos mitades más o menos simétricas, más o menos de la misma longitud que aún no hacen una falda, pero casi.
Están hechas con lana de Borgo de Pazzi, de su modelo Bubbolo multicolor. Es una lana que descubrí en la mercería de mi barrio y la usé, en tonos morados, para hacer mi primer cuello. Es también la lana que se me acabó a medio hacer la primera mitad de la falda y tuve que comprar más por internet, porque en mi tienda ya no quedaba. Y es la lana con la que, sabiendo que (ahora sí) me sobraría, tejí el gorro de perdidos al río, que el próximo invierno podrá hacer juego con la falda.
Pues aquí está, mi casi falda.
Sólo tengo que comprar tela para hacerle un forro y una cremallera. Y convertir todo eso en una falda de verdad. Para el invierno que viene.
Deseadme suerte.
lunes, 25 de marzo de 2013
Por las costas catalanas
Como ya conté por aquí, antes de irme al monasterio italiano, estuve unos días de road movie.
Cinco días. Cuatro noches en cuatro ciudades diferentes. Casi 800 km.
Barcelona. Tarragona. El Port de la Selva. Roses. Llançà. Palamós. Girona.
Y, en medio, un rato de ocio en el Cap de Creus.
Fueron días largos, intensos, cansados. Fueron días buenos, en los que todo salió a pedir de boca. Días de reuniones, de reencuentros, de planificación de nuevos proyectos.
Me gustan las road movies, sí. Definitivamente me gustan. Aunque tenga que disfrutarlas sola.
Cinco días. Cuatro noches en cuatro ciudades diferentes. Casi 800 km.
Barcelona. Tarragona. El Port de la Selva. Roses. Llançà. Palamós. Girona.
Y, en medio, un rato de ocio en el Cap de Creus.
Fueron días largos, intensos, cansados. Fueron días buenos, en los que todo salió a pedir de boca. Días de reuniones, de reencuentros, de planificación de nuevos proyectos.
Me gustan las road movies, sí. Definitivamente me gustan. Aunque tenga que disfrutarlas sola.
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