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domingo, 29 de noviembre de 2015

El viernes

Cuando planifiqué el viaje a Roma de esta semana, ya sabría que sería un viaje de trabajo, trabajo y trabajo, sin apenas tiempo libre para disfrutar de la ciudad. Así que me marqué unos objetivos mínimos, claros y más o menos viables: ir a la Fontana di Trevi y a Fabriano, mi papelería favorita de la ciudad.

Pero llegó el jueves y parecía que no podría cumplirlos. Además, el sábado trabajábamos hasta mediodía y de allí tenía que irme directamente al aeropuerto, así que sólo me quedaba el viernes.

El viernes.

Así que el viernes madrugamos, salimos pronto del hotel y dimos un paseo de casi media hora para llegar a la Fontana.

Y allí estaba, restaurada, bella, más bella que nunca, más impresionante que nunca. Maravillosa.

Qué gran idea ir a las 8 de la mañana a ver la Fontana. A quien madruga, Dios le permite ver la Fontana di Trevi sin turistas.



Lo de ir a la papelería ya lo daba por imposible. Y, aunque acabé trabajando en el hotel hasta medianoche, conseguí encontrar un hueco y llegar a la papelería 10 minutos antes de que cerraran. Y aproveché el 20% de descuento que había ese día, ¡y tanto que lo aproveché!




Así que…

Fontana di Trevi. Tic.

Papelería. Tic.

Objetivos cumplidos.

Un gran día, el viernes.

jueves, 5 de noviembre de 2015

Milán & Expo Milán

Hace sólo unos días, el pasado día 31 de Octubre, cerró la Expo de Milán y me ha parecido un momento estupendo para desempolvar algunas fotos de la tarde que pasé allí, en la Expo, hace ya unos cuantos meses. Un viaje a Milán que fue totalmente inesperado y que salió mejor de lo que me pensaba.

Estuve por primera vez en Milán hace dos años, en un fin de semana con amigos de camino a una reunión en un monasterio a orillas del lago Maggiore. No es una ciudad que me entusiasmara especialmente y, en este segundo viaje, supuse que no tendría tiempo de explorarla demasiado. Así y todo, la primera tarde la pasamos en la Expo y la última, recorriendo el centro, paseando por sus calles más famosas y turísticas. No volví al cementerio monumental que en su día tanto me impresionó, pero sí que fue a visitar una de mis tiendas de papelería favoritas del mundo mundial, Fabriano. Y pasé varias veces por un jardín que tiene unos impresionantes ginkgos a los que me dan ganas de abrazar cada vez que veo (y algún abrazo les di, sí).

Lo de visitar la Expo fue cortesía de los organizadores de la reunión. Después de una mañana reunidos allí, teníamos la tarde libre para visitarla. No estaba muy segura de que la pudiera aprovechar, porque la reunión era bastante importante y había muchas posibilidades de tener que trabajar esa tarde, pero el jefe de la delegación con la que viajaba, nos dio la tarde libre. Y la aprovechamos.

Yo nunca había estado en una Expo, ni siquiera en la de Sevilla, así que no tenía ni idea de lo que me iba a encontrar. El resumen son pabellones de distintos países, construidos, decorados o ambientados en alguna temática concreta. Esta exposición universal tuvo como tópico mostrar las mejores tecnologías que ofrecen una respuesta concreta a una necesidad: garantizar suficiente alimento sano y seguro para todo el Planeta, respetando su propio equilibro. El leit motiv suena estupendo (Feeding the Planet, Energy for Life), aunque después de visitar muchos pabellones no me pareció mucho más que lo que debe ser una feria de alimentación. En muy pocos países había algo sobre alimentación más allá que vender las maravillas de su gastronomía.

Había pabellones de todas las formas y tipos, de todos los estilos. Los hubo muy bonitos por fuera, los hubo muy interesantes por dentro, los hubo que combinaban ambas cosas y los hubo que no eran nada de todo eso. No pudimos entrar en muchos pabellones, teníamos poco tiempo y había mucha gente, pero el de España me gustó bastante, tirando a mucho. Y el resto, hubo de todo: alguno me gustó mucho, otro no valió la pena ni ver. Los vimos todos (o casi) por fuera, por dentro sólo algunos. En resumen, no me pareció algo sin lo que no se puede vivir. Me gustó tener la oportunidad de visitarlo y poco más. Si me hubiera fascinado (o cambiado la vida) no hubiera tardado cinco meses en hablar de ello, está claro.

Las fotos, un poco de la Expo y un poco de la ciudad, sin olvidar los ginkgos, claro.













lunes, 14 de septiembre de 2015

Bella Roma

La semana pasada, volví a Roma.

Ahora sí, definitivamente he perdido la cuenta del número de veces que he ido a esa ciudad.

Y aún así, en cada viaje, en cada visita, sigo encontrando cosas nuevas para visitar, lugares a los que volver y detalles sorprendentes que fotografiar.

Qué bella eres, Roma.












martes, 4 de agosto de 2015

Fin de semana por el sur de Francia

Por cuestiones de agenda, mi último viaje a Sète me obligó a pasar un fin de semana por el sur de Francia. Aunque no era mi plan favorito del mundo mundial (viajaba sola), hace tiempo ya que decidí disfrutar de lo que hay en mi vida en cada momento. Y si hay que disfrutar de un fin de semana en el sur de Francia, se disfruta.

Aproveché para conocer Montpellier, una ciudad a pocos quilómetros de Sète y que aún no conocía. Fui allí con unos colegas y amigos a pasar la velada del viernes, en un acontecimiento perfecto para una noche de verano: comer y beber al aire libre, con música swing de fondo y charlando en idiomas variados (éramos seis adultos de tres nacionalidades diferentes). Sin planes claros para el sábado, pero con varias propuestas, por la mañana volví a Montpellier para conocer la ciudad con más calma (y más calor) y luego me lancé a la aventura de buscar dos sitios que me habían recomendado los colegas franceses. Ahí salió mi vena cretense, mi yo de hace 7 años (ya, glups), cuando en Creta me dedicaba a recorrer en soledad carreteras desconocidas, sin más preocupaciones que decidir dónde pasar la noche aquel día y qué siguiente playa, pueblo o ruina iba a visitar.

Así que después de comer en Montpellier, pasé una hora hasta que logré encontrar la carretera que buscaba y acabé nadando en un río, a los pies de una cascada en Saint-Laurent-le-Minier. Qué lugar tan bonito, tan agradable y tan concurrido en un fin de semana de tanto calor. Qué maravilla, qué aguas tan ricas (pensaba que estaría congelada, recuerdos de los veraneos de mi infancia en tierras conquenses, donde el agua de los ríos era hielo puro), qué rato más bueno pasé refrescándome en las aguas, contemplando a los chavales tirándose desde lo más algo posible y dejando pasar el tiempo leyendo, con la brisa fresca de la orilla del río.

De vuelta a Sète, paré en otro pueblo que me habían recomendado, Saint-Guilhem-le-Désert, un lugar tan turístico como bonito y acogedor. Un lugar al que le pasa lo mismo que a otros lugares maravillosos (como Venecia): por mucha gente que haya, por muy turístico que sea, sigue siendo un lugar maravilloso. Pasear por sus calles empedradas, encontrar signos del Camino de Santiago (está en la ruta francesa del mismo), visitar sus pequeñas tiendas (bastante) artesanales fue una manera estupenda de acabar el día.

El domingo no fue tan bucólico: 700 km de carretera para ir al aeropuerto a recoger al jefe. Al menos de camino pude pararme en Girona, a comer con un amigo. Cómo me gusta Girona, es una ciudad tan bonita como interesante. Uno de esos lugares a los que no me canso de volver. Y ya es la segunda vez que voy este año.











viernes, 24 de julio de 2015

Sète

Sète (Seta en occitano) es una pequeña ciudad portuaria, al sur de Francia, en pleno Golfo de León. Es una ciudad marítima y marinera, surcada por canales en los que se practica una de las competiciones más simpáticas que conozco: las justas náuticas. Es una ciudad curiosa; turística y bastante bulliciosa en verano y calmada y apagada fuera de temporada. Es, además, de los pocos lugares de Francia que conozco y, de lejos, el que mejor. Ya he perdido la cuenta de las veces que he estado en Sète (yo diría que ya son siete, la última hace dos años); creo que mis viajes aquí superan incluso a mis viajes a Roma, porque de manera más o menos constante, vengo por aquí una vez casi cada año, desde hace ya unos cuantos.

El viaje hasta allí es largo y eso que no está tan lejos de donde vivo. Siempre hacemos el mismo recorrido: un avión a Barcelona y casi 400 km de coche. Es una alternativa razonable a los tres aviones que, de otra manera, necesitaríamos para llegar. Aún a pesar del largo viaje, ir a Sète siempre es agradable. Me gusta esa ciudad y me gusta trabajar con los colegas con los que allí trabajo. Me gusta darme una vuelta por su centro antiguo, ver sus canales, el faro de su puerto, la subasta de pescado, incluso el cementerio marítimo de aquí tiene vistas espectaculares al Mediterráneo. Es una ciudad muy, muy ligada al mar, con una flota pesquera de dimensiones considerables, multitud de pequeños veleros atracados en sus muelles y el espíritu marinero presente en cada uno de sus rincones.

También es una ciudad con zonas claramente delimitadas: la zona antigua junto a los canales, la colina con espectaculares vistas al mar, la parte nueva y moderna, en la zona alta, junto a las playas. Incluso con su clima loco y cambiante, con días de nubes y niebla en plena ola de calor veraniega, con vientos fuertes que empiezan a soplar cuando menos te lo esperas y un afloramiento de aguas profundas que es la clave de la riqueza marítima de esta zona pero también es el responsable de que la temperatura superficial del mar baje a veces tanto que, con casi cuarenta grados fuera, la gente no se atreva a meterse dentro.
El toque decadente de los edificios que rodean sus canales le da a la ciudad un punto melancólico que me
atrae e incomoda a partes iguales. Porque sobre todo en los meses silenciosos fuera de temporada, pero también en plena locura veraniega, se respira claramente ese aire de tristeza melancólica que le da a la ciudad un toque triste y a la vez, interesante, casi seductor.

Y allí he pasado unos días de este mes de Julio, de nuevo trabajando, de nuevo en esta ciudad de canales. Las fotos son de estos días, menos la primera, que es de la única vez que tuve oportunidad de ver las justas náuticas, hace ya cuatro años. Eso sí, esta vez pillé los fuegos artificiales de la fiesta nacional francesa. E incluso tuve oportunidad de visitar el buque científico en el que trabajan los colegas franceses, L’Europe.










viernes, 29 de mayo de 2015

En la terraza

Esta ha sido una semana larga y densa. Un poco extraña también. No sé muy cómo he acabado participando en la reunión que acaba esta tarde aquí, en Milán. Sólo sé que, estando en el mar, recibí una llamada de teléfono y acabé diciendo que sí a hacer algo que, entonces, no sabía muy bien qué sería, pero que acabaron siendo un viaje relámpago la semana pasada a Bruselas y esta reunión en Milán.

Ha sido una semana larga y densa, digo, porque esta reunión tiene un cariz más político que científico, más de gestión que de investigación. Yo, acostumbrada a reuniones más técnicas, me he sentido como pez fuera del agua en esta reunión en la que ellos van con traje y ellas con tacones; en la que nadie tiene nombre, sino que representa a un país u organización (“Tiene la palabra Ucrania”, “Gracias por la intervención, Marruecos”, “Revisemos la propuesta de la Unión Europea”); en la que los idiomas oficiales son el inglés, el francés, el español y el árabe, por lo que son imprescindibles los intérpretes; en la que la gente pide la palabra poniendo en vertical el cartelito que lleva el nombre del país que representa o moviendo la banderita; en el que cada intervención empieza con un “Muchas gracias, señor presidente” y se dicen cosas como “Apoyo la intervención realizada por el distinguido representante de…”. Y me ha flipado porque, lo que a veces se hacen en las reuniones científicas, hablar fuera de la reunión para alcanzar acuerdos, casi disimuladamente, o intentar entre varios sacar adelante algo pactando de antemano, es aquí lo habitual. Nosotros nos reímos diciendo “parecemos la mafia” cuando hacemos alguna (rara) vez eso, pero aquí es lo habitual. Es decir, se realizan multitud de negociaciones fuera de las horas de la reunión (hay reunión, coordinaciones y charlas bilaterales). E incluso, se detiene la reunión un tiempo determinado, para poder acabar de negociar antes de presentar algunas propuestas, como pasó ayer. Y se acuerdan estrategias de “yo intervengo, digo esto, tú presentas lo otro, yo te apoyo, aquel dice algo y al final tú lo echas atrás y lo discutimos el año que viene”.

A mí, que esto del politiqueo no me atrae en absoluto, me ha gustado participar en esta reunión por dos cosas. La primera, para confirmar eso mismo, que quiero ser científica y no política (o gestora). La segunda, para ver que todo el trabajo que hacemos, todo el esfuerzo que invertimos en conseguir datos, en analizarlos, en sacar conclusiones, sigue su camino, sigue su proceso y hay gente que, más arriba, lo revisa, lo tiene en cuenta e intenta aplicar las medidas que proponemos. Poco a poco, a paso muy lento, realizando negociaciones a veces imposibles, pero se tiene en cuenta. Descubrir esto (o mejor, ser realmente consciente de que sí, de que lo que hacemos sirve para algo), en parte compensa la inconveniencia de haber tenido que venir aquí corriendo, a sólo una semana del Festival de Primavera, y con todo lo que he dejado pendiente en casa.

Luego está la otra parte, la parte personal. Porque, aunque se llame a la gente por países, todos somos personas. Y aunque la mayoría sean representantes de ministerios con cargos más o menos importantes, acabas hablando con unos y otros de forma natural, saludas a alguien que conociste en alguna reunión y se mete contigo porque aquí vienes con la delegación más numerosa (y, no nos engañemos, la que corta el bacalao), haces bromas con algún que otro colega que en su día fue científico y que también está por aquí (“Buenos días, Unión Europea”, “Buenos días, FAO”) e incluso te vas a cenar con gente cuya propuesta tu delegación ha machacado duramente y conseguido bloquear y, a pesar de eso, te echas unas risas.

Pienso todo esto esta mañana, aquí, en la (inesperada) terraza de mi habitación del hotel, tratando de ignorar los síntomas de mi alergia a la primavera y trabajando un rato antes de la sesión final de la reunión, esta tarde. La última sesión, ya, para revisar el informe que, esta mañana, están elaborando mientras las delegaciones tenemos unas horas libres. Pienso en el miedo que tenía a esta reunión y en lo rápida que ha pasado. Pienso en lo mucho que he aprendido estos días, a pesar de todo. Pienso en que tampoco ha sido tan duro lo de cambiar las botas de agua por zapatitos de vestir. Y, una vez más, pienso en lo afortunada que soy en trabajar en esto.

En la foto, mi terraza esta semana. Ay, si tuviera una así en casa…

miércoles, 22 de abril de 2015

En las horas previas al mar

Ayer por la tarde llegamos a Málaga. Hoy empieza el primer Festival de Primavera de este año. Nos vamos al mar y nuestro punto de partida es esta ciudad.

El barco debería haber llegado anoche. O esta mañana. Problemas de último momento han hecho que la hora de llegada se atrase. Estará aquí en algún momento de esta tarde, según pueda capear con el temporal de levante que azota ahora mismo. Eso complica un poco todo, altera algunos planes. Yo ayer tenía que estar en Bruselas, en una reunión, pero no fui porque, con la planificación inicial, se me hacía complicado llegar a tiempo. Con el retraso, hubiera podido ir, pero ya tenía los billetes comprados. Esta mañana me he enterado que hay huelga en Bélgica, así que mi vuelta se hubiera complicado aún más. Menos mal que no he ido.

En el aeropuerto, ayer tenía aún encima el susto de los 2 días de retraso del equipaje en mi viaje a Ibiza. Para ir a Ibiza, mi maleta vino a Málaga, así que me parecía normal, en una de esas ironías de la vida, que para venir a Málaga, la maleta pasara por Ibiza. Viajaba con la misma compañía que entonces. Entre broma y broma, salió el equipaje y mi maleta no estaba. Qué gran susto. Luego descubrí el equipaje de nuestro vuelo había salido repartido entre dos cintas. No preguntéis por qué. Mi maleta apareció.

Cuando hace unos días descubrimos que el barco vendría con retraso y que pasaríamos una noche en Málaga sí o sí, decidí cotillear qué se cocía en el Festival de Cine de esta ciudad, a ver si podíamos hacer algo diferente. Descubrí sesiones de cine a 1 €, en la sección “Cosecha del año”, así que me pareció buena idea pasar parte de la tarde viendo “La isla mínima”. Se lo comenté a mi compañero de viaje y le pareció estupendo e incluso nuestra cicerone local se apuntó al evento. Lástima que, de camino al hotel, nuestro estómago pudiera más que nuestro interés cinéfilo (explicación: habíamos comido antes de la una, ya estamos con horario marinero, aún en tierra) y nos paramos a tomar una tapa. Cuando llegamos, sólo quedaban dos entradas. Éramos tres.

El plan B de la tarde se convirtió en compensar los 18 días de mar que nos esperan con ley seca, sin alcohol a bordo ni posibilidad de tocar tierra. Cañas, vermut, vino. Lo que se terciara en cada momento. Recorrimos las callejuelas del casco antiguo. Entramos y salimos de sitios, comiendo y bebiendo como si, efectivamente, fuéramos a pasar casi tres semanas en un barco en mitad del mar. Me caí y me torcí un pie (nada grave, sobreviviré) y acabamos volviendo a nuestros respectivos hoteles y casas con la satisfacción de haber aprovechado al máximo de nuestra última tarde libre en bastante tiempo.

Esta ha sido mi vida, en las horas previas al mar.

Hoy me he despertado con dolor de garganta y un tobillo resentido.

En cuatro horas, toca ir a recoger material.

En unas seis horas, llegará el barco.

Empieza el Festival de Primavera. Empieza la conquista de los océanos.

Pasaré por aquí cuando pueda. No prometo nada.

En la foto, vermut y concha fina. Anoche, en Málaga.

domingo, 12 de abril de 2015

La isla de todos los santos

Políticamente, las Islas Baleares son un archipiélago formado por cuatro islas principales y varios islotes. Geológicamente, el archipiélago está formado por dos grupos de islas, las Gimnesias (Mallorca, Menorca y sus islotes) y las Pitiusas (Ibiza, Formentera y sus islotes).

Aunque no os lo creáis, he pasado más de 30 años viviendo en las Gimnesias y nunca había ido a las Pitiusas. Es lo que tiene la insularidad, sobre la que he estado pensando mucho últimamente y sobre la que escribiré una entrada un día de estos.

Esta Semana Santa, he cubierto un vacío que tenía pendiente: ir a las Pitiusas, concretamente a Ibiza (o Eivissa), la mayor de ellas, la isla de todos los santos, sí esa isla en la que (casi) todas las poblaciones se llaman San o Santa algo. Excepto su capital.

Ibiza es el nombre con el que el mundo mundial conoce a la isla, Eivissa como la conocemos los habitantes de las islas. Eivissa es también el nombre de su capital, aunque, del mismo modo que para los isleños la capital de Mallorca no es Palma (ni mucho menos Palma de Mallorca) sino Ciutat, la capital de Ibiza no es Eivissa (ni mucho menos Ibiza) sino Vila.

Somos así los isleños.

A lo que iba. Me fui seis días (no llegó) a la isla de todos los santos. Pasé la mitad del tiempo sin maleta y la otra mitad con un virus intestinal. Un gran estreno para mi primer viaje vacacional en Semana Santa.

Pero, a pesar de todo, tuve tiempo de pasear, ver cosas, llegar a calas perdidas, visitar mercadillos hippies, hacerme a la idea de la locura que debe ser esa isla en verano, disfrutar de mares cristalinos y flipar con casas blancas. Hasta de ir a Formentera. Pero Formentera se merece entrada propia. Ya llegará.