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sábado, 31 de diciembre de 2016

2016

Lo voy a decir desde el principio, para que nadie se sorprenda más adelante: 2016 ha sido un buen año para mí.

Lo confieso, sí, ha sido un buen año. Igual exagero, igual sólo debería decir que 2016 NO ha sido un mal año. Así, de memoria, ésa es la sensación que tengo, que no ha estado mal. No ha sido alucinante, no ha sido terrorífico. Estaría en algún punto intermedio pero tendiendo hacia lo bueno. Bastante bueno, diría yo. Al menos es como lo siento. Y no creo equivocarme.

De hecho, tengo pruebas.

A principios de 2016, alguien compartió en algún sitio (no recuerdo quién ni dónde, aunque creo que fue en facebook) una iniciativa/idea/propuesta que me llamó la atención: se trataba de apuntar en papelitos las cosas buenas que te iban pasando a lo largo del año y guardarlas en un tarro de cristal. Así, al final de año, podrías repasar todo lo bueno que te había ocurrido. Me pareció una idea maravillosa y decidí hacerlo, sustituyendo el tarro de cristal por una caja metálica que tengo y que nunca había usado porque en la parte superior tiene una raja, en plan hucha. Es decir, era perfecta para el propósito de la propuesta.

Y eso he ido haciendo a lo largo del año: apuntar en un papel momentos en los que he sido feliz, con su fecha correspondiente. Sé que no está todo lo que me ha hecho feliz, lo sé porque ha habido veces que no he recordado la existencia de la caja metálica y han pasado semanas enteras sin que apuntara nada. Es decir, hay cosas que no están y deberían estar, pero lo importante es que todo lo que está es porque debe estar.

Así que hoy, 31 de Diciembre, he abierto la caja y revisado los papeles. Para ser precisos, debería haberlo hecho mañana: hoy aún es 2016 y aún hoy pueden pasar cosas maravillosas. Pero es mi manera de dar por concluido el año, de cerrar este 2016 tan curioso. Y, ¿sabéis lo que me he encontrado? Esto:


Un total de 134 papelitos (bueno, alguno más, porque me he encontrado recuerdos repetidos) de todo tipo: papelitos de colores, papelitos blancos, papelitos a cuadros, trozos de papel de algún anuncio o de cualquier cosa en los están escritas una fecha y algunas palabras que me han recordado un momento feliz. Los he desdoblado cuidadosamente, los he leído tal y como iban apareciendo y los he ordenado por meses. Luego los he vuelto a leer, por orden, y a numerar.

Y, ¿sabéis que me he encontrado? Un montón de recuerdos bonitos. He encontrado momentos que me han hecho sonreír, momentos que me han hecho decir eso de “Ah, ¿pero eso pasó este año?”, momentos que no recordaba (pocos, pero alguno ha aparecido). Hay recuerdos de todo tipo:

Hay conversaciones con amigas (23/01:“Me gusta uno bajito”. “Ahora se llevan los bajitos”).

Hay escenas costumbristas (24/01 “Conduciendo de Campos a Palma, con el calor del sol y una canción chula en la radio”; 20/02: Subir a las 10 a casa de los papis porque el fijo no va y tienen el móvil apagado y descubrirlos con cara de pillos comiendo churros con chocolate”).

Hay mucho baile, mucho swing (19/02: “Bailar, bailar, bailar. Con parejas nuevas o con leaders con los que bailaría siempre.”; 2/10: “Bailando ‘In the sunny side of the street’”; 30/10: “Bailando, bailando, bailando!").

Hay incluso recuerdos que ahora me ponen un poco triste (01/03: “La Grand Place de Bruselas a las 7:45 y -2ºC”, mi último viaje a Bruselas, poco antes de los atentados).

Hay recuerdos de viajes (10/04: “Far de Cavalleria. Menorca. Un lugar al que volver siempre”; 15/09:”Kiel. Waiting for the bus to the airport. By the fjiord, with sun and perfect wind, listening to a great song. Absolutely happy” -Sí, hay cosas en inglés también. Y hasta en gallego; 20/9: “Hondarribia. Pintxos. Sidra. Txacolí. Pacharán”; Octubre: “Ponza + Palmarola Aguas cristalinas. Buena comida. Y aquel baño loco en el mar, a medianoche, después de una opulante cena”.

Hay momentos gastronómicos (6/1: “Roscón de Reyes casero!”; 6/5: “El cocido gallego del MO”; 07/09: “Parrillada de marisco y merluza a la cazuela. Qué felicidad”).

Hay hasta momentos materialistas (11/12: "Mi Lamy edición especial. Y mi libreta HP; Noviembre: “Mi edredón italinao, descubierto en Alemania, comprado online”).

Hay momentos que inevitablemente me hacen feliz (10/04: “¡Primer baño de la temporada! Cala en Forcat. Menorca”; Noviembre: “Roma. SIEMPRE”).

Hay recuerdos sencillos con amigos (7/05: “Tomando colacao y cruasán de jamón y queso a las 2 de la mañana”; 10/5: “Jacques Coustau, Felix Rodríguez de la Fuente”; 13/08: “Cumple de J”; 19/9: “Una hora al teléfono, hablando de lo divino y humano”; 2/10: “Aeropuerto de Roma. Un mensaje de I. No ha cogido su vuelo. Nos tomamos algo juntos y charlamos”; 20/12: “De cervezas y vinos con X, MJ y B”).

Y hay mar, mucho mar, muchísimo, muchísimo mar. Hay tanto mar que lo resumiré con un único recuerdo: 14/06: “Volver al mar después de Madrid. El mar me calma. El mar me salva”.

Y hay gente, bastante gente. Gente nueva, gente de siempre, gente que sólo aparece una vez, gente que aparece de manera bastante recurrente (en algunos casos, de manera casi preocupantemente recurrente), que es la gente que más quiero, está claro.

Y luego está todo lo que falta, todo lo que no recordé apuntar en su momento, todo lo que sigue aún en mi cabeza y todo lo que he olvidado.

Sí, este 2016 ha sido un buen año. Esperemos que 2017 sea, como mínimo, igual.

PD: Después de ordenar todos los recuerdos, los he metido en un sobre (sí, me he equivocado, iba a escribir “21..” y por eso el 0 es tan feo. Bueno, los demás números tampoco son muy bonitos, pero bah) que cerraré en las próximas horas (¿quién sabe? Aún puedo ser feliz de aquí a medianoche). Y ahí quedarán, hasta que algún día me apetezca volver a recordarlos.

PD2: No tengo ni idea si durante 2017 volveré a hacer lo de los papelitos. Tal vez sí. Tal vez no. Dejemos que 2017 nos guíe. Lo decidiré mañana. 

 

jueves, 29 de diciembre de 2016

Es así

Hoy me he ido llorando del curro.

Literalmente.

Me he ido llorando de dolor y rabia, tras pasar apenas dos horas en la oficina. Mi ataque mensual de prostaglandinas (o sea, la regla) ha podido conmigo.

Llevaba despierta desde las seis de la mañana, me había tomado un antiinflamatorio a las 7 y dos antifibrinolíticos a las 8 y eran casi las 10 y seguía con muchos dolores, mal, incómoda y totalmente improductiva. Era la segunda noche que apenas dormía de dolor, estaba cansada, agotada, dolorida y enfurecida. Así que me he ido a administración, me he pedido el día libre y me he ido a mi casa. “Te apunto que estás enferma y ya está, así no pierdes un día libre”, me han dicho en administración. Y me he negado, por noséqué estúpida tendencia que tengo de no considerar esto como una enfermedad (no lo es) y porque el número de días que podemos faltar por enfermedad al año está limitado y no quiero gastarlos (estupidez suprema porque MAÑANA acaba el año laboral y no he perdido ni un solo día por enfermedad en todo este año). He perdido la cuenta de los días libres que me he cogido este año cada vez que me han atacado las malditas prostaglandinas, de verdad, pero han sido un montón.

Me daba rabia irme, porque había quedado con mi jefe para trabajar en un informe, pero no podía más. Como él no había llegado, le he mandado un whatsapp diciéndole que me iba. Pero justo cuando cogía el coche para irme, ha aparcado junto a mí. Así que he vuelto a salir del coche para contarle que me iba porque estaba mal. “No hay problema, no te preocupes. ¿Qué te pasa?”. Me he encogido de hombros y he soltado algunas palabras inconexas entre las que se incluía “ovarios” y me ha entendido perfectamente. “¿Te llevo yo? ¿Estás bien para conducir?”. “Sí, sí, puedo conducir, sin problema”. “¿Seguro?”. “Que sí, que sí”. Y me he ido. Creo que sin ni siquiera darle las gracias.

Y me he puesto a llorar.

Igual es por las hormonas, ésas que se nos alteran tanto en estos días. Igual era por el dolor, ése que tenía en el vientre, en la espalda, en las piernas y que parecía incapaz de abandonarme. Pero yo creo que era más por la rabia, por el cabreo que siento cuando estoy así, por tener que parar mi vida por culpa de algo que es natural, normal y que le pasa cada día a millones de mujeres en el mundo. Me considero una mujer fuerte, luchadora e independiente. Soy la princesa Leia de Star Wars (Ay, Carrie Fisher). Soy Maggie O’Connell de Doctor en Alaska. Pero cuando me viene la regla, soy un ser débil, frágil, inestable e incapaz de llevar su vida con normalidad. Años y años, siglos mejor dicho de lucha por la igualdad entre géneros, por conseguir los mismos derechos, los mismos reconocimientos laborales y yo, que tengo la suerte de llevar una vida que me encanta, de trabajar en algo que me gusta y donde nunca (o tal vez una vez) me he sentido discriminada por ser mujer, siento que lo que me limita dar el 100% de mí misma, lo que me hace no ser igual que mis compañeros masculinos no es la discriminación, ni el machismo, ni nada de esas lacras deplorables, sino algo que es 100% femenino: la regla. Y ¿qué queréis que os diga? Me joroba, mucho. Porque sí, es algo natural y todo eso. Pero estoy k.o. como mínimo dos días de cada ciclo que, multiplicados por mis trece ciclos anuales, hacen la friolera de 26 días. Casi un mes al año en el que no soy yo, porque la damisela indefensa que soy en estos días, no soy yo. Es así.

Así que ahora, dos años después de dejar mi antigua terapia hormonal y abrazar el mundo alternativo (sólo me ha faltado probar la homeopatía y visitar un chamán y va a ser que no), doy por concluido mi periodo experimental y voy a volver a abrazar las hormonas de la felicidad. Porque, qué queréis que os diga, para algunas de nosotras, unos cuantos días al mes, esto de ser mujer es una auténtica putada.

domingo, 20 de noviembre de 2016

En el aeropuerto de Frankfurt

Tengo la sensación de que el amanecer me ha perseguido durante varias horas. Es lo que tiene viajar hacia el oeste a primera hora de la mañana. Aunque lo correcto sería decir noroeste. Tengo que apresurarme para bajar del avión: entre que me he despistado leyendo y que el chaval que está sentado en mi fila sigue dormido, bajo del avión casi la última. Acabamos de aterrizar en el aeropuerto de Frankfurt, un aeropuerto de los que yo califico como “no me gusta”. Son casi las nueve de la mañana según mi reloj, casi las ocho en realidad aquí. Y ya llevo casi cinco horas despierta.

Miro en las pantallas por si aparece mi vuelo, pero es una tontería, quedan más de cinco horas para que salga. Luego recuerdo que llevo ya la tarjeta de embarque y compruebo que sí, efectivamente, ya aparece en él mi puerta de embarque. Por una vez, no tengo que cambiar de letra, ni recorrer esos largos pasillos subterráneos que tan poco me gustan de este aeropuerto. Llego al control de pasaportes y pierdo de vista al búlgaro interesante con un tic en un ojo con el que he compartido vuelo. Me dirijo a la zona en la que es un control automático, donde mantengo una absurda conversación sobre la necesidad (o no) de llevar pasaporte si me estoy moviendo por Europa. Al final, acepto que si quiero pasar por la máquina, tengo que sacar el pasaporte que llevo en la mochila. La máquina lo escanea, me deja pasar pero una pantalla me detiene para hacerme una foto. Sonrío absurdamente, tanto por la gracia que me hace que me hagan una foto en el aeropuerto como porque, en las fotos, me veo mejor sonriendo.

Cambio la hora del reloj y empiezo a pensar en qué hacer en las cinco horas que me quedan. Podría salir del aeropuerto e ir hasta la ciudad, pero ya lo hice una vez. Estuvo bien, pero entre el sueño y las cuatro horas de ayer en coche (en parte conducido por el chófer que se dormía, en parte por la colega italiana que se percató del tema y exigió conducir ella) no me apetece demasiado moverme de aquí. Y la pereza que me da volver a pasar el control de seguridad. Paseo por alguna tienda, buscando las salchichas que más tarde compraré para llevar a casa y descubro una tienda en la que venden Lamys.

Camino durante un buen rato, primero por la zona de las tiendas, luego en sentido contrario a mi puerta de embarque y decido que tal vez debería cambiar mi calificación de este aeropuerto. Hoy un “me gusta” me parce más adecuado. Observo a mi alrededor, la gente, las tiendas, los lugares, tratando de decidir qué quiero hacer. Creo reconocer una cafetería en la que una vez compré algo. Debería encontrar un lugar para cambiar la moneda búlgara que aún llevo en el bolsillo. He gastado poquísimo en este viaje. Es lo que tiene pasarte el día encerrada en un hotel trabajando, durmiendo, comiendo y hasta nadando. Cambio de sentido y voy hacia la zona de mi puerta de embarque y la paso de largo. Recuerdo que una vez me crucé con Ángela Molina en un aeropuerto alemán, juraría que en éste. Al cabo de un rato reconozco la zona en la que me crucé con ella: sí, era este aeropuerto.

Descubro una zona prometedora: asientos de esos en los que puedes estirar las piernas y enchufes. Pero quiero un asiento junto a la ventana y junto a los enchufes… anda, hay uno. Me siento, enchufo el móvil, enciendo el portátil y busco wifi gratis. Ahora hay wifi gratis por todo, incluso en la tienda-gasolinera en la que nos paramos anoche, a medio camino entre Burgas y Sofía, cuando pedimos al conductor que parara porque no queríamos seguir arriesgándonos a que se durmiera al volante. El sol ya está alto, a ratos aparece entre las nubes, todo un lujo después de una semana casi sin verlo.

Aún no tengo muy claro en qué voy a matar las horas que me quedan. Podría dormir. Podría leer. Podría actualizar mi currículo para las opos. Podría estudiar para las opos. Podría revisar un artículo que tengo a medio revisar. Podría ponerme al día leyendo blogs que hace semanas que no leo. Podría, simplemente, observar a la gente. Pero de momento no quiero hacer nada de eso, sólo dejar pasar el tiempo, las horas, en este paréntesis que es hoy mi vida, que es siempre el día del viaje, de la vuelta, acabando de digerir lo vivido en la última semana, los viajes de las dos últimas semanas; preparándome para volver a la normalidad a partir de mañana. Estoy en el descanso de un partido, esa es la sensación que tengo. En un impasse. Ayer no importa, mañana tampoco. Así que escribo, porque eso es lo que me apetece hacer en este momento intermedio.

En un rato me levantaré, caminaré otro rato, pasearé por las tiendas, pensaré en historias que podrían estar pasando en este aeropuerto que hoy me ha resultado sorprendentemente inspirador. Tomaré algo en alguna cafetería, leeré un rato, cambiaré las levas búlgaras que aún llevo encima y buscaré otro rincón donde sentarme un rato antes de comer algo y subir al avión que me llevará a casa.

Pero ahora sólo estoy aquí, sentada, mirando por la ventana, cargando el móvil y escribiendo.

En la foto, el amanecer persiguiéndome poco antes de aterrizar en el aeropuerto de Frankfurt.

lunes, 26 de septiembre de 2016

Personajes

Tengo un pequeño (y ligeramente absurdo) conflicto creativo-personal. Hace un tiempo, conocí a alguien, a un tipo, que me inspiró un personaje, llamémosle X. X se convirtió en el coprotagonista de una historia de ficción con otro personaje, llamémosle A. Digamos también que A se basaba en cierto modo en mí; era, al menos en parte, mi alter ego. No era yo, pero comparte algunas cosas conmigo, aunque difiere también en muchas otras. La historia protagonizada por X y A iba avanzando, tomaba forma, pero no me acababa de convencer, le faltaba algo. Y entonces, conocí a otro tipo, llamémosle Z, que casi automáticamente se convirtió en un nuevo personaje. Así, ya tenía tres personajes, X, Z y A. Y, claro, como en toda ficción que se precie, pasaban cosas. La historia cobró mejor forma, una forma más clara, más en mi cabeza que sobre el papel, pero ahí iba, avanzando poco a poco. De hecho ahí sigue, avanzando, creciendo, entretejiendo las relaciones entre esos personajes.

Y, ¿dónde está el conflicto?, os preguntaréis. Bueno, yo lo sé todo de los personajes, X, Z y A. Absolutamente todo. Sé lo que piensan, sé lo que sienten, sé lo que quieren hacer con sus vidas, sé a quién aman, sé por lo que sufren. Pero no sé todo eso de los X, Z y A reales en los que se basan, qué va. Encima, es una historia que tiene saltos en el tiempo, en la que su presente es nuestro futuro y su pasado, nuestro presente. No sé si me explico. Su presente se desarrolla dentro de unos quince años y nuestro presente son recuerdos de su pasado. Así, sé perfectamente lo que va a pasar con X, Z y A personajes, pero no tengo ni idea, en ningún caso, de qué les (nos) pasará a X, Z y A en ese futuro, no sé cómo serán (seremos), ni si seguiremos en contacto. Y ahí está, en parte, mi conflicto. Las cosas que pasan, las cosas que viven, las cosas que vivimos, los X, Z y A reales, las comparo con lo que los personajes X, Z y A han vivido. Lo que voy sabiendo de X y Z según pasa el tiempo e incluso lo que yo voy viviendo, lo comparo con lo que mi cabeza se ha inventado. Y me sorprendo a mí misma comparándolos y estableciendo paralelismos y hasta semejanzas. Cuanto más los conozco, más comparo a esas personas reales con las ficticias que creé en mi mente al poco tiempo de conocerlos. Y no sólo eso. A veces, cuando a alguno de los reales le pasa algo o se dan algunas interacciones entre ellos (incluso entre nosotros), encuentro la manera de incorporar ese lo que sea a la historia. Convenientemente adaptado, convenientemente disfrazado y adecuado a la ficción claramente diferente a la realidad. Pero ahí están. Y esos X, Z y A ficticios iniciales se van modificando un poco, van evolucionando también, adquiriendo características y hasta vivencias de los X, Z y A reales.

Y, a veces, me pregunto si no se me estará yendo de las manos esto de volver más reales a esos personajes ficticios; si esos X, Z y A ficticios acaben siendo los X, Z y A reales, aunque sus vivencias no tengan, en realidad, nada que ver. Y es totalmente absurdo, lo sé, eso de comparar realidad y ficción y eso de preocuparme de la relación entre realidad y ficción. Pero no puedo evitar hacerlo. Porque en realidad los personajes X, Z y A se parecen poco o bastante poco a los reales, al menos lo que sé (poco o mucho) de ellos. Pero cuanto más voy avanzando con ellos, con los personajes y cuanto más conozco a los reales, más siento este absurdo conflicto, como si los personajes ficticios adquirieran cada vez más vida propia, como si las personas reales cada vez estuvieran más reflejadas en la ficción. Y a veces temo, o casi temo, que unos y otros se acaben confundiendo, que yo misma no sepa dónde acaba la ficción y empieza la realidad, dónde están los límites y si un recuerdo que tengo es en realidad eso, un recuerdo, o sólo una invención.

Y hasta aquí mi pequeño (y ligeramente absurdo) conflicto creativo-personal.

La foto, que no tiene nada que ver con el texto (o igual sí, yo qué sé), soy yo en el agua, en el océano. Nunca está de más una foto con los pies en el agua.

domingo, 11 de septiembre de 2016

11-S

Hacía más o menos un mes que había empezado a trabajar, mi primer trabajo relacionado con mis estudios, en un centro de investigación marina. Faltaba menos de un mes para empezar mi último año de universidad. Y estaba emocionada porque en unos días participaría en una campaña oceanográfica, mi primer Festival (no de Primavera), ¡iría en un barco en mitad del mar! Y al día siguiente me iban a enseñar a muestrear peces.

Había ido a trabajar y comíamos en casa los cuatro: mis padres, mi hermana y yo. Después de comer, mi hermana y yo ayudábamos a nuestra madre a recoger y nuestro padre se fue al comedor, a ver la televisión. Oh, qué mal, si cogía él el mando a distancia seguro que ponía las noticias, qué rollo, en vez de “Friends” que era lo que queríamos ver nosotras. Íbamos y veníamos, recogíamos cosas, nos lavábamos los dientes, hablábamos y reíamos.

Y fue cuando nuestro padre dijo: “Ha pasado algo grave, muy, muy grave, pero no sé el qué ni dónde”. Y los cuatro nos juntamos delante de la televisión. Sorpresa, estupor, incredulidad. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué era aquello? ¿Cómo podía ser?

El resto es historia.

¿Quién no se acuerda de lo que estaba haciendo tal día como hoy hace quince años?

Se ha dicho mucho sobre el 11-S, se ha hablado mucho. Creo que, en general, lo que a mucha gente nos hace reflexionar es por qué se le da tanta publicidad, tanta importancia a un hecho que no ha sido el más grave en la Historia de la Humanidad, ni mucho menos. Ha habido hechos muy peores, antes y después y los continúa habiendo. Pero lo que creo que marca la diferencia entre todo y el 11-S es que, por primera vez, nos dimos cuenta (como comprobaríamos después) que aquello nos podía pasar a nosotros. Nuestro día a día, en nuestro entorno, hay muchas cosas malas (accidentes, asesinatos), pero las grandes catástrofes (guerras, desastres naturales, atentados) pasaban muy lejos de nosotros, mucho, y a gente con la que no nos identificábamos. Pero cualquiera de nosotros podría haber estado allí. Quien más quien menos coge aviones de tanto en tanto, vive en grandes ciudades o viaja a grandes ciudades como NY. Y no era sólo eso: lo estábamos viendo en directo, por la tele. Ahora, estas dos cosas ya no son tan excepcionales. Por desgracia.

Han pasado quince años. Aún trabajo en el mismo centro de investigación marina. He hecho una tesis doctoral. He participado en muchas campañas más y, de hecho, ahora soy yo la que lidera la continuación de aquélla en la que estaba a punto de participar hace quince años. De los científicos con los que compartí aquella campaña, uno murió, otro se ha jubilado pero el resto siguen en activo y, con la mayoría, sigo en contacto. Peces he muestreado muchos. Y otros muchos bichos. De vez en cuando, aún comemos los cuatro, pero casi nunca simultáneamente. Ahora es nuestro padre el que recoge la mesa y nuestra madre la que va al comedor a ver la tele. Ahora, en las pocas veces que coincidimos a esa hora en casa de mis padres los cuatro, todos aceptamos ver las noticias. Y hace mucho tiempo que “Friends” acabó.

Publiqué una versión de este texto hace cinco años en otro lugar, en otro idioma. Entonces escribí también que no sabía si el mundo había cambiado aquel 11-S, pero ahora estoy convencida de que sí, mucho. Demasiado. Hay cosas que no cambian, claro. La gente sigue naciendo y muriendo cada día, la gente sigue enamorándose. Hay catástrofes naturales y acciones terribles de gente maliciosa. Pero el mundo continúa y continuará girando, no sé si siempre, pero sí de momento.

jueves, 25 de agosto de 2016

Si fuera por vosotros...

Si fuera por vosotros, no comería carne, ni bebería leche, ni tomaría harina, ni azúcar, ni pescado, ni verduras cocinadas, ni frutas, ni cereales que no fueran integrales. No comería huevos, ni bebería alcohol. Si fuera por vosotros, sólo comería proteínas, o sólo carbohidratos, o sólo grasas. Si fuera por vosotros no comería nada de origen animal, o de origen vegetal, o de origen terrestre o, quién sabe, de origen extraterrestre.

Si fuera por vosotros, sería runner y yogui, sería vigoréxica y anoréxica, correría maratones, triatlones, medio maratones y duatlones. Si fuera por vosotros saltaría vallas, escalaría montañas y ascendería cuestas empinadas a pie, en bicicleta, en triciclo, monopatín, haciendo el pino y hasta a nado.

Si fuera por vosotros sería atea, religiosa, islamista, agnóstica, apóstata, yihadista, semita y antisemita. Si fuera por vosotros, sería de derechas, de izquierdas y de centro. Si fuera por vosotros, sería del PP, del PSOE, de IU, de Ciudadanos, de Podemos, y de un montón de partidos que ni siquiera conozco.

Si fuera por vosotros, pariría sin epidural y con ella, sería antivacunas y provacunas, curaría todos mis males con sustancias químicas creadas artificialmente por farmacólogos malévolos y con hierbas naturales recolectadas por muchachas vírgenes a la luz de la luna.

Me hartan los fundamentalismos, me cansan las etiquetas.

No quiero que me etiquetéis con ninguna de las miles, millones de etiquetas que existen.

Sólo hay una cosa que soy, única y exclusivamente. Soy Nisi, nisí,νησί .Soy una isla. Nadie es una isla, diréis. No, todos somos islas, todos. Somos islas en contacto con otras islas, a veces más unidas a los demás, a veces menos. Pero somos islas solitarias en los momentos más importantes de nuestras vidas: al nacer y al morir.

Por eso sólo hay dos etiquetas que aceptaré en vida.

La primera, la que me pusieron al nacer en la muñeca, para distinguirme del resto de bebés de las otras cunas. Si es que realmente me la pusieron.

La segunda, la que me pondrán en el dedo gordo del pie cuando muera (sí, como en las pelis), para distinguirme del resto de cadáveres del depósito. Si es que realmente me la ponen.

Porque al nacer, en el preciso instante en el que me sacaron del vientre de mi madre, estuve sola, como una isla, aunque fuera durante unos instantes. Porque cuando muera, en el momento que tenga que emprender el camino de salida de este mundo, estaré sola, como una isla, aunque sea en el último suspiro.

Así que ya sabéis, fundamentalistas varios, dejadme estar.

Soy demasiado aburrida e indefinida para aceptar ninguna de vuestras etiquetas.

En la foto, yo. Sin etiquetas.

viernes, 12 de agosto de 2016

Día Mundial de los Elefantes

Hoy se celebra el Día Mundial del Elefante y me parece una excusa tan buena como cualquier otra para hablar de… elefantes.

Si pienso en elefantes, se me vienen a la mente varias cosas. La primera es la Casa de los Elefantes del zoo de Budapest que visité en el viaje de la carrera (allá por el Pleistoceno). No recuerdo los elefantes, no tengo ninguna foto suya (sólo una anotación en el álbum que pone que daban pena, de lo delgados que estaban), pero sí que recuerdo su impresionante cúpula. La fotos en blanco y negro no son por ningún filtro guay, sino porque me llevé un carrete así para aquel viaje (ya lo os había dicho, el Pleistoceno).

 
La segunda cosa que me viene a la mente (igual no por este orden) es Namibia, por supuesto. De Namibia me traje un dibujo de un elefante que adorna mi casa y un montón de fotos y recuerdos de la excursión a Etosha. Allí vimos unos cuantos elefantes, elefantes que pasaban del negro al blanco según si estaban remojándose en agua y barro o paseando por las inmensas planicies de polvo blanco.




Pero yo quería hablaros de un elefante en concreto, de éste elefante:



La foto es borrosa y malísima. Y, aunque su historia ya la mencioné aquí, creo que tal día como hoy este elefante se merece un recuerdo. Porque aquél fue un elefante especial, un momento increíble, casi terrorífico. Y, cuando pienso en elefantes, siempre me acuerdo de él.

Era por la noche, ya tarde. Estábamos en el campamento de Okakuejo y, después de cenar, nos fuimos junto a la charca, aprovechando el frescor de la noche. Nos sentamos, rodeadas de otros turistas, en silencio, con ese silencio colectivo, casi místico que te hace sentirte parte de la naturaleza y que te integra con el resto de compañeros de experiencia. No había demasiados animales, pero sí un rinoceronte, refrescándose en la charca. Entonces apareció él, un elefante solitario.

Nunca te fíes de un elefante solitario.

Llegó por el extremo contrario de donde se encontraba el rinoceronte pero, aún así, fue hasta él, molestándole violentamente hasta que consiguió que se largara. Dicen que el león es el rey de la selva. No es cierto. Y no sólo porque no haya leones en la selva, sino porque el elefante es el auténtico rey. La cuestión es que allí estaba aquel elefante solitario y violento, dando por saco al pobre rinoceronte, sólo para quedarse allí solo, en la charca. Era un bicho impresionante, grande, precioso. Creo que estábamos todos fascinados. Estaba allí, a pocos metros de nosotros, separados por un muro (no muy alto) de piedras y algunas vallas (supongo que electrizadas). En un momento determinado, el elefante se quedó quieto, mirando hacia donde estábamos. Era una imagen increíble, impresionante: aquella mole, aquel bicho nos estaba mirando directa y fijamente, o al menos eso parecía. ¿Podía vernos? Ni idea, puede ser que no, pero yo juraría que sí, que nos veía, que sabía que estábamos allí. Era un plano perfecto, un bicho perfecto y la réflex preparada para disparar. Pero no pude, fui incapaz. La violencia que emanaba su mirada, la energía, diría que su maldad, nos petrificó. Nos cogimos de las manos, aterradas, en posición de huída, listas para salir corriendo esperando en cualquier momento el ataque del mamífero terrestre más grande del planeta. Sentía la necesidad de disparar la foto, pero el instinto de supervivencia era superior. Y así estuvimos, con una tensión insoportable hasta que aquel elefante solitario se perdió en la oscuridad.

Visto con perspectiva, probablemente nos asustamos por nada. Pero os puedo asegurar que la energía que emitía aquel animal, el poder y la fuerza eran tan terroríficos como impresionantes.

El auténtico rey de la naturaleza.

Como bióloga que soy, tal día como hoy podría aprovechar para contaros cosas científicas de los elefantes. Pero he preferido recordar a un elefante en concreto. Al auténtico rey, sí.

miércoles, 3 de agosto de 2016

Por los mares del sur

He pasado unos días por los mares del sur. Bueno, también por tierras firmes del sur.

He ido a un montón de sitios donde nunca había estado antes. Qué digo a un montón, a mogollón de sitios que sólo conocía por sus nombres. O ni siquiera eso. Vamos, que he estado en terra incognita. Y en mare incognitum también. Territorios no explorados por el hombre. Por mí, concretamente.

Han sido días de risas, de amigas, de paseos, de tintos con casera, de playa, de faros, de pueblecitos blancos, de conversaciones hasta altas horas de la madrugada, de no saber qué día de la semana era, de cambiar de planes según nos apetecía, de olvidar las prisas y las responsabilidades, de arena, de sol, de mar, de respirar, de disfrutar.

Ha sido un viaje que empezó con un “Deberíamos vernos otra vez pronto. ¿Y si…?”, “¡¡Sííí!!”. Y así fue. SÍ.

Ha sido corto, muy corto. Tan corto que te vas con penita, deseando que los días bonitos con gentes bonitas duraran más, mucho más. Pero luego te encuentras en el aeropuerto con una chica despidiéndose a moco tendido de la que debe ser su madre, entras junto a ella en el aeropuerto y sigue llorando y llorando sin parar. Y estás un rato pensando en ella, imaginado su historia (se despide de su madre llorando porque se va a trabajar lejos, donde hay trabajo, dejando atrás a todo lo que quiere, su familia, sus amigos. Qué otra historia va a ser sino) y no te queda más remedio que sonreír, claro que sí. Sonreír por todo lo que has vivido, por haber dicho ese “sí”, porque eres afortunada de tener gente querida por ahí dispersa, por poder volver a casa donde también tienes gente querida. Y te vas así, con una sonrisa, de haberlo pasado bien, de haber disfrutado y hasta la hora y media de retraso de tu vuelo no te molesta. Bueno, igual no tanto. Pero entendéis lo que quiero decir, ¿no? La felicidad de saberse feliz. O lo que sea.

Málaga. El Chaparral. Cabopino. Marbella. Nerja. Maro. Frigiliana. Tarifa. Gafas rosas. Bolonia. Vejer. Cádiz. Conil. Atún rojo. Cabo Trafalgar .Puerto Real. Y vuelta.

Ay, amijas, ¡hay que repetir!
















domingo, 17 de julio de 2016

Dos libros

Últimamente no escribo mucho por aquí. No es que no tenga nada que contar, no es por falta de ganas, sino… bueno, sí, es por falta de ganas, por cansancio acumulado, por preferir estar tirada en el sofá con el encefalograma plano después de varios meses física, pero sobre todo mentalmente, agotadores. Y ahora no voy a prometer nada, no vengo aquí a decir que a partir de ahora escribiré más, no: escribiré lo que me apetezca, cuando y como me apetezca.

Por algo este es mi blog.

Pero es cierto que este fin de semana creo que he recargado las pilas que tenía bajas. Miento. Este fin de semana no me ha quedado más remedio que hacer un descanso intensivo porque mi cuerpo ha dicho basta. Soy muy de la idea de que hay que escuchar al cuerpo y yo, la verdad, en los últimos meses no es que no le haya hecho caso: simplemente, llevaba un ritmo tal que no había espacio en mi vida para tomarme un respiro. No lo necesitaba, no lo quería. Pero conozco mi cuerpo y sé que cuando quiere parar, me obliga a parar. Esta vez ha sido en forma de un ataque indiscriminado de prostaglandinas, esas cabronas, que me han obligado a pasarme tres días en estado casi vegetativo, preocupándome sólo de sobrevivir.

En todos estos meses anteriores de locura, he dejado de hacer muchas cosas que me gusta hacer como leer, tejer y hasta cuidar de mis plantas. Poco a poco voy recuperando todas esas rutinas (ya va siendo hora) y dándome cuenta de que, oye, algo sí que he leído en los últimos tiempos.

Leí “La vida a veces” de Carlos del Amor porque me parecía que un libro de relatos cortos se adaptaba perfectamente a mi vida loca. Son relatos muy variados. Como me suele pasar con este tipo de libros, algunos me han encantado, otros me han gustado y otros no me han aportado nada especialmente. Carlos del Amor es un periodista con una sensibilidad muy especial, como reflejan muy bien estas historias, algunas son pura poesía, otras son tan sinceras que me han resultado hasta aterradoras. Me gustó mucho y dejo aquí dos frases de las que he marcado:

“Es curioso: la vida parece algo muy largo, creemos que nunca llega mañana y al abrir los ojos descubrimos que mañana ya es ayer” (Cara a cara).

“Se abrazaron como si un abrazo fuera a hacer que el peligro terminara antes, como si la desgracia fuera imposible teniendo al otro cerca” (Lucas).

“El curioso mundo de Calpurnia Tate” de Jacqueline Kelly, es la continuación de “La evolución de Calpurnia Tate”, un libro (en teoría literatura juvenil) que en su día me encantó. Éste me ha encantado igualmente. Calpurnia es un personaje maravilloso, una jovencita que vive en un pueblo de Texas, a principios del siglo XX, con claras inquietudes científicas y feministas, curiosa, cabezona y observadora. Su especial relación con su abuelo, su amor por la naturaleza y cómo se enfrenta a la sociedad en la que le ha tocado vivir hacen de sus libros historias agradables, amenas y muy entretenidas. Soy muy fan de estos libros, aunque sean para adolescentes. Espero que siga habiendo más, porque me encanta ver cómo crece el personaje y disfrutar de sus aventuras y desventuras. Algunas frases que he marcado:

(Hablando de un oso hormiguero:) “Me pareció en conjunto una criatura poco agraciada, pero el abuelito había dicho una vez que aplicar la definición humana de belleza a un animal que había logrado sobrevivir millones de años era anticientífico y estúpido”.

“He de confesar que los hongos no eran precisamente mi tema favorito, pero como él siempre me recordaba, todas las formas de vida estaban entrelazadas y no debíamos descuidar ninguna”.

“El abuelo me decía siempre que la vida estaba llena de ocasiones para aprender y que uno debía tratar de captar todo lo que pudiera de un experto en un campo concreto, daba igual cual fuese”.

“Y durante ese momento, pasé de ser una semiciudadana a una ciudadana con todas las de la ley: no, me convertí en un solado; o mejor, en un ejército entero que impartía justicia y venganza por todas las demás semiciudadanas del mundo”.

Qué grande es Calpurnia.

viernes, 8 de julio de 2016

Francia ha cambiado

No es que conozca yo mucho Francia, no es que sea yo muy experta en temas franceses, pero Francia ha cambiado.

Me di cuenta el lunes, cuando en el primer peaje francés, justo después de la autopista, me paró un policía. Me preguntó de todo: de dónde venía, adónde iba, si era por trabajo, en qué trabajaba…

Me di cuenta el martes, cuando entrando en el centro de investigación en el que he estado trabajando esta semana, descubrí una garita que habían colocado junto a la barrera de entrada, en el parking. Un guarda de seguridad me paró, a grito de “madame”. De nuevo las preguntas, quién era, a quién iba a ver.

La primera vez que estuve aquí, en el sur de Francia fue en 2006. Desde entonces, he vuelto casi, casi cada año así que, aunque he perdido ya la cuenta, calculo que he venido a Sète unas 7 u 8 veces. En aquellos primeros viajes, venía con el jefe y nos alojábamos en un hotel maravilloso, con un patio cubierto central y una decoración exquisita, en el centro de la ciudad, a la orilla de uno de sus canales. Con el paso del tiempo, el precio del hotel fue subiendo pero nuestras dietas de alojamiento no. Así que últimamente ya nos alojamos en los hoteles de la Corniche, la zona más turística, más baratos y menos bonitos.

Aquí en Sète probé por primera vez la comida griega, en un diminuto restaurante que hace ya bastantes años que no existe. Y también aquí probé por primera vez (y única hasta hace poco menos de un mes) el atún rojo, en una barbacoa que montaron los colegas italianos en la casa que habían alquilado durante una reunión. En este tiempo, mi colega francesa con la que trabajo desde 2006 (y ahora ya es mi amiga) ha tenido dos niños, ha construido una piscina en su casa con vistas al Golfo de León y ha sufrido un robo mientras las dos estábamos de reunión en mi isla griega favorita.

Recuerdo beber pastis, un anís típico francés con mi jefe, en una terraza acristalada, bajo una lluvia torrencial. Recuerdo las cervezas con colegas franceses y españoles, en una terracita una tarde de verano.
Recuerdo intentar mantener una conversación sobre “El Rey León” en mi francés chapucero con el hijo pequeño de mi colega francesa. Recuerdo una visita a la lonja de pescado que me encantó. Recuerdo los fuegos artificiales que me sorprendieron el día de mi llegada aquí el año pasado.

A pesar de todo, a pesar de haber estado aquí tantas veces, aún he hecho cosas nuevas. Con la excusa de venir en coche (tras cruzar el charco hasta Barcelona) siempre, siempre he ido del hotel al centro de investigación con él, a pesar de estar a una distancia muy razonable a pie (20 minutos). Pues este año he ido a pie casi cada día (hoy no, porque había llovido y amenazada lluvia y, desoyendo los consejos maternales, no venía preparada para eso).

Nunca había llegado hasta el faro de piedra, coronado con una plancha metálica roja, que se encuentra en la entrada del puerto. Lo he fotografiado innumerables veces, pero hasta esta semana no me acerqué a él.

Nunca había ido caminando desde la Corniche al centro de la ciudad, por un estupendo y agradable paseo que te permite estar en media hora en los canales. Por fin, esta vez lo he hecho.

Nunca había estado en la gran plaza que hay en el centro de la ciudad, ni en los jardines inclinados con árboles enormes y varios lagos con nenúfares que hay a los pies de la colina.

Decía al principio que Francia ha cambiado. Supongo que yo también. Aunque por motivos distintos.
En el comedor del centro de investigación, en una pizarra donde cuelgan anuncios y hasta un calendario con los cumpleaños de los científicos que por aquí pululan, un “Je suis Charlie!” escrito con rotulador y medio borroso recuerda en silencio lo que es imposible olvidar. Pegada con celo en la pared, junto a las máquinas de café, está esta portada del Charlie Hebbo.

Francia ha cambiado, sí.

Piensas eso, con esa ola de tristeza general que parece que lo inunda todo, de incomodidad, de que las cosas no están yendo bien, y luego van los franceses y marcan ayer dos goles. Que no es que sea yo muy de fútbol ni nada, pero sentada anoche con dos colegas en la terraza de una de ellas, en lo alto de la colina, contemplando el mar, oyendo las cigarras y respirando la tranquilidad de la noche, los gritos de alegría que llegaban hasta nosotras, los pitidos, los silbidos y ese jolgorio que provocan las victorias futbolísiticas, se agradece. Sí, se agradece. Porque ver a los hijos de mi colega contándonos felices los goles marcados mientras nosotras apuramos las últimas gotas de vino es una maravilla. Porque, al fin y al cabo, estamos vivos. Y aunque las cosas cambien, aunque las cosas vayan a peor, siempre vamos a tener un motivo por el que alegrarlos, por el que seguir viviendo, por el que luchar, por el que seguir disfrutando de esta vida que, día a día, es un regalo.

Las fotos, de estos días.

Y mañana, a casa.











domingo, 3 de julio de 2016

En tierra

Vuelvo al blog después de casi un mes… Un mes en el que me he pasado quince días en el mar, interrumpidos brevemente por un viaje relámpago a Madrid. Estar en tierra, después de quince días de mar, es siempre raro. Y, como siempre después de un Festival de Primavera, la melancolía es directamente proporcional a la felicidad que has vivido en el mar.

Y yo, en este Festival de Primavera, he sido muy feliz.

A pesar de todo.

Por eso supongo que me está costando más de habitual volver a la normalidad. O igual no. Igual siempre me cuesta mucho, pero recordamos con mayor claridad las cosas más recientes.

Las dos semanas en el mar fueron días de mucho trabajo, de muchas preocupaciones, de algunos quebraderos de cabeza. Pero de muchas cosas buenas también. Y, una vez más (y perdonadme si me repito) me quedo con una cosa: la gente. La maravillosa gente que me ha rodeado estos días.

“Rodéate de gente bonita”, me dijo alguien, no hace mucho.

He tenido la suerte de estar rodeada de gente muy bonita estos días. Cuarenta y dos personas bonitas que han conseguido que este festival sea un éxito. Y no hablo sólo de objetivos científicos cubiertos.

Resumir estas dos semanas es siempre difícil, siempre. Pero yo lo sigo intentando. Y, sabiendo que seguramente he olvidado ya algunas cosas, me quedo con todo esto:

La primera reunión con el personal científico, aún antes de salir al mar, yo con las pilas bajas pero riendo por culpa de varios miembros de la tripulación que me hacían bromas a través de los portillos. Llevar un día en el mar y sentirme como si llevara una semana. El espectáculo de delfines en proa. Los abrazos de recibimiento. Los cuatro cafés que me tomé. Cuatro, señores. Cuatro veces más que en todo el año pasado. Romper dos artes en cinco días, hacer cuentas y comprobar que, a ese ritmo, no acabábamos el festival. Hacer una pulsera como regalo de cumpleaños. Las fiestas privadas en mi camarote. Las conversaciones interminables a horas intempestivas. Celebrar dos cumpleaños a bordo. Desembarcar en zodiac para un viaje relámpago a Madrid, con todo el barco despidiéndome. Estar en Menorca media hora, sólo media hora, el tiempo que tardé en bajar del avión y llegar al puerto para subirme al barco, donde ya esperaba el práctico. Salir del puerto de Maó disimulando las lágrimas de rabia e impotencia en los ojos (fue un sueño bonito mientras duró), mientras a tu alrededor reina ese silencio extraño del día después de pasar una noche en tierra. El cigarro que casi me fumo y que, al final, se transformó en caramelo de menta. Ah, los caramelos de menta, también llamados caramelos del amor. “¿Quieres kiwis? ¿Y kakis? ¿No andarás en la droja?” y todas las coletillas del monólogo de Carlos Blanco repetidas hasta el infinito y con las que nos reímos una y otra vez, una y otra vez. Guiris que me persiguen por el barco para que haga más muestreos de los suyos. El hilo de colores para hacer pulseras. Las historias de mar que me cuenta la tripulación y que me dejan con la boca abierta. Olvidarme de bajar la persiana del portillo y despertarme por culpa de la luz al amanecer, repetidamente. Caer en la cama, rendida y entrar en coma, directamente, en un sueño tan profundo y tranquilo como nunca lo tengo en tierra. Las lecciones para aprender a unir cabos haciendo gazas y nudos culs de porc. Y los deberes. Bajar a la cubierta de trabajo de los científicos y verlos currando como locos y riendo sin parar. Descubrir que las ralladas mentales que a veces provoca el mar son más comunes de lo esperado. Conversaciones por radio con pescadores amigos. El atardecer en proa, frente a la costa norte mallorquina, con el mar en calma y todo el equipo científico por allí, disfrutando del momento. Las capturas inesperadas: un atún rojo y un ánfora casi intacta. El torneo de futbolín, de los más concurridos que recuerdo. Recorrer el barco repartiendo chocolatinas. El bocata Oliver. Barcos que navegan haciendo eses a horas intempestivas, bajo la luz de la luna llena. Esquivar boyas. El insignificante accidente laboral, que me ha dejado una marca en la rodilla que, intuyo, me durará todo el verano. La cena en popa, con todo el mundo. El negrito, ese gran desconocido, ay, qué delicia de pescado. Mi rincón favorito del barco. Las vistas espectaculares de estas islas maravillosas. Conversaciones políglotas en el comedor: castellano, catalán, gallego, inglés, alemán. Se habla de todo en este barco. Los atardeceres en el mar. Los días de buen tiempo. Los días de mal tiempo. Levantarte cada día pensando que no quieres estar en ningún otro lugar. Sólo en el mar.

Ay, el mar, siempre el mar.

Las fotos son de esos quince días de mar. Y el vídeo, como bonus track, el espectáculo siempre sorprendente, maravilloso y mágico de delfines jugando en la proa.














domingo, 22 de mayo de 2016

Stop

A veces, hay que parar, hacer caso a la señal de stop.

Aunque vayas a tope, estés hasta arriba de trabajo, de preocupaciones, de cosas por hacer.

Aunque estés a diez días de unas oposiciones, a diecisiete del Festival de Primavera y a sólo dos de otro Festival mini en el que, no sabes aún muy bien como, te ha tocado participar (cuando hace sólo un día ni sabías que existía).

Aún así, aún en circunstancias de esas en las que parece que no tienes ni tiempo para respirar, hay que parar, hay que hacer caso a la señal.

Así que metes cuatro cosas en una maleta, conduces sesenta quilómetros y te plantas en un hotel junto al mar, para pasar una noche de fiesta, música swing y baile con amigos. Y durante unas horas te olvidas de preocupaciones, de trabajo, de todo lo que tienes aún pendiente y, casi (sí, digo casi), de las oposiciones y tu vida se reduce simplemente a eso, a la música. Y a no parar de sonreír mientas bailas.

Porque bailar me hace sonreír. Y, a veces, para poder bailar, hay que hacer caso a la señal de stop. Y parar.

En la foto, la bahía de Pollença, esta mañana, cuando me alejaba de la música y del baile, para volver a la realidad. Y el stop, claro.

Y la música, “Love” de Nat King Cole, porque la oí hace un par de días y mis pies no podían parar.