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viernes, 21 de marzo de 2014

¡Hola, primavera!

Quería escribir esta entrada anoche, pero tuve un pequeño incidente con la tostadora (quemé el pan) y otro con una olla (quemé las palomitas) y decidí que no tenía el alma para dar la bienvenida a la primavera.

Pero hoy sí.

Primavera, viernes y de día libre.

Ah, nublado y bajando las temperaturas pero, ¿qué más da?

A lo que iba, es primavera. Y mi huerto urbano está feliz, muy feliz. Me ha recibido en todo su esplendor a mi vuelta de Namibia.

Las zanahorias están empezando a crecer (¡esta vez sí!).

Hay guisantes, muchos guisantes por todas partes.

Mi fresal ya no sólo da flores, ahora las flores se están convirtiendo en fresas.

La flor del aloe empieza a crecer.

Unas tímidas florecillas se asoman en una planta que muchos daban por muerta y creo recordar que eran mini-claveles.

Y el bosque de ginkgos… ay, ¡el bosque de ginkgos! Decenas de sus preciosas hojas están creciendo como locas a lo largo de sus ramas.

Ya es primavera, ¿no lo notáis?







viernes, 28 de febrero de 2014

Guisantes

Hoy he descubierto esto en mi huerto urbano. Ya están aquí, ya llegan los primeros guisantes.

:)


sábado, 22 de febrero de 2014

Buganvilla

Durante los meses que pasé en Creta, viví en un diminuto apartamento con vistas al mar. En las escaleras que subían hasta él, había unas magníficas buganvillas, rosas y blancas. Concretamente, éstas:


Me encantaban aquellas plantas. Me encantaba el blanco puro de unas entrelazado con el rosa de las otras. Me encantaba el contraste del blanco y rosa con el verde de sus hojas. Me encantaba el contraste del blanco, rosa y verde con el sempiterno azul del cielo cretense. Esa profusión de colores llenaba de vida la entrada de mi austero apartamento de paredes blancas y ventanas azules.

Me acordé mucho de aquellas buganvillas cuando volví de Creta. Creta fue mucho y recuerdo muchas cosas buenas de aquellos días, pero curiosamente una de las cosas que más recordaba a la vuelta eran los rosas y blancos de aquellas buganvillas.

Con los años, cuando los recuerdos cretenses se fueron diluyendo, llegué a una conclusión que no entiendo muy bien cómo no había alcanzado antes: quería una buganvilla. Sí, sabía que era imposible replicar la entrada a mi apartamento cretense, la buganvilla de dos colores creciendo por las barandillas de la escalera que llegaba a él, pero poco a poco se fue formando en mí esa idea, primero difusa, luego muy clara: quiero una buganvilla. Lo curioso es que cuando se lo comentaba a gente que conozco, dueños o no de buganvillas, todos me decían lo mismo: “No la pongas: da mucho trabajo”. Me resultaba muy curioso. Claro, lo sé, me dará mucho trabajo pero ¿y qué? Quiero decir, todo en esta vida da mucho trabajo, hasta respirar da mucho trabajo, pero ¿por eso hay que dejar de hacerlo?

Cuando por fin me decidí ignorar todas esas nefastas recomendaciones, en otoño del año pasado, ya era demasiado tarde para conseguir una. Aunque intenté trasplantar varios esquejes que conseguí de la planta de una amiga, ninguno llegó a echar a raíz. Así que, la semana pasada, cuando fui a comprar tierra, vi varias buganvillas de color morado. No eran las que yo quería, yo las quiero rosas y blancas, o incluso rojas, pero no morado. Así que esperé. Y ayer decidí volver a intentarlo. Y no, no he conseguido una blanca y una rosa para poder entrelazarlas, pero sí que he conseguido esta maravilla:


Me encanta. Eso sí, si dentro de unos meses empiezo a lloriquear porque me da mucho trabajo y estoy harta de la buganvilla, por favor, que nadie me diga que ya me lo dijo. Estaría muy feo.

sábado, 15 de febrero de 2014

Aún no es primavera

Aún no es primavera.

Lo sé, entre otras muchas cosas, porque las ramas de mi bosque de ginkgos están totalmente desnudas.

Aún no es primavera, pero…


… mi fresal no para de echar flores.



… las plantas de guisantes crecen felices y están dando sus primeras flores.


… me he animado a volver a sembrar zanahorias.


Y, entretanto, la planta de Navidad sigue agonizando.


Aún no es primavera, pero parece que se acerca.

miércoles, 1 de enero de 2014

1 de enero de 2014

El año nuevo es como un árbol de hoja caduca en pleno invierno, un Ginkgo biloba, por ejemplo. Así, a simple vista, es una cosa seca, esmirriada, sosa, pero en su interior guarda toda su sabia, toda su energía, que irá mostrando tal vez poco a poco, a lo largo del año, tal vez de golpe, en algún momento en concreto.

Un año nuevo es como un árbol de hoja caduca en pleno invierno, sabes que lo que traerá, lo que vendrá es más o menos similar al año anterior… o no. Porque puede sorprenderte, para bien o para mal: nuevas hojas, nuevas ramas, nuevas sorpresas, nuevos problemas. Cosas agradables o desagradables.

Un año nuevo es como un árbol de hoja caduca en pleno invierno, aparentemente muerto y vacío por fuera, absolutamente vivo por dentro, preparado para estallar en toda su vitalidad a partir de ahora, en cualquier momento.

En la foto, mis ginkgos (casi) sin hojas, hoy, primer día de 2014.

Feliz día. Feliz año.

viernes, 27 de diciembre de 2013

Huerto en invierno

El invierno es una época poco emocionante en cuanto a plantas. Todo va más despacio, más lento, cuando no ha muerto directamente. Además, con tanto viaje, he tenido el huerto un poco más abandonado de lo habitual. Aún así, hay algunas cosas que han estado sucediendo estos días en mi universo hortícola.

La planta de Navidad. Indispensable en estas fechas. Siempre se me muere, pero de momento sigue viva y (casi tan) vivaz como cuando la traje a casa.



Los guisantes. He decidido plantar guisantes. Compré los planteles hace varias semanas y, por fin, estos días los he trasplantado a sus macetas.



Los mini-cactus. Ya conté aquí cómo murió mi maravilloso cactus. Ahora he re-adoptado unos mini-cactus, hijos de aquél, que en su día regalé a mi hermana la gafapasta (aún le han quedado unos cuantos, ¿eh? No se los he quitado todos).


Los fresales No estoy convencida de que estén del todo saludables. Son hijos del gran fresal que tiré a final del verano (“¿Ahora que se empezaba recuperar lo has tirado?”, me preguntó mi padre) y uno de ellos sobrevivía en un botellín de agua sólo con agua, sin tierra. Ahora, por fin, he trasplantado al pequeño fresal y he metido ambos en un pequeño invernadero, por eso del frío.


Las buganvillas. Quería buganvillas. Desde hace el tiempo. La gente no hace más que repetirme que dan mucha porquería, que no valen la pena, pero quería intentarlo. Trasplanté tres ramas cortadas de la planta de una amiga, a ver si arraigan y crecen.


El ginkgo. Mi niño. Bueno, los ginkgos. Mis niños. Adoro a estos arbolitos. Sigo con fascinación su evolución. Esta época del año es fascinante: pasan en pocas semanas del verde más maravilloso al amarillo más intenso hasta que acaban perdiendo todas las hojas. Ya lo dije una vez: tener en casa un árbol (dos en este caso) de hoja caduca es como tener un gato en casa, me paso el día recogiendo las hojas que pierde. En nada, en unos días, incluso antes de final de año, mis ginkgos serán sólo unos palitos en una maceta con tierra. Hasta la próxima explosión primaveral. Hasta entonces, disfruto de su esplendor dorado.




jueves, 14 de noviembre de 2013

Estaciones

En mi huerto urbano, no está muy claro en qué estación estamos. Aunque sea ya mitad de noviembre, mi pequeño fresal está echando flores.



 De hecho, hace poco recogí varias fresas.


Y sigo recolectando pimientos.


Y los que me quedan por recolectar.


No sé sabe muy bien en qué estación estamos, en mi huerto urbano.

sábado, 19 de octubre de 2013

Cactus

Ayer tiré el cactus de mi foto de perfil, mi súper-cactus-nave-nodriza. Éste.



Era un cactus fabuloso, que adoraba. No recuerdo cuándo lo compré, pero hace mucho, mucho. Era un cactus de esos pequeñajos que se venden en todas partes. Hace años le hice una foto que presenté a un concurso de fotografía. Esta foto.


La llamé “Generaciones”. Entonces ya tenía varios años, era un cactus mediano y ya tenía pequeños cactus a su alrededor. La foto es de enero de 2007, hace seis años y medio. Así que calculo que el cactus tenía ahora unos 10 años.

Cuando me mudé de casa, el cactus fue casi lo primero que se vino conmigo. Miento: el cactus se mudó a mi casa antes incluso que yo, como demuestran estas fotos que me envió mi hermana estando yo en Creta, en verano de 2008. Por lo que veo, entonces ya había separado algunos de los pequeños cactus. Si mal no recuerdo, esa nueva maceta se la regalé, un tiempo después, a una amiga.



Las primeras fotos que tengo del cactus florido son de mayo de 2009, pero no sé si tuvo flores antes. No creo, porque un evento así seguro que lo hubiera fotografiado. Porque aquello fue todo un acontecimiento. ¡Una flor! ¡Tenía un cactus florido! Fue una grata e increíble sorpresa. Primero salió una, pero luego vinieron más, muchas más. En las fotos no lo veo claro, pero juraría que entonces el cactus ya estaba en el que ha sido en los últimos años su lugar en mi balcón: al fondo, en la esquina, junto al Aloe vera.




Con los años, el cactus creció más y más, y siguió echando flores, como se ve en estas fotos de 2010, 2011 y 2012.
 



Se hizo grande, muy grande. Así que hace un año, le volví a quitar algunos pequeños cactus, que sembré y repartí entre mi hermana y alguna amiga (como ya conté aquí y aquí).





Le he hecho muchas fotos al cactus y a sus flores. Sus flores. A veces una, a veces dos, a veces tres. Hasta seis simultáneas ha llegado a tener. La peculiaridad de sus flores era su futilidad: sus tallos tardaban días, tal vez un par de semanas en crecer, pero sus flores permanecían abiertas sólo unas horas. A veces, me iba por la mañana a trabajar estando el capullo cerrado y, al volver por la noche, ya se había mustiado. A menudo, florecían por la noche. Con nocturnidad y alevosía. De hecho, mis favoritas son dos series que hice dos noches noche, en mayo de 2012 y de 2013, jugando con la réflex y utilizando por trípode una silla de la cocina.




Revisando unas fotos de mayo, ahora me doy cuenta de que el cactus ya había perdido algo de su color, volviéndose más amarillento. Pero seguía floreciendo como siempre.



Fue en verano cuando empecé a notar que su superficie perdía su color habitual y se volvía marrón. Y uno de los cactus estaba seco y arrugado. No le di demasiada importancia, pero enseguida noté que el tono marrón se extendía por toda la planta. Incluso algunos capullos que le salieron no llegaron a desarrollarse.


En septiembre estuve todo el mes fuera y, en uno de los viajes, mi padre (que es el que pasa por casa a cuidar de mis plantas cuando no estoy) me dijo lo que ya hacía tiempo sabía “Tu cactus está enfermo. Creo que deberías tirarlo”.

De vuelta de Namibia, comprobé que ya estaba casi prácticamente marrón. Aunque conservaba la ligera esperanza de rescatar alguno de los cactus pequeños y trasplantarlo. Pero dejé pasar demasiado tiempo y ayer, cuando me puse a arrancar cactus me di cuenta de que ya no había nada de hacer: todo el cactus estaba seco y vacío en su interior, era pura fibra, una enorme masa de fibra y vació, terriblemente punzante.

Y decidí que había llegado el momento de tirarlo. Con un guante de jardín improvisado (formado por un guante de horno, un trapo y una bolsa de plástico) y un cuchillo, corté el cactus en trozos y lo metí en dos bolsas grandes. Dos bolsas grandes.

No sé de qué ha muerto. Tal vez era ya demasiado grande para su maceta, la tierra no era capaz de alimentarlo como tocaba y no le llegaba agua y alimento suficiente. Tal vez simplemente había ya cumplido su función, era demasiado viejo y le había llegado su hora. No sé, no sé nada de cactus. Sólo sé que su aspecto era tristemente penoso.





Ha sido un gran compañero. Y es difícil describir lo que sentía cada vez que me regalaba una flor: ilusión, alegría, vitalidad, vida. Ver un cactus florecer en tu balcón no sé si es algo habitual. Para mí era una sensación muy especial.

Admito que el ojito derecho de mis plantas es mi bosque de ginkgos, pero este cactus, sin duda, ocupaba un lugar privilegiado entre mis plantas favoritas de casa.

Lo bueno es que voy a conseguir uno de sus hijitos que mi hermana aún tiene. Le di unos cuantos así que recuperaré uno. Pasará mucho antes de que vuelva a tener un cactus florido en mi balcón. Pero si una vez lo tuve, sé que lo puedo volver a tener.

viernes, 23 de agosto de 2013

La supervivencia de las plantas

Una de las cosas que me preocupaba de irme una semana a orillas del Cantábrico a coger aire eran mis plantas. En mis frecuentes viajes laborales, mis padres (bueno, mi padre-MacGyver) se encargan de ellas, pero esta vez el viaje era familiar, me iba con ellos, así que había un pequeño problema que resolver. Como las tomateras ya estaban en las últimas, simplemente decidí acabar con ellas (recolectando antes los 3 tomatitos casi verdes que quedaban). Pero aún así, había muchas plantas que regar y no podía obligar a mi hermana la gafapasta (que vive a 40 Km) a pasar cada día.

Después de una pequeña búsqueda por internet, decidí probar con un sistema de riego automático casero. Así, coloqué un cubo de agua encima de unos estantes metálicos de Ikea (sobre los que normalmente reposan todas mis macetas, para evitar que el suelo del balcón se humedezca en exceso) y, alrededor del cubo, las plantas que necesitan riego diario (ni los cactus ni el aloe). Compré en la mercería del barrio, en la que me surto de lanas para tejer, de hilo grueso 100% algodón, lo humedecí e introduje un hilo en la tierra de cada maceta. Para evitar que los hilos se movieran, agujereé una botella de agua mineral por la parte inferior e introduje ahí los hilos. El montaje quedó talmente así:



También preparé un segundo set de riego automático casero en la galería, para regar los Ginkgo biloba, los baby-ginkgos (algún día hablaré de mi proyecto “Pon un ginkgo en tu vida”) y alguna otra planta que tengo en la galería. Como había acabado el hilo grueso, cogí uno que había comprado hace tiempo, también 100% algodón, y le di varias vueltas, para aumentar su grosor. El segundo montaje quedó así:




Y funcionó.

Sí, el sistema de riego automático casero funcionó.

Eso sí, es mejorable, pero funcionó.

Mi hermana-gafapasta pasó a controlar el tema a mitad de semana y rellenó el agua del montaje número 1. También detectó un exceso de agua en el montaje número 2. El montaje número 1 fue un verdadero éxito: eso sí, hay que regular bien la cantidad de agua que las plantas necesitan. En mi caso, el cubo de agua no duraría más de 4 días, ayer por la tarde lo encontré casi vacío. Pero con todas las plantas vivas. El montaje número 2 tuvo dos problemas: por un lado, dejé sin base dos macetas con agujeros, por eso había agua por todo. El segundo problema es que los baby-ginkgos absorbieron demasiada agua y las macetas sin agujeros (es decir, los culos de botellas de agua vacías) estaban encharcadas. He trasplantado los baby-ginkgos a tierras más secas, pero no creo que sobrevivan.

En cualquier caso, estoy contenta de cómo ha funcionado todo. Mis plantas pueden sobrevivir sin mi continua presencia. Y hoy he cosechado algunos frutos: un pimiento y varias mini-zanahorias. Vale, las zanahorias son diminutas, lo admito, pero eso ha sido un error mío al intentar reutilizar tierra ya usada, sin abonarla antes. No volverá a pasar.