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martes, 4 de agosto de 2015

Fin de semana por el sur de Francia

Por cuestiones de agenda, mi último viaje a Sète me obligó a pasar un fin de semana por el sur de Francia. Aunque no era mi plan favorito del mundo mundial (viajaba sola), hace tiempo ya que decidí disfrutar de lo que hay en mi vida en cada momento. Y si hay que disfrutar de un fin de semana en el sur de Francia, se disfruta.

Aproveché para conocer Montpellier, una ciudad a pocos quilómetros de Sète y que aún no conocía. Fui allí con unos colegas y amigos a pasar la velada del viernes, en un acontecimiento perfecto para una noche de verano: comer y beber al aire libre, con música swing de fondo y charlando en idiomas variados (éramos seis adultos de tres nacionalidades diferentes). Sin planes claros para el sábado, pero con varias propuestas, por la mañana volví a Montpellier para conocer la ciudad con más calma (y más calor) y luego me lancé a la aventura de buscar dos sitios que me habían recomendado los colegas franceses. Ahí salió mi vena cretense, mi yo de hace 7 años (ya, glups), cuando en Creta me dedicaba a recorrer en soledad carreteras desconocidas, sin más preocupaciones que decidir dónde pasar la noche aquel día y qué siguiente playa, pueblo o ruina iba a visitar.

Así que después de comer en Montpellier, pasé una hora hasta que logré encontrar la carretera que buscaba y acabé nadando en un río, a los pies de una cascada en Saint-Laurent-le-Minier. Qué lugar tan bonito, tan agradable y tan concurrido en un fin de semana de tanto calor. Qué maravilla, qué aguas tan ricas (pensaba que estaría congelada, recuerdos de los veraneos de mi infancia en tierras conquenses, donde el agua de los ríos era hielo puro), qué rato más bueno pasé refrescándome en las aguas, contemplando a los chavales tirándose desde lo más algo posible y dejando pasar el tiempo leyendo, con la brisa fresca de la orilla del río.

De vuelta a Sète, paré en otro pueblo que me habían recomendado, Saint-Guilhem-le-Désert, un lugar tan turístico como bonito y acogedor. Un lugar al que le pasa lo mismo que a otros lugares maravillosos (como Venecia): por mucha gente que haya, por muy turístico que sea, sigue siendo un lugar maravilloso. Pasear por sus calles empedradas, encontrar signos del Camino de Santiago (está en la ruta francesa del mismo), visitar sus pequeñas tiendas (bastante) artesanales fue una manera estupenda de acabar el día.

El domingo no fue tan bucólico: 700 km de carretera para ir al aeropuerto a recoger al jefe. Al menos de camino pude pararme en Girona, a comer con un amigo. Cómo me gusta Girona, es una ciudad tan bonita como interesante. Uno de esos lugares a los que no me canso de volver. Y ya es la segunda vez que voy este año.











viernes, 24 de julio de 2015

Sète

Sète (Seta en occitano) es una pequeña ciudad portuaria, al sur de Francia, en pleno Golfo de León. Es una ciudad marítima y marinera, surcada por canales en los que se practica una de las competiciones más simpáticas que conozco: las justas náuticas. Es una ciudad curiosa; turística y bastante bulliciosa en verano y calmada y apagada fuera de temporada. Es, además, de los pocos lugares de Francia que conozco y, de lejos, el que mejor. Ya he perdido la cuenta de las veces que he estado en Sète (yo diría que ya son siete, la última hace dos años); creo que mis viajes aquí superan incluso a mis viajes a Roma, porque de manera más o menos constante, vengo por aquí una vez casi cada año, desde hace ya unos cuantos.

El viaje hasta allí es largo y eso que no está tan lejos de donde vivo. Siempre hacemos el mismo recorrido: un avión a Barcelona y casi 400 km de coche. Es una alternativa razonable a los tres aviones que, de otra manera, necesitaríamos para llegar. Aún a pesar del largo viaje, ir a Sète siempre es agradable. Me gusta esa ciudad y me gusta trabajar con los colegas con los que allí trabajo. Me gusta darme una vuelta por su centro antiguo, ver sus canales, el faro de su puerto, la subasta de pescado, incluso el cementerio marítimo de aquí tiene vistas espectaculares al Mediterráneo. Es una ciudad muy, muy ligada al mar, con una flota pesquera de dimensiones considerables, multitud de pequeños veleros atracados en sus muelles y el espíritu marinero presente en cada uno de sus rincones.

También es una ciudad con zonas claramente delimitadas: la zona antigua junto a los canales, la colina con espectaculares vistas al mar, la parte nueva y moderna, en la zona alta, junto a las playas. Incluso con su clima loco y cambiante, con días de nubes y niebla en plena ola de calor veraniega, con vientos fuertes que empiezan a soplar cuando menos te lo esperas y un afloramiento de aguas profundas que es la clave de la riqueza marítima de esta zona pero también es el responsable de que la temperatura superficial del mar baje a veces tanto que, con casi cuarenta grados fuera, la gente no se atreva a meterse dentro.
El toque decadente de los edificios que rodean sus canales le da a la ciudad un punto melancólico que me
atrae e incomoda a partes iguales. Porque sobre todo en los meses silenciosos fuera de temporada, pero también en plena locura veraniega, se respira claramente ese aire de tristeza melancólica que le da a la ciudad un toque triste y a la vez, interesante, casi seductor.

Y allí he pasado unos días de este mes de Julio, de nuevo trabajando, de nuevo en esta ciudad de canales. Las fotos son de estos días, menos la primera, que es de la única vez que tuve oportunidad de ver las justas náuticas, hace ya cuatro años. Eso sí, esta vez pillé los fuegos artificiales de la fiesta nacional francesa. E incluso tuve oportunidad de visitar el buque científico en el que trabajan los colegas franceses, L’Europe.










lunes, 6 de julio de 2015

ALB & SKJ

Un fin de semana cualquiera, de verano. Para ser más precisos, un fin de semana largo, cuatro días, porque tengo que ir cogiéndome días que me deben antes de que caduquen. En principio, no tengo planes destacados, pero no me importa: en verano, los planes aparecen en el último minuto. Pero antes de eso, antes de que llegue el último minuto, de repente, se me presenta un plan atractivo: ayudar a muestrear atunes en un concurso de pesca. Bueno, igual no es un plan atractivo para muchos. Para mí, que hace ya años que tengo ganas de colaborar en estos muestreos, sí que lo es. Un planazo.

Y así me paso dos tardes-noches de un fin de semana cualquiera de verano, ayudando en un muestreo científico, haciendo de becaria novata con un grupo de colegas, sufriendo el sol y las temperaturas demasiado altas incluso en pleno verano, llegando a casa a las 2 de la mañana, con la ropa y la piel veteada de sangre de atún, aprendiendo a distinguir la albacora o bonito o atún blanco (en inglés albacore, de nombre científico Thunnus alalunga y ALB el código que utilizábamos para etiquetar las muestras) del listado (en inglés skipjack, de nombre científico Katsuwonus pelamis -ah, ¡la magia de los nombres científicos!- y SKJ de código), aprendiendo cosas sobre su biología, su distribución, su pesca, aprendiendo incluso a limpiar estos peces magníficos, elegantes, veloces y hasta violentos, de carne roja y sangre oscura.

Ha sido genial.

Si puedo, repetiré el año que viene.









lunes, 29 de junio de 2015

En el mar

Hace ya más de una semana que volví del mar. Ah, el momento del retorno, casi la parte más dura de este trabajo. Volver a tierra, volver a la normalidad, volver a una vida que has dejado apartada, casi olvidada, durante quince días en el mar.

A veces creo que hablo demasiado sobre el mar. Pero es mi vida. A veces creo que amo demasiado el mar. Pero es lo que siento.

Ésta ha sido mi quinta campaña en este barco, pero no sabría decir qué lugar ocupa en mi lista de campañas. Creo que la vigésima-sé-qué. O la trigésima-algo.

Qué más da. La cuestión es que, después de tantos años viviendo esto, sigo sintiendo una melancolía absurda a la vuelta, una añoranza por los días de mar. Aunque haya habido momentos malos, aunque haya habido momentos duros.

Esta campaña pasará a mi historia personal por ser la primera (creo) en la que he ido de jefa y en la que no he pensado o dicho en ningún momento lo de “El año que viene no vengo de jefa”. Igual es que me estoy haciendo mayor. Igual es que le estoy cogiendo el tranquillo a esto. Igual es porque eso no lo decido yo.

Ha sido ésta una campaña buena, muy buena. No ha habido grandes desastres, no ha habido momentos horribles, no me he querido tirar por la borda ningún día. Pero (siempre hay un pero), pero eso lo digo ahora estando en tierra: ha ido todo bien, todo ha salido como estaba planeado o, si ha habido fallos, los hemos solucionado sin demasiados problemas. Pero, decía, pero estando a bordo no puedo evitar estar tensa, preocupada, en guardia todos y cada uno de los días de mar, en todos y cada uno de los momentos en que estoy despierta. Dormida, entro en coma, ni siquiera sueño. O casi no sueño. O duermo tan profundamente que no recuerdo los sueños. Pero estoy en tensión, decía, inevitablemente, en guardia, pendiente de si lo que puede fallar, falla, si lo que puede ir mal, va mal, si los problemas que pudieran surgir, surgen.

A veces no pasa. A veces se alinean los astros y las cosas que pueden fallar, no fallan, lo que puede ir mal, no va mal y los problemas que pudieran surgir, no surgen. Y lo que falla, lo que va mal y los problemas que surgen, se arreglan.

No nos engañemos, no hemos estado en un crucero, no hemos estado tomando el sol y bebiendo mojitos. Pero hemos pasado quince días en el mar trabajando y sonriendo. Trabajando y sonriendo.

Y eso me parece maravilloso.

El año pasado me preguntaba qué recordaría de la campaña de entonces. Ahora me pregunto qué recordaré de ésta. Estas son algunas cosas que creo que recordaré: El primer domingo sin cruasán y la perturbación de la fuerza que eso provocó. La bronca pausada del jefe de máquinas cuando rompimos las cintas en el parque de pesca. Las conversaciones en el puente: del sexo al amol, pasando por cualquier tema imaginable. Las charlas por la radio con pescadores amigos. Atisbar pesqueros y clamar “Son flota amiga”. Los buenos días con sonrisas. El trabajo perfectamente coordinado de toda la tripulación: marineros, máquinas, cocina y puente, cómo admiro a toda esta gente, qué fácil hacen nuestro trabajo, qué placer trabajar con ellos. La banda sonora en el puente, desde Abba hasta Háblame del mar marinero, pasando por habaneras, cantadas por el capitán y oficiales. Descubrir a Josh Woodward gracias al primer oficial. Momentos de euforia inexplicables, momentos de tristeza inexplicables. Las reuniones del personal científico, en la sala de descanso. Los días de verano al principio de campaña, los días de temporal hacia la mitad. Los días lentos, silenciosos y pesados de mala mar. Los momentos de risas, charlas y bromas tras un día de mala mar. Las horas y horas que hemos pasando buscando boyas caladas en las zonas de muestreo. Las langostas que mueren en condiciones poco claras. El zafarrancho de limpieza en el puente, los viernes. Los garbanzos con callos. Llegar tarde a comer. Perderme todos los domingos los entrantes, los domingos son días de trabajo complicado. El mar de fondo. Más mal tiempo que hace cambiar los planes. Maó. La noche en Maó, el desayuno en Maó, apurar las horas en tierra bebiendo las cervezas que a bordo se nos prohíben. Cámaras de fotos que hacen de las suyas y nos hacen perder fotos y recuerdos. Barrer algas en cubierta. Trombas de agua (caps de fibló) a diestro y siniestro. Algún delfín. Los caramelos de menta. Despertar una mañana a los pies del Puig Major, justo delante de Sa Calobra. Ese momento de bajón, el penúltimo día en el que necesitaba mil abrazos y opté por la soledad de la proa, tirada allí, viendo unas estrellas increíbles sobre mi cabeza, respirando esa paz y tranquilidad que sólo me da el mar. Las ganas de llorar al ver las gambas rojas y las cigalas hervidas. El primer trago en tierra, aún en mitad de la descarga, con gran parte de la tripulación y algunos científicos. Los atardeceres. Los amaneceres. Los cielos estrellados. Los cielos rasos. Los cielos nublados. El mar en calma. El mar embravecido. El mar jugando al despiste.

El mar. El mar.

Ay, cómo lo echo de menos.














domingo, 17 de mayo de 2015

Mal de tierra

Hoy hace una semana que volví a tierra.

Ha sido una semana cargadita de historias laborales que me han complicado la vida y me han hecho pensar que llevaba mucho más en tierra, olvidando rápidamente mis semanas en el mar y casi sin tiempo para echar de menos esos días. Ya lo conté el año pasado (y supongo que más veces antes), volver a tierra es siempre duro. Pero cuando te enfrentas a mil historias diferentes una vez atracas, no te da tiempo de pensar en nada, en nada.

Sí que ha habido varios momentos en los que me he dado cuenta lo cercanos que son aún mis días de mar. Han sido momentos en los que he tenido una ligera sensación de mareo. Cuando pasas un tiempo largo en un barco, no es raro que, a la vuelta, sientas que la tierra firme se mueve bajo tus pies. No sé cuál es el nombre adecuado para este efecto, he leído mal de tierra, mal de mar, mareo de tierra y nombres variados.

A mí me gusta mal de tierra.

En estos días en el mar, no me he mareado en ningún momento. Un barco de 70 metros resiste bien al fuerte viento y a las olas y, si el tiempo acompaña, hay momentos en los que apenas recuerdas que estás en un barco. Sin embargo, siempre hay un balanceo, algunas veces apenas perceptible, que hace que, al volver a tierra, tu sistema del equilibrio se sienta un poco confuso.

Un día fue delante de la lavadora, cuando me noté a mí misma balanceándome como si estuviera en el mar. Otro día delante del ordenador. Otro día más creo que tumbada. Y hasta ha habido una cuarta ocasión en la que he sentido ese ligero mal de tierra.

Como decía, apenas he tenido tiempo de echar de menos mis días en el mar, la vorágine de mi día a día me ha engullido con más voracidad que nunca y algún día me he sorprendido a mí misma pensando en el poco tiempo que hacía que había vuelto. Pero sin tristeza ni añoranza.

Hasta ayer.

Ayer tuve uno de esos pinchazos absurdos de añoranza. De repente, me di cuenta de que hacía una semana, sólo una semana, que había pasado mi última noche en el mar. Estaba haciendo de guiri, en un hotel en el levante mallorquín, en mitad de una fiesta de música swing que acabó con música tradicional mallorquina, salsa y hasta la macarena, cuando me acordé del mar con añoranza, con ese gusto entre dulce y amargo que te dejan los días de mar en los que has sido feliz. Fue un “Oooh”. Sólo eso. Un “Oooh”. Eso también es mal de tierra. Creo.

La única cura para el mal de tierra es el tiempo. El mal de tierra tal y como viene, se va.

En las fotos, instantes de estos días en el mar. La última, el parque de pesca, un lugar cerrado, sin luz natural, donde pasamos todo el día trabajando, es para todos aquellos que me preguntan por qué no vuelvo morena de estos embarques y si realmente en el barco trabajamos o sólo vemos delfines y comemos.

En tres semanas, volveré al mar.